¿Cumaná 500 años?

Contar años, como contar mentiras: la grotesca manía de falsear la historia

28/04/2015
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

Cuan tortuosa es la lucha por la memoria histórica de los pueblos originarios. Librarla, sin embargo, es la única manera de honrar nuestros mártires y héroes, e impedir que volvamos a ser emboscados por la trampa colonialista.

 

Hemos insistido –particularmente a raíz del proceso constituyente- en la imperiosa necesidad de descolonizar nuestras conciencias, lo que pasa inexorablemente por reinterpretar nuestra historia.

 

Chávez fue maestro, precursor y vanguardia de este combate ideológico. Hurgar en los laberintos del conocimiento para encontrar la verdad histórica, es uno de sus más preciosos legados. Si algo de Chávez molestaba a la oligarquía era ese afán desesperado por demoler los “mitos alienantes”, y hacer emerger, desde sus cenizas, el luminoso tesoro de la verdad.

 

No le perdonaron revertir la visión colonialista del “descubrimiento”, rescatando del cementerio cultural nuestra etnicidad, haciendo visible la originaria ancestralidad venezolana, que había sido cercenada por la hegemonía eurocentrista burguesa.

 

Porque el racismo anti-indígena en Venezuela es peor incluso al antiafricano.

 

Es falso y ridículo afirmar que Cumaná cumpla quinientos años. Celebrar este “invento” es un acto de ignorancia depravada y traición ideológica; caer en esta “tradición” es renunciar a hacer una revolución, declararse incapaces de romper los esquemas impuestos por la colonización, rendirse ante la tentación del boato protocolar, la seducción medieval por la grandilocuencia heráldica, hacer honores a las armas del invasor genocida. Es seguir mirándonos, con sumisión y alienación, desde los ojos del europeo del siglo XVI.

 

En mi inédito libro La Infundada “fundación” de Maracaibo, dentro de lo que he llamado “glosario de la auto-flagelación colonialista”, incluyo el concepto de Fundación con el siguiente comentario: “Una tendencia permanente de las sociedades coloniales, ha sido la de celebrar las fechas de ocupación violenta, por parte de los invasores, de las ciudades y poblados indígenas, rebautizados con pomposa nomenclatura imperial. Es lo que se conoce coloquialmente como “fundación”. Los gobernantes de Maracaibo le parten una torta al cumpleaños de la ciudad. Sus voceros no saben explicar las razones para la celebración, pero hay que cumplir con el ritual. Lo mismo ocurre en todos los municipios del país. Las alcaldías se esmeran en rebuscar una fecha y se compite por sumar más años haciendo gastos superfluos en ferias ridículas y alienantes. Cuánta fuerza tienen las costumbres que sembró la Colonia”.

 

Incluso, en términos de la valoración histórica de estos acontecimientos, se reduce la trascendencia universal del experimento dominico, a la mera cuestión quimérica de la fundación de una ciudad.

 

El criterio “fundador” supone que los originarios no tenían “ciudad”, como “descubrimiento” presupone que no sabíamos de nuestra propia existencia, para lo cual la mirada del invasor es casi omnipotente. Solo a partir de la llegada del extranjero tuvimos asentamientos humanos estables, instituciones, y hasta nombre. Nos sacaron del estado salvaje. En agradecimiento, los recordamos eternamente con amor, y los honramos, porque en esa guerra contra el atraso, vencieron ellos y nos civilizaron.

 

El vocablo Cumaná es ancestral, y su mención en la crónica hispana muy anterior a 1.515. Ciertamente el proceso invasor en la región peninsular, tuvo unas particularidades que bien merecerían ser parte de las reflexiones –más que celebraciones- que la ocasión exige. Por un lado estuvo asociado a la explotación perlífera iniciada por el propio Colon en 1498, saqueadora y cruel, y por otro, conoció el intento utópico de evangelización pacifica, que en cierta forma, era el reflejo de las contradicciones internas en el campo imperialista.

 

“Viendo el padre fray Pedro de Córdoba…que los indios habrían en breve de perecer, como perecieron, y que esta muerte y destrucción de estas gentes no se causaba sino por tenerlos en servidumbre los españoles…acordó de suplicar al Rey que le diese licencia y ayuda y favor, para que él con los frailes de su orden…pasasen a la Tierra Firme más cercana de esta isla (Santo Domingo) que es la de Cumaná…para predicar a aquellas gentes sin estorbo de los españoles”.

 

Así narra Bartolomé de Las Casas los hechos, como testigo y buen conocedor de la obra de sus amigos dominicos, tres de los cuales fueron escogidos como pioneros: Antonio Montesino, Francisco de Córdoba y Juan Garcés. El primero no pudo concretar la misión, quedando convaleciente en Puerto Rico, por haber enfermado en el viaje de retorno de España acompañando a su líder fray Pedro.

