Sobre el dinero (III)
- Opinión
“Si nos vemos tentados de asegurar que el dinero es el tónico que incita la actividad del sistema económico, debemos recordar que el vino se puede caer entre la copa y la boca”
John Maynard Keynes
Los excéntricos del dinero “seguro”
“Si tuviéramos un sistema de ‘dinero seguro’ no habría crisis financieras”. ¡Bum! Miguel Ángel Fernández Ordóñez, alias MAFO, nada menos que gobernador del Banco de España desde 2006 a 2012, precisamente los años horribilis de la crisis global, revela la piedra filosofal de la estabilidad financiera que evitaría los catastróficos, y cada vez más frecuentes, cracks de las finanzas mundiales.
El eximio personaje, ya jubilado y dedicado, en piadoso propósito de enmienda, a la loable tarea de “corregir los defectos del sistema que nos llevó a la catástrofe”, argüía, en un reciente foro de economía monetaria crítica, que la solución a la recurrencia de las crisis financieras sería, ni más ni menos que prohibir a los bancos privados captar depósitos del público y facilitar el acceso de los ciudadanos a cuentas en el banco central. Cual bálsamo de Fierabrás, la genial propuesta del arrepentido exbanquero lograría, como por ensalmo, la desaparición de los riesgos sistémicos generados por la inestabilidad financiera: “Y este cambio tiene unas ventajas muy importantes pues, mientras el dinero actual es frágil e inseguro, ya que depende del éxito o fracaso de las inversiones de los bancos, pasaríamos a tener un dinero totalmente seguro e independiente de los azares del mercado de préstamos porque el banco central no prestaría el dinero depositado en el mismo. Con ello desaparecerían las crisis bancarias con los costes monstruosos que hemos sufrido”.
¡Albricias! La revolucionaria propuesta de MAFO se inspira en la organización británica Positive Money, colectivo activista en lucha incansable en pos del dinero soberano. Su postulado central es realmente subversivo: separar el dinero del público de los créditos bancarios, impidiendo asimismo a la banca privada crear, a través de la concesión de préstamos, el dinero circulante ‘del mismo aire’, que actualmente representa el 97% del flujo de liquidez de la economía. Al tener los ciudadanos su dinero seguro en depósitos en el banco central, los bancos asumirían los riesgos de sus préstamos erróneos o especulativos, sin arrastrar en su quiebra los ahorros del desvalido público. A través de esta cirugía de caballo se evita el riesgo de colapso del sistema y los costosísimos rescates de la banca con dinero público. Quedarían así radicalmente separadas las dos esferas financieras: el dinero del público–a buen recaudo en el banco central- y el crédito bancario -actuando únicamente como intermediario entre ahorristas y prestatarios-.
En esta Arcadia feliz del dinero soberano –de ahí su sobrenombre de ‘excéntricos del dinero libre de deudas’-, las hipotéticas crisis financieras y las quiebras bancarias acabarían con los malos gestores –como en cualquier otro sector económico en el edén de la libre competencia- evitando el “riesgo moral” de que la asunción de riesgos excesivos por parte del casino financiero sea propulsada por la seguridad del rescate del Estado en caso de derrumbe del castillo de naipes. El manifiesto fundacional del lobby del dinero ‘positivo’ enuncia su propuesta principal, parcialmente coincidente, dicho sea de paso, con la ortodoxia neoclásica de todos los manuales convencionales: “este documento presenta una reforma del sistema bancario que quitar a los bancos la capacidad de crear dinero, en forma de depósitos bancarios, cuando conceden prestamos”. ¿Y qué harían los mutilados bancos comerciales en este idílico cuadro de dinero seguro? Lo cierto es que sus, ahora todopoderosas, funciones quedarían bastante laminadas, reducidas a administrar pagos y a actuar como intermediarios financieros puros. Ni más ni menos que el fulcro que sostiene la menguante rentabilidad del capital en la fase neoliberal –la generación de actividad económica a través del dinero-deuda creado por la banca privada- suprimido de raíz. Los dos pilares en los que se sustenta el modo de producción y circulación del dinero moderno, la banca central independiente –capo di tutti capi del sistema financiero global- y la generación de colosales niveles de deuda bancaria hacia las burbujas de activos financieros e inmobiliarios, fulminados por decreto. Los castillos de naipes de derivados, titulizaciones y demás entelequias financieras que propulsan los flujos de liquidez que recorren los circuitos financieros mundiales de la denominada banca en la sombra, derribados de un plumazo. ¡Qué sencillo resulta refundar el capitalismo! Sólo hay que extirpar de raíz su tumoral apéndice financiero-especulativo y asunto resuelto. Más allá de su utopismo anacrónico y su barniz populista, tales ocurrencias se inspiran en teorías profundamente enraizadas en la ortodoxia monetaria. Aunque los excéntricos del dinero ‘libre de deuda’ se sitúen entre las fuerzas progresistas, lo cierto es que tienen notables coincidencias con teóricos del otro extremo del espectro ideológico. Como refiere Alejandro Nadal: “Muchos de los análisis de los movimientos civiles sobre reforma monetaria carecen de solidez teórica.
En algunos planteamientos sobre la inflación se acercan a las posturas del monetarismo más añejo. Ignoran, casi por completo, el papel de los bancos sombras y tampoco acaban de entender la relación que existe entre inversión y ahorro: con frecuencia afirman que la inversión sólo puede provenir del ahorro”. Afirman inspirarse en las ideas de David Ricardo, Irving Fischer e incluso el ultra monetarista Friedman, todos obsesionados con el peligro inflacionario y el control estricto de la oferta monetaria pública y del crédito bancario. Incluso los economistas del FMI exploran la revolucionaria medida de “prohibir a los bancos la creación de dinero”.
