De los árboles y el bosque

06/11/2020
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  • Análisis
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Obra de Jasper Johns
pintor
escultor y artista gráfico estadounidense
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Es recia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los Estados Unidos. Desde mayo, antes de que cada partido elija sus candidatos, la contienda empieza. Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos talentos pueda haber bien el país, sino el que por su maña o fortuna o condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a nombrarlo y sacarle victorioso, (José Martí, diario La Nación. Buenos Aires, 1885)

 

Si a la sabiduría de una máxima me gusta acudir de manera recurrente, por lo acertado de la metáfora, es aquella de que «a veces los arboles no nos dejan ver el bosque». Ese pensamiento contiene la crítica a una tendencia que con mucha frecuencia dificulta la plena comprensión de los procesos en cualquier área del conocimiento, especialmente cuando se trata de lo social. Confieso que la importancia de no perder de vista una percepción del «bosque» en lo referente a la coyuntura de la elección presidencial de 2020 en los Estados Unidos se ha convertido para mí en una inquietud perturbadora, debido a la turbulencia que tiende a dejarnos la mirada fijada en los «árboles». Por tal motivo no excluyo que alguien considere estas reflexiones matizadas en exceso por mi inquietud, aun si guardo pocas dudas de su objetividad.

 

A primera vista se nos revela que las presidenciales en los Estados Unidos son esta vez decisivas –definitorias quizá– para el rumbo futuro del sistema político estadunidense y, consecuentemente, para las correlaciones que prevalecerán en el porvenir del sistema-mundo. Puede tener razón Donald Trump –en esto al menos– cuando afirmaba que se trata de las más importantes de la historia de los Estados Unidos desde las que llevaron a la presidencia a Abraham Lincoln. Tal vez más importantes aun, me atrevo a decir, por el peso específico que la segunda mitad del pasado siglo permitió alcanzar al gigante norteamericano en el cuadro del poder mundial. El sostén material suficiente que reclamaba la geopolítica moderna para plantearse una dominación total. En esta ocasión el elector va a escoger entre el abismo anunciado y la tabla de salvación que pugna por hacerse visible.

 

En una entrevista reciente, Noam Chomsky caracterizó con un mínimo de palabras la gravedad del momento histórico al subrayar que «combina la amenaza de una guerra nuclear, la catástrofe ecológica, la pandemia y la destrucción de la democracia».[1] No se trata de meras prevenciones sino de los problemas que contextualizan una realidad, ineludibles en el diagnóstico de la coyuntura que nos ha tocado vivir.

 

El sueño germano de dominación total, frustrado por la derrota del nazismo, aparece redimensionado de este lado del Atlántico, inoculado como un virus en la hoy casi imposible democracia estadunidense, irreconocible en aquella que idealizó, y llamaba a imitar, siglo y medio atrás, el jurista francés Alexis de Tocqueville.[2] De hecho, lo primero que nos obliga a distinguir diferencias entre ese poder actual, signado por la totalidad, y el episodio que le antecedió en el mapa europeo que Hitler intentó imponer, lo descubrimos en lo que el diseño imperial de hoy ha logrado ya de real, de articulado, de impune, y esperemos que todavía no de irreversible. Anoto como especificidad que el Tercer Reich fue el iniciador de la aplicación práctica, en el curso ascendente de la guerra, de las doctrinas keynesianas en su expansión armamentista–como aprecia con razón Perry Anderson– mientras los Estados Unidos, entonces bajo la doctrina del New Deal, demoraron en descubrir el keynesianismo militar, aunque enseguida Wáshington cosecharía más beneficios de él que todos sus aliados.[3]

 

Llama la atención que, en su discurso de despedida de la presidencia, Dwight Eisinhower advirtió sobre los peligros del complejo militar industrial, cuando no imaginaba que veinte años después el modelo neoliberal lo tendría en el centro de su estrategia global. Si la voracidad de poder del Tercer Reich fue contenida por la oposición de las armas, en el escenario de hoy se hace imprescindible hallar, frente al nuevo entramado imperial, el algoritmo político eficaz, a riesgo de que el torbellino bélico en que mantiene sumergido al mundo desemboque en la extinción misma de la humanidad.

 

Para Trump (para su «equipo», para los intereses que le respaldan) su victoria en estas presidenciales significa la credencial para consumar una ilegítima e imprudente dominación del planeta que excede del todo a la nación a la que toca elegirlo. Aunque esa distorsión de pensarse destinados al dominio planetario se haya logrado inocular en el ideario del país. Otra victoria de Trump parecería imposible si nos guiamos por los antecedentes de arbitrariedades exhibidos en su primer mandato, cargado de decisiones disparatadas contra las mayorías más vulnerables de su país y de la Tierra, de mentiras y falsedades reconocidas, de muestras groseras de misoginia, etnofobia y racismo. Paradójicamente no lo es, pues le favorecen la concepción y la estructura del sistema, las malformaciones acumuladas para perpetuarse, y las vacilaciones, las ficciones, los fantasmas, y la secular miopía ideológica acunadas en el imaginario político norteamericano, tecnológicamente fortalecidas por una modernidad privilegiada, que germinan en un conservadurismo crónico. Lo cierto es que, amparado en el reclamo America first!, en que se enmascara la verdad «dollar first», se ha fijado un perfil de liderazgo carismático de extrema derecha, con un discurso cuyo éxito hubiera sido poco creíble cuatro décadas atrás. Cierto efecto de fascinación, valorable cuando un líder expresa los objetivos del bien común, adquiere un significado opuesto –y hasta antagónico y destructivo– cuando responde a doctrinas, proyectos y/o intereses elitistas de poder.

