El <i>Buen Vivir</i>, clave para una civilización intercultural

19/06/2011
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Una concepción diferente acerca del desarrollo y progreso

 
El modelo de desarrollo basado en el molde consumista-destructivo del capital, resulta claramente incompatible con la sobrevivencia de la humanidad. El capitalismo globalizado, expresión máxima de esta civilización oxidental[Boff], hace aguas. No puede mantenerse; hacerlo equivaldría a extender y profundizar la producción destructiva de la sociedad y la naturaleza. Hoy, cuando la crisis de los capitales expone sus deficiencias a las conciencias de la humanidad, sería un contrasentido continuar sosteniendo que tal especulación, saqueo y guerrerismo ‑que abonan la escandalosa riqueza y abundancia de quienes constituyen el corazón del capital global y sus entornos cercanos‑, es condición o premisa para el cambio y el progreso sociales. Sin embargo, la constatación de esta realidad no implica su superación. El desafío consiste, en este sentido, en buscar nuevas alternativas de desarrollo basadas en una nueva concepción del mundo, es decir, de la relación humanidad-naturaleza. En base a ella será posible construir y apostar a una concepción de desarrollo ajena al esquema impuesto por el poder (que pretende, por ejemplo, que para “llegar al desarrollo” es inevitable “alcanzar” a los países desarrollados del Norte, por derecha o por izquierda).
 
El socialismo del siglo XX dio por sentado que el tránsito al socialismo implicaba recorrer el camino al desarrollo truncado o deformado por el capitalismo. Con el afianzamiento de la revolución socialista de octubre, las nuevas revoluciones se propusieron –contando con el apoyo de la URSS y demás países socialistas “desarrollados”‑, acortar el tiempo de construcción de las bases para dar el salto hacia el socialismo. Esto implicó ‑por izquierda‑, la asimilación y extensión del modelo eurocéntrico de desarrollo, al socialismo y la transición. Los resultados adversos están a la vista. Sin embargo, las concepciones culturales están, en gran medida, vigentes. A continuación algunos elementos.
 
En Indo-afro-latinoamérica, se pensó ‑y en cierta medida todavía se piensa, por derecha o por izquierda‑, que estábamos en una especie de estadío inferior al del desarrollo europeo y que –consiguientemente, en este aspecto‑, el desafío/meta consistía en alcanzar (buscar) el mismo grado de desarrollo y estatus de progreso social que los europeos. De ahí la auto-asimilación de la condición de países “atrasados”. Consiguientemente, el “desarrollo” se esperaba lograr, ya sea copiando los modelos del Norte (más exactamente, lo que desde allí decían que debía hacerse), o buscando vías para poner fin a la dependencia –con o sin la mediación del corte revolucionario‑, en aras de “completar” el desarrollo de nuestros países, incluso mediante la instauración del socialismo (revolución de liberación nacional y social). Suscribiendo estos puntos de vista, quienes sostuvieron las posiciones revolucionarias en el siglo XX, en su mayoría, priorizaron la cuestión económica por sobre las sociales, culturales, etc., y centraron en ella el programa de transformaciones, relegando a un segundo o tercer plano la cuestión medular de toda revolución: ser un camino de liberación construido por sus protagonistas y ‑a través de ellos‑, de la sociedad toda. Desde otro lugar, los defensores de la revolución por etapas (reformistas) también sostuvieron dicho esquema, aunque quizá de un modo más explícito: pretendían que era necesario primero “concluir el desarrollo” capitalista para luego pasar al socialismo.
 
