Transformación en democracia o el retorno de los 90

12/04/2011
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Semanas decisivas

El verdadero dramatismo de las elecciones presidenciales peruanas, versión 2011, acaba de empezar desde el día siguiente de las elecciones del 10 de abril. Tratándose de dos finalistas, la premura del tiempo impone que haya necesariamente un decantamiento de las respectivas posiciones, así como –esta vez— un debate más franco de las ideas y planes de gobierno.

Los propios sectores populares se enfrentan divididos entre el candidato nacionalista (Ollanta Humala, de Gana Perú) y la candidata del populismo de derecha (Keiko Fujimori, de Fuerza 2011). Ambos electorados suman más de la mitad de la votación nacional. Si asumimos que la votación popular obtenida por dichas candidaturas en primera vuelta se mantendrá, la segunda vuelta tendrá como principal objeto de disputa el voto del “centro” que se repartieron entre la Alianza por el Gran cambio, Perú Posible (que aun conserva un electorado popular, el más leal) y Solidaridad Nacional.

A pesar de que en la segunda vuelta se enfrentan dos candidaturas que han tenido los mayores anticuerpos, las dificultades para ganarse al electorado de centro son mayores para Humala que para Keiko Fujimori. Esta recibiría, de manera “natural”, el caudal de votos que consiguieron Kuczynski y Solidaridad Nacional, quienes concentran el respaldo de los sectores sociales A-B y parte del C, los más favorecidos por el crecimiento. El consenso básico entre las tres fuerzas mencionadas se daría por descontado, en cuanto a medidas compensatorias que favorezcan a los más pobres (obras, asistencialismo, empleo temporal), y reforzando al mismo tiempo las líneas maestras del “modelo económico” (exportación de materias primas, generosas concesiones al capital internacional, privatizaciones y desregulaciones, seguridad jurídica a la gran inversión privada, flexibilización del mercado laboral, entre otras orientaciones alineadas al fundamentalismo de mercado).

Si ello es así, un simple cálculo aritmético en base a los resultados de la ONPE, le daría el triunfo ajustado a Keiko Fujimori (6 o 7 puntos porcentuales de diferencia) sobre Ollanta Humala, incluso si este se viera favorecido por el endosaje de votos de Perú Posible y Alejandro Toledo, por alguna coincidencia en los planes de gobierno o por acuerdos de principio (derechos humanos, libertad de expresión, crecimiento económico).

Nada fácil será para Humala y el nacionalismo ganarse al electorado de centro, que es esencialmente conservador y está fuertemente influido por los medios de comunicación (especialmente la prensa vocinglera y chillona, sea “seria” o amarilla), defensores a capa y espada del orden establecido por 20 años de neoliberalismo en el Perú. Es por eso que el camino a la presidencia que Humala tiene delante suyo, en el estrecho tiempo restante (menos de 2 meses), se le presenta mucho más complicado que para Keiko, porque está lleno de minas y chantajes ideológicos. Una estrategia inteligente, sabiendo adonde apuntar y teniendo claridad en los resultados que se quieran conseguir, debería ser el instrumento con el cual puedan sortear esas minas y chantajes. Antes que nada, el mismo Humala, la plana mayor del nacionalismo y los aliados, deberán hacer un esfuerzo decisivo para que aquel logre exorcizarse del estigma de “candidato chavista” o “bolivariano” que ciertos medios (como El Comercio y Perú.21) le han clavado y pegado hasta con silicona sobre la espalda.

Deslindar con la derecha y el fujimorismo[1]; afirmar el carácter democrático de la propuesta.

La derecha quiere y presiona para que el candidato nacionalista se desmarque del “chavismo” no solamente con palabras fuertes (obligarlo a decir que Hugo Chávez ejerce una dictadura en Venezuela); pretende también arrinconarlo haciéndole ver la supuesta incoherencia de su discurso electoral “de centro” con lo que en blanco y negro sostiene el plan de gobierno de Gana Perú. Para que un candidato termine abjurando de sus propias propuestas y compromisos, la premisa que lleve a ello consistiría en demonizarlo ideológicamente y esta es justamente la misma fórmula del 2006 que ejecutarán, sin duda alguna. En el mismo sentido apuntan las acusaciones de “estatismo” y atentados a la “libertad de expresión”, esa libertad que disfruta “la gentita” con billete.

La mentalidad obtusa de la derecha peruana confunde la “moderación” o el centro político con pasarse a las filas del neoliberalismo.