 

A pesar de las dudas que pueda despertar todavía en el electorado de los Estados Unidos, inducido sin tregua a desempeñarse en un entorno alucinado, el verdadero equilibrio del sistema-mundo, e incluso el bienestar debidamente proporcionado que corresponde dentro de él a la nación norteamericana, están condicionados –en los próximos cuatro años– por la posibilidad de que el opositor demócrata sea llevado mediante el voto a la Casa Blanca. Eso, en la medida en que se logre evitar que el comportamiento del electorado resulte contradictorio con sus propios interesas como pueblo. Parece una realidad incuestionable que, desde una posición o desde la opuesta, las urnas programadas para noviembre de 2020 se muestren definitorias más allá del plazo inmediato del mandato elegido.

 

O se corta ahora la perniciosa dinámica de poder que ha prevalecido en las últimas cuatro décadas, alcanzando rasgos totalitarios[4] cuyos efectos ya reproducen en medida no despreciable los que caracterizaron al fascismo; o esas incongruencias que descomponen al sistema democrático estadunidense acabarán por conducirlo a un autoritarismo sin fronteras. Como se avizora desde ahora, una perpetuación sine die de desigualdades extremas, una cerrada fidelidad de la política a los intereses de los consorcios líderes y a unas elites blindadas por su descomunal riqueza, el rechazo de los consensos discordantes en los organismos internacionales, la impunidad de los poderosos, los «embargos» genocidas, las guerras de saqueo, la santificación del terrorismo y todas las maneras de relacionarse que Wáshington presume de combatir en su fementida retórica política. En ningún lugar como allí y en ningún momento como ahora el concepto de democracia se ha pervertido tanto.

 

Ese mundo macabro de desigualdades, desolación y violencia sin límite que transmite a veces el cine comercial –en el cual las minorías privilegiadas se verían sitiadas, forzadas a defenderse de hordas vandálicas– prefigura el escenario social al cual parecen empujar las fuerzas rectoras del capitalismo a escala mundial. En el reto de evitar este desastre sin límites, corresponde al pueblo norteamericano un papel esencial, y noviembre de 2020 podría significar lo que los pilotos llaman el point of no return.

 

El bipartidismo en clave neoliberal

 

Creo indispensable–sin extenderme en el debate historiográfico– que recordemos que la curva del crecimiento imperial norteamericano en el siglo xx homologó a los dos grandes partidos políticos en lo esencial de su orientación, relativizando las diferencias entre demócratas y republicanos. Pienso, sin embargo, que hoy esa homologación da señales de pérdida de sentido, y la idea de que entre uno y otro partido no hay diferencias de consideración merecería ser revisada con rigor.

 

Inicialmente, la expansión de los complejos financiero-industriales en la economía estadunidense durante la segunda postguerra[5] obligaba a ambos partidos a amoldarse, más allá de la alternancia, para traducir las presiones de los gigantes del capital cuyo camino allanó la ventaja competitiva de no haber sido tocados por la destrucción ocasionada por la guerra. El derrame de «poder adquisitivo», condenado otrora por corruptor, se volvía un componente orgánico de la práctica política.

 

Este proceso (y la confrontación Este /Oeste que le sirvió de escenario) experimentó un giro sustantivo localizable a partir de 1980, tras el acceso republicano de Ronald Reagan a la presidencia, y la adopción, conjuntamente con Margaret Thatcher, en Gran Bretaña (la verdadera arquitecta), de lo que se bautizó como globalización neoliberal. Fue, como sabemos, la política que se implantaba a partir de entonces –sacada de un cajón monetarista austriaco desechado desde los años cuarenta–[6] en sustitución del modelo capitalista keynesiano hasta entonces aplicado. Como se conoce, el keynesianismo concibe como necesario el equilibrio de las ganancias con un nivel de gasto social que asegure sostenibilidad al sistema.[7] La implantación del modelo neoliberal se sostiene en la filosofía de impulsar, al contrario, el crecimiento económico sin reparo del aumento de la desigualdad y de la pobreza, tanto en las economías nacionales como en el esquema de poder mundial. Y más allá de la economía, con costos indisimulables para la democracia y hasta para la subsistencia misma del planeta.

 

Podemos recordar que, en sintonía con la consigna «There is no alternative» que Thatcher convirtió en la bandera de las potencias europeas, Reagan clamó desde entonces «¡América primero!», como hoy hace Trump para encubrir con aliento patriótico esta iniciativa que, en el fondo, respondía y responde a fuerzas socioeconómicas encumbradas por la acumulación capitalista, y al Estado de la Unión como centro de ese señoreo mundial.

 

¿Qué significaba en el fondo el llamado que la Dama de hierro repetía tanto, y que se popularizó por sus siglas como «el TINA», en todo el mundo, ya fuera para alinearse a él o para censurarlo? El propósito de los protagonistas era entronizar desde entonces como principio universal la fórmula «menos gobierno y más libertad, igual a felicidad», espejismo que pujaba para consagrar el dominio total de lo privado sobre lo público, de la lógica del capital sobre el bien común. Y con una correspondencia entre la trama interna en los centros de poder y sus relaciones internacionales, la cual tiende a subvertir, peligrosamente, el sentido de lo bilateral. Los poderosos no escuchan, no negocian, no rectifican; solo imponen, exigen, sancionan, según la escala de valores diseñada a la medida de los intereses dominantes. Más que un blasón que justifique el orgullo del pueblo estadunidense, el clamor «America first» parece acomodar un reclamo del inquilino de la Casa Blanca del lugar que considera les toca en este nuevo reparto del mundo.

