Saddam Hussein y la niña de Mahmoudiya

22/08/2006
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En 1949, el jurista Jacques Bernard Herzog, ex miembro del Tribunal Militar Internacional de Nüremberg que juzgó a los derrotados en la Segunda Guerra Europea, dio una conferencia en Chile y dijo que la historia demuestra que desde 1496 a. de C. hasta 1945 –es decir, durante más de tres mil años– sólo hubo en el mundo 268 años de paz. Es decir, nada. En ese tiempo, según Herzog se firmaron nueve mil tratados que debían ser eternos; en promedio duraron dos años cada uno. La historia le da la razón al pensador alemán Ernst Jünger, quien en El combate como experiencia interior, publicado en 1922, escribió: “El sentimentalismo debe esfumarse, adaptarse a la horrible simplicidad de ese objetivo: el aniquilamiento del adversario. Es éste un axioma que debe realizarse durante todo el tiempo que los hombres hagan la guerra, y habrá guerras mientras existan los hombres”. Es posible que los historiadores del futuro describan a esta época como un contradictorio período de crueldad, cinismo, hipocresía y estupidez. Quizá los cronistas documenten que a inicios del tercer milenio ese amorfo conglomerado identificado con el eufemismo de “humanidad” retrocedió a una época comparable con el Reinado del Terror –pero a escala mundial­– de la Revolución Francesa, que en sólo un año y tres meses (de abril de 1793 a julio de 1794) juzgó y condenó a muerte a 40 mil personas en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad. Tomemos, por ejemplo, el momento en que se lleva a cabo la farsa del segundo juicio a Saddam Hussein, acusado de varias y variadas matanzas. Según el fiscal –que podría pedir la pena de muerte para el ex dictador– “miles de poblados fueron arrasados, los niños separados de sus padres y las mujeres encarceladas, violadas y torturadas”. Lo curioso es que la descripción podría ajustarse, sin cambiar una coma, a las secuelas de la invasión Irak en marzo de 2003. O a la de Afganistán en octubre de 2001. O a la ocupación de Líbano durante 18 años –de junio de 1982 a mayo de 2000– por parte de Israel. Salvo que en estos últimos tres años el fiscal haya deambulado por las nubes –como el joven Alí, legendario personaje de las Mil y una noches que sobrevolaba Bagdad sobre una alfombra mágica– debería tener presente el lado oscuro de las crónicas de guerra protagonizadas por los invasores estadounidenses. Como, por ejemplo, las torturas a sus compatriotas cometidas en la prisión de Abu Ghraib. O el angelical rostro de la soldado Lynndie England, una diminuta sádica de 22 años, ex trabajadora de una planta procesadora de pollos en Virginia Occidental, posando sonriente ante la cámara mientras vejaba a prisioneros desnudos. Pero, bueno, los árabes son fatalistas: el fiscal que en lugar de preocuparse por los derechos civiles de sus conciudadanos busca la muerte de Saddam Hussein, seguramente tiene claro que algún día volará en pedazos por los aires al encender su vehículo o terminará acribillado a balazos en una calle de Bagdad. El 12 de marzo de este año el sargento de marines Paul Cortez, de 23 años, y cuatro soldados se emborracharon con whisky y una bebida energizante mientras jugaban a los naipes en la aldea iraquí de Mahmoudiya, 30 kilómetros al sur de la capital iraquí. Aburridos, jugaron un rato al golf y después se dirigieron a una casa cercana, violaron a una niña de catorce años, le dispararon un tiro en la cara porque “gritaba mucho” y, estando aún con vida, la quemaron con kerosén. Tanta actividad les abrió el apetito. Luego de asesinar a los padres de la víctima y a una hermanita de seis años, regresaron a su base y asaron alas de pollo. Ahora, durante el juicio, declararon que el problema fue el estrés, la incertidumbre de no saber si vivirían un día más. Mientras se juzga a Saddam Hussein, la violación de la niña de Mahmoudiya es el quinto caso que trasciende de crímenes contra la población civil por parte de las fuerzas ocupantes. Apenas un dato más para las estadísticas del futuro, un fugaz episodio de la gesta estadounidense destinada a instaurar la democracia en Irak. Fuente: Bambú Press
https://www.alainet.org/es/articulo/116715
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