Por eso, para que la faena sea completa, nada mejor que el candidato en cuestión termine abrazando el Consenso de Washington, si la derecha acepta y recibe todas las garantías del caso, pues también tiene su “cuco” para poner condiciones a presidentes elegidos que pretendan hacer “cambios” o reformas económicas. Así lo lograron con Fujimori padre, quien se plegó al poco tiempo de asumir la presidencia en 1990, tirando por la borda su plan de gobierno (en la campaña de ese año, y en su confrontación con Mario Vargas Llosa, sostuvo que nunca aplicaría el shock) y desembarcando a los colaboradores izquierdistas/reformistas. Lo repitieron con Alejandro Toledo, abanderado de la oposición democrática contra el fujimontesinismo, que traicionó sus ofrecimientos electorales después de asumir el cargo presidencial en el 2001. Con Alan García no tuvieron el mismo problema porque este hizo previamente su conversión al neoliberalismo por voluntad propia (la expresión literaria de esta conversión se halla nada menos que en tres libros suyos), camuflando las verdaderas intenciones con el eslogan del “cambio responsable” tras regresar del exilio parisino.[2]

Esa ha sido y continúa siendo, entonces, la principal estrategia de toda la derecha mediática, económica, empresarial y política. Más claro ni el agua. Tampoco se trata de una estrategia de patente peruana.

En esa dirección ya han salido algunas voces doctas y respetables a decir que el candidato del nacionalismo debería dar muestras reales de que lo que dice es cierto (respetará la economía de mercado, mantendrá el crecimiento, respetará los contratos, respetará la “libertad de expresión”, y así todo lo que la derecha quiere oir y “ver para creer”), incluso firmando papeles, actas de compromiso y cosas por el estilo si fuese necesario, como quisiera el fujimorista Renzo Reggiardo (Cambio 90, de la alianza Solidaridad Nacional) en declaraciones a un programa de Canal N (12 de abril). Lo mismo –aunque con otros temas sensibles— están haciendo con la candidata que ingresó en segundo lugar: mostrando que también posee reflejos rápidos, se ha ido pronunciando mediante diversas promesas en torno a la lucha contra la corrupción, el respeto a los derechos humanos, al estado de derecho, vigencia de la Constitución del 93, entre otros.

A Humala le han sugerido, p. ej., que diga por adelantado quién será su Ministro de Economía, o que este sea un “técnico independiente” como garantía de que se mantendrá el rumbo económico “correcto”. En el Perú ya sabemos a qué se refieren: tecnócratas puros que se autodefinen “pragmáticos” y creen estar por encima de cualquier escuela o doctrina económica; indiferentes y distantes del conflicto social, así como de la ideología de cualquier organización política, aun de la agrupación donde son invitados a servir. Autistas consuetudinarios, desde que la economía “científica” perdió contacto con la realidad, toda su sabiduría y caja de herramientas esta hecha para el manejo y administración de cosas (en resumen: mercancías y dinero; capital).

Como sostuvo Humberto Campodónico en reciente entrevista,[3] ni el impuesto a las sobre ganancias mineras, ni la renegociación de contratos, ni la evaluación de impacto ambiental antes de hacer cualquier inversión importante en la extracción de recursos naturales, junto con el necesario consentimiento de la población local afectada, ni la revisión de derechos laborales, etc., etc., ninguna de estas políticas significa “irse contra el modelo”. Si en Chile, Brasil y otros países lo hicieron, ¿por qué se le niega esta posibilidad al Perú? El problema es que para nuestra derecha cavernaria, verdaderamente retrógrada y arcaica, el modelo es “intocable”. Ni siquiera permiten cambiar un pelo.[4]

El tercio de votos populares obtenidos por Humala, que expresaron así su descontento con el “modelo”, ¿votaron por el discurso “centrista” o también por los temas que él haya considerado del plan de gobierno de Gana Perú (reforma constitucional, revisión de contratos, impuestos a las sobreganancias, su utilización para financiar programas sociales, etc.)? Habría que hacer una encuesta para averiguarlo; además, en la cédula de sufragio se vota por el candidato y su representación política, sabiendo el votante –se supone que de antemano— lo que aquel representa y ofrece (teoría del “voto informado”). ¿Cuál fue entonces la proporción del “voto informado” el 10 de abril con relación a todas las candidaturas presidenciales que se presentaron? Mucha gente que votó por Kuczynski, ¿votaron porque fue impactada por el montaje publicitario de los “tocamientos” que recibió el candidato?; ¿porque tocó su flauta traversa?; ¿porque les gustó la entrevista que concedió a Magali Medina en su domicilio?; ¿por el acriollamiento del que hizo gala en toda la campaña?; ¿Acaso todo o parte de eso es también “voto informado”?