La retrógrada ocurrencia implica asimismo un retroceso a la prehistoria monetaria. La ley Peel, el acta bancaria inglesa de 1844, fue el canto del cisne del intento de detener la expansión de la deuda sin respaldo y la creación de dinero por parte de la banca privada, rasgos sustanciales de la progresiva apertura de compuertas a los crecientes flujos de dinero-deuda hacia la financiación del circuito financiero de producción en la historia reciente del capitalismo. Incluso Friedrich Hayek, el gran pope del libertarianismo thatcheriano, suscribiría la propuesta de los paladines de la regeneración financiera: “los bancos deben erigirse en la conciencia de la colectividad rehusando prestar crédito puro”.
Los excéntricos monetarios tienen, empero, buenas intenciones y protestan enérgicamente ante la acusación de convertirse en una suerte de ‘monetaristas de izquierdas’: “los monetaristas no parecen darse cuenta de que hay una diferencia entre el dinero fluyendo hacia el sector financiero e inmobiliario y el dinero fluyendo hacia la economía real. No tienen preocupación alguna acerca de ‘para qué se usa el dinero”. Al contrario que los fanáticos del déficit y la inflación –o los reaccionarios austriacos, seguidores de Hayek y Von Mises y fervientes devotos del patrón-oro– ponen la herramienta de creación de dinero público, a cargo del dadivoso banco central, al servicio del empleo y la economía real, en lugar de rendir tributo a la sagrada estabilidad de precios. Su irresistible propuesta estrella –QE para la gente, facilitar la reactivación económica y la reducción de la colosal deuda privada inyectando directamente dinero del banco central en las cuentas de los ciudadanos-, que recuerda enormemente al helicóptero monetario friedmaniano, ha sido acogida favorablemente incluso por el guardián del euro, Mister Draghi.
Las distancias que marcan con los guardianes de la ortodoxia no se sitúan pues tanto en el ámbito técnico como en el político: “Los monetaristas ven la inflación como la mayor amenaza para la economía y están dispuestos a tolerar un aumento del desempleo con tal de mantener la inflación bajo control. Por el contrario, las propuestas en pos de un sistema de dinero soberano ponen el acento en la manera en que la creación de dinero se puede usar para impulsar el empleo y el crecimiento”. En su manifiesto fundacional exponen las formidables ventajas de este armonioso edén financiero: estabilidad económica –al impedir la expansión irresponsable del crédito bancario-, financiación de la economía real -y no de los préstamos hipotecarios hacia las burbujas de activos-, control de la carestía de la vivienda, reducción de la desigualdad, fomento de inversiones medioambientales, etc. Sus proposiciones rezuman “realismo” por los cuatro costados, hasta el punto de llegar a prohibir a la banca hacer préstamos especulativos: “Una quinta posibilidad permitiría al banco central crear dinero con el propósito expreso de financiar préstamos para las empresas. Este dinero sería prestado a los bancos con el requisito que fuera usado para ‘propósitos productivos’. Préstamos para propósitos especulativos o con la intención de adquirir activos preexistentes, ya sean financieros o reales, no serían permitidos”.
En el fondo se trata, faltaría más, de mejorar la democracia: “quitando a los bancos la capacidad para crear dinero y devolviéndosela al estado se restaura el control democrático sobre la creación de dinero”. Miel sobre hojuelas. Desaparecería pues la sagrada independencia del banco central, pilar fundamental de la expansión de la financiarización neoliberal a través del suculento negocio de la deuda pública en manos privadas, integrándose en el mecanismo de control democrático-gubernamental a cargo de los poderes públicos. Adiós a los hedge funds, a la banca en la sombra apalancada hasta las trancas y a la nebulosa infinita de los mercados financieros, que multiplican, en el capitalismo financiarizado, por diez el valor de la producción real de bienes y servicios. Martin Wolf, nada menos que comentarista jefe de economía del Financial Times, el oráculo de las finanzas globales, se subió al carro de los excéntricos con un artículo titulado “Quitemos a los bancos privados el poder de crear dinero”. Pues bien, hágase. Seguro que los gestores del capital financiero y de la banca global acogerán con alborozo la cura de caballo, que les exige únicamente un ligero sacrificio, en nombre de la prosperidad y el bienestar generales. Cabría pensar que este jardín del Edén del dinero democrático fuera recibido con los brazos abiertos por las autoridades competentes, afanándose por aplicar raudos la panacea para corregir sus contraproducentes y absurdas políticas.
El “arrepentido” MAFO se lamenta amargamente de que no parece que así sea: Un exfuncionario de la Reserva Federal ha creado un banco que se llama The Narrow Bank. Y lo que ha hecho es anunciar a sus clientes que todos los depósitos los coloca en la Reserva Federal y, por lo tanto, van a estar seguros. Y lo que ha pasado es que la Fed no le ha dejado operar. Es decir, que se ha prohibido ejercer a un banco totalmente seguro, sin duda porque desmontaría todo el sistema permitiendo que los ciudadanos depositaran su dinero en el banco central directamente o a través de una entidad”. ¡Una verdadera lástima! Al ilustre exbanquero le extraña sobremanera que sus antiguos colegas de la Fed no estén encantados de aceptar una práctica que desmontaría todo el sistema de extracción de riqueza hacia los circuitos financieros, característico de la actual fase degenerativa del capitalismo neoliberal. Sin duda el leve contratiempo no desanimará a los campeones del dinero seguro que, iluminados por la certeza de la justicia de su causa, continuarán con su porfiada lucha, inaccesibles al desaliento. Pues, como irónicamente refiere el economista británico Dennis Robertson, “aquellos que han encontrado la luz sobre el dinero toman sus bolígrafos y escriben, con una convicción, persistencia y devoción que, de otra manera, sólo se encuentran entre los discípulos de una nueva religión”.
Los herejes: el atractivo ‘rockero’ de la Teoría Monetaria Moderna
“Hemos descubierto la manera en que el dinero funciona en la economía moderna”
Randall Wray
El semanario estadounidense ‘The Nation’ dedicaba, en mayo de 2017, un largo artículo al ‘atractivo rockero’ de la Teoría Monetaria Moderna (TMM). El texto no se molestaba en describir las tesis principales, pero aseguraba lapidariamente que “describe la forma en que funciona el dinero de un modo tal que un niño de ocho años lo capta antes que alguien con un doctorado, lo que es en sí inquietante”. La cosa promete. Si el dinero tiene un funcionamiento tan sencillo, nada parece más perentorio y factible que arreglar con urgencia el engranaje equivocado instalando la pieza milagrosa que eliminará los chirridos y las averías del ajado motor.
