¿Cinco años de paz o de guerra?
60 meses de presunta paz no alcanzan para tapar el fenómeno persistente de la violencia sociopolítica, alimentada por el autoritarismo y la visión contrainsurgente que impera en el Estado y sus aparatos armados.
- Análisis
El próximo 24 de noviembre se celebran 5 años del Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano representado por el gobierno del señor Juan Manuel Santos y el sector de las Farc de Rodrigo Londoño y cia. Ese día estará en Colombia el Secretario de la ONU, Antonio Guterres, con el fin de validar la presencia de ese organismo multilateral en los desarrollos del pacto firmado para supuestamente poner fin al prolongado conflicto nacional con las características de una guerra civil con graves daños en la población y sus derechos fundamentales, como los de la vida, la integridad y la dignidad de millones de seres humanos.
Se requiere mucha audacia argumental para afirmar de manera tajante que los acuerdos celebrados han, efectivamente, traído la paz a Colombia. La desmovilización de 13 mil guerrilleros y el funcionamiento de la Justicia Especial para la Paz JEP, son los dos hechos destacados como prueba irrefutable del avance de la paz.
Efectivamente miles de combatientes dejaron las armas y en la actualidad están inmersos en una traumática transición debido al asesinato sistemático de muchos de ellos y al abandono en que se encuentran cientos de exguerrilleros colocados en la incertidumbre laboral y existencial porque sus derechos económicos, sociales y políticos son desconocidos por el Estado y las entidades encargadas de atenderlos directamente como la Agencia Nacional de Reincorporación, la de Tierras y de Ordenamiento Territorial.
La Justicia transicional si bien plantea un modelo criminal alternativo al punitivo, con sanciones en vez de penas, fue capturado por un poderoso andamiaje burocrático infiltrado por las redes del inveterado clientelismo colombiano (incluido el de la Izquierda parlamentaria quejosa), lo que hace que los derechos de las victimas queden en el aire como en el caso de los miles de “falsos positivos”. En la JEP hay mucho anuncio y teoría para la galería con casos especiales que poco se concretan como es el de los indígenas, los afros, los desaparecidos y los casi 9 millones de víctimas de la guerra en los últimos 300 meses.
Pero, 60 meses de supuesta paz no alcanzan para tapar el fenómeno persistente de la violencia sociopolítica alimentada por el autoritarismo y la visión contrainsurgente que impera en el Estado y sus aparatos armados. Como quiera que los factores que han promovido el conflicto armado permanecen intactos (concentración de la propiedad rural, auge del narcotráfico, corrupción estatal, pobreza y miseria masiva de más de 20 millones de personas y violencia generalizada contra la inconformidad social) los actores de la resistencia popular se han fortalecido como en el caso del ELN, o se han reorganizado en las nuevas corrientes territoriales de las Farc, que gradualmente han recuperado espacios y poblaciones con amplia tradición en la oposición armada a la violencia militar y paramilitar de los grandes latifundistas y corporaciones involucradas en los proyectos agroindustriales y extractivistas, o se han proyectado en los frentes que el EPL ha instalado en nuevas áreas del territorio colombiano además del Catatumbo en Putumayo, Caldas, Cauca y Córdoba.
En Colombia, en vez de la paz neocolonial derivada del paradigma del Consejo de Seguridad de la ONU, elaborado como receta para la solución de los conflictos posteriores a la segunda guerra mundial, sin que implique afectar las estructuras de poder oligárquicas imperantes, lo que ha ocurrido en los últimos cinco años es que se han configurado las condiciones para un tercer ciclo de violencia que ya lleva un trecho recorrido con muchas implicaciones políticas y geopolíticas como las que se pueden observar en la frontera con Venezuela.
Ese tercer ciclo de la guerra ofrece unas características especiales por su especificidad regional y por los sentidos estratégicos planteados en los actores de la resistencia que no priorizan diálogos o negociaciones para superar las disparidades con la elite oligárquica dominante que recurre al modelo de la solución negociada de conflictos para perpetuarse en el poder, mantener sus esquemas de organización neoliberal de la economía y sus formas estatales antidemocráticas.
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