¿Un país que no protesta?

11/12/2007
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  • Opinión
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La revelación de las pruebas de vida de un grupo de secuestrados de las FARC ha estremecido a vastos sectores de la opinión pública nacional e internacional. ¿Cuándo empezará la protesta de los colombianos?

Los documentos escritos y las fotos de los rehenes en poder de las FARC nos han sobrecogido porque siempre la realidad de la violencia sorprende a quienes la sufren lejanamente. Todos nos estremecemos al borde de nuestros lechos de enfermos de violencia, pero no más. No tenemos a dónde acudir, porque los demás están haciendo lo mismo. No hay fuerzas sociales y políticas que movilicen la ira y el clamor que sube por nuestras gargantas y toda nuestra agitación se fatiga rápidamente y desaparece. Hasta una próxima noticia peor que la de hoy.

¿Es Colombia un país que no protesta?


En los 26 años corridos entre 1975 y 2000 los trabajadores colombianos —los más organizados— realizaron alrededor de 22.000 protestas públicas por diversos motivos, de las cuales 3.377 fueron huelgas. Las huelgas por motivos políticos (contra políticas del Estado y por violaciones de derechos, principalmente) constituyeron apenas el 2,7% del total, pero pusieron en movimiento al 28% de los huelguistas del periodo. La huelga política de los trabajadores fue el principal factor de cambio en el carácter de la protesta laboral colombiana de la segunda mitad del siglo pasado. Fue la más tumultuosa y enérgica que desplegaron los trabajadores a lo largo de los cinco lustros. Todo eso es verdad. Pero observen este otro detalle: ninguna de esas movilizaciones obreras incluyó un paro nacional, o siquiera regional, contra la violencia que lleva azotando al país por más de cuarenta años. Todo ello a pesar de que los sindicalistas constituyen el sector urbano más afectado por el conflicto armado interno.

¿Colombia es una nación que no protesta por nada, como creen algunos? Aunque evidentemente, en el seno de la sociedad latinoamericana somos una nación conservadora, con un movimiento social de bajo perfil, los hechos confirman que sí se protesta. El ataque armado a las llamadas “repúblicas independientes” en la mitad de los años 60 provocó importantes despliegues, y el asesinato paulatino de los principales dirigentes de la Unión Patriótica y la AD-M19 en los ochenta y noventa ocasionó movilizaciones todavía mayores, aunque nunca de la envergadura que sería de esperar por la gravedad de los hechos denunciados.

Desde entonces la protesta ciudadana contra la violencia ha ido descendiendo, hasta la penosa situación del momento. Los contradictores de la protesta social, los socios de una política de “seguridad democrática” basada en el aniquilamiento del enemigo estratégico —es decir, del que tiene en mente un país distinto, no sé si mejor o peor que el actual— ahora recogen los frutos de la intolerancia. La derecha, en el poder, es enemiga de la movilización pública porque no la necesita. Tienen el poder del Estado, son los dueños del presupuesto y las partijas y no se arriesgan a recibir expresiones de descontento popular. Quienes critican a los colombianos porque no protestan debería tener en cuenta lo que ha venido pasando en las pequeñas y medianas poblaciones del país, escenarios de los peores crímenes y donde los familiares y amigos de los dirigentes populares asesinados son advertidos por sus victimarios de que deben cerrar la boca si no quieren sufrir la misma suerte. Deben recordar que en cada pequeño o grande despliegue de protesta están los apuntadores del Ejército, la Policía y el DAS, que en llave con los paracos deciden los siguientes crímenes. Los señalamientos funcionan incluso en las ciudades grandes, donde la eliminación de activistas políticos de oposición pasa inadvertida para la prensa porque solo afecta a personas del montón. Cada marcha que los campesinos realizan en lejanos caseríos y veredas contra los tropelías del Ejército y sus paracos es una movilización heroica que puede terminar con nuevos muertos. Es de conocimiento público que a las audiencias judiciales de jefes paramilitares señalados de crímenes horrendos acuden bandas transportadas por ellos para que les hagan recibimiento de héroes e intimiden a los pocos testigos que, pagando de su bolsillo costosos pasajes, logran presentarse en tales eventos para contradecir a los responsables de su desgracia. Allí son los victimarios los que hacen el mitin.

