El arduo anhelo de la paz
- Opinión
Durante más un año se han sucedido en Chile continuas y crecientes manifestaciones populares contra el gobierno derechista de Sebastián Piñera y contra el sistema neoliberal imperante, encabezadas y sostenidas, de manera directa y corajuda, por los estudiantes secundarios de colegios emblemáticos como el Instituto Nacional y el Internado Barros Arana, y de otros establecimientos de nuestra alicaída educación pública. Los jóvenes han combatido con escaso apoyo de organizaciones sociales. El ejecutivo los desprestigió, signándolos como “terroristas” y “violentistas”, con la ayuda de la prensa venal, representada, sobre todo, por los canales de la televisión abierta.
Piñera y los suyos pensaron que el natural desgaste del movimiento lo llevaría a extinguirse sin mayores complicaciones. No ocurrió así. La pugna social, incubada por los estudiantes, fue acumulándose en la olla a presión ciudadana y el estallido se produjo el 20 de octubre, dos días después que Sebastián Piñera hablara de Chile como “un oasis en la América del Sur”, para culminar, en su primera etapa, con la marcha multitudinaria más grande de la historia, el sábado 26 de octubre de 2019. El gobierno había recurrido al “estado de emergencia” y al subsecuente toque de queda, esperando que la presencia de militares en las calles disuadiera a la población. Contaban para ello con la experiencia de la dictadura militar y la memoria del terrorismo de estado que se aplicó en Chile durante diecisiete años.
Se equivocaron rotundamente. Las nuevas generaciones, ciudadanos, entre los dieciocho y los cuarenta años de edad, no vivieron los horrores bajo el imperio inmisericorde de la bota militar. Por ello, se enfrentaron a las fuerzas represoras con un desplante corajudo impensable en aquella época aciaga de los 70’ y 80’. Tal desparpajo, por supuesto, no les libró de la brutalidad de los uniformados, ya fuesen carabineros o militares, pero amainó su habitual prepotencia, llevándoles al progresivo agotamiento y regreso a los cuarteles.
Otro factor esencial ha sido la presencia de los personeros del Instituto de Derechos Humanos, de los periodistas internacionales de algunos veedores extranjeros, y de las redes sociales mediáticas lo que obligó, sin duda, a moderarse a las fuerzas represoras, pudiendo haber sido más trágico y luctuoso aún el desenlace de su accionar.
Por otra parte, grupos delictivos bien organizados, cuya raíz podemos rastrear en los núcleos poblacionales del narcotráfico, potenciado durante la dictadura de Pinochet, como elemento desintegrador para neutralizar las potenciales sublevaciones populares, han sido la cara siniestra de una justa rebelión civil que ha procurado desarrollarse de manera pacífica. El lumpen, esos marginales sin conciencia de clase, históricamente al servicio de la derecha; los anarquistas, según otros; los violentistas, como los bautizó el periodismo mercenario y farandulero, o los vándalos –en desmedro de un antiguo pueblo germano– irrumpieron en la escena provocando considerables destrucciones en la red de Metro, en espacios públicos, incendiando o saqueando locales de comercio establecido. La perfecta figura del caos, aprovechada por el gobierno para desvirtuar las legítimas protestas ciudadanas y asustar a “fachos pobres”, timoratos y propietarios, lleva a muchos a repudiar las necesarias protestas, sin las cuales los gobernante no ven, no oyen ni sienten.
Un considerable sector, sobre todo de clase media acomodada, ha puesto el grito en el cielo, llamando a condenar la violencia y exigiendo que todas las manifestaciones se lleven a cabo por la vía pacífica. Como propósito ideal esto resulta muy loable, pero los procesos de cambios sociales nunca han funcionado así y es muy improbable que lo hagan en el futuro, si los analizamos a la luz de la Historia contemporánea, partiendo, digamos, de la Revolución Francesa. Para que las clases dominantes cedan parte de sus privilegios, son imprescindibles las convulsiones violentas, el enfrentamiento de los sectores en lucha, hasta que se logre un real equilibrio de fuerzas o un desnivel que obligue a los poderosos a claudicar. Esta dialéctica no varía, puesto que no existe otro procedimiento fiable, menos en una sociedad como la nuestra, donde los dueños de los medios de producción y de la riqueza cuentan con el aparato represivo policial y militar, auténticos gendarmes defensores del valor supremo del sistema: la propiedad.
Si nos remitimos a nuestra breve “historia patria” de dos siglos, podremos corroborar plenamente este aserto. Bastaría un simple factor en nuestro ordenamiento socioeconómico: la jornada laboral. Cada vez que se ha propuesto reducir la carga horaria de los trabajadores, se han producido enfrentamientos trágicos; recordemos la masacre del 21 de diciembre de 1907, en la escuela Santa María de Iquique, donde el ejército chileno, convocado por el gobierno de entonces, dio muerte a más de tres mil mineros y familiares, incluyendo mujeres, ancianos y niños. Entre sus escasas y mínimas peticiones estaban la de reducir la jornada de trabajo de 12 a 10 horas diarias (de lunes a sábado) y de suprimir el pago con fichas, para que los mineros pudieran adquirir sus bienes fuera de las pulperías que mermaban su escuálido presupuesto, aumentando la descomunal plusvalía de las empresas salitreras. Los oficiales que comandaron aquella masacre fueron gratificados y condecorados por las autoridades de la época. Periódicos como El Mercurio y El Ferrocarril, destacaron la matanza como única vía posible para un “necesario restablecimiento del orden público”. Entonces, cuando la violencia de Estado persigue esta supuesta armonía cívica y la “paz social”, se vuelve justificable para los propietarios.
