La otra violencia
24/06/2008
- Opinión
Cuando la palabra “violencia” designa el macabro balance semanal del número de muertos por armas de fuego en asaltos y ajustes de cuentas de bandas hamponiles, la discusión sobre la violencia cultural resulta una especie de exquisitez. Pero no por ello debemos de subestimar el tratamiento de un problema que está probablemente en los tuétanos de todas las formas brutales de violencia.
Es clarísimo que la violencia crapulosa que abunda en las calles de cualquier ciudad latinoamericana está directamente asociada a la secular miseria en la que vive la gente desde tiempos remotos. Es en la violencia de la pobreza y la exclusión donde se anidan todas las formas de violencia urbana que desangra a la latinoamérica marginada. Es en las formas miserables de vida de millones de compatriotas donde se origina esta desgracia social que luego intenta remediarse con más policías o con leyes más severas.
Parece evidente que el tema de la “inseguridad” no tiene solución duradera mientras arrastremos este mapa de miseria y exclusión de las grandes mayorías de la población del continente. Es igualmente claro que en esas condiciones de vida (más allá de los eufemismos de una “cultura de la pobreza” que tendría grandes virtudes para la vida comunal) se replican de modo implacable todas las formas de la violencia simbólica ejercida en el aparato escolar, en los aparatos religiosos, en el discurso moral, en el discurso massmediático, en los aparatos jurídicos y de represión del Estado.
No hace falta la rudeza de las formas extremas de estigmatización como el racismo abierto o el machismo sin disimulos. La violencia simbólica se caracteriza en estos tiempos por navegar en envolturas amigables. La violencia lingüística genera un efecto de invisibilización de los actores sociales excluidos imponiendo la forma “políticamente correcta” de expresarse, de comunicarse. La imposición de formas culturales (dietética, cosmética, patrones estéticos, etc.) bajo la coartada de su “universalidad” es el modo más eficiente de anulación del otro.
La domesticación cultural va mejor con “McDonalds” y “Coca-Cola” que utilizando el recurso de las armas. La alienación de la gente es mucho más útil a la larga que su adhesión circunstancial a éste o aquél gobierno. La enajenación es un fenómeno contundente que implica un vaciamiento de la sensibilidad a través de un trabajo sistemático y combinado de todos los dispositivos del poder. Esa violencia transcurre en la opacidad de la conciencia, sin operadores demasiado visibles, sin responsables directos, al amparo del sentido común que domina en la cultura toda.
La violencia ordinaria que conduce a la muerte cotidiana de ciudadanos por las lacras del hampa es desde luego un asunto de salud pública que debe abordarse con criterio de emergencia. Ninguna medida puede ser escatimada para producir en lo inmediato algún alivio para tan grave situación. Allí no vale lo mismo cualquier política pública. Desde el síndrome de los “operativos” hasta programas serios con efectos a mediano plazo deben ser alentados por la gente y los entes del Estado a todos los niveles.
Los ciudadanos no pueden esperar a las grandes transformaciones para salir a la calle. Hay muchos países capitalistas en donde las barbaridades de la violencia que se sufren en América Latina no existen. Ello quiere decir que la aberración de la violencia urbana entre nosotros tiene un ingrediente muy poderoso de descomposición social.
Como señala el amigo Cristovam Buarque en Brasil, la educación es la herramienta más poderosa para salir de la exclusión estructural en la que vive el Sur. Pero el impacto de la educación no resuelve la calamidad de sociedades históricamente sumidas en tramas de explotación, coerción y hegemonía. Esta dialéctica entre las lacras estructurales del capitalismo salvaje y las estrategias culturales de la dominación debe ser encarada en todos esos planos por cualquier política de cambio.
En Venezuela todo este drama se vive en forma agravada por la obsenidad del contraste entre opulencia y miseria. La delincuencia crapulosa es la forma degenerada de una vida sin sentido.
Es clarísimo que la violencia crapulosa que abunda en las calles de cualquier ciudad latinoamericana está directamente asociada a la secular miseria en la que vive la gente desde tiempos remotos. Es en la violencia de la pobreza y la exclusión donde se anidan todas las formas de violencia urbana que desangra a la latinoamérica marginada. Es en las formas miserables de vida de millones de compatriotas donde se origina esta desgracia social que luego intenta remediarse con más policías o con leyes más severas.
Parece evidente que el tema de la “inseguridad” no tiene solución duradera mientras arrastremos este mapa de miseria y exclusión de las grandes mayorías de la población del continente. Es igualmente claro que en esas condiciones de vida (más allá de los eufemismos de una “cultura de la pobreza” que tendría grandes virtudes para la vida comunal) se replican de modo implacable todas las formas de la violencia simbólica ejercida en el aparato escolar, en los aparatos religiosos, en el discurso moral, en el discurso massmediático, en los aparatos jurídicos y de represión del Estado.
No hace falta la rudeza de las formas extremas de estigmatización como el racismo abierto o el machismo sin disimulos. La violencia simbólica se caracteriza en estos tiempos por navegar en envolturas amigables. La violencia lingüística genera un efecto de invisibilización de los actores sociales excluidos imponiendo la forma “políticamente correcta” de expresarse, de comunicarse. La imposición de formas culturales (dietética, cosmética, patrones estéticos, etc.) bajo la coartada de su “universalidad” es el modo más eficiente de anulación del otro.
La domesticación cultural va mejor con “McDonalds” y “Coca-Cola” que utilizando el recurso de las armas. La alienación de la gente es mucho más útil a la larga que su adhesión circunstancial a éste o aquél gobierno. La enajenación es un fenómeno contundente que implica un vaciamiento de la sensibilidad a través de un trabajo sistemático y combinado de todos los dispositivos del poder. Esa violencia transcurre en la opacidad de la conciencia, sin operadores demasiado visibles, sin responsables directos, al amparo del sentido común que domina en la cultura toda.
La violencia ordinaria que conduce a la muerte cotidiana de ciudadanos por las lacras del hampa es desde luego un asunto de salud pública que debe abordarse con criterio de emergencia. Ninguna medida puede ser escatimada para producir en lo inmediato algún alivio para tan grave situación. Allí no vale lo mismo cualquier política pública. Desde el síndrome de los “operativos” hasta programas serios con efectos a mediano plazo deben ser alentados por la gente y los entes del Estado a todos los niveles.
Los ciudadanos no pueden esperar a las grandes transformaciones para salir a la calle. Hay muchos países capitalistas en donde las barbaridades de la violencia que se sufren en América Latina no existen. Ello quiere decir que la aberración de la violencia urbana entre nosotros tiene un ingrediente muy poderoso de descomposición social.
Como señala el amigo Cristovam Buarque en Brasil, la educación es la herramienta más poderosa para salir de la exclusión estructural en la que vive el Sur. Pero el impacto de la educación no resuelve la calamidad de sociedades históricamente sumidas en tramas de explotación, coerción y hegemonía. Esta dialéctica entre las lacras estructurales del capitalismo salvaje y las estrategias culturales de la dominación debe ser encarada en todos esos planos por cualquier política de cambio.
En Venezuela todo este drama se vive en forma agravada por la obsenidad del contraste entre opulencia y miseria. La delincuencia crapulosa es la forma degenerada de una vida sin sentido.
https://www.alainet.org/es/articulo/128369?language=en
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