Los ingredientes de la milagrosa pócima, una nueva concepción del dinero –de su origen y de su naturaleza actual- y de las claves monetarias para alcanzar el pleno empleo, culminando con su propuesta política estrella del trabajo garantizado. ¿Alguien podría resistirse a semejante panacea, que promete arreglar los males del capitalismo con un “ligero” retoque en la fábrica de dinero? La economista poskeynesiana, próxima a la TMM, Ann Pettifor, autora del best seller “La producción de dinero”, defiende enfáticamente la realizabilidad de la iniciativa: “Sí, la sociedad puede lograr todo aquello que necesite. Sí, somos capaces de emplear suficiente dinero para educación, salud, desarrollo sostenible y el bienestar de nuestras comunidades. Sin embargo, tiene que cumplirse una condición: nuestro sistema monetario tiene que ser adecuadamente regulado y gestionado”. Una nimiedad, vamos. La buena nueva monetaria, en agudo contraste con los estrictos rigoristas del dinero seguro, es una teoría sexy que promete abundancia y retorno al bienestar social, enterrados bajo toneladas de absurdas y crueles políticas de austeridad. No se trata pues de un abstruso objeto de debate académico, encerrado en sólidos muros de estilo neogótico, sino de un arma de batalla política y de potentes campañas mediáticas; ya no es heterodoxia, sino mainstream alternativo. Las estrellas “rockeras” de la nueva internacional progresista global se rodean de asesores y prosélitos –Bernie Sanders, con Stephanie Kelton y Michael Hudson, Corbyn, apoyado por Varoufakis y Steve Keen o, en la humilde piel de toro, Izquierda Unida con los hermanos Garzón– que predican el nuevo credo en las plataformas mediáticas y en las campañas electorales. Y ciertamente, razón, en apariencia, no les falta. Y rigor tampoco. Los partidarios de la TMM se distancian enérgicamente de las extravagancias de los excéntricos del dinero soberano libre de deuda. Como sentencia Randall Wray, quizás, junto con Bill Mitchell, la mayor referencia teórica del Nuevo Credo, el slogan de la secta del dinero seguro “provoca desconcierto y es un non sequitur”, ya que ignora los fundamentos de la economía monetaria de producción en la que el ‘dinero es siempre deuda’: “evitando hablar acerca de la deuda, por temor a perpetuar la ‘narrativa de la austeridad’, distorsionan la realidad y fracasan en ofrecer un análisis riguroso de su impacto en la sociedad”. Rebatiendo la idea del dinero seguro como un corsé absurdo e irreal –una ‘bárbara reliquia’, como describía Keynes el patrón oro- que limitaría la financiación de la producción y de la actividad económica, Ann Pettifor, sentenció que la propuesta es “profundamente defectuosa”, “extravagante” y que conduciría a “una escasez de dinero, un alto desempleo y una baja actividad económica”. Los nuevos alquimistas del elixir monetario difieren, por tanto, radicalmente de sus retrógrados colegas en el papel neurálgico de la deuda pública como generador de actividad económica, fungiendo de eficaz contrapeso al motor propulsor de la sala de máquinas del capital: la creación de dinero endógeno por parte de la banca privada.
La TMM ofrece una revolución fiscal para enchufar la manguera del gasto público a la economía real y asegurar el pleno empleo. Como si estuviera pensando en un niño de ocho años, Wray señala la tecla mágica: “Siempre pueden suministrarse unas finanzas suficientes para la plena utilización de todos los recursos disponibles a fin de apoyar el desarrollo de capital de la economía. Podemos servirnos del golpe de tecla para llegar al pleno empleo”.
Sin embargo, a pesar del aparente abismo teórico y político, los parecidos son más que notables entre las dos ramas principales de los ‘curanderos monetarios’. La TMM coincide con los apóstoles del dinero seguro en el diagnóstico de la responsabilidad de la banca privada y el sector financiero global en el desencadenamiento de la dinámica destructiva del capitalismo actual – la hipótesis de la fragilidad financiera del economista poskeynesiano Hyman Minsky- y comparte la condena de las políticas de austeridad y de encarnizamiento neoliberales. Como afirma Rob Macquarie, activista de Positive Money, el campo de acuerdo entre ambas iniciativas es amplio y se basa en el rechazo enérgico al sistema vigente y en un objetivo compartido: “devolver el poder de crear dinero nuevo a un organismo responsable que trabaje por el interés público eliminando la dependencia del crecimiento impulsado por la deuda privada”.
Una de las indudables virtudes de la TMM, a diferencia de los retrógrados excéntricos del dinero soberano, es que proporciona una descripción ajustada del funcionamiento y la naturaleza del dinero en una economía monetaria de producción, opuesta a los mandamientos de la ortodoxia monetarista. Una teoría del origen del dinero, una descripción de su modo de producción –la teoría del dinero endógeno, generado por la banca ‘del puro aire’, sin control alguno por parte del banco central- y una explicación del funcionamiento de un sistema monetario moderno de moneda fiat y del papel del déficit público en la generación de riqueza –el modelo de los balances sectoriales, que conecta el sector público con el privado, a modo de vasos comunicantes- conforman los pilares de la herejía monetaria contra la ortodoxia neoclásica. Todo ello enraizado en las arcanas fuentes del evangelio keynesiano. Irresistible, ¿no?
La escuela cartalista – seguida por Wray, Hudson y Graeber- describe el origen del dinero como ‘una criatura del estado’. Según el padre fundador de la escuela, Friedrich Knapp, es absurdo intentar comprender el dinero ‘sin la idea de Estado’: ”el dinero no es un medio que surge del intercambio. Es más bien un medio de llevar la contabilidad y saldar deudas, de las que las más importantes son las de los impuestos”. Resalta el carácter técnico, despojado de adherencias socio-políticas de la descripción. Ni rastro del poder social que representa el uso del dinero como capital en el circuito monetario de producción. Asepsia absoluta. El relato histórico del origen del dinero como creación estatal –unidad de cuenta para el pago de deudas e impuestos- y la teoría poskeynesiana del dinero endógeno confluyen en el axioma central de su construcción teórica: la inocuidad del endeudamiento público como panacea de la prosperidad y el pleno empleo.