La gran pregunta, entonces, consiste en saber si los cambios, reformas y transformaciones, que se plantean en el plan de gobierno de Gana Perú, pueden hacerse en el marco del estatus quo existente, recurriendo a la “moderación”, apelando al consenso, pero también democratizando la democracia peruana.

En la democracia liberal peruana solamente los poderosos (con poder político y poder económico) tienen voz y acceden a los niveles más altos de decisión en cualquiera de los poderes del Estado.

Veamos la complejidad que entraña la cuestión anterior con un ejemplo. En el plan de gobierno de Gana Perú uno de los puntos de la “base programática” postula la transformación del Estado con una nueva Constitución (pág. 7), pero en ninguna de sus páginas interiores se habla de hacerlo mediante una Asamblea Constituyente, como pretendió e insiste hacernos creer la prensa y medios de la derecha (argumento sacado de la manga como si fuera una “interpretación auténtica”). Ahora bien, ¿puede cambiarse la Constitución vigente por otra nueva, así sea modificando algunos artículos sustanciales de la Constitución fujimorista del 93, en las condiciones de funcionamiento unicameral del actual Congreso? ¿Se puede emprender cambios en la “Ley de leyes” en un espacio que ha sido convertido, desde la década fujimontesinista, en el antro por excelencia del transfuguismo, del lobbismo político, el lugar desde donde se coordinan los “faenones” y por eso también “la plata viene sola”?

¿Podemos convenir bajo esas condiciones con la Sociedad Nacional de Industrias, que a través de su presidente plantea hacer solamente “algunos cambios” a la Constitución vigente, con el Congreso realmente existente, dados todos los antecedentes que tenemos? Para este señor, en reciente entrevista de televisión (Canal N, 11 de abril), carece de sentido cualquier reforma constitucional sobre todo en el capítulo económico si la economía marcha bien, estamos entre los primeros en crecimiento económico en América Latina, y que todo el problema radica en la débil difusión de información. ¡Sí pues, para que los pobres dejen de serlo tienen que recibir información, de que el país está creciendo a tasas siderales, más altas que las del primer mundo!

La colonialidad del pensamiento dominante con pies de barro

La dureza y el conservadurismo de pensamiento de la derecha peruana se sostiene sobre una torre de Babel, en el entendido de una ideología no exenta de eurocentrismo, occidentalismo y colonialidad, además de pretenciosa y llena de soberbia, que coloca al mercado como principio universal y centro de las relaciones económicas, sociales y entre los Estados. Para los fundamentalistas de esta doctrina el mercado “es todo” o “lo puede todo”.

Esa comprensión de la economía capitalista, sustentada en el mercado, siempre tuvo el propósito de mantener ocultada la esencia. El mercado es sinónimo de realidad aparente, porque es el mundo de las mercancías, forma privilegiada con que el capital oculta su esencia anárquica, enajenada y expoliadora, cosificante y explotadora.

El verdadero centro neurálgico del capitalismo es otra cosa, con relación al cual todo lo demás se encuentra en permanente simbiosis, es decir, cambian de forma pero manteniendo la esencia. Por ejemplo, los mercados pueden ser “salvajes”, tener “rostro humano”, experimentar “burbujas” de crecimiento o como se quiera. Pero esto responde a una lógica que los gobierna y el lenguaje convencional de los economistas (basado en modelos, variables e indicadores estadísticos) es incapaz de penetrar.

En América Latina, desde los años 80, las opciones ideológicas y políticas quedaron reducidas a dos, aparentemente excluyentes e irreductibles la una en la otra. De un lado, en lo económico, a la “contradicción” entre economía de mercado y “estatismo”; de otro, en lo político, a la alternativa irreconciliable entre democracia y dictadura. De esta manera, primero, nos presentan conceptos generales y “universales” desprovistos de toda conexión con intereses materiales, reales y concretos, de carácter clasista o de otro contenido histórico-social. Segundo, en el terreno de la lucha ideológica, toda asociación entre dichos “universales” tiene el doble propósito de soslayar hábilmente los verdaderos compromisos entre el poder político y el poder económico y, asimismo, encerrar en una camisa de fuerza mental nuestra capacidad de pensar críticamente, con independencia de esos “universales”, y según nuestra ubicación frente a todo poder vigente en la estructura social.

