Democracia y disidencia

09/06/2003
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Dios creó el mundo para ser un paraíso, dice la primera página de la Biblia. Por lo mismo estableció reglas para que se perennizase la bendición. No todo estaba permitido. Libertad y permisividad no eran sinónimas. Se les impuso una restricción a las criaturas: "Puedes comer de todos los árboles del jardín, menos del árbol del bien y del mal, porque el día en que comieres de él, perecerás" (Génesis 2,17). El mundo debiera ser un jardín, lugar de alegría, de belleza y de abundancia. Pero a las criaturas no les estaba permitido comer "del fruto del árbol que está en medio del jardín" (Génesis 3,3). ¿Cuál era ese fruto? Era el derecho divino de que sólo Dios sabe lo que es mejor para la humanidad. Nunca las criaturas podrían atreverse a contrariarla voluntad de Dios. Sin embargo, sobrepasaron el límite impuesto por el Creador, usurpando el derecho a decidir lo que les conviene o no a ellas. En consecuencia, Adán y Eva, símbolos del hombre y de la mujer, fueron expulsados del jardín del Edén (Génesis 3,24). Se dio la ruptura entre la visión total (Dios) y la visión parcial (la criatura), erigiendo ésta a su propia razón en jueza del bien y del mal, sembrando así las semillas del sectarismo y del fundamentalismo. Si la visión de cada uno fuera soberana, la convivencia social sería inviable. Pues todo punto de vista es la vista a partir de un punto. Fue necesario, pues, instaurar formas de sociabilidad en que la voluntad de uno (monarquía) o de varios (aristocracia) predominase sobre la de los demás. Hasta que, seis siglos antes de Cristo, Solón reformó la legislación de Atenas, poniendo las bases de la democracia, fundada en la igualdad absoluta de los ciudadanos. Ahora bien, si todos son iguales, ¿cómo decidir lo que conviene a todos y escapar de la anarquía? Solón propuso que la soberanía fuera una prerrogativa de la Asamblea del Pueblo, a cuya decisión mayoritaria tendrían que someterse los demás. De nuevo quedó en medio del jardín aquello del "árbol del conocimiento". Y no todos, además, le dieron la bienvenida a la democracia. Sócrates la acusó de ser el régimen de los ignorantes, "la tiranía de la incompetencia". Aristóteles quiso incorporarle elementos de la monarquía y de la aristocracia. Platón soñó con una ciudad gobernada por filósofos, pues, desconfiado, miraba la democracia como la supremacía de la pasión sobre la razón. Cicerón, en el siglo 1º, y san Agustín, en el siglo 4º, consideraron la democracia como una utopía, opinión sustentada más tarde por Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau. La modernidad introdujo un principio heredado de la teología de mi hermano de hábito Tomás de Aquino: toda persona tiene, no sólo el derecho, sino el deber de seguir la propia conciencia. Pero si se forma parte de una institución, está sobrentendido que ella acata la decisión de la mayoría, aunque eso contradiga sus intereses. De ahí la importancia de leyes que rijan la convivencia social. Y, según el principio romano, la ley debe preceder a la disciplina. Nadie puede ser castigado por una ley posterior al hecho cometido. Los límites (el Creador) deben preceder, en forma de ley, a la actitud asumida por la práctica (la criatura). Quien entra en una Iglesia, en un club o en un partido, acepta un código de conducta, en forma de adhesión a la doctrina o al estatuto, que expresa la soberanía de la institución (el Creador), situada por encima y más allá de los miembros que la integran (criaturas). Si ellos se juzgan exentos de la disciplina, en discordancia con las reglas vigentes, deben romper con la institución o ser expulsados, como le sucedió a Lutero con la Iglesia Católica, y a Prestes con el Partido Comunista Brasileño de los años 80, o luchar internamente para modificar la decisión mayoritaria, de modo que su punto de vista llegue a ser asumido por consenso entre sus iguales. A lo largo de la historia la democracia ha sido más representativa que participativa, hasta el punto de coexistir con instituciones monárquicas, como sucede en el Reino Unido, en Bélgica, en España o en los países escandinavos. Subordinada al poder del dinero y de los medios de comunicación, la democracia cae en graves equívocos históricos, como las elecciones de Luis Bonaparte, que restableció el Imperio en Francia en 1851, de Hitler en 1933 y de Collor de Mello en 1889. Los tres fueron expulsados de la historia de la democracia. Ninguna criatura es obligada a obedecer la voluntad del Creador. Incluso Dios respeta la libertad individual. Pero que no pretenda el disidente imponer su óptica minoritaria a la decisión de la mayoría. Jesús, convencido de que no sería capaz de inducir a la institución judía de su tiempo a seguir su camino, rompió con ella y fundó su propia institución. La discordancia es inherente a la libertad y a la democracia. La disidencia es la discordancia llevada al límite institucional. Está bien que el Partido de los Trabajadores no expulse a ninguno de sus parlamentarios, igual que la Iglesia Católica no expulsó a Leonardo Boff. Pero si la mayoría de un partido decide trazar un rumbo para sus afiliados, ¿cómo se puede asegurar la unidad interna si la decisión soberana es ostensiblemente irrespetada por la minoría? Rómpanse entonces los estatutos y las mismas reglas que delimitan la democracia interna. O adóptese como modelo el desgajamiento atávico de ciertos partidos políticos, que son auténticas siglas de alquiler, en los que la voluntad de todos se reduce al interés de cada cual, en una actitud perjudicial para la democracia. * Frei Betto es autor de "El individuo en el socialismo", junto con Leandro Konder. Traducción de José Luis Burguet.
https://www.alainet.org/pt/node/107653
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