“Toda nación dotada de una moneda soberana será capaz de alcanzar el pleno empleo”. ¡Bum! Randall Wray, el pope de la herejía ofrece el bálsamo de Fierabrás para resolver los males del sistema. El uso pródigo del déficit y el gasto público financiará la creación de riqueza y el pleno empleo: “El gobierno, monetariamente soberano, es el monopolio proveedor de su moneda y puede emitir moneda de cualquier denominación en formas físicas o no físicas. Como tal, el gobierno tiene una capacidad ilimitada de pagar por las cosas que desea comprar y cumplir los pagos futuros prometidos y tiene una ilimitada capacidad para proveer fondos a otros sectores”.
Como complemento al utópico papel benefactor del Estado providencia, se trataría de “reorientar la misión de las finanzas” (sic), desde la propulsión de las deletéreas burbujas de activos a la financiación de la economía real, el desarrollo sostenible y demás loables ámbitos del imaginario capitalismo bonancible y productivo. Uniendo ambos hechos, el dinero endógeno y el monopolio del estado sobre su moneda, se deduce que los déficits del estado no son tan malos –contradiciendo la narrativa de las políticas de austeridad- como nos cuentan, siempre se pueden pagar imprimiendo moneda, y ello no tendrá ningún efecto adverso, todo lo contrario, al inyectar saldos en las cuentas del sector privado conseguimos que este ahorre (la dichosa identidad contable de los balances sectoriales).
Bastaría pues con activar la maquinaria del gasto público gracias a la soberanía monetaria –un Estado no puede quebrar ni tiene que preocuparse de la deuda emitida en su propia moneda en caso de realizar inversiones sensatas en un contexto de infrautilización de los recursos y capacidades productivas- para lograr el pleno empleo, la redistribución de la riqueza y el sostenimiento del Estado del bienestar. Y la inflación ni está ni se la espera. ¿Estamos soñando despiertos o tales maravillas son realmente factibles?
Tan loables pretensiones plantean ligeros inconvenientes. ¿Cómo modificar sustancialmente el papel de la banca privada, fulcro neurálgico de la actual matriz de rentabilidad del capitalismo neoliberal, basada en la hipertrofia del préstamo personal-hipotecario? ¿Cómo podrían coordinarse los dos focos generadores de actividad económica, el Estado soberano y la banca comercial, cuyos intereses – interés público redistributivo y voraz beneficio privado- son objetivamente contrapuestos? ¿Cómo obligar, en fin, a la banca privada a portarse bien y a dedicar su financiación a inversiones productivas y no especulativas? Sobre estas nimias cuestiones, la TMM, más allá de loables declaraciones de buenas intenciones, guarda silencio.
La cosa se complica teniendo en cuenta que precisamente esa necesidad imperiosa de la apertura de gigantescas compuertas de liquidez hacia la nebulosa de los mercados financieros y las burbujas de activos –llevada al paroxismo en la surrealista política de expansión cuantitativa de la banca central independiente-, pugnando por mantener con respiración asistida el maltrecho engranaje, es la que proporciona la clave del ‘rol contemporáneo de la moneda’. El apóstol del nuevo credo, Esteban Cruz, resume la piadosa apelación a ‘portarse bien’ que se remite a la banca privada: “Que los bancos privados cumplan su función esencial de financiar las necesidades del ciclo reproductivo de bienes y servicios, no es incompatible con que haya una reforma en el sistema bancario que les prohíba hacer cualquier otra actividad que diste mucho de poder relacionarse con alguna finalidad pública”. Sin duda, un dechado de realismo. Se ignora pues olímpicamente la profunda interrelación entre la producción de dinero-deuda a mansalva hacia las actividades rentistas y especulativas y el sostenimiento de la maltrecha rentabilidad del capitalismo neoliberal, promoviendo reformas de los engranajes financieros de la maquinaria, pero dejando intacto el corazón del motor de explotación y extracción de riqueza social.
Se trata pues de convertir al estado –considerado, “idealistamente”, como una entidad neutral, que podría, con el timonel adecuado, ponerse al servicio del incremento del bienestar de la menesterosa ciudadanía- en el deus ex machina que contrapese la función de todopoderoso creador de dinero endógeno por parte de la banca privada, dirigiéndola a la financiación de actividades productivas: “esto revela una paradoja en el corazón de nuestro sistema financiero: es el estado el que esencialmente determina qué es el dinero y su valor y sin embargo son los bancos comerciales los que lo crean. Decidiendo quién recibe crédito, los bancos comerciales determinan cómo se emplea en la economía; si en consumo, inversión en activos o en actividades productivas”. ¿Cómo revertir pues esta cruda realidad? Michael Hudson, otra de las estrellas mediáticas de la causa contra el parasitismo rentista de las finanzas modernas, autor del best seller ‘Matar al huésped’, simboliza el profundo “idealismo” político que subyace al aséptico rigor teórico de los curanderos monetarios: “Y vemos que los bancos crean crédito, que los gobiernos podrían crear con la misma facilidad, con objetivos sociales y económicos más productivos. Creemos que los déficits presupuestarios son una forma de proporcionar a la economía dinero para impulsar el crecimiento y el empleo”.
La panacea de las nuevas fuerzas de izquierda para mitigar el embate de la precariedad y el desempleo crónicos -oponiéndose ferozmente de paso a la otra idea estrella de los curanderos monetarios, más afín a los excéntricos del dinero seguro: la Renta Básica Universal- culmina con la propuesta de trabajo garantizado, como solución “mágica” del desempleo, a cargo de la ilimitada prodigalidad del Estado benefactor.
