La cobardía de los torturadores
25/01/2005
- Opinión
No hay árbol que el viento no haya mecido.
Refrán japonés.
"Un, dos, tres por mí", 23 de octubre del 2004.
Cuando torturan son valientes
Aquellos que aceptan cumplir órdenes aberrantes, como la de torturar a un ser humano "por razones de seguridad nacional" o "por la limpieza de la raza", dan la apariencia de ser muy bravos: no se conmueven ante el dolor de una mujer o un niño que presencian cómo martirizan a un hijo o a su padre. Son tan desalmados, que pareciera que no tienen ningún sentimiento, ni el de miedo.
Cuando están en plena faena de martirizar a sus víctimas, gritan y gesticulan haciendo gala de su poder. Insultan no solamente al torturado, sino también a sus subordinados cuando dan alguna muestra de debilidad. Se sienten fuertes, con el poder para imponerse a cualquiera.
Hacia la población, proyectan la imagen de rudos carniceros a los que hay qué temer. No admiten que se les contradiga y mucho menos que se les oponga. Muestran una enorme seguridad en sí mismos: "No soy marino de un solo barco", me comentó una vez Mario Arturo Acosta Chaparro, uno de los principales delincuentes de lesa humanidad.
En síntesis, los practicantes de la tortura son todos unos machos.
En el fondo son cobardes
Pero hay en la historia abundantes muestras de que los torturadores pierden la serenidad, el aplomo y la prepotencia cuando dejar de estar protegidos por el poder.
El jefe militar chileno, Augusto Pinochet resultó un raterillo de baja estofa. Cuando encabezó el golpe castrense al gobierno de Salvador Allende, estaba lleno de soberbia y se hacía pasar como un cruzado cristiano combatiendo al comunismo atroz. Hoy es un indigno anciano que pone mil pretextos para no responder ante la justicia. Lloriquea indignamente porque la sociedad reclama que sea juzgado por sus numerosos crímenes.
El torturador argentino, Scilingo, había tenido un gesto de hombría al confesar su participación en la guerra sucia de la dictadura castrense contra el pueblo. Hoy se retracta y gime diciendo que nunca dijo lo que dijo. No tiene los grandes arrestos de que hacía gala cuando estaba en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, donde se instaló uno de los campos de concentración en que se mantuvo desaparecidos a miles de argentinos, a muchos de los cuales se asesinó despiadadamente.
Entre nosotros, Luis Echeverría, Mario Moya Palencia, Pedro Ojeda Paullada y demás violadores de los derechos humanos, se sienten agredidos porque el pueblo exige que se les enjuicie y encarcele por lo que les queda de vida. Están siendo protegidos por el sistema político (hegemonizado por el PRI y el PAN) para que no se les moleste. Y si llegara el caso de que sean sometidos a juicio, el remedio ya existe: se acogerán a la norma que dice que los mayores de 70 años que no revelen peligrosidad, pueden enfrentar el proceso y purgar la sentencia en casita. Así está haciendo el demoníaco Miguel Nazar Haro, a quien sus defensores presentan como un viejito inofensivo.
Son cobardes los masacradores. Solamente se ponen valientes cuando tienen detrás de sí el poder económico y político, lo que saben que les garantiza impunidad.
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