 

Creo que fue a principios de los noventa que la crítica de los efectos de aquel cambio generalizó el uso del término «capitalismo salvaje»,[8] tan funcional para desmarcarse del compromiso neoliberal, cuando los daños comenzaron a hacerse patentes, sin renunciar al predominio de las estructuras del capital, las instituciones políticas que lo apuntalan y una definición de relaciones internacionales que les sean afines. Una adjetivación en principio aceptable, pero que no responde en rigor a la complejidad del fenómeno adjetivado: necesaria pero no suficiente, diríase en estos casos.

 

No paso por alto que el decenio de Reagan está marcado igualmente en la historia del imperio por el retroceso y la desarticulación del sistema del socialismo soviético, que se había levantado de la guerra en 1945 como la segunda potencia mundial, competitiva en el plano político y militar, y con resultados económicos nada despreciables, que le permitían reforzar su carácter alternativo. No es tema de estas líneas valorar las causas internas (que fueron las determinantes) del derrumbe soviético, pero los «méritos» en avivar las llamas de la «Guerra Fría» le corresponden a Reagan más que a Bush (padre), quien le sucedió desde enero de 1989.A pesar de tocarle el tiempo de la aparente «victoria sobre el comunismo», Bush ni siquiera logró votos para imponerse en la reelección por los cuatro años siguientes, al demócrata Bill Clinton.

 

Es evidente que Clinton no tuvo o no quiso tener energía para contener el rumbo neoliberal adoptado por sus antecesores republicanos. No se olvida que debilidades de carácter le llevaron además a deslices sin antecedente en un ocupante de la Casa Blanca, aunque no le impidieron culminar su segundo mandato allí. En una enjundiosa investigación sobre las relaciones de los Estados Unidos con Cuba, William LeoGrande y Peter Kornbluch[9] relatan cómo el millonario mafioso miamense Jorge Más Canosa daba manotazos en la mesa de la oficina oval cuando le reprochaba al presidente poco vigor en su hostilidad hacia Cuba, a pesar de que puso en marcha la Ley Helms-Burton en 1996, extemporánea tras el derrumbe del Este, implacable por su crueldad genocida, pusilánime por plegarse a la que se volvía una fracción caduca de la migración cubana, inaudita por contravenir el consenso contra el bloqueo manifiesto ya con reiteración en el seno de las Naciones Unidas.

 

Carter, el último demócrata que precediera a Reagan en el gobierno, al final de los setenta, parecía ser el último también en asumir decisiones que se alejaran de las políticas republicanas, ya que Clinton se mostraba, una década después, fiel al trazado conque Reagan había gobernado como republicano. Como si la mancha reaganiana se hiciera indeleble.

 

Se sabe que Bush (hijo) llegó a la presidencia en el 2000, habiendo perdido el voto popular y con una ventaja escasa a su favor en el voto indirecto. Esa situación incierta llevó a la Corte Suprema a pronunciarse, cosa que hizo definiéndose a favor suyo. George W. Bush, quien carecía de la popularidad de la estrella de cine y además arrastraba un expediente de alcoholismo e irresponsabilidades, llevó a Richard Cheney –también dado a escándalo con la bebida en su juventud– a la vicepresidencia. Cheney condicionó su aceptación a que el mandatario le delegara las más trascendentes decisiones en el ejercicio de su mandato. Arreglo que cuadraba al carácter irresponsable del segundo Bush y, a la vez, al papel que le tocaba en dar continuidad al carril que Reagan inició. Más allá de lo que formalmente correspondía a su cargo, Cheney pudo gobernar junto a Bush (hijo), y puede que hasta por encima del propio presidente electo.

 

El director de cine Adam McKay ha dejado constancia, sin contemplación, de aquella relación, en su película titulada Vice, título con el que alude indistintamente al cargo y al vicio del poder. Tal vez el episodio más expresivo del filme es aquel en el cual el vice fuerza la decisión de invadir Iraq en 2003, pasando por alto al Consejo de Seguridad de la Onu, y obligando al secretario de Estado Collin Powell a defender la mentira de las «armas de destrucción masiva» como coartada, en dicho organismo internacional. Allí terminó la carrera política de Powell Recuerda el filme que la ocupación de Iraq, con un gran costo de vidas sobre todo iraquíes, incrementó los activos de la transnacional petrolera Halliburton, de la cual Cheney era presidente y accionista principal, en unos quinientos millones de dólares.

 

El escándalo de la sanguinaria ocupación de Iraq valdría para eclipsar con creces el del atentado terrorista contra las torres del World Trade Center de Nueva York, que fue convertido en punto de partida de la escalada de agresividad que siguió contra países del Oriente Medio. Pero esta ponderación no parece haber removido el imaginario político nacional –la propaganda oficial no lo permite– y el enigmático y brutal crimen de las Torres sigue siendo usado para justificar las peores causas. Los cubanos no podremos repasar estas perversas coartadas políticas sin volver a pensar en el estallido del acorazado Maine en la bahía habanera en febrero de 1898.

 

El Partido Demócrata volvió a ocupar la sede del Ejecutivo con Barack Obama de 2008 a 2015. Su programa, marcado principalmente por las reformas del sistema de salud, junto a su origen social y a su carisma político, se mostraría efectivo para llevar también a las urnas los votos de su reelección en 2011. A su afianzamiento, una vez elegido, debe haber contribuido la descomunal inyección de dólares del tesoro público para compensar el descalabro de la crisis desencadenada por las hipotecas sub-prime, que amenazaba al sistema de las finanzas tras la quiebra de Lehman Bros, uno de los gigantes financieros mundiales. En esta coyuntura Obama no hizo otra cosa que lo que hubiera hecho un republicano: salvar el sistema que provocó la crisis mediante una enorme inyección monetaria desde el Estado, en lugar de buscar una salida alternativa que beneficiara a la enorme cantidad de familias afectadas. Esta disposición de respaldo al capital inyectaba también una dosis de confianza en Wall Street. Hubiera sido un reto difícil, hay que reconocer, hacerlo de otro modo. No obstante esas inconsecuencias, nadie llegó en la Casa Blanca tan lejos como Obama en percibir el descalabro neoliberal y las arbitrariedades acumuladas.