De esta manera, el sistema (modo de producción, estructura social, relaciones de poder, régimen político, ordenamiento jurídico, pensamiento único) occidental u occidentalizado por relaciones históricas (colonización, imperialismo, centro-periferia, globalización) sea en América Latina o Estados Unidos, en toda Europa o Japón, en cualquiera de los “tigres asiáticos” o de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) está estructurado y ordenado en torno de un conjunto de valores “universales” que el pensamiento dominante retroalimenta entre sí (ver gráfico). Existe un centro, un núcleo, alrededor del cual dichos “universales” establecen sus órbitas y las autonomías relativas de su conformación; centro que es sistemáticamente soslayado: nos referimos al capital y la relación capitalista que contiene, pues ésta es generada, ampliada y reproducida por aquel a vasta escala y de modo incesante.

Elaboración. Antonio Romero.

Estamos entonces ante el meollo de la cuestión del Fin de la Historia, proclamado en su momento por Francis Fukuyama. Esta doctrina, sintetizada en el pensamiento único, y aprovechándose del derrumbe de la URSS, pretendió dictaminar la supresión del carácter histórico de los hechos sociales y políticos en nuestras sociedades y a escala global; en otras palabras, suprimiendo la historia para dar paso a la eternización del capitalismo a través de sus expresiones fenoménicas como la democracia liberal y la economía de mercado, principalmente, pretendiendo así mantener oculta la esencia (la relación social en la que descansa la existencia del capital), por los siglos de los siglos. Haciendo un parangón con la astronomía, es como si nos trataran de tapar el sol con un dedo, o si se quiere (a otra escala), de negar la existencia del Sol en el sistema solar del cual la Tierra forma parte.

El mundo de hoy, que nos ha tocado vivir, está hecho a imagen y semejanza del capital; es decir, un sistema alienado y enajenado, pues las relaciones sociales son sustituidas por relaciones entre las cosas que se producen, tal como se aprecia desde los fundamentos materiales y tecnológicos, y esto tiene su expresión en el plano de la ideología, así como en el lenguaje, la producción de signos y símbolos, el sentido de las palabras, la comunicación en el sentido más amplio.

El crecimiento y el mercado en lo económico, la democracia (liberal u otra afín al capitalismo) en lo político, la modernidad y el progreso en lo social, representan las fachadas con las que el capital se recubre/es recubierto por los exégetas. Así, la esfera de la economía de mercado es el mundo de la compra-venta, la oferta y la demanda, las cuales hacen que las mercancías (incluyendo la fuerza de trabajo) cambien de dueño y el dinero como capital circule y se reproduzca como capital incrementado. Este es el mundo del fetichismo de las mercancías y su expresión teórica en el lenguaje –micro y macroeconómico— de los economistas (costos y precios, dinero y crédito, etc). La esfera del crecimiento económico es el mundo preferido de la “inversión” que hacen los dueños del capital para que las mercancías, incluyendo las que provienen de la extracción de recursos naturales, y todas aquellas “cosas” con valor económico, crezcan en el tiempo de manera continua y perenne; contiene por implicación el mundo de las innovaciones tecnológicas que potencian la productividad de las cosas-factores, propulsando por ende el crecimiento que es recogido y/o medido por indicadores estadísticos (PBI, ingreso per capita). Paralelamente al crecimiento de las mercancías, se halla también el crecimiento del capital dinero ávido de ganancias al más breve plazo, engendrando “burbujas financieras” que se han convertido en el principal dolor de cabeza de los capitalistas y toda su feligresía.

El fetichismo de la mercancía llega asimismo a las otras esferas de dominio del capital, donde se extiende y reproduce.

Así, el mundo de la modernidad y del progreso consiste en los espacios y ambientes construidos para facilitar la producción y transporte de mercancías, contribuyen a la formación de mercados y su conectividad en densas redes, proporcionan las condiciones para el uso y/o consumo de las cosas que satisfacen necesidades, impelidas e inducidas por la publicidad y el marketing, siempre renovándose y diversificándose a escala creciente. Este mundo es el de las grandes ciudades, megalópolis y ciudades globales, toda forma de concentración urbana, a las que sirven en última instancia todas las infraestructuras, represas, hidroeléctricas, grandes proyectos de irrigación, asociados con economías externas e impactos ambientales, etc.; incluye asimismo las “obras sociales” a favor de los excluidos por el crecimiento y la población en situación de pobreza. La superestructura estatal e institucional se afinca también en este mundo, ordenando, legislando y fiscalizando toda esta modernidad engendrada por el desarrollo de las fuerzas productivas convertidas en capital, comprendiendo también a la ciencia y tecnología. La modernidad, asimismo, consiste en el sistema de creencias, ideas, visiones y valores, revestidos con la racionalidad occidental y eurocéntrica, cuyos principios rectores proveen los fundamentos con que se ejerce la colonialidad del poder.

