Gobiernos populares de Latinoamérica, ¿transición o reciclaje?
01/01/2014
- Opinión
Notas a propósito del artículo de E. Gudynas, “La izquierda y el progresismo: la gran diferencia”
El texto de Gudynas intenta poner en blanco y negro los cambios políticos que vienen teniendo lugar en territorios de Nuestra América. En ese sentido, al iniciar el artículo afirma: “Uno de los mayores cambios políticos vividos en América Latina en los últimos veinte años fue el surgimiento y consolidación de los gobiernos de la nueva izquierda”. Nótese que el autor define a estos gobiernos latinoamericanos como “los gobiernos de la nueva izquierda”, sin embargo, de inmediato los subclasifica como “progresistas”, por considerarlos anclados “en la idea de progreso”. Sobre esta base, asegura, se marca una “divergencia” con “muchas de las ideas y sueños de la izquierda latinoamericana clásica”. Tampoco define claramente que entiende por "progresismo" ni por "progreso".
Así, en el primer párrafo del texto, el autor emplea tres categorías políticas diferentes: nueva izquierda, progresismo e izquierda clásica. Atribuye a ellas diferencias sustantivas en las miradas estratégicas, las propuestas y planes gubernamentales, y en las prácticas políticas concretas de los actores políticos que las encabezan. Sin embargo, no deja en claro qué entiende por “nueva izquierda”, ni por “izquierda clásica”.
Al principio parecería que, según el autor, la “nueva izquierda” es el “progresismo”, sin embargo, línea a línea, se ocupa de demostrar que los gobiernos que engloba indiferenciadamente al inicio como de la “nueva izquierda”, en realidad no lo son, puesto que solo llegan a ser “progresistas”. Aquí surgen interrogantes: ¿Por qué definirlos entonces como algo que inmediatamente se niega? Al parecer esto responde a la intención del autor de marcar una distancia sustantiva entre el período inicial de los gobiernos de la “nueva izquierda” en Latinoamérica, y el período actual, en el que –siempre siguiendo a Gudynas‑, estos han devenido en: “progresistas”, anclados en las viejas ideas de progreso y crecimiento económico, es decir, economicistas. De aquí se derivarían, a ojos del autor, políticas muy limitadas de estos gobiernos en relación con la perspectiva de cambio social, ancladas en exportación de materias primas, en estimulación del consumo, en planes de asistencia económica a los sectores desprotegidos, para lo cual apelan –fundamentalmente‑ a políticas extractivistas…
“El progresismo actual (…) no discute las esencias conceptuales del desarrollo”, afirma el autor. Esto supondría, en síntesis, que los gobiernos de la ex-nueva izquierda devenidos en progresistas, se atienen planamente a la antigua concepción economicista del desarrollo, contradiciendo y alejándose crecientemente de los procesos democratizadores originariamente impulsados desde abajo, con los movimientos sociales, y ahora frenados-negados desde arriba. Llegado a este punto el autor entra en una seguidilla de consideraciones que buscan reforzar sus objeciones a los que considera hoy son ex-gobiernos de la “nueva izquierda”. Con las generalizaciones secundariza o menosprecia los esfuerzos por construir instancias articuladoras regionales (ALBA, UNASUR, CELAC) y su significación política en este tiempo para los procesos de cambio que pugnan por profundizase y enraizarse en cada país.
El articulo mencionado resulta una provocación interesante, porque –aunque su autor no se lo proponga‑ con sus reclamos e imputaciones, pone al descubierto la necesidad de abrir debates acerca de la transición hacia la nueva sociedad, acerca de sus contenidos, sus tareas, sus significados, sus actores centrales, sus alcances, su horizonte histórico… en las condiciones actuales de Latinoamérica, en el actual sistema mundo y tiempo histórico que vivimos.