Reformismo y revolución compartieron el mismo esquema del desarrollo y el tránsito revolucionario; ninguna de las propuestas socialistas de entonces rompió con el paradigma eurocéntrico. En el caso de Cuba, los caminos y las posiciones fueron sinuosos. Los debates iniciales del Che respecto a la economía soviética, la construcción de la nueva sociedad y de los nuevos hombres y nuevas mujeres, constituyen una clara muestra de ello. [Ver: Apuntes críticos a la economía política. Op. Cit]
 
Por diversos caminos, las reflexiones actuales más maduras en este tema convergen en un punto: El “desarrollo” capitalista alcanzado (en el Norte), resulta hoy inalcanzable e indeseable. Es inalcanzable porque las “periferias” han sido excluidas del diseño y los planes de hegemonía del capital global actual (salvo como territorios sirvientes) y no tienen cabida en ellos. Es indeseable porque el carácter destructivo y devastador que conlleva su implementación va dejando en claro que ese “modelo” va a continuar con la depredación de la naturaleza, con el saqueo, con las guerras, es decir, continuará sembrando la muerte. Precisamente por ello es incapaz de promover, defender y garantizar la supervivencia humana y natural del planeta; tampoco ofrece soluciones a la pobreza, miseria, enfermedades, analfabetismo, carencia de infraestructura y exclusión crecientes de amplias capas de la población.
 
Estas razones, entre otras, hacen del debate del desarrollo un debate político, social, cultural y ético, además de económico, que -en nuestras tierras- se articula directamente con el debate de la pobreza y la riqueza, de la propiedad de los recursos energéticos, del acceso a los servicios, del goce de los derechos, es decir, con la democracia. Porque atender a todos esos problemas, buscar soluciones durables para ellos, es apuntalar procesos de desarrollo que son ‑a la vez‑ de democratización, y viceversa. Desarrollo y democracia guardan –en esta concepción del mundo una relación directa biunívoca, incompatible con la esquizofrenia capitalista que contrapone economía y sociedad, sociedad y política, humanidad y naturaleza, lo público y lo privado, lo macro y lo micro.
 
Tales planteamientos no son precisamente una novedad, hay bastante escrito y reflexionado alrededor de tales vínculos y la necesidad de impulsarlos. Pero es en el actual proceso de Bolivia, con el impulso de la revolución democrático cultural, donde se han constituido en ejes concretos del accionar gubernamental.
 
Partiendo de las propuestas de los movimientos sociales e indígenas elaboradas en años de resistencia y luchas, el gobierno boliviano ha confeccionado un Plan Nacional de Desarrollo que condensa aspectos centrales de esta nueva cosmovisión. En esto consiste –sustantivamente‑ lo nuevo de sus propuestas: las ideas superan el ámbito teórico reflexivo para cobrar vida en la acción político-social transformadora.
 
Uno de los elementos que sobresale en dicho Plan es la vinculación de las actividades de lucha contra la pobreza, la desigualdad y la exclusión, con los planes de desarrollo, obviamente basados en paradigmas diferentes acerca de este, afincados en la inseparabilidad del vínculo humanidad-naturaleza y economía-sociedad, y de ambas dimensiones entre sí.
 
Es por ello que el desmontaje del colonialismo neoliberal –además del histórico‑, la descolonización raizal del Estado (y la sociedad) y la construcción de una nueva identidad boliviana plural e intercultural ‑basada en el reconocimiento de las múltiples nacionalidades que conforman el país, priorizando lo comunitario‑, resulta una trama central a la hora de pensar cómo poner fin a la pobreza extrema y la exclusión social, y cómo disminuir la desigualdad encaminándose hacia una sociedad equitativa y justa.
 
El objetivo central [del PND] está centrado, por lo tanto, en la supresión de las causas que originan la desigualdad y la exclusión social del país, lo que significa cambiar el patrón primario exportador y los fundamentos del colonialismo y el neoliberalismo que lo sustentan. Es decir, desmontar, no solo los dispositivos económicos, sino también los políticos y culturales, coloniales y neoliberales erigidos por la cultura dominante, que se encuentran diseminados en los intersticios más profundos de la organización del Estado y también en la mente de las personas a través de la práctica social individual en detrimento de la solidaridad y la complementariedad. [PND, 2006: 5]
 
El mencionado plan de desarrollo –integral y multidimensional‑, se ocupa de rescatar-impulsar formas socio-económicas solidarias de interrelacionamiento humano. Consciente de que la pobreza urbana se relaciona con la migración interna, apuesta a buscar vías para evitarla. “No se puede tratar a la pobreza y no ver a los pobres,” sostienen. El desarraigo de las personas respecto de sus comunidades y la consiguiente situación de pobreza urbana, acarrea –en todas las realidades y circunstancias‑ la ruptura de formas culturales de integración social y la proliferación de formas competitivas y no solidarias de conducta y relaciones humanas. Modificar esta situación es también parte de la lucha contra la pobreza, por el desarrollo y por una democratización raizal de la sociedad.
 