 

Imposible dejar aludir aquí al giro que dio en la política hacia Cuba, y destaco puntualmente la devolución de los prisioneros de la «red avispa», el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, su visita como presidente a La Habana, sus declaraciones contra el bloqueo, y sobre todo la abstención de los Estados Unidos en octubre de 2016, en la Asamblea General de Naciones Unidas, en la votación de la demanda de Cuba de ponerle fin. A todo lo cual acompañó una apreciable activación de los contactos en el campo de la vida civil.

 

De manera inconsecuente (y reveladora) declaró a Venezuela “problema para la seguridad nacional” estadunidense y se negó a reconocer la presidencia de Nicolás Maduro a la muerte de Chávez, dejando un precedente nefasto para las perspectivas de una América Latina que había mostrado en la primera década del siglo la voluntad de reorientar sus países hacia contornos nacionales de relaciones más equitativas y menos dependientes. Le faltó talla política para percatarse de la importancia que hubiera tenido para el futuro de su partido una postura de respeto hacia una América en cambio. Al propio tiempo encabezó la agresión a Libia y el fomento de la ofensiva terrorista en Siria, con el trasfondo de operación de despojo petrolero en gran escala que Cheney había dejado diseñada para el Oriente Medio. A pesar de ello, el saldo del paso de Obama por la Casa Blanca se distancia, de manera visible, de las coordenadas políticas del modelo neoliberal a un punto que obliga a distinguir posturas entre ambos partidos.

 

No me atrevería a asegurar que su sucesión por Hillary Clinton hubiera garantizado una continuidad efectiva de haber triunfado en los comicios de 2016, pero –con todos los reparos del caso– parecía más aceptable a todas luces que la opción de Donald Trump, la cual exhibía el resultado de la carencia de un candidato con un historial político suficiente en el Partido Republicano para disputarle el cargo a la señora Clinton. De nuevo una decisión controvertida por una diferencia en el conteo que aventajaba a la candidata demócrata y el peso en la decisión del voto indirecto. Esa dualidad que Alexander Hamilton y Thomas Jefferson pudieron justificar como un componente democrático original del sistema, en tanto posibilitaba mantener –dentro del modelo de la república federal– el peso específico de los nuevos estados frente a un conteo nacional que hubiera privilegiado desproporcionadamente a los más poblados de la costa. Hoy se ve mejor la cara inversa de esta dualidad de conteo de votos en las presidenciales, la cual resta posibilidades para elegir un gobierno «del pueblo y para el pueblo», aunque se presuma elegido por este.[10]

 

El primer período de Trump devino, como todo el mundo sabe, la más plena expresión del gobierno sin riendas del «capitalismo salvaje», por y para las elites, sostenido sobre las espaldas de un Partido Republicano que ha venido consolidando desde tiempos de Reagan la homogeneización de derecha y la ilusión de infalibilidad que hoy ostenta y difunde.

 

Al igual que la advertencia de Eisenhower en enero de 1960 contra los peligros del empoderamiento del complejo militar industrial, merece crédito la anécdota de una conversación de sobremesa a finales de 1992 de Carlos Fuentes y García Márquez con Bill Clinton en Martha’s Vineyard, cuando Fuentes le preguntó al elegido qué era lo que más le preocupaba en su futuro presidencial, y este le respondió sin bemoles: «el fundamentalismo». Pienso que tenía razón en preocuparse, pues desde el gobierno de Reagan se hacía evidente el ascenso de la influencia en política del literalismo bíblico que ya se veía prevalecer en las religiones evangélicas. Esta influencia reverdece incluso en un personaje tan acusado de frivolidad como Trump, por su cercanía a predicadores evangélicos y el hecho mismo de haber escogido y mantenido a Mike Pence en la vicepresidencia.

 

Frente al surgimiento, inesperado para tantos, de la candidatura de Trump, otro fenómeno, igualmente inédito y de signo inverso se hizo notar en las elecciones de 2016. Me refiero a la aparición de la figura del senador Bernie Sanders en la precandidatura demócrata, con una propuesta de reformas sociales y económicas, expuesta con coherencia, que además tenía la audacia de presentarse como socialista; no a partir de una fundamentación doctrinal que lo vinculara a un movimiento dado, sino más bien desde el énfasis ético en la necesidad impostergable de poner al pueblo en el centro del proyecto social; en la intención de devolver a los Estados Unidos la democracia extraviada. En un discurso del comienzo de aquella campaña exponía con sencilla claridad: «La economía no está funcionando para la mayoría de las personas en nuestro país y en el mundo. Este es un modelo económico desarrollado por la élite económica en beneficio de la élite económica. Necesitamos un cambio real».[11]

 

Lo interesante es que, a pesar de su comprensible derrota ante Hillary Clinton, escogida entonces por sus correligionarios para enfrentar a Trump, se mantuvo con un apreciable apoyo dentro de su partido. Sanders volvió a presentarse con su programa entre los precandidatos demócratas para 2020, aun con mayor arrastre en la intención de votos que en 2016, superando incluso al precandidato Joseph Biden en los primeros meses de la campaña. En esta segunda contienda ha aparecido rodeado de figuras políticas más jóvenes dentro del partido que se aproximan a su visión sobre la necesidad de cambio. Bernie Sanders, para quien la edad no permite esperar una tercera oportunidad hacia la presidencia, no es ya sin embargo una voz solitaria, y parece llamado a convertirse en el punto de despegue para salir de la tan peligrosa tiranía neoliberal: un rescate de la democracia en la nación, y un redimensionamiento de la enorme influencia internacional de los Estados Unidos sobre carriles más balanceados, equitativos, respetuosos y recíprocamente beneficiosos en las relaciones con el resto del mundo.