El economista marxista Rolando Astarita, en una reciente polémica mantenida con Eduardo Garzón –uno de los más aguerridos adalides patrios de la TMM-, resalta el carácter profundamente utópico, a pesar de su razonable y pragmático reformismo, de tales planteamientos: “Son los condimentos necesarios para sostener que basta con imprimir dinero para acabar con el desempleo (y de paso, ¿por qué no también para acabar con la pobreza, o con las desigualdades sociales?). En conclusión, de estar en lo cierto el enfoque de la TMM, se podría solucionar la desocupación en el capitalismo sin alterar de manera significativa las estructuras sociales. Para eso, bastaría con superar la “déficit-fobia”, creada artificialmente por el monetarismo y la ortodoxia neoclásica”. Astarita acusa a los “curanderos sociales” del keynesianismo “bastardo” de ‘vender humo y hacer promesas falsas’: “Esta corriente ha reemplazado la ‘socialización de inversiones’ y la ‘eutanasia del rentista’, las utópicas pero radicales propuestas keynesianas, por ‘imprimir libremente todo el dinero que haga falta hasta llegar al pleno empleo’.
La realidad es que los males del capitalismo –las crisis, la desocupación, la miseria y la indigencia- no se arreglan imprimiendo papelitos, o imaginando absurdas ingenierías bancarias”. El eximio economista marxista Anwar Shaikh, que desarrolla una profunda teoría del dinero y la inflación en su texto ‘Capitalismo: competición, conflicto y crisis’, expone las razones que impiden que “un sabio y benevolente Estado pueda imprimir dinero para alcanzar el pleno empleo con inflación moderada”, el postulado central de la TMM: “En primer lugar, la TMM ignora los efectos de la tasa de beneficio en el crecimiento, el empleo y la inflación. En segundo lugar, omite completamente el conflicto de clase entre capital y trabajo. En tercer lugar, ignora la teoría marxista del ejército de reserva de trabajo, que, en el largo plazo, tiende a deprimir los salarios. Y, por último, omite que el estado, como empleador de último recurso, sería una amenaza para los negocios si pudiera contrarrestar la disciplina salarial”. Tan atinadas críticas desvelan el “idealismo” de la TMM, sustanciado en su incapacidad para incorporar el conflicto social en sus probetas financieras de laboratorio. Lo cual obliga a dar respuesta negativa a las preguntas neurálgicas acerca de la viabilidad y rigor de tales propuestas: ¿Reflejan de forma realista el engranaje profundo de la acumulación de capital y su historia reciente; dicho en otras palabras, permiten comprender la marcha del capitalismo y su lógica de fondo? Y, en fin, ¿resulta útil, para avanzar en la imperiosa necesidad de una transformación social radical, el diseño de propuestas reformistas de ingeniería financiera que promuevan el avance hacia un idealizado capitalismo bonancible y redistributivo?
Las teorías de las dos escuelas de curanderos monetarios, a pesar de sus diferencias –una pone el acento en agostar el poder desestabilizador de la banca privada, retornando a la prehistoria monetaria y la otra en utilizar al Estado-providencia como Deus ex machina, apoyando a la economía productiva y garantizando el pleno empleo- comparten, en resolución, un rasgo esencial: hacer abstracción de la lógica interna del funcionamiento del capitalismo, llegando por tanto a soluciones mágicas que ignoran las estructuras profundas de las relaciones sociales. El dinero como encarnación del poder social y del conflicto de clases deviene, en las recetas de los curanderos de la moneda, una herramienta técnica, cuyo modo de producción habría únicamente que arreglar para resolver el funcionamiento tóxico del motor de la acumulación de capital. Olvidando de paso que los agentes propulsores de la creación de dinero –destacadamente, la banca central y comercial- han ido precisamente desprendiéndose, a lo largo de la evolución reciente del capitalismo, de las ataduras y los corsés institucionales que constreñían la producción de dinero para facilitar su integración ‘más eficiente y productiva’ en la maquinaria de la acumulación de capital. Resulta por tanto de todo punto utópico –una suerte de intento de dar marcha atrás en la inexorable evolución del sistema- pretender desgajar la producción de dinero de su inserción en la dinámica degenerativa del capitalismo rentista y financiarizado.
El analista Claudio Katz hace un magnífico resumen del profundo “idealismo” político y teórico que desprenden tales planteamientos: “Su argumento más común subraya que la autonomía de las finanzas es consecuencia de la declinación de la industria, y en ese sentido contraponen “dos modelos de capitalismo”, como si especular y producir fueran actividades opcionales y no constitutivas de este sistema. La heterodoxia no puede conceptualizar adecuadamente este papel porque ignora que la dinámica del dinero está determinada por el curso de la producción y por el desenvolvimiento de los medios de circulación y pago, como equivalentes del valor creado en ese ámbito. Al reemplazar el análisis del dinero contemporáneo en función del curso del capitalismo por la búsqueda de sus secretos en alguna fuerza estatal o militar o en cierta autoridad mítico-simbólica, la heterodoxia recrea el antiguo fetichismo de la moneda. Lejos de constituir un escenario de confluencia equilibradora, el área monetaria es el epicentro de la crisis, porque concentra todas las tendencias dislocadoras de la acumulación”. Magnífica síntesis.
De este modo, como consecuencia lógica de su análisis deformado del capitalismo neoliberal, los reformistas monetarios ponen únicamente el acento en la “innecesaria” crueldad y absurdidad de las políticas de austeridad y en su patente irracionalidad. Uno de los más reputados economistas keynesianos, Joseph Stiglitz, expresa la facilidad de alcanzar la Arcadia feliz del pleno empleo y la prosperidad que supura el ideario reformista: “La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida”. ¿Seguro? Numerosos autores poskeynesianos han destacado este punto. Drèze y Durré indican que las medidas de austeridad únicamente “prolongan y profundizan la recesión”. Tales planteamientos ingenuos ignoran la profunda conexión entre las políticas austeritarias –y sus justificaciones pseucientíficas, la lucha contra la inflación y el déficit público- y el mantenimiento de la rentabilidad en la nueva matriz financiarizada del capitalismo senil. Su leit motiv consiste en decir: la austeridad genera recesión, desigualdad y deuda crecientes, por lo tanto es una política absurda. ¡Y tenemos las teclas mágicas para revertirla!