No hay salida dentro del capitalismo.
 
Lo que ocurre en el mundo no es casualidad, ni consecuencia de “errores” o deficiencias en la aplicación del modelo neoliberal: es lo que se buscó y se sembró; es el sistema. No escapan a esto las propuestas que pretenden ser “mejores”, superar esas “limitaciones” apostando, por ejemplo, a un “desarrollo” capitalista nacional, no dependiente. No hay salidas capitalistas independientes (nacionales, endógenas) que puedan en este mundo globalizado superar los males estructurales del capitalismo. El capitalismo se basa en un modo de producción y reproducción que obedece a la lógica –global‑ del mercado. Esencialmente depredador de la naturaleza y los seres humanos es por tanto incapaz de resolver el problema, por el contrario, solo puede agravarlo.
 
La posibilidad de vida –inmediata y futura‑ radica en los pueblos que construyen alternativas en una perspectiva continental de integración productiva y reproductiva fundamentada en nuevas bases económicas, sociales, culturales y éticas. Estas se condensan y expresan hoy concretamente en una nueva concepción del desarrollo, del bienestar colectivo y la democracia, que los pueblos indígenas originarios identifican con el vivir bien o buen vivir.
 
 
Buen Vivir o Vivir Bien, Sumak Kawsay, Ñande Reko, son expresiones propias de Bolivia, Ecuador, Perú, Paraguay... Significan, en primer término, “Vivir bien entre nosotros”. Propugnan una convivencia comunitaria con interculturalidad y sin asimetrías de poder. Como dijo Evo Morales: “No se puede Vivir Bien si los demás viven mal”. Y esta expresión condensa lo central del planteamiento solidario: Se trata de vivir como parte de la comunidad, con protección de ella, en armonía con la naturaleza, “vivir en equilibrio con lo que nos rodea”, y también “Bien contigo y conmigo”, que es diferente del ‘vivir mejor’ occidental, que es individualista, separado de los demás e inclusive a expensas de los demás y separado de la naturaleza.
 
El Vivir Bien es la expresión cultural que condensa la forma de entender la satisfacción compartida de las necesidades humanas, más allá del ámbito de lo material y económico. A diferencia del concepto occidental de ‘bienestar’, que está limitado al acceso y a la acumulación de bienes materiales, incluye la afectividad, el reconocimiento y el prestigio social. [PND, 2006:11]
 
En la propuesta y experiencia boliviana actual de apuesta al desarrollo, el Vivir Bien se corresponde con una concepción integral de la sociedad que articula desarrollo y democratización, en la que desarrollo y democracia tienen la misma importancia. Partiendo del reconocimiento de que Bolivia es un país multiétnico y pluricultural, se hace explícito el reconocimiento a los valores de la comunidad y de lo comunitario. Y lo colectivo comunitario se fundamenta como sujeto con capacidad de decisión y de acción, reconociendo en la horizontalidad una ventaja comparativa respecto a las directivas verticales.
 
La nueva política propone el desarrollo desde el encuentro y la contribución horizontal, y no desde la imposición y el autoritarismo. El encuentro significa la unión, la comunidad, al fiesta del compartir imaginarios urbanos y rurales, el sentido esencial de las relaciones humanas complementarias en un país diverso y comunitario. [PND, 2006:12]
 
La experiencia de la revolución democrático-cultural que se lleva adelante actualmente en Bolivia constituye parte de los puntales y avances de las nuevas propuestas civilizatorias, caudal cultural que alimenta la utopía y constituye, a la vez, un soporte ético e ideológico de los procesos de búsqueda y construcción de una civilización re-humanizada, basada en un sistema social raizalmente democrático, equitativo, humanista, liberador y superador de la destructiva hegemonía económica, social, cultural e ideológica del capital.
 