 

Si las realidades sociales pudieran ser analizadas en una campana de vacío podría afirmarse que, con esta segunda derrota de Bernie Sanders en la candidatura presidencial por el Partido Demócrata, al pueblo de los Estados Unidos se le escapaba la alternativa del cambio que podía sentar las bases de una sustentabilidad norteamericana malograda en el torbellino monetarista, si es que el nivel de deterioro ecológico y el agotamiento de los recursos naturales lo permiten. Sin embargo, la conclusión de la posibilidad perdida no es válida, por fortuna, pues la generación a la que tocará protagonizar los cambios es la que ahora vemos despuntar.

 

Habrá democracia o habrá barbarie

 

En última instancia, el dilema político que problematiza el proyecto socialista, problematiza también la realidad de toda la sociedad, regulada por las leyes del mercado. Dónde se dictan las reglas del juego, tanto como en los países que se ven obligados a aceptarlas. O releyendo esta constatación algo abstracta en clave política: para el mundo dependiente se trata de un dilema entre la sumisión, la aceptación, la obediencia, y la complicidad con los poderes globales o, por el contrario, el descubrimiento del poder del pueblo en las condiciones histórico-concretas y del modo de hacerlo valer, hasta imponerse en la concepción y la realidad del Estado. Es en el fondo el reto de la democracia verdadera, más allá del cliché en el cual han tratado de «educarnos».

 

El proyecto democrático norteamericano, nacido imperfecto como todos pero cargado también de valores excepcionales, marcados por originarse en una gesta peculiar de descolonización temprana, combinó elementos que se hicieron modélicos, con defectos que se consolidaron disimulados tras sus virtudes, en una historia de confrontación y violencia. La ruta por la cual la Unión que iniciaran las trece colonias y culminara la aprobación del Estado número cincuenta,[12] revela un recorrido de dos siglos ensangrentados de agresividad, que pasa por el desalojo de la población indígena norteamericana de sus tierras, la usurpación de más de la mitad del territorio de México, el sometimiento de cientos de miles de africanos y sus descendientes como fuerza de trabajo esclava durante las ocho décadas que siguieron a una independencia que proclamaba libertad, la solución de aquel conflicto entre los Estados del Norte que se volvían industriales y urbanos frente al reclamo de secesión de los del Sur agrario esclavista, en una brutal guerra civil que en cinco años dejó más muertos que todas las guerras libradas por Europa en el xix. Siglo que culminó además privando a los cubanos de alcanzar la soberanía que ya le habían ganado las armas, convirtiendo una pretendida colaboración a su independencia –tardía y no solicitada– en una transferencia de dependencias coloniales: la que llamaron «Guerra Hispanoamericana», con esa inexactitud habitual en el discurso neocolonial de Wáshington, enraizada en desde la doctrina Monroe (1823). De paso, ocuparon a la vez Puerto Rico y las Filipinas, sellando desde entonces, con la clásica posesión extraterritorial, su designio colonizador.

 

De este modo se forjó una filosofía de la seguridad nacional sostenida en la violentación de la seguridad de las naciones del mundo, que los Estados Unidos no tiene reparos en forzar. Un proceso en el cual eventualmente todos los países, cualquiera que sea su latitud, quedan en riesgo de convertirse en periferia de aquel. Esto se puso de manifiesto desde la última década de los noventa hasta en Europa central durante los conflictos locales desencadenados por el derrumbe socialista. Las potencias aliadas fueron manejadas con las reglas aplicadas en las «repúblicas bananeras» centroamericanas que los Estados Unidos tienen mucha experiencia en operar.

 

Una de las certezas que ha dejado el derrumbe soviético es la evidencia de que la confrontación Este/Oeste que marcó la guerra fría no se centraba en un disenso doctrinal sino geopolítico,[13] el cual hoy se repite frente al ascenso de China en el mapa económico mundial, aliada a Rusia, que todavía busca recuperarse de los efectos de la desordenada desintegración de la URSS. Tras el argumento del combate a la amenaza comunista, sale a la luz la lucha por una pérdida de hegemonía mundial que el ascenso económico de China permite vaticinar. Al contrario de lo que sucedió en el diferendo anterior con Moscú, cuya inserción en el mercado mundial se centró en la exportación de materias primas, en el caso actual los Estados Unidos pierden territorio con China, que toma ventaja con un comercio sumamente competitivo.

 

Al amparo del clima de la Guerra Fría, se desplegó una doctrina de intervención armada cuyas manifestaciones de más resonancia se dieron en Corea, Palestina, Vietnam y el Oriente Medio. El cálculo del costo de vidas de los conflictos bélicos de la segunda posguerra, protagonizados principalmente por los Estados Unidos, con el respaldo de sus aliados europeos e israelíes, saturan de luto el que se suponía fuera un tiempo de paz.[14] En la América Latina habían homologado a lo largo del siglo xx el modelo neocolonial que se mostró funcional en la mediatización de una república cubana: el esquema de la zona de influencia y los «traspatios» en lugar de la ocupación territorial.