Vivimos tiempos de cambios constantes y de confusión, y ello lo refleja también Gudynas al escribir de forma confusa. Es evidente que tiene preocupaciones y se percata de algunos problemas, en realidad, poco novedosos para quienes seguimos de cerca el curso de los procesos actuales. Pero aunque no enseña nada nuevo, su análisis recorre algunos puntos clave que es preciso discutir. Toca muchas aristas y, al hacerlo –aunque de modo disperso y forzando regularidades donde, si existen, no están suficientemente claras aún‑, llama la atención y provoca el debate, considero que en ello radica probablemente su principal aporte.
No ocurre lo mismo cuando se refiere a las interrelaciones entre movimientos sociales y ong’s, estableciendo prácticamente una equiparación entre ellos, con lo cual da por tierra sus planteamientos respecto del protagonismo de los movimientos (¿o se refería a ong’s?). Igualmente resulta cuando menos llamativo su elogio a la CIDH, como si se tratar de un organismo que brillara por su criterio de justicia para con los pueblos… Estas referencias parecen más bien una reacción de enojo del autor frente a alguna crítica de la que pudo ser destinatario, aunque no lo manifiesta así en este artículo.
Analizar con parámetros de ayer la realidad del presente es fuente segura de errores. Y ello ocurre cuando se intenta trazar una línea de continuidad analítica entre la realidad social local y mundial, las tareas y la perspectiva estratégica que se planteó la izquierda en el siglo XX, y la realidad del sistema-mundo actual del cual es parte nuestra región y, consiguientemente, entre las propuestas y actitudes políticas de la izquierda que hoy gobierna (“nueva izquierda”, “progresismo”), y los planteamientos de la “izquierda clásica” (de fines del siglo XX).
Vale hacer notar, además, que en el siglo pasado no existió una “izquierda clásica”, hubo muchas izquierdas, muchas miradas, propuestas, estrategias y caminos para lograrlas, protagonizados por actores políticos diversos, generalmente enfrentados entre sí. Tal fue el caso, por ejemplo, de la división entre los reformistas (camino gradual de reformas dentro del capitalismo) y los revolucionarios (toma del poder, ruptura con el sistema e implantación del socialismo), y sus consiguientes propuestas de las entonces llamadas vía pacífica (electoral) y la vía armada (insurreccional o guerra de guerrillas para la “toma del poder”).
Indudablemente estas polémicas, lejos de estar saldadas, se manifiestan hoy bajo nuevas formas, aunque ahora tienen lugar en la realidad de un nuevo sistema-mundo regido por la hegemonía global del capital con sus instituciones de poder global del mercado. Al plantearse el cambio social, es necesario entonces, dar cuenta y enfrentar nuevas problemáticas, nuevos contenidos, horizontes y actores. No se puede trazar una línea directa entre los reformistas ayer y quienes hoy plantean caminos de reformas, ni viceversa. No se puede tampoco, contraponer abstractamente, reforma y revolución; dicotomía que cada día se revela más obsoletas, a la vez que surgen y se plantean nuevas y complejas mediaciones, contradicciones y tensiones entre lo viejo y lo nuevo, entre reformas y cambios raizales.
¿Qué significa hoy ser revolucionario?, ¿tomar el poder?, ¿qué poder?, ¿quiénes? Y, en tal caso: ¿qué harían el día después?, ¿quiénes?, ¿con quiénes?, ¿cómo?
¿Para qué se quiere o se necesita el poder político-institucional? Pues para impulsar cambios en la realidad social, promover la organización y ampliación del sujeto político-social en su desarrollo hacia la conformación de la fuerza social de liberación, capaz de constituirse en conducción soiopolítica popular del proceso histórico de cambios, desde abajo, en los ámbitos parlamentario y extraparlamentario. Y para pensar colectivamente, decidir y realizar los cambios raizales, en la medida que el conjunto de condiciones sociales, culturales, de conciencia, organización, y en la subjetividades, así lo haga posible… transformando la correlación de fuerzas anclada en el poder constituido, desde el nuevo poder constituyente.