Los viejos paradigmas sobre civilización, desarrollo, bienestar y progreso social basados en el consumismo, el derroche y el uso abusivo de la naturaleza, se revelan hoy en su irracionalidad; resultan insostenibles, salvo como camino de suicidio colectivo de la humanidad. Esta verdad indiscutible es, sin embargo, sistemáticamente soslayada/ocultada por el poder y sus profusos tentáculos institucionales y no institucionales de dominación económica, política, cultural y comunicacional. Por eso resulta “saludable” no confiar en sus ofertas, ni adoptar sus pretendidas alternativas de “superación” de los anteriores patrones de “desarrollo”. En realidad, tales “alternativas” apenas modifican la exterioridad de la formulación de los viejos planteos neoliberales, en aras de mantener intactos los patrones de saqueo y explotación, de consumo y de conducta apropiativa-destructiva del mundo.
 
Frente a ello, resalta la propuesta programática actual de los pueblos de Bolivia acerca del desarrollo: se basa y proyecta una opción civilizatoria en la que late con fuerza la posibilidad de vida.
 
¿Quiere esto decir que en Bolivia todo está resuelto, que ya se han superado las contradicciones heredadas y las nuevas, que se ha derrotado y superado la hegemonía sembrada en siglos de saqueo capitalista colonial y colonialista, que se han superado las añejas culturas (y prácticas) de la izquierda y el corporativismo sindical de oposición al Estado y gobierno, y que ya se enseñorea en Bolivia la nueva sociedad constituida por nuevos hombres y nuevas mujeres?
 
Nada más lejano a la realidad (y de mi pensamiento).
 
Ciertamente no todo son rosas y palmas. Los procesos de transformación son procesos vivos, es decir, abiertos y delineados en medio de cambios constantes en la correlación de fuerzas político‑sociales en pugna que los van definiendo (y condicionando). En el caso del proceso boliviano actual, esto ‑obviamente‑ ocurre: la llegada al gobierno reposiciona y reorganiza a los actores sociopolíticos, surgen o se conforman nuevos actores, emergen viejos y nuevos reclamos, y también viejos y nuevos conflictos y contradicciones, incluso en el seno de los sectores afines al gobierno, como ocurrió, por ejemplo, en el reciente conflicto de Potosí. Es el tiempo de los sujetos para manifestar sus puntos de vista, luchar por sus derechos, fortalecerse como protagonistas y –ojala- fortalecer el proceso revolucionario. Y esto se produce en medio de sinuosidades complejas marcadas, por un lado, por el peso del corporativismo sectorial y sus viejas prácticas que incentivan ‑frecuentemente de inicio‑ reacciones antiestatales o antigubernamentales y, por otro, por errores, desviaciones u oportunismos que pueden estar presentes en la esfera gubernamental o estatal donde ‑por burocratización o distanciamiento de sus bases‑, no se atienden a tiempo los llamados de atención sectoriales ‑locales o regionales‑ a problemas concretos. Sacudirse las anteojeras culturales (vanguardistas) propias de otros tiempos y desarrollar las capacidades para hacer frente a estas nuevas situaciones y problemáticas, conjugándolas con el impulso (y reglamentación) de la participación ciudadana en la definición, implementación y seguimiento de las políticas públicas y el control popular del conjunto de la gestión estatal y gubernamental, resulta también parte del corazón de las transformaciones políticas de la revolución democrática intercultural en democracia. Esto es lo que se subraya cuando se afirma que la transformación no ocurre solo afuera de nosotros, sino que, en primer lugar, empieza o debe empezar en el interior de nosotros mismos.
 
Hasta ahora, en sentido general, puede decirse que en el proceso revolucionario boliviano las luchas sociales han venido consolidando los avances de la revolución democrática cultural e impulsando su profundización, su radicalización. Desde otro ángulo, hay que subrayar que, simultáneamente –junto al cúmulo de tareas administrativas que han recaído y recaen diariamente sobre los cuadros del MAS y de las organizaciones sociales revolucionarias‑, es clave atender a la construcción del actor colectivo, fuerza social y política plural e intercultural capaz de traccionar el complejo proceso revolucionario democrático hacia transformaciones mayores, estratégicamente socialistas, en el sentido del nuevo proyecto civilizatorio sociotransformador.
 