 

No veo como despejar de ese itinerario de violencia lo que hoy se nos presenta como democracia norteamericana, en especial cuando para el gobierno se hace normal condenar sistemáticamente los desacuerdos como desobediencia, aplicar unilateralmente sanciones fuera de sus fronteras, ignorar la multilateralidad que debía respetar. Un presidente que ha podido llegar incluso a advertir que si no es reelecto rechazará el sufragio como fraude y sugiere que se mantendrá por la fuerza en el cargo. Una exhibición de arrogancia sin precedente. Ese legado de violencia y supremacismo, que trato de compactar aludiendo a momentos sustantivos, es el que pavimenta el camino de la barbarie.

 

Un país con fortunas privadas que se han vuelto inmensurables, amasadas con exenciones fiscales, que el Estado no consiguió embridar al nacer con leyes antitrust y otras regulaciones, que terminó por asimilar en su proyecto estratégico, es el mismo a cuya sombra crecen sectores de población que no cuentan con un techo seguro, o no tienen cómo pagar la educación de sus hijos, o no pueden costearse la asistencia de salud que necesitan, o tienen que dejar morir a sus ancianos debido a la insuficiencia de la seguridad social, o se les obliga a bajar la cabeza ante los gestos de racismo que se asocian a la distancia económica, o armarse porque el vecino lo ha hecho y siente que la muerte le amenaza hasta en una discusión poco relevante, o deben conformarse con el abandono de los poderes públicos cuando son damnificados por un desastre natural, como suele suceder. La armazón de desigualdades y desamparo es de sobra conocida.

 

El propio pueblo estadunidense ha tenido que sufrir, generación tras generación, las conmociones, las angustias, la desorientación y la vergüenza de esos episodios de violencia y de los despropósitos políticos que los han generado, de engaño en engaño, como si tuviera que conformarse a vivir sumido en la mentira, condenado a contentarse con mejorar un poco en la escala salarial, sin que nada importe tanto como su payroll, salvo que afecte directamente su bienestar familiar. El ideal democrático ha sido enrarecido. No ver esta realidad detrás del engañoso bienestar relativo que otorga un «nivel de vida» elevado, si se compara con el de otros países, es una miopía sociológica que quienes no la padecen, o se logran curar de ella, tendrían que ayudar a sanar en esa sociedad.

 

La creencia de que la democracia se reduce a la representatividad y el derecho a elegir (que hasta nuestros días no se reconoce violentado) no es ajena a tal miopía. Que la representatividad generada en las elecciones sea respetada es una virtud incuestionable (aunque sea violentada en obedientes gobiernos periféricos), pero no basta para una consagración democrática del sistema, cuando el ejercicio del poder del pueblo se limita al acto de elegir.

 

Si motivos no faltan para hablar de fracasos del socialismo, no son menos los que nos obligan a describir los fracasos de la democracia. Las experiencias socialmente vividas, equívocamente nos han presentado ambos conceptos como antípodas, si bien lo cierto es que resolveremos el diferendo en la medida en que seamos capaces de descubrir el socialismo en la democracia y la democracia en el socialismo.

 

Cuando pienso en el futuro posible no hay razón para resignarse a que el nivel cuantitativo y cualitativo de las fuerzas productivas alcanzado por los Estados Unidos conduzca a la humanidad a la barbarie. No puedo pensarlo como algo inexorable, puesto que en la capacidad de reaccionar contra los excesos que el último mandato presidencial ha provocado se percibe el fortalecimiento de posiciones críticas y el planteo de alternativas, en las esferas políticas y en la recuperación de una de una mirada más objetiva y profunda en la prensa y en los medios académicos, y un inconformismo que gana arraigo en la población.

 

Para legitimar una recuperación democrática, la sociedad estadunidense tendrá que identificarse a la larga con valores que definen el socialismo. Porque la autenticidad del socialismo se origina en valores democráticos, y sus mayores deformaciones se han dado por alejarse de ellos. No sería ético disimularlo, y pienso que sea esto lo que motivó a Sanders a adoptar el concepto, a despecho de la demonización a la cual ha sido sometido. Subrayo a la vez, que no se trata del rescate de modelos y experiencias revolucionarias de los siglos xix y xx, sino de una depuración crítica de paradigmas.

 

Buscar otra cosa sería un ejercicio anti-histórico, como lo sería procurar esquemáticamente una recuperación neokeynesiana en sentido estricto, pues cualquier fórmula de salida tendría que plantearse evitar excesos que el keynesianismo propició. Y por lo mismo, erramos si confundimos el extremismo que el período de Trump ha llevado a la Casa Blanca con el nazismo, a pesar de lo mucho que lo acerca su vocación totalitaria, a lo que me refiero en líneas anteriores. Tales esfuerzos estarían igualmente condenados a repetir los errores del pasado. Cualquier alternativa, para ser válida, tiene que madurar en respuesta las exigencias de la realidad concreta y no de prescripciones doctrinales. Asumirse sin prejuicio a medida que lo imponga la realidad de cambio necesario. Por tal motivo, el programa de Sanders me pareció colocado ante esta necesidad, y el apoyo popular que consiguió, a pesar de intereses y de prejuicios en contra, demuestra que existe una sensibilidad en la población que hallará por su camino el liderazgo que merece, que no sorprende que sea en las filas del Partido Demócrata, y que podría introducir incluso un aire renovador en esta formación partidaria.