Ser de izquierda significa que se es revolucionario, no que se recitan textos, ni que se dicen bonitos discursos, o que se tienen perfectos programas. Ser revolucionario es ser parte del proceso colectivo de cambio del mundo en sentido de justicia, equidad, paz, progreso humano, en el sentido y con el contenido que esto tiene para el horizonte revolucionario… ¿Qué cantidad de cambios hay que hacer en cada momento y a qué velocidad han de realizarse? Nada de ello puede definirse fuera de la arena de los acontecimientos y sus contradicciones. No hay recetas; no hay fórmulas. Se trata de una pulseada permanente con el poder del capital en general y con los nichos de su hegemonía que están dentro de nosotros mismos.
La teoría revolucionaria no puede existir fuera de los procesos revolucionarios y sus sujetos; es guía para la acción en tanto emana de ella, se nutre y enriquece en las prácticas socio-transformadoras y hacia ellas vuelve, marcando aciertos, errores, desafíos, mostrando trampas y abriendo caminos… estimulando la marcha. Es pensamiento crítico de las prácticas revolucionarias, por eso puede orientarlas, ser “guía para la acción”. Lamentablemente, esta expresión se tomó al pie de la letra, mecánicamente, suponiendo que para ello debía haber una doctrina correcta, científica, previa a los acontecimientos. Ella, como si fuera una linterna, habría de conducir a los pueblos en lucha por el buen camino, alejando a sus conducciones de errores y derrotas. Nada más alejado de la realidad, de la propuesta epistemológica de Marx, y de la verdad histórica.
No existe una teoría absoluta sobre el comunismo, el socialismo comunista, comunitario, o del siglo XXI, esperando en el algún lugar (fuera del mundo), para ser “aplicada” a cada realidad. Nada más apriorístico y dogmático que ello. Como ya advirtiera Marx, esta es “la oposición típica del idealismo entre la realidad y lo que debe ser…”, paradójicamente el rasgo característico del mal llamado “marxismo científico” en el siglo XX. [Marx,C., 1966: 11]
La ideología, el pensamiento crítico revolucionario, el pensamiento político y social se van construyendo permanentemente, es decir, están en constante cambio, con los acontecimientos históricos, con la maduración de conciencia de los sujetos en sus prácticas, con las dinámicas de las luchas sociales de clases, etcétera. Como advirtiera Mariátegui: es una “creación heroica” de los pueblos, y por tanto, hay que rescatar esa creación, sistematizarla y conceptualizarla y reconceptualizarla permanentemente, desde abajo, en articulación orgánica con los sujetos colectivos de las prácticas sociales, siendo –a la vez- parte de ellos.
El autor presenta sus enfoques aún atrapados por los límites del pensamiento lineal‑fragmentario propio del siglo XX: aborda las cuestiones ecológicas o de la naturaleza de modo aislado, igualmente lo relativo a pobreza, desarrollo, democracia… como si estas problemáticas sociales se pudieran analizar y resolver aisladamente, sin contar con un enfoque integral sistémico de la realidad social en cada momento (integrando economía, política, cultura, modo de vida). Concuerda con el Buen Vivir levantado por los gobiernos, pero les recrimina que no lo llevan a cabo.
La pregunta, en tal caso, sería: ¿Cómo saber si lo llevan a cabo o no?, ¿a partir de qué elementos?, ¿desde dónde, con quiénes y con cuáles parámetros medirlo? ¿Porqué? Indudablemente hay que entrarle de lleno a estos debates.
Urge reflexionar sobre las condiciones de la transición en la situación actual del mundo y de nuestras sociedades, teniendo como punto de partida (y de llegada), las experiencias de los actores sociopolíticos que las llevan adelante, sus y las subjetividades, identidades, cosmovisiones…
Ser ecologista, por ejemplo, no implica necesariamente estar ubicado en el nuevo tiempo. Si se piensa en la ecología separada del modo de producción y reproducción de la vida social, se mantiene la vieja concepción de la naturaleza como objeto del cual la humanidad puede “servirse”, en tanto sujeto.
