Los indígenas fuera de la guerra

26/09/2006
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  • Opinión
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La política de seguridad democrática lleva en su centro un “corazón grande” de autoritarismo y de énfasis en las decisiones militares respecto de la solución del conflicto armado. Sabemos muy bien que hace un buen tiempo la política antinarcóticos colombiana no sólo responde a la que impone el imperio del norte en este aspecto específico sino también a su cruzada mundial contra el terrorismo y la entronización del modelo de desarrollo neoliberal como el único posible a seguir. Ambas articuladas en la política uribista como si hubiesen sido diseñadas por el amo del norte para nuestro país. De ahí que muchos de los mandatos constitucionales sean un obstáculo para su ejecución y por ello su empeño en desmontar todo aquello que le sea posible. En esas condiciones, la autonomía indígena no es más que un muro que se le interpone no sólo en sus políticas de paz sino también en la implementación del TLC y varios de los macroproyectos. La consulta popular contra ese acuerdo comercial, realizada por los indígenas en varios de sus territorios, y su oposición a proyectos viales, hidroeléctricos y de extracción de petróleo, entre otros, por atentar contra sus culturas y el medio ambiente, no son más que muestras del porqué de una política de exterminio que lentamente se va consumando. La marcha de la dignidad del movimiento indígena, efectuada en septiembre de 2004, cuyo centro de atención fue el sur del país en su recorrido Popayán-Cali, confrontó los intentos de reformar la constitución, la firma del TLC y abogó de nuevo por la defensa de su decisión colectiva de que saquen a sus territorios del conflicto armado. En múltiples ocasiones lo habían hecho y lo hacen en la vida cotidiana de sus territorios con la guerrilla y el paramilitarismo. Pero esa vez quisieron enfatizar al mundo que ese su deseo dista de plasmarse en la realidad, y que el Estado debía tener un compromiso también en ello porque la política uribista reeditaba la vuelta a territorios indígenas de la fuerza pública con los agravantes que se preveían de ser colocados en ellos en medio del conflicto. El gobierno regional del Cauca se unió al nacional en esta campaña, diferenciándose del anterior gobernante el indígena Floro Tunubalá, quien había tenido serias confrontaciones con el ministro del interior Fernando Londoño por la imposición de estas decisiones desde el gobierno central. La ceguera mental les impidió aceptar que la reivindicación indígena era la mejor forma de generar un contrapeso a la guerrilla y a las autodefensas porque eran las propias comunidades las que asumían la defensa de sus territorios. Hoy, después de cuatro años de la política de Seguridad democrática, y de tres de la meta que con ella se había impuesto el gobierno de acabar con la guerrilla, nos encontramos similares problemas a los que se vivían antes de subir este gobierno. Lo peor de todo es que aquéllos, que desde hace muchos años exigen que sus territorios sean de paz, hoy, como ayer, son los que ponen los muertos. Antes de llegar el ejército lo hizo la guerrilla y ahora son las fuerzas militares las que siembran desolación asesinando indígenas y, peor aún, las que incentivan cultivos de uso ilícito por la demanda que están creando, y no es extraño que por su participación en la comercialización en la zona; tal como fue denunciado por el Senador indígena Piñacué. Por eso la muerte del menor Wilder Fabián Hurtado y las lesiones al comunero Bautista Yule Rivera el pasado 16 de septiembre en elmunicipio Jambaló pone en tela de juicio el respeto que por la constitución nacional dice tener el mandatario colombiano. Cuestiona también si en efecto en el departamento del Cauca hay al frente una política del derecho a la diferencia, como se denomina el Plan de desarrollo. Porque a las muertes por hambre, desplazamientos, fumigaciones y conflicto armado se suman ahora estos asesinatos que no hacen más que intentar minar una resistencia que es una de tantas, pero pocas, expresiones de dignidad que le quedan a este país feriado en el devenir de los mercados de los poderosos y en la azarosa convivencia con el crimen organizado, a través de la legalización del paramilitarismo y de la pervivencia del conflicto armado. La Asamblea permanente de los indígenas logró la reubicación de las trincheras y de algunos sitios de localización de la fuerza pública, pero eso no revive los muertos ni posibilita la realización de sus principios autonómicos cuando el narcotráfico sigue haciendo de las suyas, el paramilitarismo campea a sus anchas en la geografía nacional y la guerrilla sigue ostentando el control de territorios. Incentivando todo ello que los indígenas sigan en medio del conflicto como le ha correspondido a un alto porcentaje de la sociedad colombiana que vio perder sus parcelas y sus fincas y hoy deambulan como desplazados en las grandes ciudades. - Diego Jaramillo Salgado, doctor en Estudios Latinoamericanos UNAM. Profesor Titular de Filosofía Política de la Universidad del Cauca.
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