 

No debemos pasar por alto que ni el pluripartidismo (formal) ni el bipartidismo (efectivo) fueron prescritos constitucionalmente en los Estados Unidos. Si no queremos que las deformaciones que vivimos en presente nos entrampen como un fatum, debemos recordar que en los primeros tiempos el electorado estadunidense se dividió de manera espontánea en federalistas (que apoyaban la Constitución) y anti-federalistas (que la cuestionaban). Esta división se disipó enseguida sin dejar huella, pues el reconocimiento del texto constitucional se extendió de tal modo que ningún partido se hubiera atrevido a enfrentarlo, y otras diferencias sirvieron de base al orden bipartidista que amoldó esa selección. Tampoco entonces se siguió una definición doctrinal sino que se dio como resultado de la práctica política. James Madison, el cuarto presidente (1809-1817), veía el centro del sistema «republicano» en el control popular, del cual la elección formaba parte, en un momento en el cual el concepto de «democracia» no se usaba mucho en los documentos políticos, según revelan los registros históricos.[15]

 

En las líneas precedentes he tratado de resumir el efecto de empoderamiento de las grandes corporaciones en el funcionamiento bipartidista en el curso de los tres últimos mandatos republicanos, sin encontrar una contención consecuente en los dos períodos presidenciales en los que el voto logró intercalar al candidato del Partido Demócrata.

 

Subrayo que sería erróneo deducir un esquema en el cual a la polarización derechista del partido republicano corresponda un posicionamiento equivalente del partido demócrata. Si bien es dentro de esta formación en donde se puede diferenciar una postura que reaccione hacia la contención del desenfreno neoliberal, ni siquiera creo posible valorarla aun como mayoritaria. Se corresponde con la preferencia de un candidato moderado para enfrentar a Donald Trump ante el intento republicano de reelegirlo.

 

La hipótesis de que el candidato moderado tiene la posibilidad congregar, junto al voto demócrata, el de sectores del voto republicano que no estarían conformes con un segundo mandato de su actual presidente, no excluye que refleje una división al interior del Partido Demócrata en cuanto al programa de gobierno a seguir. Debemos ver asentarse al menos en el seno de este Partido un tiempo de maduración para una postura consensuada hacia una sociedad más equitativa, con contenidos más equilibrados y estables de justicia social, con una visión internacional basada en el respeto recíproco y la política de paz que no se limite al discurso.

 

Tal vez como nunca la elección de un presidente o del otro, y el alineamiento a un partido o al otro a la hora de las urnas, sea tan definitorio para el futuro de los Estados Unidos y para el ordenamiento económico y político mundial, por la resonancia que pueda tener en la sociedad.

 

Donde no cabe un epitafio

 

El papa Francisco, elegido en 2013 para sustituir al dimitente Benedicto XVI, es el líder que con más consistencia ha comprometido su predicamento (religioso, social y político) en aras de esa sociedad de fraternidad, paz y justicia cuyo camino ha sido extraviado por la modernidad capitalista. Ello, en lo que le permite su espacio al timón de la Iglesia Católica, que es el de las ideas, a pesar de que sus comunidades hayan perdido terreno en el mundo y de que tiene que navegar a contracorriente dentro de una curia conservadora y con una mayoría de diócesis en manos aun de obispos afines al pensamiento conservador de Juan Pablo II, el Papa a quien tocó consagrarlos.

 

Al rechazo a los excesos dogmáticos del catolicismo, que se tradujo de inicio en la elevada secularización de la feligresía entre el siglo xix y el xx, siguió una marea de conversión evangélica extendida por todo el planeta. La América Latina ha sido invadida por sectas prohijadas por ese boom del denominacionalismo protestante que la sociología ha tratado como «nuevos movimientos religiosos», «neopentecostales», o «carismáticos», en su mayoría fundamentalistas, en su mayoría con base en los Estados Unidos, en su mayoría funcionales a la explotación y la dependencia. Muchas de estas sectas predican una «teología de la prosperidad» que exalta las virtudes de la lógica del capital y busca alineación con los gobiernos que la propician.

 

Por primera vez en la historia un pontífice asume ante la realidad social esa postura claramente radical,[16] de la cual los cubanos hemos tenido muestras prácticas, y que en el plano doctrinal hallamos en sus más importantes encíclicas sociales.[17] Esto me hace pensar que este pontificado está llamado a desempeñar un papel esencial en hacer bascular el ordenamiento mundial en sentido contrario al vector de la barbarie en que lo ha empantanado el modelo neoliberal y el supremacismo norteamericano. Y que no se resigna a conformarse con el consuelo de un buen epitafio para el mundo.

 

En realidad el dilema de la coyuntura es mucho más complejo de lo que me lo puedo plantear aquí. Sería importante hacer control contable de los efectos de una política de salud errática al manejar la pandemia del nuevo coronavirus y los índices de morbilidad y de letalidad viral, que afectan en mayor escala a la población estadunidense a pesar del desarrollo económico y científico. Es un tema a través del cual se percibe diáfanamente el umbral de la barbarie, y que requiere a fondo de análisis y discusión en el plano de las metas sociales. Imprescindible para que la llamada «vuelta a la normalidad» no nos deje empantanados con el peso muerto de los extravíos.

 

Es ese uno de los puntos a que se refiere Noam Chomsky en la caracterización que incluyo al principio de estas líneas, junto al del cambio climático provocado por el daño inducido por un consumo abusivo, incontrolado, del medio natural. Ante este problema, al cual tendrá que retornarse con prioridad, pensada en el largo plazo, cuando se salga de la pandemia, los Estados Unidos, que también cargan con el peso de una proyección gubernamental irresponsable, tendrán que protagonizar el cambio de políticas. La consigna «¡America primero!» tendrá que modificar radicalmente su sentido, hacia el esfuerzo por el bien común si es que finalmente se quiere mantener para la historia.

 

La Habana, octubre de 2020

 

- Aurelio Alonso es subdirector de la revista Casa de las Américas. Profesor Titular Adjunto de la Universidad de La Habana.

Artículo escrito para el número 300 de la revista Casa de las Américas.

 

 

[1]En reportaje de María Daniela Yaccar sobre una conferencia virtual de Noam Chomsky en la Internacional Progresista, el 22 de septiembre de 2020.