En un proceso revolucionario como el que tiene lugar actualmente en Bolivia, el problema central no se plantea –al decir de Laclau‑, con los valores de la democracia liberal: Libertad, igualdad fraternidad, sino con el sistema de poder que redefine y limita en cada momento la operación de esos valores. Por eso, en tiempo de disputa de poder como el la Bolivia de hoy, florecen las luchas de pueblos y comunidades indígenas, de campesinos/as y diversos sectores sociales por participar plenamente de la democracia, ampliándola, es decir, luchando por extender la igualdad y la libertad a sus relaciones sociales, económicas, culturales y políticas. Esto es parte de las luchas políticas y culturales por la transformación raizal de la democracia profundizando las herramientas que ella misma ofrece, es decir, poniendo fin a las relaciones de poder instauradas por la democracia excluyente y elitista del capital, para construir desde abajo otra democracia, otro poder, otra hegemonía: la de los pueblos. No ver esto coadyuva a caer en la trampa neoliberal y, pretendiendo ser “más papista que el papa”, subestimar el importante papel que tienen los actores sociales y sus luchas por conquistar/afianzar los derechos de los sectores populares. Esta “miopía” deja atrapados ‑a quienes así conciben el proceso‑, en el paradigma neoliberal que considera a la democracia como un terreno carente de conflictos, un ámbito neutral de competencia de intereses. Asombrosamente, al apostar o adoptar el camino de las revoluciones democráticas para transformar la sociedad, muchas organizaciones e intelectuales de izquierda visualizan de ese modo (liberal) a la democracia. Por ello “son incapaces de captar la estructura de las relaciones de poder y no pueden ni siquiera imaginar la posibilidad de establecer una nueva hegemonía.” [Laclau y Mouffe, 2004: 16] Lograr esto es, precisamente, el corazón de la transición revolucionaria democrática. Y es el desafío mayor, político, cultural, organizacional y de participación democrática de las fuerzas revolucionarias nacientes.
 
La construcción desde abajo de una nueva hegemonía, de un nuevo poder, requiere de un tipo de organización y conducción políticas raizalmente diferentes de las modalidades y los métodos de trabajo y organización propios del vanguardismo del siglo pasado. Además del “pecado” de la soberbia de creer que la verdad era patrimonio de unos pocos: los de la dirección del partido y, más concretamente, de su secretario general, el vanguardismo responde a la lógica del todo o nada, la de las contraposiciones blanquinegrinas, las que confunden la lucha de clases con el enfrentamiento frontal permanente de dos sectores sociales, caricaturescamente tergiversado como “motor” del cambio y desarrollo sociales. Por eso, en vez de preparar el tránsito –que supone el crecimiento de la conciencia colectiva y la formación de una correspondiente voluntad y deseo de querer vivir en una sociedad y un mundo diferente al del individualismo capitalista que ciega y mata‑, los propugnadores de la binarización social apuestan consiguiente y permanentemente a la polarización de la sociedad para así crear un clima propicio a las soluciones inmediatas y superficiales digitadas desde arriba. Sus puntos de vista se corresponden con los de la “revoluciones desde arriba” por más que en los discursos agiten lo contrario.
 
Sostener esto no niega la existencia de la polarización social: esta es propia del capitalismo y su lógica de mercado. Precisamente por ello, el tránsito y construcción de una nueva sociedad (por la vía democrática) supone eludir la trampa antagonizante del mercado, quebrar su lógica y empeñarse en construir otra racionalidad y otro sustrato ético para las relaciones sociales, no funcionales al mercado del capital. El antagonismo es parte de la realidad del capital, igualmente lo es la lógica polarizante que atomiza y fragmenta. Una lógica diferente que busca articular y construir protagonismo y conciencia colectivos como sustrato del poder popular se asa en otra lógica, en la solidaridad y el encuentro, en el reconocimiento y la aceptación de las diferencias sin pretender su eliminación, entendiéndolas como riquezas y no como “defecto”. Esta lógica no puede basarse en la antagonización ‑y exclusión‑ de lo diferente, sino en la búsqueda de espacios donde la diversidad sea cada vez más naturalmente incorporada, propiciando el trabajo interaticulado de lo diverso.
 