Integralmente, el debate acerca de la ecología es parte del debate civilizatorio, del planteo claro de la indivisible interrelación naturaleza-sociedad como clave para la defensa de la vida toda. Este resulta uno de los anclajes epistemológico-cosmovisivo fundamental pues abre posibilidades para la creación de un nuevo modo de producción y reproducción de la vida social, es decir, de un modo de vida, anclado en la indivisibilidad de la vida humana y de la naturaleza. Es por ello, un horizonte promotor de la creación de una nueva civilizan (re-humanizada).
La civilización creada por el capital y su lógica de mercado amenazan a la sociedad y la naturaleza de muerte, el sistema mundo anclado en la producción destructiva para satisfacer la voracidad creciente de ganancias de los centros del poder global del capitalismo actual, profundiza un sistema productivo-destructivo que no toma en cuenta el sistema reproductivo, es decir, no se hace cargo de las consecuencias o cargas sociales que su reproducción sistemática imponen a la sociedad (con énfasis en las interrelaciones humanas y sus modos de vida) y a la naturaleza. Encontrándonos al borde del abismo, la defensa de la vida se impone y es integral y reclama la construcción de una convivencia armónica entre sociedad y naturaleza como parte de un todo que se llama vida. Con esto quiero subrayar un elemento central: el contenido sistémico, interconectado de las problemáticas a enfrentar y, por tanto, de las respuestas a construir para superarlas.
En relación con esto, está claro que los caminos de la transición hacia la nueva sociedad y el nuevo mundo ‑cuyo horizonte se redefine y abre con la llegada de estos gobiernos de la “nueva izquierda progresista” latinoamericana‑, ya no pueden analizarse con los lentes de una lupa del siglo XX, cuyos parámetros pertenecen a un mundo y un tiempo histórico que ya no existe.
Las problemáticas de hoy no son exactamente las mismas de ayer, recicladas. Aunque muchas coinciden, se desarrollan en situaciones y dimensiones nuevas, con aristas e interconexiones no solamente nuevas, sino anteriormente desconocidas o inimaginadas. Por ello hay que descubrirlas y analizarlas tal como ellas existen y se manifiestan hoy.
Habría que ir incluso unos pasos atrás y ver si existe una claridad común en la definición acerca de cuáles son los pilares claves para avanzar hacia una civilización capaz de superar los males, las tragedia, los modos de interrelacionamiento y pensamiento humanos de la civilización actual, regida por la lógica del metabolismo social del capital.
Un recorrido por las programáticas de los actuales gobiernos progresistas, de izquierda, revolucionarios o populares de la región parece indicar que no es así. Esto refuerza la necesidad de centrar las reflexiones también en este aspecto ‑aunque sin pretender unificar o encasillar procesos socioculturales profundamente diferentes‑, para ir fortaleciendo, tal vez, sus posibilidades de encaminarse hacia la construcción de convergencias estratégicas. Esto es parte de los desafíos del presente. A ello se anudan interrogantes claves. Entre ellas:
¿Quiénes son los creadores y protagonistas de las definiciones del rumbo de los cambios, de sus contenidos, sus ritmos, etc.? ¿Puede el pueblo de un solo país, aisladamente, en el mundo globalizado, crear y construir una civilización nueva?, ¿en qué aspectos sí y en qué debe hacerlo interarticuladamente con otros? ¿Cuál es el sentido de la integración latinoamericana?, ¿está relacionada con la posibilidad de construir un referente regional capaz de correr el horizonte civilizatorio mas allá de los límites del capital o es solo un campo formal para el intercambio mercantil y diplomático?, etcétera.
