Perú, hora cero

En 2016, la convicción de Keiko Fujimori de que Pedro Pablo Kuczynski le había robado la presidencia, costó al país cinco años de guerra al gobierno, un parlamento dedicado al obstruccionismo ciego y la parálisis política de la nación.

11/06/2021
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Acabe como acabe la elección presidencial peruana -con Keiko Fujimori que impugna los resultados, como en las elecciones anteriores- una profecía se habrá cumplido, la de Tupac Amaru frente al patíbulo:”¡Volveré y seré millones!”

 

El líder del más grande movimiento de liberación continental, que cimbró los Andes antes de la Revolución francesa, pronunció estas palabras entre el intento fallido de descuartizarlo atándolo a cuatro caballos y su definitiva decapitación, ejecutada por los civilizadores españoles en la plaza de Cuzco, capital del antiguo imperio incaico, frente a una multitud de espectadores, el 18 de mayo de 1781.

 

Han tenido que pasar 240 años para que esta misma multitud baje de los cerros haciendo ondear festivamente las banderas multicolores del Tawantinsuyo, recordatorio del imperio incaico y, al mismo tiempo, símbolo de la soberanía andina y de la identidad indoamericana. Desencadenada por el ascenso de un maestro rural a la presidencia –Pedro Castillo, el candidato “con olor a pueblo”- esta erupción social en un país tradicionalmente dominado por la derecha no sólo cumple una profecía, sino que expresa la afirmación de las clases subalternas, su firme voluntad de salir del sótano donde las ha recluido por siglos el racismo de los civilizadores.

 

No es un caso que Perú –junto con Bolivia, Guatemala y México- sea uno de los países donde aún sobreviven muchos pueblos originarios, reconocidos sobre papel como raíces valiosas de estas naciones, pero todavía objeto de discriminación, despojo y genocidio.

 

La histórica bajada de la “indiada” de los cerros está exacerbando el temor de la oligarquía –y de sus cuantiosos seguidores y clientes- a una revuelta social que destruya el statu quo y desplace los actuales privilegiados. Algo ya plasmado en el mito andino del Pachakuti , que significa la transformación del todo, un cambio general del orden, una inversión de la realidad, donde lo que está ”arriba” se va “abajo” y viceversa. Es un cambio que históricamente ha ocurrido otras veces. El último Pachakuti aconteció justamente con la llegada de los españoles, hace más de 500 años, y la tradición oral ancestral, magistralmente recompuesta por Alberto Flores Galindo en La utopía andina, nos habla de un nuevo, inevitable cataclismo, rescate orgulloso de un pasado imborrable.

 

En contra de esto, sólo se pueden erguir los miedos y la mala consciencia de las clases dominantes, ayer fuertes con sus ballesteros y arcabuceros, hoy con sus policías y sus capitales. A propósito de esta enconada dicotomía social, sólo la claridad del Amauta, José Carlos Mariátegui, el “Gramsci peruano”, pudo sintetizar tan eficazmente el nudo de la cuestión. “El problema del indio es el problema de la tierra”, escribió en los 7 Ensayos, palabras especialmente actuales hoy en día, mientras las excavadoras destripan los más remotos rincones amazónicos y las extremas altitudes ya no frenan a las compañías mineras chinas o canadienses.

 

Vayan como vayan las elecciones, la zozobra de estos días no va a parar cuando se sepan los resultados definitivos. Al contrario, cuando la diferencia es tan exigua, los perdedores quedan frustrados y sospechosos, como pasó en 2016 con Keiko Fujimori, convencida de que Pedro Pablo Kuczynski le había robado la presidencia. Una convicción que costó al país cinco años de guerra al gobierno, un parlamento dedicado al obstruccionismo ciego y la parálisis política de la nación.

 

La única actividad positiva de la “señora K” en este quinquenio ha sido la de sustraerse a la justicia, que le imputa, en 1500 folios, el liderazgo de una asociación criminal, lavado de dinero y obstrucción a la justicia, delitos que prevén 30 años de prisión. Hasta ahora, sólo pagó con poco más de un año de cárcel preventiva, mientras se recogían pruebas y testimonios sobre ella.

 

La cobertura que ha tenido Keiko en la campaña en los mayores periódicos recordaba mucho la famosa prensa chicha (chayotera) del fujimorismo: excesivamente servil para ser creíble. El martilleo de la mayoría de los medios ha sido el tema del anticomunismo, alternado con viles mentiras y distorsiones. Era la voz, inconfundible, del gran capital.

 

Es la tercera vez que la heredera del ex dictador, un mandatario cuyo avión en una ocasión fue encontrado forrado de cocaína, intenta el asalto a la presidencia. En 2011 Ollanta Humala le ganó por 2.9%, en 2016 Kuczynski por 0.24, y ahora está por verse.

 

Autoritaria hasta el despotismo, Keiko forjó seguramente su sueño de volverse la primera presidenta del Perú cuando en 1994 le cayó de adolescente, inesperadamente, el papel de primera dama. La ocasión la ofreció el hecho que su madre, la señora Susana Higuchi, había acusado a sus cuñadas de apropiarse indebidamente de unas ayudas enviadas de Japón y destinadas a los indigentes peruanos. La denuncia enfureció a tal punto al dictador que mandó presa a su mujer en los espacios de los servicios secretos, donde la torturaron y le inyectaron drogas hasta reducirla a un vegetal. En vez de abogar por la liberación de su madre, Keiko asumió gustosa su lugar. Y allí soñó con aún más poder.

https://www.alainet.org/fr/node/212617
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