Covid-19 y la desodorización de las relaciones humanas
- Opinión
2020 inauguró de manera oficial el siglo XXI. Un siglo desodorizado que amenaza con volverse siniestro. Una amiga hace dos semanas nos contó una historia que anticipa el carácter de la nueva era a la cual entramos: la empresa en la que labora a tiempo completo tomó la decisión de cerrar su oficina. Ya no se volverá a abrir. A partir de ahora todos sus empleados trabajarán desde sus casas. Ninguno volverá a verse de manera presencial, por lo menos no en horas laborales. Para mi amiga, el epitafio de su vida como oficinista no es una mala noticia, pues las nuevas circunstancias le evitarán pasar horas infernales en el tráfico bogotano, y ese tiempo malgastado lo aprovechará para cursar una maestría, la cual, por supuesto, también dejó de ser presencial. Su vida desde ahora, entre reuniones y clases virtuales y mensajes de WhatsApp, discurrirá al frente de pantallas que la mantendrán corporalmente alejada de sus colegas y compañeros.
La narración de su nueva vida de teletrabajo, me hizo acordar que este próximo domingo asistiré a la celebración de cumpleaños de mi sobrinita en una fiesta de Zoom, y tengo varias invitaciones para reunirme con viejos amigos y amigas a través de las mismas plataformas digitales que ahora uso para asistir a webinar, impartir clases y reunirme con mis colegas en diversas partes del mundo. Sin darnos cuenta, la emergencia de la Covid-19 fue el acontecimiento perfecto para emplazar formalmente la época del Homo Digitalis, en el que la vida cotidiana estará regida por las opciones de los algoritmos digitales: un hecho que amenaza con marcar el inicio de la extinción de un modo de vida basado en la interacción corporal.
A lo que estamos asistiendo es a una paulatina destrucción de los ámbitos donde las relaciones ocurren cara a cara, cuerpo a cuerpo, y la total inclusión de las formas humanas de existencia a un sistema abstracto a través de pantallas electrónicas. Creo que no hemos dimensionado aún el efecto desencarnante que estos nuevos tiempos traerán, ni las consecuencias en la individualización y la des-incrustación de vínculos concretos. Aunque por supuesto, las tecnologías ya existían, y se puede objetar que la parálisis tecnógena no es un asunto nuevo, lo que ahora vemos es una completa normalización e institucionalización de los rituales y rutinas en torno a interacciones digitales, una agudización del despojo de la interacción corporal, y el surgimiento de una biopolítica en el que el cuerpo, en su conjunto, es des-corporizado e in-corporado en procesadores de audio y video.
Lo que está cambiando no es un asunto menor: es una nueva experiencia sensorial en la que el olfato y las señales químicas sociales serán finalmente expulsadas de la relación inter-humana cotidiana. Las pantallas como intermediarias de la comunicación pueden abstraer el espacio, hacer olvidar el hecho de que estamos realmente solos, y facilitar la comunicación a través de los sentidos del oído y la vista, pero lo que no puede hacer es facilitar el diálogo entre cuerpos, ni el vínculo encarnado de seres corporizados que nos hace humanos. Prescindir de la relación estrecha cuerpo a cuerpo hace parte de las estrategias de reacomodo del capital en estos tiempos sombríos, porque para los fines de los negocios la comunicación perfectamente puede hacerse a través de descorporizadas reuniones virtuales.
Lo que no se ha deparado en los cambios del renovado Homo Digitalis es que la interacción social no se limita a los sentidos del oído o la vista, sino que incluye otros sentidos como el olfato, el gusto y el tacto. No solo nos escuchamos y vemos: también nos olemos, nos sentimos, porque somos afectados en nuestra propia corporalidad por mensajes olfativos que nos informan los estados emocionales de nuestros interlocutores. El olor es incluso una relación de clase, como fue personificado por el señor Kim de la película Parásitos, quien pudo soportarlo todo, salvo la sensación de fetidez que su aroma y el de su clase le provocaba al Señor Park. Somos mamíferos que interactuamos con otros no solo a través de lenguajes codificados en palabras, sino que además lo hacemos por medio del sudor, las lágrimas, las axilas y la orina.
Nos relacionamos con los demás percibiendo sus olores y emanando los nuestros. De manera inconsciente olemos el miedo, la enfermedad, el género, la edad, el estado reproductivo, el parentesco, y en el siglo XIX se creía que incluso hasta respirábamos la locura. Conversamos con el olfato a través de partículas químicas en un vínculo cuerpo a cuerpo, por medio del cual hemos aprendido, en el transcurso de la larga transformación evolutiva, a entender el significado social del olor y a empatizar con el otro. La comunicación verbal representa apenas el 7% de la comunicación inter-humana, mientras que el 93% restante corresponde a formas no verbales que dependen de la experiencia situada y del contacto personal y corporizado con otras personas.
2020 marca el inicio de un periodo en el que hemos traspasado el umbral del tiempo social acaparado por el espectro tecnológico. Pasados este umbral habremos perdido la capacidad de comunicarnos, como enseñó Iván Illich, pues a pesar de que la comunicación será más rápida y eficiente, al tiempo estamos desechando la esencia de la actividad sensomotriz a través de la cual el cuerpo en su conjunto es el que entra el diálogo con otros cuerpos. Hoy con las funciones provistas por las plataformas digitales el cuerpo humano ha sido reducido al oído y la vista que capta y emite códigos encapsulados, y ha sido convertido en un apéndice del mundo de las llamadas virtuales.
Más allá del umbral, más allá de este techo tecnológico que hemos transgredido, las trabajadoras y trabajadores, los estudiantes, las familias y amigos, cambian su cotidianidad encarnada junto a otros por sesiones de Zoom y reuniones en el que el cuerpo permanece aislado de los demás y atrapado en una cápsula técnica. Estos tiempos abren la monstruosa posibilidad de que la vida cotidiana se limite a estar sentados frente a un ordenador en el que nuestros hogares habrán mutado en formas de cines, gimnasios, universidades, kínderes, oficinas y discotecas. Como en las peores distopías imaginadas, nuestro tiempo saltará de una sesión de Zoom a otra, cada una, en sus rutinas y rituales, en esencia igual que la anterior.
Las conversaciones despojadas de la interacción directa tienen un efecto descorporizador, en el sentido de que quedaremos trasfigurados en seres sociales anósmicos —desprovisto de olfato—, con lo cual habremos cambiado la percepción de nosotros mismos y del otro. A pesar de que somos los homínidos más olorosos en términos de la cantidad de glándulas sebáceas y apocrinas distribuidas por nuestra piel, el Homo Digitalis ha desterrado de la comunicación los olores, feromonas y otros mediadores químicos de los que dependemos para seguir siendo humanos y resistirnos a devenir en cíborgs.
Podríamos aventurarnos a pensar que el signo de la pérdida de olor en pacientes con la Covid-19, no es más que una fatídica señal de la desodorización de las relaciones interhumanas de nuestro tiempo.