Reflexionar sobre esto ayudará a pensar hasta dónde un proceso de cambios sociales raizales puede avanzar dentro del capitalismo, realidad sociopolítica, económica y cultural en la que viven y se desarrollan todos los países, gobiernos y procesos del mundo, y desde la cual y en la cual también creamos, construimos los cambios y pensamos la transición. Ello contribuiría, por ejemplo, a matizar o reinterpretar la expresión del autor cuando, refiriéndose a los gobiernos de la “nueva izquierda” o “progresistas” latinoamericanos, dice: “…en algunos casos hay una retórica de denuncia al capitalismo, pero en la realidad prevalecen economías insertadas en éste...”.
¿Acaso supone el autor que los que ganaron las elecciones podrían romper inmediata y tajantemente con el capitalismo? ¿Cómo?, ¿con cuáles fuerzas sociales?, ¿con cuales propuestas?, ¿reemplazándolo con qué sistema?, ¿apuntalando cuál civilización? ¿Acaso considera el autor que ya existe, prefabricado, el nuevo sistema productivo-reproductivo social que puede reemplazar al del mercado, y que solo se trataría de “aplicar” su recetario a las realidades concretas? ¿Se trata acaso de “aplicar” o de crear, construir y apostar a lo nuevo, conociéndolo en la medida que se lo va creando y construyendo? Estas son solo algunas interrogantes que pueden estimular el pensamiento colectivo acerca de estas problemáticas de fondo.
Está claro que los pueblos no saltan al vacío; los grandes cambios sociales ocurren siempre por acumulación, a partir de desarrollar las fuerzas sociales, económicas, culturales y políticas del pueblo capaces de desplazar (imponerse sobre) el –entonces- viejo orden metabólico social. Esto supone procesos histórico-sociales de creación colectiva de los pueblos, su autoconstitución en sujetos políticos de su vida, de su historia; supone la refundación democrática de nuevas institucionalidades e instituciones, de nuevas interrelaciones entre todos los integrantes de una sociedad, y con el mundo entero y con la naturaleza.
No se puede vivir en libertad en un mundo plagado de injusticias, salvo desde una posición individualista: Si yo estoy bien, no me importan los demás. No hay salida individual, por países, si no hay salida para todos los países, global. Se trata, entonces, en principio, de una transición anclada en diversos procesos integrales de cambios en el ámbito de cada país que tenderán a orientarse hacia el mismo rumbo y horizonte estratégico. En materia de integración, este es uno de los mayores desafío: definir un rumbo y un horizonte civilizatorio colectivos capaz de traccionar los procesos locales y regionales en una misma dirección, y definir cuál es esa dirección para encaminarse hacia el horizonte común. Es entonces cuando la paciencia histórica, así como la creación sostenida y la resistencia al capital y sus tentaciones cotidianas, se imponen como realidad.
Si se acepta que los procesos todos se desarrollarán durante bastante tiempo dentro del capitalismo, es de suponer entonces, pulseadas constantes, palmo a palmo, con el poder del capital, luchando por construir, sostener y desarrollar desde abajo otra hegemonía, popular, orientada a abrir cauces a una nueva civilización, anclada en el Buen Vivir y Convivir. En esta perspectiva, tal vez lo que el autor define como “retórica” anticapitalista de los gobiernos, resulte, en algunos casos, un recurso pedagógico político orientador-estimulador de cambios y creaciones, fortalecedor de procesos en curso que -desde abajo- alimentan las esperanzas y las utopías del nuevo mundo, haciéndolas realidad día a día en sus comunidades, en sus economías, en sus modos de vida solidarios, en un respeto creciente a la naturaleza recuperándola como sujeto de vida y para la vida, creciendo en la conciencia integral de la vida y de los modos de vida.
Todo esto supone un proceso integral de cambios en la concepción del mundo, del progreso, el bienestar, el desarrollo, la economía, la sociedad y las interrelaciones humanas y con la naturaleza. Nada puede verse, pensarse o resolverse por separado. Una nueva mentalidad, un cambio cultural se impone.
