La orfandad de Haití

15/03/2004
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Tras lo sucedido en Haití, sorprende que haya todavía analistas que mantengan que la vuelta a la normalidad de ese país pasa por la celebración de elecciones democráticas. No se trata de cuestionar la importancia de las urnas; pero de ahí a plantear que el gran problema de Haití es la falta de pluralismo político, media un abismo.

 

La gran tragedia de la isla caribeña es que nunca ha podido salir de la prehistoria, en parte por el despotismo con el que se ha comportado muchas veces su clase dirigente, en parte por la voracidad de las potencias coloniales, Francia y Estados Unidos, que sólo se han movido en defensa propia desde que dejaron oficialmente de tutelar al país, aunque siguieran marcando su rumbo político y económico. Con un pueblo como el haitiano, instalado en la miseria y el analfabetismo, difícilmente se pueden construir armazones sociales. Ni mucho menos levantar instituciones sólidas, duraderas, porque las necesidades primarias, que son muchas, nublan y de qué modo todas las demás aspiraciones.

 

Haití es el país más pobre de América Latina; y lo lleva siendo desde hace mucho tiempo, probablemente desde el mismo día de su independencia que fue la primera del continente americano. Los haitianos no sólo emigran al paraíso estadounidense, sino sobre todo a la vecina República Dominicana que es a su vez una nación deprimida, exportadora de mano de obra. Allí, además de la explotación de rigor, los haitianos padecen el racismo de los dominicanos que, a pesar de ser mayoritariamente negros, se jactan de tener la piel más clara que sus vecinos.

 

Cómo estarán las cosas en su país cuando los haitianos prefieren, pese a todo, irse a vivir a República Dominicana. Es en este contexto de carencias seculares, profundas, en el que hay que ubicar los recientes acontecimientos que provocaron la caída del presidente Jean Bertrand Aristide, y no en aspectos formales que en nada contribuirán a la mejora real del país, porque los paramilitares que se alzaron contra el antiguo cura salesiano llevan también al tirano en la sangre. Y, más temprano que tarde, con urnas o sin ellas, acabarán excediéndose.

 

Mientras no se produzcan cambios radicales, Haití no levantará cabeza. Y para ello se necesitan inyecciones económicas que hagan posible, entre otras cosas, que los niños vayan a la escuela en vez de vagar por las calles emulando a los pistoleros que abundan en una isla donde las armas se consiguen con una facilidad pasmosa. Estados Unidos y Francia tienen una deuda con Haití. Y ya es tiempo de que comiencen a sufragarla con ayudas contantes y sonantes, bien administradas, que sirvan para aliviar la hambruna y la ignorancia, pero también para capacitar a los funcionarios, desde el policía hasta el contable. Sin embargo, es muy probable que ninguno de esos dos países muestre mayor interés por Haití cuando se hayan tranquilizado las cosas. Hasta que el futuro dictador sobrepase otra vez todos los límites, y los paramilitares de turno comiencen a darle al gatillo mientras la mayoría de la población se traga otro capítulo de su interminable drama sin esperar nada a cambio. Por lo pronto, Haití ha gestado un nuevo chivo expiatorio en la figura de Aristide, al que sus enemigos culpan de todos los males de la isla.

 

El ex sacerdote nunca recuperó su credibilidad después de que la oposición denunciara que se habían cometido irregularidades en las elecciones legislativas de 2000 y Estados Unidos decidiera suspender la ayuda internacional hasta que Aristide negociara con sus adversarios. Que a Estados Unidos le escandalice el extravío de unos cuantos votos, y que no se inmute ante el derrumbe cotidiano de los isleños, es toda una metáfora de los tiempos que corren. Por ello, los recién llegados al poder pondrán más empeño en decorar el escenario haitiano, que en buscar soluciones perdurables para su país. Son conscientes de que el escaparate lo es todo y de que basta con una sola convocatoria electoral, bajo la supervisión de la OEA o de la ONU, para que las grandes potencias hagan la vista gorda por un buen rato.

-Luis Méndez Asensio es periodista y escritor.

 

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