Se trata de no sostener ni traer al terreno propio ‑de lo popular y la construcción de lo alternativo superador del capitalismo‑ la lógica polarizante que divide y destruye lo diverso y lo solidario. Esto es parte del sustrato ideológico-cultural de la posibilidad de construir otro poder y otra hegemonía (populares). Y no tiene nada que ver ‑vale aclararlo‑ con la “conciliación de clases”, con eludir las contradicciones y conflictos que se presentan y se presentarán ‑incluso agudamente, en determinados momentos‑ con los sostenedores históricos de los intereses y el poder del capital.
 
No se puede establecer de antemano y fuera de situación como será la tránsición. Esta transcurre en la concatenación contradictoria de procesos abiertos, definidos y protagonizados por actores vivos en disputa ‑política, económica y cultural‑ constante con los sectores del poder del capital globalmente hegemónicos, en tiempos y situaciones histórico-concretas. La apuesta popular necesita buscar y explorar en territorio desconocido e incierto nutriéndose e inspirándose con las experiencias de luchas y construcciones que ellos, los actores sociales populares y la población no organizada‑ van desarrollando en las lógicas de los conflictos sociales y en los modos de interrelacionamiento de los diversos actores entre sí y con el conjunto de los sectores populares y la sociedad, para ‑desde ahí, en cada momento‑, entre todos, buscar, crear, construir, sostener y modificar lo nuevo.
 
Esto no significa desconocer, negar o eludir la existencia de la lucha de clases en el proceso de transición-construcción democrática hacia la nueva sociedad. Al contrario, es la conciencia de que lo nuevo no puede construirse con las herramientas que pertenecen a lo viejo hegemónico que se quiere desterrar y superar.
 
La construcción de lo nuevo supone también explorar cauces novedosos, diferentes, con diversas y complejas modalidades de organización, expresión y acción sociales que no pueden reducirse a la confrontación directa y frontal de sectores. Además de esto, vale reiterar que en las complejas realidades de las sociedades indo-afro-latinoamericanas lo clasista no equivale a la totalidad de lo conflictivo sociopolítico, así como tampoco la clase obrera o trabajadora puede identificarse con la totalidad del sujeto revolucionario. La clase obrera es parte constitutiva del sujeto, junto con otros actores sociales y políticos, del mismo modo que la lucha de clases es parte de un sinnúmero de luchas y conflictos sociales no necesariamente de evidente carácter o contenido clasista. Por ejemplo: las luchas ecológicas, de género, de identidad sexual libre, la de los pueblos indígenas originarios, la de los campesinos, la de las poblaciones urbanas empobrecidas y marginadas, etc. Obviamente, la clase obrera y sus organizaciones “naturales” como son los sindicatos, pueden desempeñar un papel activo motorizador de la articulación de las luchas, problemáticas y actores e identidades sociales, pero ello no es algo que ocurrirá indefectiblemente. Si ocurre impulsa los procesos socio-transformadores, pero –como lo evidencia nuestra historia continental reciente‑ no es condición necesaria ni suficiente para ello.
 
En tiempos de –larga‑ transición democrático-revolucionaria, lo ideológico y lo cultural (y lo mediático), adquieren un predominio central: la disputa de las conciencias y la formación de nuevas subjetividades irán construyendo –o frenando la construcción‑ de la fuerza social de liberación, actor colectivo de la revolución, luchando por impulsarla hacia objetivos superiores en cada momento. La lógica del todo o nada (antagonizadora) no contribuye a la lucha político-ideológica de estos tiempos, es propia de otras situaciones, catástrofes o guerras estériles que no son de desear ni invocar alegremente. Responde al raciocinio del “manotazo” propio del mercado y de quienes sueñan con la “toma del poder” por cualquier medio (incluso por la “vía electoral”).♦
 
- Fragmento del libro: Dos pasos adelante, uno atrás. Lógicas de ruptura y superación del dominio del capital. Vadell. Caracas, 2010.
https://www.alainet.org/es/active/47450
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