Es interesante notar que en el tiempo en que los posmodernistas anunciaban el fin de la totalidad y del “relato” colectivo, revive con fuerza el pensamiento científico que argumenta la concatenación universal de los fenómenos en la naturaleza y en la sociedad. Por supuesto, se trata de una totalidad nueva, profundizada y ampliada con el apoyo de la nano-sociología hasta lo macro, siempre con la mirada integradora que anuncia que lo analítico (fragmentado) es parte de un fenómeno social mayor al que se articula y que en esa articulación se define socialmente, o más exactamente, se interdefine permanentemente en procesos de interacción constante y redefiniciones mutas, cambios, saltos… Tales son las dinámicas sociales dialécticas, más precisamente identificadas ahora como tales, por la denominada “teoría de la complejidad”.
No hay teoría, ni propuesta, ni programa ni organización que pueda desplazar o sustituir el protagonismo creativo colectivo de los sujetos sociales y políticos, su capacidad para (auto)constituirse en fuerza sociopolítica de liberación, conducción política colectiva del proceso de cambios en los ámbitos parlamentario y extraparlamentario (conjugados, articulados). Concebir la actual tarea histórica civilizatoria de defensa integral de la vida, desde las élites, grupos reducidos, llámense estos partidos, movimientos, ong’s… implica quedar atrapado por una retórica testimonial que, a lo sumo, puede servir como justificación personal frente a la titánica labor colectiva de los pueblos abocados a crear el mundo que ha de sustituir a este.
Y esto alude directamente a presupuestos nuevos, que den cabida a la diversidad de actores, con sus modos de vida, cosmovisiones, cosmopercepciones, sus identidades, subjetividades, aspiraciones, propuestas… es decir, habla de superar el obsoleto paradigma dogmático acerca del sujeto revolucionario, que lo limitaba a una supuesta clase obrera industrial que, en rigor, nunca existió en Latinoamérica, llama a dejar atrás el eurocentrismo negador de los pueblos indígenas como sujetos con plenos derechos y capacidades, llama también a abrir espacios políticos a las mujeres con sus pensamientos liberadores, como a todos/as los marginados/as o excluidos/as según sus capacidades físicas, sus identidades sexuales, etc., en resumen, llama a abrir las prácticas políticas a la perspectiva intercultural paraconcebirlas desde este lugar, reclamando por tanto, una mirada que dé cuenta de los disímiles intereses de los diversos actores y sectores que conforman el llamado “campo popular”.
Esto supone también hacerse cargo de las disputas de poder que tienen y tendrán lugar en el seno del pueblo y que acompañarán la creación del nuevo mundo buscando nuevas relaciones y modalidades de organización y acción que vayan superando la verticalidad jerárquica instalada como el “saber hacer” de la humanidad durante milenios. Sobre esta base se podrán ir abriendo pasos hacia una perspectiva de interrelacionamiento cada vez más horizontal, reconociendo la igualdad entre los diferentes, en derechos, identidades, subjetividades, modos de vida, estableciendo condiciones para la convivencia de las diferencias sobre la base de equidad y la complementariedad. La democracia ocupa aquí un lugar central, puesto que limitarla a aquella –representativa o directa‑ que solo reconoce el derecho de las mayorías es, en realidad, una modalidad encubierta de autoritarismo, pactado y reglamentado en las constituciones.
El derecho es siempre para quienes lo necesitan, no para quienes lo poseen, es decir, alcanza también a las minorías, a los relegados/as de siempre, a los subordinados/as y excluidos/as históricos… Y su reconocimiento y ejercicio efectivo hay que construirlo colectivamente. No hay modos de convivencia colectiva que puedan imponerse a la humanidad, por muy perfectos que ellos resulten en la propuesta teórica. De ellos hay sobradas muestras en la historia reciente.