El economista marxista Michel Husson describe las consecuencias del sesgo reformista y la superficialidad del análisis poskeynesiano, que achaca a las “desmadradas” finanzas los males del sistema: “El keynesianismo propone una explicación a la paradoja de la acumulación, es decir, a la desconexión entre una tasa de beneficio que aumenta y una tasa de acumulación que se estanca. Esta diferencia sería fruto dela sangría ejercida por una finanza predadora. Reduciendo esta presión financiera, se podría liberar la acumulación, relanzar la actividad económica y el empleo. Algo parecido a la fórmula de Patrick Artus según la cual la salida de la crisis implicaría que el capitalismo acepta funcionar con una tasa de beneficio menos elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles. Lo que es al mismo tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del capitalismo. Esto es lo que no comprenden los analistas keynesianos que, fascinados por la finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la crisis”. Difícil expresar mejor la futilidad de una política económica que se basa en el oxímoron de que el capitalismo rabiosamente financiarizado acepte funcionar a medio gas. Anwar Shaikh abunda en la ingenuidad de los lamentos nostálgicos por un capitalismo bonancible: “los keynesianos siempre dicen, no entienden cómo no se dan cuenta los partidarios de la austeridad de que están creando miseria y sufrimiento”. La incomprensión de la función esencial del sector financiero en el capitalismo financiarizado, en crisis crónica desde los años setenta, y del decisivo papel de las finanzas en el sostenimiento de la rentabilidad del capital alimentan una actitud pueril basada en la posibilidad de reparar la maquinaria averiada sin alterar la sala de máquinas y el motor que alimenta las calderas de la acumulación.
¿Pero es realmente tan absurdo, como afirman los bienintencionados keynesianos, el dogma monetarista, que justifica el austericidio, como expresión teórica de la política del capital en la fase neoliberal? ¿No están ignorando los curanderos monetarios el trasfondo de profundo agotamiento del capitalismo en la fase neoliberal, que explica el encarnizamiento característico de las políticas de austeridad? Y, por último, ¿no proporciona una –involuntaria- coartada al statu quo ofrecer recetas que, arreglando las piezas averiadas, mantendrían incólume el core de la sala de máquinas del sistema, ocultando de paso el rol que representa el dinero moderno como encarnación del poder social?
Para constatar la inadecuación de tales utopismos a la solución de los males del capitalismo es necesario comprender la racionalidad instrumental que anida en las entrañas de la bestia neoliberal.
El desempleo “natural”: la racionalidad del austericidio
“Si el Occidente está enfermo, si los ríos se convierten en cloacas y las ciudades llegan a ser inhabitables, si la pobreza y la miseria persisten, a pesar de la elevación general del producto nacional y de los esfuerzos políticos en la redistribución…todo ello no se debe a que nuestra sociedad sea capitalista. A la inversa, se debe a que nunca ha sido realmente capitalista, puesto que lo que se reprocha al capitalismo no proviene de su naturaleza, de sus supuestas leyes, sino del hecho de que el Estado, traspasando sus límites naturales de acción, impide el funcionamiento eficaz de los mecanismos de saneamiento ligados al juego de la competencia”
Henri Lepage
“Una maldición terrible, un conjuro de espíritus malvados”. El economista poskeynesiano Nicholas Kaldor –autor del texto, “El azote del monetarismo”, una crítica demoledora de los postulados friedmanianos– describe en estos apocalípticos términos la irrupción del monetarismo a lo largo de los años 70. El conjuro, practicado por una mezcolanza de fanáticos anticomunistas y apóstoles de la libertad individual contra la intervención del Estado –“El camino a la servidumbre”, del gurú Hayek, es la biblia de los neocon- surgió en las dulces praderas de los Alpes suizos y los departamentos universitarios del guardián del mundo libre. La sociedad Mont Pelerin –cenáculo del libertarianismo desregulador contra el Estado-Leviatán- de Von Mises y Hayek y la Escuela de Chicago – cuna del monetarismo friedmaniano, base de la terapia del shock neoliberal- confluyeron en los años 70 para aprovechar la oportunidad que les brindaba la crisis del welfare state y el fracaso de las políticas económicas keynesianas en la lucha contra la estanflación –desempleo e inflación elevados-. Los Chicago Boys –hegemónicos en la profesión y en los departamentos ministeriales de las principales potencias mundiales a partir de la revolución conservadora liderada por Reagan y Thatcher- prescribirán los tratamientos de choque austeritarios como receta infalible para, después de un periodo de sufrimiento en la aplicación del torniquete antiinflacionario, restablecer la prosperidad y el crecimiento. ¿Pero eran estos objetivos declarados por los apóstoles de la cruzada neoliberal los verdaderos motivos del encarnizamiento monetarista?
