El síndrome del mayordomo
- Opinión
En los 60 y 70, hablábamos de “desclasados”, para referirnos a esos individuos desprovistos de conciencia social que vivían (viven) a la vera del poder político y económico de la sociedad, donde reptan a la espera de recibir las migajas de los patrones, o a la expectativa de algún incierto golpe de fortuna que mejore su condición desmedrada.
El discurso del desclasado estaba (sigue estando) lleno de frases hechas, esos lugares comunes vueltos verdades irrefutables para los necios, que reafirman el estatus y las estructuras imperantes: “Desde que el mundo es mundo, existen los ricos y los pobres”; “los empresarios dan trabajo” (esto suena como una especie de beneficencia gratuita en favor de los desheredados y no como la enajenación del tiempo asalariado que produce la plusvalía –según el propio Adam Smith– imprescindible para la acumulación de la riqueza por parte de los propietarios de los medios de producción); “si Dios bendice a los ricos, por algo será” (esto tiene que ver más con la doctrina calvinista en boga que con el catolicismo, pero sirve igual como justificación para casi toda clase de creyentes escatológicos); “el socialismo es solo repartir la pobreza entre muchos”; “el Estado es siempre mal administrador, en cambio, el mercado regula todo de manera natural”. Y así, hasta el infinito.
La dictadura militar-empresarial que asoló Chile durante diecisiete años se encargó, entre otros aportes –¡ay!– de cercenar las conquistas sociales y laborales del proletariado (los “dueños de la prole”, según certera definición de don Miguel de Unamuno). Para ello, utilizaron el expediente de una falsa igualación por el lenguaje, decretando: “Ya no existe en Chile la separación entre empleados y obreros; ahora todos son trabajadores”. Sencillo y eficaz: una sociedad sin clases por decreto con fuerza de ley… Allá los que se sintiesen marginados o desposeídos; eran simplemente resentidos o antisociales. Y punto.
Los gobiernos concertacionistas que sucedieron a Pinochet y a sus secuaces –tenues liderazgos de virtual “mayordomía”, por los que hemos votado con una fidelidad rayana en la estulticia– han venido aplicando, básicamente, la misma política económica del zafio entorchado, fieles a esa evolución del mercado que marca las pautas del PIB y los “índices de crecimiento” que asignan al todo rector las divisiones aritméticas por las partes innumerables de la masa, para colegir que “vamos bien” y que “comparados con este y este otro, no estamos tan mal”.
El viejo concepto de desclasado, que asistía a ese individuo paradigmático de villanía asumida, con el que solíamos entreverarnos en discusiones encendidas, tratando de hacerle ver los errores de su perspectiva de lacayo esencial, fue reemplazado por el síndrome del mayordomo, espécimen que medra hoy fuera del ordenamiento neoliberal instituido en clases que hoy se denominan “grupos etarios”, “sectores socioeconómicos” o “estratos de poder adquisitivo”.
Si bien el mayordomo es también un criado, se trata del más alto en su categoría, el que manda a todos los demás, salvo, por supuesto, a sus patrones, a los que sirve sin reservas.
Como administrador de los servicios generales de una mansión o de una cofradía o asociación, posee claras prerrogativas y ejerce un poder casi ilimitado dentro de sus precisas atribuciones. La ventaja sociológica del mayordomo –según sus mandantes– sobre el criado, es que aquél no espera trepar en la escala social; ni siquiera sueña con la posibilidad de un golpe de fortuna, porque esto está fuera de sus aspiraciones y anhelos. El mayordomo es un individuo feliz dentro del orden establecido, satisfecho de su medianía. Por ello, teme más a la revolución que sus propios patrones. Así, estará alerta a cualquier amenaza, sobre todo a las internas, que puedan atentar contra la paz de su mayordomía. Por ejemplo, detectará el riesgo de la formación de un inminente sindicato, avisando oportunamente a su padre-padrone para que sea conjurado a tiempo.
El mayordomo se desliza entre sus labores propias como una sombra (el símil de la serpiente pudiera ser exagerado y ofensivo), carece de rostro y sus inferiores solo recuerdan la apostura compulsiva de su atuendo oscuro y el acento impersonal de sus instrucciones de mando. Se le obedece más por lo que representa que por su individualidad diluida en la marea de sus deberes. Tiene en esto un atributo castrense, un aura algo opaca, pero útil, de militar en reserva, imbuido del supuesto prestigio de esas instituciones que se vuelven castas de poderes ocultos y secretas prebendas. Aunque no vista de uniforme, siempre parecerá uniformado.
En el cumplimiento de su intrínseco deber: velar por el respeto al orden establecido, el mayordomo está presente también en los organismos del servicio público estatal. Si te toca en suerte, ecuánime y ataráxico lector, emprender gestiones o trámites tributarios, pongamos por caso, te encontrarás con el típico funcionario-mayordomo, celoso en la aplicación a la letra de las disposiciones y reglamentos de rigor, hasta en el detalle más ínfimo. A los ojos de este supuesto “servidor” público, tú eres un intruso, un impertinente que le trae problemas o desagrados con el único objeto de alterar la paz de su reducto. Examinará tus papeles con ofensiva frialdad, uno a uno, buscando el error con la paciencia malévola de una araña que teje su tela para atrapar la mosca… Y cuando vas a respirar con cierto alivio, porque todos esos papeles parecen estar en regla, el maior domus (dueño mayor de ese espacio pequeño, pero terrible, que es su dictadura proverbial), te dice, en el rictus de una media sonrisa diabólica: -“El poder notarial de su mandante venció ayer, hace doce horas… Sin este documento al día, no lo puedo atender”.
El síndrome de mayordomía afecta también a nuestra clase política, sí, a la adscrita a los llamados “partidos tradicionales”, que vienen siendo todos, porque tirios y troyanos se aferran al sistema que hoy les permite medrar sin mayores riesgos ni compromisos; es un establishment seguro, donde las leyes se han articulado para protegerlo contra peligrosos cambios e innovaciones intempestivas. El mayordomo partidista aparece para consagrar a sus mandantes, y aunque aquél nunca será protagonista de primera fila, cumple su función en defensa de sus máximos dirigentes o patrones. Existe, asimismo, el mayordomo internacional, el que ha representado el estatus en pleno de organismos que viven y medran en reuniones perfectamente inútiles, con sueldos millonarios, vestidos de frac o levita, aunque se parezcan más un cochero que a un señor de prosapia y muchos posibles.
Y no nos engañemos. También en el ámbito intelectual medran los mayordomos, en procura de obtener premios y reconocimientos mercenarios para sus mandantes ocasionales, que postulan, año tras año, premunidos de carpetas con méritos de ocasión y fotografías con notables cortesanos del intelecto, presumibles avales de su merecimiento, al máximo galardón de las letras o de las otras artes nacionales.
Seguramente disfrutaste de ese extraordinario film, Lo que queda del día. Es la historia del perfecto mayordomo, el que todo lo sacrifica al ejercicio implacable de su mayordomía, incluyendo el hipotético goce de un amor promisorio, nunca fructificado, que pudo haber alterado su estatus espiritual.
Estamos llenos de estos personajes. Quizá encarnen el diagnóstico de nuestra mediocridad, más allá de los guarismos económicos y de las estadísticas al uso. Son más difíciles de combatir que esos defensores desembozados del neoliberalismo, porque no se puede atacar a una sombra ni disparar contra un espectro.
El síndrome del mayordomo, afincado en nuestra sociedad chilena, es hoy como el cólera en la Edad Media.
Febrero 2017
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