Por ello, la interculturalidad presupone, se asienta y promueve, la descolonización cultural (modo de vida y de pensamiento) de nuestras realidades, desde la historia hasta el futuro pasando por el presente. No dice solo respecto de la colonia, la conquista y colonización emprendidas en el siglo XV. Teniendo en cuenta que la conquista y colonización de América, genocidio mediante, implantó el capitalismo en estas tierras, los actuales procesos de descolonización comprenden todo el período histórico, desde tiempos de la llegada del capitalismo a nuestras tierras de la mano de la conquista y colonización hasta la liberación del jugo del capital en lo económico-social y cultural, en el modo de vida, de percepción, de conocimiento, de interrelacionamiento humano y con la naturaleza.
Para expresarlo sintéticamente: interculturalidad y descolonización constituyen pilares claves promotores de la nueva civilización, anclados en la equidad, la solidaridad y la búsqueda de armonía en la convivencia humana y con la naturaleza y, todo ello, sustentado en un nuevo modo de producción y reproducción, cuyo ciclo garantice la reproducción de la vida humana y de la naturaleza. Se trata de un proceso búsqueda y creación colectivas de una nueva racionalidad del metabolismo social, proceso que Franz Hinkelammert define como: racionalizar lo racionalizado (por el capital).
Esta es, en trazos gruesos, la situación.
Dibuja un tiempo movido por un gran tembladeral histórico en el que transitamos sacudidos permanentemente por reajustes o resquebrajamientos de la agonizante civilización construida y regida por el capital. No es de extrañar, por tanto, que los caminos diversos que hoy se plantean acerca de la transición orientada a una superación de esta civilización, provoquen mas incertidumbres que certezas. Vamos a un mundo nuevo, que depende de nuestras capacidades. No viene del más allá; no hay nadie que a priori lo haya prediseñado para nosotros… Como dice Silvio Rodríguez, “la revolución se hace a mano y sin permiso”.
Destaco particularmente, en primer lugar, lo referente a la concepción y el papel del Estado, tanto en los inicios de los procesos de cambio orientados a la transición, como a los cambios que necesariamente habrán de ir suscitándose en el curso de esos procesos.
En este aspecto, se plantea una diferenciación entre los procesos encabezados por los gobiernos populares del continente, puesto que algunos de ellos, tal vez mejor avenidos a la definición de “progresistas” dada por Gudynas, se plantean ser una variante “prolija” del capitalismo, definiendo a esta civilización como su horizonte histórico.
Recuperar el papel central del Estado como institución pública garante de derechos sociales y del respaldo económico para el ejercicio efectivo de esos derechos, es apenas un primer paso, casi obligado, del que arrancan los gobiernos dada su situación posneoliberal inicial. Pero superado ese momento, se abren interrogantes claves. Entre ellas: ¿Es el Estado un actor central del proceso o es una herramienta? Si es una herramienta, ¿de quiénes y para quienes?. Y en ambos casos, ¿quiénes lo motorizan y conducen?, es decir, ¿quiénes son los protagonistas del proceso? Y aquí se abre una inmensidad para pensar y reflexionar. Aunque no es factible ahora adentrarme en este tema, vale recordar que el Estado, como toda institución pública, es la personificación de un poder de clase social específico, está hecho a su medida y en función de la defensa de sus intereses, que representa y para lo cual fue constituido. Es absurdo entonces, sostenerlo tal cual, es decir, ajustado a la defensa de esos intereses y su jurisprudencia y pretender que, a la vez ‑en tales términos‑, pueda resultar una herramienta de cambio social.
Para poner la dirección en este rumbo hay procesos democratizadores transformadores imprescindibles, como por ejemplo, las asambleas constituyentes, cuya realización abre –jurídicamente- las puertas a la participación de la ciudadanía popular (movimientos indígenas y sociales) en la definición de las políticas publicas y la gestión de lo público, de sus territorios, sus comunidades, etc. Esta participación habrá de incrementarse sustantivamente en función de las tareas que los pueblos se tracen en cada momento, de ahí que las asambleas constituyentes serán varias, tantas como lo demande el proceso democratizador revolucionario en cada sociedad.