Como sostuvimos en un trabajo anterior[5], la cara oculta del fetichismo capitalista fundado en la mercancía y el dinero es la apropiación del tiempo de trabajo social, de la vida humana y la naturaleza. Este proceso de enajenación nunca antes visto debido a sus dimensiones planetarias, que el capital imprime desde la base material de la sociedad, incluso desde las más elementales condiciones de producción y reproducción de la vida, tiene su correlato en las esferas de lo político (democracia, Estado, régimen político) como colonialidad del poder, como alienación colonizadora. En toda sociedad escindida en clases, o profundamente estratificada por la propiedad y los ingresos, el poder político es un poder alienado (la esfera de la ilusión y el engaño como afirmaba Marx en los Manuscritos de París de 1844). Una sociedad donde los medios e instrumentos de producción; el acceso al empleo y las condiciones laborales; el conocimiento, la ciencia y tecnología; el crédito y la capacidad de inversión; tierras, bosques, ecosistemas enteros, recursos naturales en el subsuelo; servicios públicos, salud y educación, etc., son apropiados, concentrados y convertidos en “escasos” por el capital, es una sociedad donde sus mayorías nacionales, trabajadoras, industriosas y emprendedoras no solamente son enajenadas de las condiciones materiales de existencia, en el sentido de apartadas, alejadas, despojadas del manejo y control social (no estatal) de esos “recursos” que pasan a ser gestionados “racionalmente” por los “técnicos”; siendo esta la condición básica de existencia del poder económico. En este contexto podemos apreciar en su real dimensión cuales son los límites de la ciudadanía, la participación ciudadana, el ejercicio de derechos, y por ende los límites de la democracia liberal. En el fondo de las cosas, mediante el uso generalizado del concepto de “ciudadanía” la ideología liberal pudo validar de jure la escisión histórica que sufre la sociedad con respecto de las condiciones materiales de existencia (apropiadas y controladas por el capital, administradas por el estado capitalista): el ciudadano(a) es un ser escindido. A partir de aquí estamos en condiciones de comprender el alcance de la alienación en la “voluntad popular” a través del voto, en la representación política, en el “principio” de la separación de poderes, la actuación de los poderes públicos, el burocratismo, la privatización del Estado, la política convertida en fuente de suculentos negocios, y tantas otras cosas más. En el Perú la política es la esfera donde –en palabras del Dr. Alan García— “la plata viene sola”, expresión suprema de la podredumbre a la que nos han llevado. El Dr. García es un fiel representante de lo que podríamos llamar la alienación degenerada por las “locuras del poder”.

¿Qué es hoy en día el Estado-nación?

Desde la revolución industrial inglesa en el s. XVIII, a lo largo del siglo XIX y parte del XX, las relaciones internacionales se regían básicamente por un sistema interestatal (estados capitalistas de los países centrales, vis a vis estados “nacionales” de países periféricos, dependientes, subdesarrollados o semicoloniales). En este contexto, el Estado-nación fue el escenario privilegiado dentro del cual las relaciones capitalistas se organizaban, se desarrollaban conquistando un mercado interior, y luego –una vez acumulados los excedentes necesarios— expandíanse hacia otros estados mediante la exportación de mercancías, las inversiones directas, el comercio de ultramar. De las fronteras para adentro el capital nativo necesitaba del Estado para imponer su hegemonía sobre otros modos de producción. De las fronteras para fuera ese mismo capital se arrogaba la representación de los intereses “nacionales” (no de clase), exigiéndole al Estado la defensa de estos intereses –es decir, los del capital— lo cual presuponía la existencia de una burguesía “nacional”, frente a la competencia/rivalidad con los intereses capitalistas provenientes de países vecinos o de otros hemisferios, a su vez defendidos por sus respectivos estados. Bajo tales condiciones, al Estado-nación le estaba permitido mantener, fortalecer y aun  incrementar –según los casos— su capacidad de definición de las reglas de juego que hacía respetar al capital nacional y/o extranjero dentro de su jurisdicción. El conflicto político se presentaba en términos de antagonismo de clase o en términos del carácter nacional/extranjero del capital, según se tratara de un Estado del capitalismo central o periférico.