Para uno de los más ilustres economistas poskeynesianos, Paul Davidson, la estanflación mundial – Robert Lucas, el fanático neoliberal y cachorro de Friedman, la denominará “la discriminación experimental más clara que jamás verá la macroeconomía”- llevó al “colapso de la dominación de la teoría económica keynesiana” y a la emergencia arrolladora del nuevo paradigma de política monetaria. Friedman expone el fundamento del ataque a las políticas keynesianas, que ponen el acento en la creación de empleo mediante el gasto público a costa de aceptar cierto nivel de inflación: “Una falsa dicotomía nos ha orientado: inflación o paro. Esta opción es falsa. La alternativa real consiste sólo en si nos enfrentamos a un desempleo más elevado como consecuencia de unos precios más altos o debido a un efecto temporal secundario para eliminar la inflación”. Esa incapacidad de la política económica para reducir el desempleo, más allá de cierto umbral, sin generar una inflación galopante, dio origen al concepto de la tasa “natural” de desempleo. El nuevo credo monetarista postuló que, a largo plazo, existe una “tasa de desempleo natural” y que todo intento por disminuirla con un incremento del gasto público, que él asimiló a una creación monetaria, sólo se traduciría en un incremento de los precios. José Briceño resume la génesis del nuevo paradigma: “La hipótesis de la NAIRU –tasa de desempleo no aceleradora de inflación- surgió a raíz del debate keynesiano-monetarista respecto a la curva de Phillips, que postulaba una relación inversa entre la inflación de salarios o de precios y la tasa de desempleo que implicaba aceptar una inflación moderada como mal menor de la lucha contra el desempleo. La estanflación de los años 70 mostró que tal trasvase era falso: altas tasas de desempleo e inflación coexistían de forma inexplicable”. De ahí se pasó a modelizar la NAIRU de cada país. Un país con mercados poco flexibles – como el español- tendría una NAIRU superior a un país con mercados flexibles y escasa intervención estatal en ellos. Cualquier intento de bajar la tasa de paro real por debajo de la NAIRU ineludiblemente llevaría a una subida de la tasa de inflación. Para hacernos una idea de la brutalidad subyacente al aséptico parámetro pensemos que, según rigurosos estudios de sesudos departamentos universitarios, que dedican ingentes recursos y toneladas de horas de investigación y de análisis de big data a tan loable tarea, “el desempleo estructural de la economía española, el que no tiene en cuenta factores cíclicos, se sitúa entre el 18% y el 19%”. Increíble pero cierto.
El economista Bellod Redondo , en un espléndido artículo titulado ‘La NAIRU y la pseudociencia neoliberal’, explica las razones de fondo ocultas tras el encarnizamiento terapéutico del talón de hierro monetarista: “La NAIRU justifica la deconstrucción del Estado de Bienestar y de los mecanismos de protección social de los trabajadores (salario mínimo, negociación colectiva, prestaciones por desempleo, protección frente a la enfermedad o la vejez), debilitando su capacidad negociadora frente al capital”. No es arriesgado pues afirmar que la teoría y las políticas monetaristas interpretan mejor, en momentos de estanflación, las necesidades de la burguesía internacional que el keynesianismo, al sugerir remedios radicalmente reaccionarios para afrontar el malestar burgués: inducir abiertamente al desempleo para ‘darles una lección a los sindicatos’. Las cosas están pues bastante claras. El economista estadounidense Michael Hudson explica el principio “psicológico” del encarnizamiento terapéutico: “yo te alimentaría, pero entonces acabarías siendo dependiente de la comida”.
La NAIRU y sus posteriores refinamientos juegan un papel central en la política económica actual: tanto instituciones multilaterales (FMI, OCDE, Unión Europea, etc.) como gobiernos nacionales la emplean de forma prolija en el análisis, justificación y diseño de políticas macro y microeconómicas.
Si los políticos han de desentenderse de la lucha contra el desempleo, el campo queda libre para los tecnócratas de la banca central y sus objetivos prioritarios de ‘metas de inflación’. Luego, la fuerza del mercado libre, la fuerza del desempleo desembridado, será el árbitro de la relación salario–ganancia. William Vickrey, autor del excelente texto ‘Quince falacias funestas del fundamentalismo financiero’ pone el dedo en la llaga: “Una interpretación marxista de la insistencia en la NAIRU diría que se trata de vendarnos los ojos y suscitar el temor a la inflación para justificar el mantenimiento del ‘ ejército de reserva’, arguyendo que se intenta evitar que los salarios inicien una espiral’ salarios-precios’. Curiosamente, nunca se oye hablar de una’ espiral renta-precios’ ni de una ‘espiral intereses-precios’, aunque esos costos también se deben tener en cuenta al fijar los precios”. Así pues, el anatema de la inflación de precios de bienes de consumo se complementa con la bendición de las burbujas de activos y el rentismo financiero, característicos del capitalismo senil, por parte de los policy makers del capital financiero global.
Husson resalta de nuevo el punto central: “Toda política orientada a recuperar el pleno empleo sería ilusoria, ya que la baja de la tasa de paro desencadenaría un aumento de la inflación que, finalmente, conduciría la tasa del paro a su valor ‘de equilibrio’.
La supuesta absurdidad de las políticas de austeridad adquiere una luz muy diferente pues cuando se incluye en el cuadro al ‘elefante en la habitación’, ignorado por la ortodoxia monetarista y por sus furibundos enemigos, los curanderos monetarios: la tasa de ganancia del capital. El análisis que plantea Husson acerca de la función neurálgica del desempleo –el ejército de reserva marxista- como regulador de la relación capital-trabajo, merece ser citado en extenso: “Ahí está la clave de una explicación de la estanflación en Estados Unidos diferente al recurso a las anticipaciones y otros delirios monetaristas. Es claro que la caída de la tasa de beneficio a partir de 1967, hasta inicios de los años 1980, se acompaña de una aceleración de la inflación.
El choque de las políticas neoliberales desencadena, de forma simultánea, el ascenso de la tasa de beneficio y la vuelta de la tasa de inflación al nivel de los años 1960. El verdadero arbitraje es pues entre inflación y el beneficio, y la tasa de paro es el útil que permite ajustar ese arbitraje. El esquema es pues el siguiente: si el desempleo baja demasiado, la relación de fuerzas entre capital y trabajo se modifica a favor de los asalariados. El aumento de los salarios muerde sobre el beneficio y las empresas responden aumentando sus precios. La tasa de paro que no acelera la inflación podría ser bautizada también, y ello sería más claro, como “tasa de paro que no hace bajar la tasa de beneficio“.
Las acervas políticas de austeridad se revelan pues, no como un error garrafal, causante de sufrimiento absurdo e innecesario, sino como el “torniquete” ideal utilizado por el poder global del capital para tratar de restablecer la tasa de beneficio -en declive claro desde el final de los ‘treinta gloriosos’-.