Claro que en las grandes ciudades es otro el cantar. Pero allí aparece un factor político que paraliza la protesta. La izquierda radical, que es la más coherente, mejor organizada y con mayor capacidad de movilización, usa orejeras para ver el fenómeno de la violencia política. Solo denuncia las acciones de quienes estima sus enemigos —el uribismo y sus agentes armados y desarmados—. De los atropellos que la guerrilla comete contra la población civil no dice nada. Calla cuando las Farc secuestran o matan a ciudadanos elegidos por el voto popular, invade resguardos indígenas, dispara contra zonas pobladas, desaloja escuelas, prohíbe las comunicaciones telefónicas y el libre tránsito por las carreteras, controla a cada persona y elimina a quienes considera sospechosos. Al asesinato de los once diputados del Valle no lo llamó crimen de sus secuestradores sino “tragedia” con autor desconocido. Una movilización contra el tratamiento feroz que reciben tales secuestrados no figura en la agenda de la izquierda y esa sí es una tragedia adicional que vive hoy la protesta ciudadana colombiana.

La izquierda radical, que considera justa y pertinente la insurgencia armada contra el gobierno de Uribe, sabe que apoyar la protesta pública contra el maltrato de los rehenes entraña condenar la guerra misma como forma de dirimir el conflicto social, paso que ese sector no está dispuesto a dar. Casi todos los líderes del PDA condenan los horrores del sur del país, pero, o bien optan por no perturbar a sus vecinos y poner en discusión sus poderes ya ganados, o bien tienen muchos votos pero no cuentan con un aparato partidista para movilizar opinión pública. Para unos y otros la advertencia es bien clara: al que se mueva de la foto le va mal. Así se escuchó en la noche del 4 de diciembre durante un debate promovido en el Senado por Gustavo Petro.

¿Cómo entender que el Polo, una fuerza democrática superior en todo sentido a cualquier anterior proyecto unitario de la izquierda, sea incapaz de movilizar a la ciudadanía contra el secuestro de ciudadanos inermes? La respuesta parece clara: no hay identificación ciudadana contra la violencia, venga de donde viniere y por encima de las divisiones partidistas, como ocurre en España, donde el asesinato por ETA de un solo agente de seguridad del Estado provoca despliegues callejeros notables. Aquí no. Aquí vivimos en el reino de la lucha a muerte hasta el último hombre, tal como lo conciben Uribe y las FARC, para quienes en el horizonte solo está dibujada la victoria militar. Poco importa que en esa marcha triunfal se deslían hasta la muerte los cuerpos y las resistencias de hombres y mujeres que tuvieron la mala idea de pensar que la guerra no es el camino para la solución de los problemas colombianos.

Queda el consuelo de que el mismo martirologio obrero ha dejado una enseñanza. Empresarios, autoridades de seguridad y justicia del Estado, jefes políticos regionales y amos del paramilitarismo coordinaron la eliminación física de los dirigentes sindicales, pero la respuesta de los sindicatos no fue abandonar la batalla gremial y crear su propia guerrilla. Fue unirse por encima de sus diferentes ideológicas y elevar la denuncia al mundo entero. La parálisis de la aprobación de un TLC que el gobierno Uribe tenía asegurada ha comprobado que la destrucción de los aparatos de la lucha laboral no era una cuestión que solo incumbía a los sindicatos. La nación entera estaba ahí comprometida.

- Álvaro Delgado es investigador del Cinep.

Fuente: Actualidad Colombiana, Boletín Quincenal, Edición 464
http://www.actualidadcolombiana.org/
https://www.alainet.org/es/active/21147
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