Ese estatus quo fue siendo alterado y quebrantado paulatinamente desde la llamada “era del imperialismo” que puso fin a “la paz de los cien años” (Karl Polanyi), mediante el surgimiento y expansión sin límites aparentes del capital industrial-financiero, primero, y financiero-especulativo, después; así como por los procesos de mundialización, globalización, conectividad y de revolución de las fuerzas productivas en general. El antiguo Estado-nación fue paulatinamente transformado, por los capitalistas, en un engranaje más de la reproducción del capital a escala ampliada (internacional, global). Pasó a ser un espacio o territorio en el circuito de valorización de las corporaciones gigantes, grandes trusts y mega empresas; pero pasó a ser también un importante brazo ejecutor de los designios del capital a través de las políticas macroeconómicas. Con la globalización, la tradicional “dependencia” del capital respecto del Estado, existente en épocas anteriores, se invierte a favor de aquel. En América Latina, especialmente frente a los conflictos sociales y políticos, el Estado se muestra ahora como un aliado incondicional del capital, defendiendo la inversión, el crecimiento, las privatizaciones y todas las reformas estructurales que le han cercenado su rol en la economía “nacional” de cada país.

Así como con relación al trabajo en general, con la globalización el Estado ha sido subsumido por el capital, tanto en términos formales como reales (no vamos a detenernos a sustentar esta tesis). Si bien en nuestro gráfico no está representado, el Estado de ninguna manera ha desaparecido. Ha sido convertido en otra cosa: instrumento del capital, de manera que en países como el Perú el Estado opera como una Junta que vela por los intereses de los capitalistas y la “buena marcha” de sus negocios. Podríamos decir que algo similar ocurre en Chile, Colombia y México, los países más neoliberales de nuestra región. En menor medida en los países con “gobiernos progresistas” pero que ya experimentaron las reformas estructurales de los 90 y el “diluvio neoliberal” que trajo el Consenso de Washington.

Notas

[1] Así como hay (hubo alguna vez) un “pueblo aprista”, es necesario diferenciar en el fujimorismo a la masa popular de la dirigencia política. Nosotros nos dirigimos sobre todo a los dirigentes y líderes/lideresas de esa corriente representada en Fuerza 2011. Ambos, el “pueblo fujimorista” y sus dirigentes nacionales, a la usanza del populismo clásico  latinoamericano, penden de la existencia del líder mesiánico.

[2] “[...] el Perú es un lento contagio. Nuestro país tiene la paciencia mineral que se requiere para erosionar a las personalidades más fuertes, igualar hacia abajo, fomentar el suicidio moral o intelectual, perseguir las singularidades, doblegar. La guerra que el Perú nunca perderá será la que siempre libre en contra de sus mejores hijos.” (César Hildebrandt, “La muerte de Diez Canseco”, Hildebrandt en sus Trece Nº 46, 11 de marzo 2011, pág. 7).

[3] “El mito del modelo intocable” (entrevista de Juana Gallegos a Humberto Campodónico), semanario Hildebrandt en sus Trece Nº 50, 8 de abril 2011, p. 11-13.

[4] «El Perú se ha quedado en el Consenso de Washington, con el péndulo económico muy a la derecha. Aquí cualquier cosa que se diga en contra del ordenamiento vigente es el “cuco”, es considerado el “retroceso”, el “salto al vacío”, el “estatismo”. Pero es al revés; estamos en el oscurantismo con respecto al pensamiento económico actual.» (op. cit., pág. 13). «[...] hoy por hoy, para los exégetas del neoliberalismo es casi un atentado terrorista insinuar un aumento de impuestos a quienes más ganan o quitarle alguna ventaja económica a quienes están saturados de ellas. “Eso ahuyenta el capital”, dicen a coro. Y la verdad es que el capital primero suma y resta y mientras le siga conviniendo se queda donde está.» (Guillermo Giacosa, “Querían un cambio, pues ahí está”, Perú.21, 12 de abril 2011, pág. 15).

[5] Antonio Romero Reyes, «Alienación y fetichismo: bases para la crítica de la sociedad burguesa y el Estado clasista a escala global», Globalización, agosto 2010, http://rcci.net/globalizacion/2010/fg1034.htm

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