 

Hay suficientes pruebas documentales y testimoniales para establecer la certeza que el ensayo evangelizador en la “Costa de las Perlas” o Paria, como también llamaban la zona, no tenía en sus planes “fundar” ciudades, y de hecho, no dejaron “fundada” ciudad alguna al término de su experimento.

 

En carta a Diego Colón, el Rey expresa su “deseo que los indios de esas partes sean industriados y enseñados en las cosas de la fe católica, y que para esto allá se probasen todas las maneras que se pudiesen hallar por donde ellos pudiesen ser mejores cristianos; y porque fuesen allá personas religiosas de muy buena vida a predicar y enseñar a los indios, sin otra gente ni manera de fuerza alguna, como lo hicieron los apóstoles”.

 

Esta concepción la desarrollaron principalmente los dominicos de La Española (República Dominicana y Haití) tras constatar lo que plasma la prolija pluma lascasiana: “En este tiempo ya los religiosos de Santo Domingo habían considerado la triste vida y aspérrimo cautiverio que la gente natural de esta isla padecía, y como se consumían, sin hacer caso de ellos los españoles que los poseían más que si fueran unos animales sin provecho, después de muertos solamente pesándoles de que se les muriesen, por la falta que en las minas del oro y en las otras granjerías les hacían”.

 

Esa realidad oprobiosa dio origen al sermón de fray Antonio Montesino aquel 21 de Diciembre de 1511, que constituye el primer grito en defensa de los derechos humanos en el continente. También fue el impulso de las varias leyes, como las de Burgos, que la Corona dictó para tratar de evitar los crímenes de sus súbditos en la vorágine avariciosa de la conquista.

 

Las órdenes reales prohibían taxativamente que “ningún cristiano (español) vaya allá a desasosegar la tierra, sino que dejen a los dichos religiosos convertir y atraer a los dichos indios al conocimiento de nuestra Santa fe católica y a nuestro servicio”.

 

Estos materiales son muy significativos para desmontar la patraña de una supuesta “fundación” de Cumaná, no solo porque la función de la avanzada religiosa era ajena a tal tarea, sino también porque al no incluirse autoridad civil castellana (“que ningún español vaya allá”) y, por tanto, no constituir cabildo, no se perfecciona el acto por el cual la tradición española daba por creada una localidad.

 

Realmente en ese periodo en el actual territorio de Venezuela, y en muchos otros de Nuestra América (o debería decir Abya Yala), el método de asentamiento de los invasores consistía en adosarse a las comunidades originarias, es decir, construir sus viviendas al lado de un pueblo indígena; esta modalidad tiene dos razones fundamentales: 1) puesto que los colonialistas no vinieron aquí a trabajar precisamente, necesitaban convertir a los indígenas en su mano de obra esclava, 2) para aprovecharse de los conocimientos indígenas en cuanto a cuales frutos, raíces, hierbas, plantas poder comer y cuáles no, y aprender a usar sus medicamentos, y 3) para apropiarse de los medios de producción, servicios e infraestructuras construidos por los pueblos originarios, tales como rutas, caminos, minas, puertos, pozos, acueductos, talleres, instrumentos de trabajo, etc…

 

La tesis impuesta, manida, ridícula, de la “fundación”, borra del mapa la (pre) existencia de los indígenas como legítimos y únicos dueños de estos lugares. Niega –por invisible- la resistencia heroica de nuestros ancestros, que como Maraguay y Gil González (cacique así bautizado por los frailes) hicieron frente al invasor sin arredrarse por la evidente superioridad bélica del enemigo.

 

Ni que decir del vil secuestro del cacique “Alonso” que fue causa de la indignación indígena que tuvo por resultado el ajusticiamiento de fray Francisco de Córdoba y el lego Juan Garcés.

 

La enajenación pro colonial, el pensamiento Malinche, celebra la incursión asesina de González de Ocampo que masacró miles de cumaneses y esclavizo otros tantos, porque si Cumaná fue “fundada” en 1515 por los españoles, entonces la Real Audiencia de Santo Domingo tenía jurisdicción para imponer sanciones a quienes mataron a sus dos connacionales. Y aún no se molestan en analizar por qué en 1.569 Diego Fernández de Serpa acometió de nuevo la ocupación definitiva de la región. Esa historia oficial de la republica burguesa nos dice que los invasores “poblaron”, como si no hubiese existido una población autóctona.

 

Cumaná no fue fundada por ningún extranjero, sus orígenes se pierden en la desmemoria que ha ocultado nuestro ser originario chaima, cumanagoto, kariña, guarao, guaiqueri, arahuaco o caribe.

 

Conmemorar una supuesta “fundación” de Cumaná es justificar el genocidio que los esclavistas ladrones de perlas causaron al pueblo originario oriental. Es una estafa a la verdad histórica. Y es dejarse domesticar por las mentiras que impuso el invasor para que nunca nos liberáramos de su cárcel espiritual.

 

Yldefonso Finol

Guerrero Añu

 

https://www.alainet.org/pt/node/169265
Subscrever America Latina en Movimiento - RSS