La depresión subsiguiente es un efecto secundario, como recalca Husson, irrelevante para el objetivo principal: “Pero es la última correlación la que permite comprender la lógica de fondo. Los países que han sufrido la austeridad presupuestaria (y salarial) más fuerte son también países en los que los beneficios se han restablecido de forma neta: los países de la periferia (Grecia, España, Portugal e Irlanda) han recuperado la tasa marginal de beneficio a pesar del hundimiento de su economía y de la explosión del paro”. El misterio que genera la ausencia de inflación ante la masiva inyección de liquidez en los circuitos financieros realizada por la banca central a través de la ‘expansión cuantitativa’ se disipa contemplando el brutal aumento de la desigualdad y de la tasa de beneficio del capital que la QE ha provocado. La inflación y el paro, en consecuencia, lejos de responder únicamente a aspectos técnicos –como creen los curanderos monetarios-, son, en esencia, un reflejo del insoluble conflicto distributivo por la riqueza social en la sociedad de la mercancía.
Epílogo: desde el ‘bajo mundo’ de la economía
“Hoy vivimos en un capitalismo irreal, ficticio, moribundo, cuya economía aparenta que sigue funcionando porque vive asistida a través de la invención incesante de dinero de la nada, y de una deuda creciente que está devorando toda la riqueza social y natural“
Andrés Piqueras
A la luz de este proceso implacable y degenerativo de sobreexplotación y desigualdad, característico del capitalismo neoliberal, adquieren un cariz aún más utópico e irreal las propuestas de ‘garantizar el pleno empleo’ o de utilizar el estado como empleador de último recurso de los curanderos monetarios. El economista marxista Fred Moseley resalta, una vez más, la limitación esencial de los utopismos keynesianos del estado benefactor en el contexto de la crisis crónica del capitalismo senil: “Muchos gobiernos en los años 70 respondieron a la mayor desocupación adoptando políticas expansionistas de tipo keynesianas: más gasto estatal, bajos impuestos y bajas tasas de interés. Sin embargo, estas políticas resultaron en un aumento de la tasa de inflación. Las empresas capitalistas no incrementaron el gasto y el empleo, sino que respondieron a la estimulación estatal de la demanda aumentando los precios a mayor velocidad, con el fin de restaurar su tasa de beneficio”. Katz describe el ‘apagón’ de la sala de máquinas, accionado por los excéntricos del dinero, en aras de una descripción funcionalista y tecnocrática del hecho monetario como herramienta pretendidamente aséptica y neutral: “La heterodoxia remarca que el dinero es una “una relación social”, pero interpreta esta definición como un lazo entre individuos dentro de cierto marco institucional. Esta definición es una simplificación, porque desconoce que el manejo del dinero pertenece a los capitalistas y no al conjunto de la sociedad. Se limita a subrayar lo obvio (que la moneda es un instrumento de la reproducción económica de la sociedad) eludiendo lo esencial (que la moneda consagra la explotación de los asalariados). Esta omisión le impide a la heterodoxia desentrañar los misterios de la moneda y dilucidar los enigmas de la “financíarización”.
Según Fred Moseley, Keynes, venerable patriarca de la heterodoxia reformista, se refirió al circuito de valorización del capital-dinero de Marx como una observación valiosa y concordó con Marx en que, evidentemente, el objetivo de los empresarios no es más producto físico y valores de uso, sino más dinero y que la teoría de una economía empresarial debe estar en términos de variables monetarias, no de variables reales. Sin embargo, Keynes, prosigue Moseley, “parece no haberse percatado que el circuito del capital (D – M – D’) no es sólo una observación valiosa, sino que es el marco lógico global para toda la teoría de Marx. Desafortunadamente, la teoría de Keynes –quien, pese al elogio anterior, incluía a Marx en ‘las regiones del bajo mundo de la economía’- no provee una explicación del crucial ∆D –incremento de dinero-, sino que toma ∆D como un costo inicial dado; esto es, ¡∆D es tratado como parte de D!, como en la economía neoclásica en general”. Quizás esa ligera omisión del ‘elefante en la habitación’ –la extracción de plusvalor de la fuerza de trabajo-de todo el sistema social, llevó al padre de la macroeconomía contemporánea –quien declaró, en un arrebato de sinceridad, “la lucha de clases siempre me encontrará al lado de la burguesía educada”- a permitirse cometer ensoñadores deslices. El gran descubridor del principio de la demanda efectiva también tenía pues veleidades de curandero monetario. En las consideraciones finales de su opus magnum expresa su admiración –calificándole nada menos que de fundador de un socialismo antimarxista y afirmando, con gran don profético, que el porvenir tendría mucho más que aprender de él que de Marx- por Silvio Gesell, heterodoxo economista alemán, creador de la idea del ‘dinero sellado’, como solución mágica a las crisis de demanda efectiva debidas al inicuo atesoramiento –la preferencia por la liquidez, clave de bóveda del sistema keynesiano-. Los actuales epígonos poskeynesianos no parecen haber avanzado mucho más allá que su maestro en la comprensión de esa ‘observación valiosa’, pilar fundamental de la formidable construcción teórica del poblador más conocido del ‘bajo mundo de la economía’. Quizás esa carencia les ha impedido comprender que el modo de producción del dinero moderno -el llamado milagro del interés compuesto- no es ninguna aséptica herramienta, que pueda desmontarse a discreción para ponerla al servicio de la colectividad, sino un instrumento de poder social y de captura de riquezas en manos de los poseedores de los medios de producción.
Y, como concluye la analista Paula Bach, esa ceguera absoluta hacia el núcleo explotador del capitalismo les invalida para ofrecer medidas eficaces y realistas que pugnen por detener la marcha degenerativa de un modo de organización social que está ‘devorando toda la riqueza social y natural’: “Esta conclusión es importante para los trabajadores porque muestra que el capitalismo está estancado en una situación crítica a largo plazo y que intentará recomponerse a través de ataques cada vez más agresivos a las condiciones de vida de los trabajadores Es una conclusión pues importante porque habla de la imposibilidad de un período ‘reformista’”.
Blog del autor y enlaces a las dos primeras partes de este trabajo:
Primera parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2018/11/04/sobre-el-dinero-i/
Segunda parte: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2018/12/09/sobre-el-dinero-ii/
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