[2]La democracia en América, de Alexis de Tocqueville, publicada originalmente en Francia en 1835, fue el primer estudio integral sobre el sistema político nacido de la independencia de las trece colonias de Norteamérica, y al año había sido traducido a trece idiomas. De Tocqueville había sido enviado por el gobierno revolucionario de 1830 para estudiar el sistema carcelario adoptado en la república norteamericana.

[3]Perry Anderson:Democracia y socialismo: la lucha democrática desde una perspectiva socialista, Buenos Aires, Editorial Tierra el Fuego, 1988.

[4]Utilizo el concepto con el mismo sentido que le diera Hannah Arendt en su ensayo Los orígenes del totalitarismo (1948). La autora no vivió lo suficiente para percatarse de la deformación política que describió en modelos autoritarios de la primera mitad del siglo, enraizada en la segunda –en su más acabada expresión– en esquemas que se pretenden democráticos con evidente extemporaneidad.

[5]En una apreciación apretada diría yo que al complejo energético pionero (las «siete hermanas») que marcó las dinámicas de acumulación y concentración monopólica del capital en el mundo desde finales del siglo xix, seguido del acero y el complejo automotriz, se sumó el de armamentos, alimentado por la Segunda Guerra Mundial y en estrecha relación con los que le antecedieron. En la segunda mitad del xx y hasta nuestros días, considero que hay que añadir a estos gigantes la potente industria farmacéutica con su incidencia en la mercantilización de la salud, el complejo financiero informático, que marca emblemáticamente el cambio de siglo, y el de los circuitos financieros subterráneos encabezados por el tráfico de drogas, los cuales aportan al movimiento de capital en su conjunto los beneficios del secreto bancario y la informalidad. La interacción entre todos estos empoderamientos en la economía norteamericana y, a partir de ella, en el sistema-mundo, han hecho de la corrupción una norma, una condiciónsine qua non legitimada en el sistema político por canales supuestamente democráticos.

[6]La propuesta monetarista elaborada por Friedrich von Hayek en confrontación abierta con John M. Keynes entre los treinta y los cuarenta, desestimada como modelo durante unas cuatro décadas, en las que se mantuvo solo en el plano académico, especialmente en la Universidad de Chicago, donde Hayek se instaló durante varios años antes de regresar a Europa en 1962. En Chicago, Milton Friedman se convirtió en el principal exponente del rescate de esta teoría, que sirvió de base «exitosa» en Chile al modelo aplicado por los «Chicago Boys». Este grupo de economistas formados por Friedman llevaron la propuesta del modelo a Pinochet con posterioridad al golpe de 1973; creció la economía, se fortaleció la oligarquía, y fue sumido el país en el pantano de desigualdades del que no se ha podido reponer.

[7]En el ascenso de la popularidad de Reagan, que no pocos hicieron descansar en su historia como actor de cine del Oeste, hay que tener en cuenta el peso específico del voto de amplios sectores evangélicos de inclinación fundamentalista, liderados por el predicador Jerry Falwell, que inició así una asociación política recurrente con las posiciones más conservadoras. Bajo su auspicio se creó en 1981 el Instituto de Religión y Democracia, vinculado a la política del Partido Republicano. Merece tomarse en cuenta por marcar conexiones que se hacen notar desde los ochenta en los Estados Unidos y hoy también vemos en la América Latina. Bush (padre) aprobó una legislación que debía velar por la libertad religiosa más allá de sus fronteras y una Comisión sobre la Libertad Religiosa Internacional con la tarea de monitorear, evaluar y penalizar las violaciones.

[8]Trae a mi memoria las palabras del papa Juan Pablo II en la Asamblea General de Naciones Unidas, en 1995, a partir de la cual el término se volvió una referencia recurrente en su discurso social.

[9]William LeoGrande y Peter Kornbluch: Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana, Ciudad de México,Fondo de Cultura Económica, 2015. Clinton accedió a firmar con Cuba el acuerdo migratorio de 1995 que contuvo el flujo de los «balseros».

[10]Me excuso de extenderme aquí en detalles sobre el federalismo, debate que se remonta a los «padres fundadores», ya que me alejaría de los objetivos del presente artículo.

[11]The New York Times, 2 de julio de 2016.

[12]Alaska, el territorio más distante de sus fronteras, comprado a la Rusia imperial en 1805 con evidente motivación geopolítica, solo se convirtió en estrella de la bandera en 1957.

[13] He sostenido esta tesis desde mi ensayo «Notas sobre la hegemonía, los mitos y las alternativas al orden neoliberal», publicado enEl laberinto tras la caída del muro, La Habana, Ruth/Ciencias Sociales, 2006.

[14]Aurelio Alonso Tejada: «La guerra ya no es la guerra», en La gaceta de Cuba, No. 3, La Habana, 2003.

[15]The Encyclopedia Americana, edición de 1957, vol. 27, pp. 442 y ss.

[16] Al hablar del papa Francisco –como siempre– uso el término «radical» en su significado real: ir ala raíz. Conviene el esclarecimiento para evitar las hipóstasis ilegítimas que suelen hacerse de ese significado, como sucede cuando hablamos de «democracia» y de «socialismo».

[17] En junio de 2015 apareció su encíclica Laudato si, que constituye un llamado al rescate de la naturaleza del daño ecológico infligido por siglos de explotación creciente del medio ambiente por la humanidad; y en octubre de 2020 , en Fratelli tutti, llama a romper con el «dogma neoliberal» y construir un mundo más justo después de la pandemia.

 

http://laventana.casa.cult.cu/index.php/2020/11/04/de-los-arboles-y-el-bosque/

 

 

https://www.alainet.org/fr/node/209643
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