Algo semejante ocurre con nuestros canales de televisión abierta que, con honrosas excepciones (Mónica Rincón), han puesto el acento en los desmanes de los grupos antisociales, sin parar mientes que en varios de estos hechos delictuales han participado miembros del cuerpo de Carabineros, ya sea en la figura de civiles infiltrados, o de manera desembozada, con uniforme, utilizando carros policiales para perpetrar atracos. De esto hay abundantes testimonios gráficos, como asimismo de las agresiones aleves.
Como un hecho de veras curioso y a la vez potente, los millones de manifestantes, en todo Chile, han adoptado una canción del cantautor comunista, Víctor Jara, vilmente asesinado por los militares en 1973, símbolo nacional e internacional de la resistencia contra la dictadura y la ferocidad de sus agentes. El derecho de vivir en paz se corea en cada una de las marchas, de Arica a Punta Arenas, lo que desmiente la interpretación de “apoliticismo” del movimiento de masas pregonado por el gobierno y la centroderecha conservadora. Su contenido no es una exhortación a la paz ñoña y autosatisfecha de los poderosos, protegidos de toda zozobra en sus reductos, aislados de lo que se niegan a ver, sino un texto revolucionario inspirado en la lucha heroica del pueblo vietnamita contra el poderoso opresor estadounidense, en las décadas de los 60’ y 70’:
El derecho de vivir
Poeta Ho Chi Minh
Que golpea de Vietnam
A toda la humanidad
Ningún cañón borrará
El surco de tu arrozal
El derecho de vivir en paz…
Indochina es el lugar
Más allá del ancho mar
Donde revienta la flor
Con genocidio y napalm
La luna es una explosión
Que funde todo el clamor
El derecho de vivir en paz…
Y aunque otra de las características del multitudinario descontento popular sea la ausencia de banderas partidarias, reemplazadas en este caso por la bandera chilena, la mapuche y la magallánica, esta canción ha logrado simbolizar, de manera transversal, el sentido profundo de la lucha contra un opresor interno que, no obstante, obedece a la premisas y mandatos del Fondo Monetario Internacional y de las corporaciones transnacionales, dueñas en gran medida de nuestros recursos naturales y de los bienes comunes enajenados al capitalismo global.
Transcurridas dos semanas de movilizaciones en todo el país, aún el gobierno de la derecha no ha entregado al pueblo demandante ninguna solución concreta, aparte de suspender el alza de treinta pesos en la tarifa del Metro. Se suceden las promesas, los conciliábulos, las presiones de grupos de poder para que Piñera no ceda demasiado y continúe cautelando los privilegios de la clase empresarial. Los representantes de los diversos partidos políticos no salen de su actuar cerrado y burocrático, agudizando el verdadero divorcio con las fuerzas sociales en efervescencia, tan ausentes de liderazgo como los funcionarios de la Moneda, con quienes se reúnen para cocinar la olla podrida.
En estas condiciones, ¿cabe esperar un consenso pacífico, una cesión concertada de prebendas en beneficio de los pobres y marginados de este país?, ¿podemos acaso confiar en las promesas, hoy amables y aun rastreras, de estos mandatarios al filo de la defenestración? Estimo que no. Más aún, en el momento en que la actual presión social se debilite y desdibuje, los dueños del poder volverán a cerrar sus cajas de caudales, apenas entreabiertas hoy, no por convencimiento cívico o moral, sino por miedo a este pueblo vuelto muchedumbre vociferante y exaltada que exige sus derechos, preteridos desde hace tres décadas o más, cuando en Chile renació la esperanza, al término de la feroz dictadura castrense-empresarial que impuso un modelo socioeconómico de funestos resultados, cuyos beneficiarios insisten en que es “el único modelo posible”, esgrimiendo las manidas comparaciones con Cuba y Venezuela.
La paz por la que muchos claman no es equivalente a la quietud de los sepulcros, sino a un estado de auténtica armonía, fruto de lograr niveles de equidad y justicia exigidos por millones de compatriotas, no como dádivas de buena voluntad de lo que sobra en la mesa del amo, sino como actos concretos de reparación generados merced a la lucha rebelde y sostenida del pueblo trabajador. De lo contrario, seguirán resonando los versos inmortales de Víctor Jara como “un arma cargada de futuro”:
Es el canto universal
Cadena que hará triunfar
El derecho de vivir en paz
El derecho de vivir en paz.
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