Los procesos democrático revolucionarios necesitan transformar la democracia, abrirla a la diversidad de ciudadanías que habitan en nuestras tierras, apostar a la participación de los pueblos desde abajo, avanzar hacia la plurinacionalidad, en cada país y en el continente.
No hay posibilidad de Estado plurinacional sin democracia plurinacional, pero esto hay que crearlo y construirlo, sostenerlo y desarrollar, en cada país y en el continente. La revolución democrático-cultural que tiene lugar en Bolivia, por ejemplo, lleva en esto la delantera, es el laboratorio de la nueva Latinoamérica, plurinacional, intercultural y descolonizada. No es que ya haya madurado como Estado plurinacional, pero esta definición ubica la plurinacionalidad en el horizonte y en los imaginarios, estimulando y traccionando el proceso hacia ese rumbo. Esto es parte de la conducción político-ideológica de los procesos.
¿Qué están llenos de errores?, obviamente. Lo contrario sería propio de un engaño.
No hay nada que hagamos, saliendo de las entrañas del mundo regido por el mercado y su lógica mezquina y competitiva que pueda ser “puro” y propio de un mundo otro, que todavía no ha sido creado por nosotros. Su alumbramiento ocurrirá mediante un parto doloroso, pero como en todos los caos, será maravilloso y balsámico. Por eso, en este contexto, más que la razón individual –que es importante, sobretodo para quien la sostiene-, es primordial aportar a la construcción de la razón colectiva, sustento de la voluntad colectiva. Esto no significa, sin embargo, que haya que silenciar las opiniones o críticas a los procesos; siempre que se hagan desde adentro, redundarán en beneficio colectivo, incluso si ellas también contienen errores.
No hay arbitro individual ni colectivo, partidario, onegeístico o institucional estatal o religioso que pueda dictaminar quién tiene la razón y quién no. No hay nada mas “feo” en política que la “razón de Estado”, en todos los casos.
Los intelectuales (orgánicos) no pueden diluirse en la gestión del gobierno o el Estado; ciertamente deben estar comprometidos, entrar al “fango” de la vida real, ser parte de las búsquedas y los procesos de construcción de lo nuevo; pensar desde afuera de los procesos no aporta, pero tampoco su exégesis. Es necesario ser parte, estar comprometidos y, a la vez, mantener un distanciamiento critico, necesario para que sea posible aportar al proceso colectivo. En esa interrelación, ser uno más, no aporta.
En resumen, considero que un trabajo como el que me ha movido a escribir estas líneas es un ejemplo palpable de las contradicciones de la diversidad de miradas, juicios y prejuicios que atraviesan los procesos políticos abiertos con los actuales gobiernos populares en el continente. Ellos tal vez abran cauces a transiciones que podrían desarrollarse a partir del presente, es decir a partir del inicio de las etapas posneoliberales, de la mano de grandes luchas sociales, intentan ahora embanderan procesos de cambios raizales.
Que estas reflexiones contribuyan a promover debates necesarios acerca de la transición hacia el mundo nuevo, alentando la búsqueda de un nuevo modo de producción y reproducción que haga posible el Buen Vivir y Convivir entre la humanidad y la naturaleza, anclado en nuevos paradigmas de bienestar, progreso, desarrollo y democracia, alimentando así un nuevo pensamiento critico revolucionario que nos convoca hoy a defender la vida atravesando los campos minados por el capital, sin entrenamiento previo.
Tales son algunos desafíos.
31 de diciembre de 2013
Bibliografía empleada
Ø Gudynas, Eduardo (2013) “América Latina. Izquierda y progresismo: la gran divergencia”, ALAI http://alainet.org/active/70074
Ø Rauber, Isabel. (2012) Revoluciones desde abajo. Ed. Continente-Peña Lillo, Buenos Aires.
Ø Marx, Carlos. (1966) Crítica de la filosofía del estado de Hegel, Editora Política, La Habana,
https://www.alainet.org/es/active/70129
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