Reconstruyendo las relaciones: la capilaridad cultural
- Opinión
Algunos codificadores de efemérides han consagrado ya el 17 de diciembre de 2014 como referencia clave para marcar el restablecimiento de la normalidad del vínculo entre los Estados Unidos y Cuba. Lo prefiero a quienes privilegian la formalización diplomática, porque alude al disparo de arrancada con las declaraciones simultáneas de Barack Obama y Raúl Castro. En especial la del primero, por el reconocimiento expreso del fracaso de la política de Washington y la disposición a cambiarla. Con bemoles pero sin pretender condicionamientos previos, inaceptables para la parte cubana.
Creo que desde aquel momento ninguno de los pasos dados –y se han dado pasos, aunque lo esencial esté por hacerse– ha sido tan significativo como lo será la visita oficial del presidente Obama a la Isla en los días 21 y 22 de marzo. Se ha recordado, desde que fue anunciada, que es el segundo inquilino de la Casa Blanca en hacerlo y que el primero fue Calvin Cooledge en 1928, en el clímax del mandato machadista. De ningún modo me parecen comparables los dos acontecimientos en significado. Para los cubanos aquella visita era un dato olvidado por insignificante.
Esta vez el mandatario de la primera potencia mundial arribará con un ramo de oliva al país que logró resistir más de medio siglo de hostilidad abierta después de librarse de su tutela. Tiene a cambio la garantía de que será bienvenido sin reservas. Se trata de un acontecimiento inédito para los dos países y no solo para los gobernantes que se lo acreditan.
Se ha desplegado en estos días una amplia panoplia de consideraciones al respecto, y habrá que prestar atención al desenvolvimiento de la visita misma y su repercusión puntual. Pienso que puede ser este el momento del balance estratégico confrontado de lo que se podrá concretar de manera efectiva en términos aceptables: un proyecto de acciones para el espacio que marca el tiempo físico que queda de mandato al presidente norteamericano.
La definición del terreno en el cual se desenvuelve este momento histórico tiene muchas vertientes a considerar y yo solo aspiro aquí a centrar la atención en una que no siempre se toma en cuenta como se merece. Me refiero a los vasos comunicantes que definen la relación cultural entre ambos países, que lo afectan todo, y que se nos muestran tan intensos en proximidades como lo ásperos que pueden llegar a ser en sus fricciones.
El panorama de la cultura expresa en su grado más elevado la contradicción entre la condición del país netamente latinoamericano y a la vez el más tocado por la capilaridad que impone la proximidad a la gran potencia. Todo el conjunto de determinaciones implicadas en la doctrina de la fruta madura, los desvaríos hacia la anexión, la realización demorada y difícil del ideal de independencia, la frustración que trajo el orden republicano dependiente. No sabría decir si un ajiaco, como calificó con acierto determinantes positivos la transculturación Fernando Ortiz o, en esta dimensión distinta, un turbulento remolino, si se le añaden los componentes que el sabio prefirió dejar fuera de la olla para mantener digerible el conjunto, pero que él conocía muy bien.
Nadie puede pasar por alto en la música y la danza, manifestaciones artísticas en las que con mayor claridad se perciben las cercanías, y la presencia de lo cubano en los Estados Unidos y del blues y otros géneros afroamericanos en la música cubana. La conexión capilar existente entre ambas culturas, en dos direcciones. No pocos son los nombres cubanos que han hecho carrera en los Estados Unidos, como Chano Pozo, Dámaso Pérez Prado, Celia Cruz y tantos otros, incluidos los que han visto afectada esta comunicación por las distancias, las rupturas y el bloqueo. Felipe Dulzaides y Chucho Valdés le han hecho honor en grande al jazz. Recuerdo a mediados de los ochenta en París que Dizzie Gillespie insistía en que solo aceptaba ser acompañado al piano por Gonzalo Rubalcaba. Gonzalo pudo viajar y tocó con él.
Recuerdo que Bola de Nieve actuó con éxito en el Carnegie Hall de Nueva York en 1939. En el área de la danza y la música clásicas apunto que la edición de 1957 de la monumental Encyclopedia Americana reconocía ya la fama que Alicia Alonso había alcanzado entre el público norteamericano, en tanto Miguel Antonio (Ñikito) Pinto, eminente pianista cubano fallecido en 2006, llegó a ser director adjunto de la Orquesta Sinfónica de Nueva York; por solo citar un par de referencias de un anecdotario que llenaría volúmenes. Tampoco debemos olvidar que una de las últimas composiciones de George Gershwin fue su Obertura Cubana (1932). No se trata de coincidencias fortuitas ni de la excepcionalidad del genio –aunque tampoco falten– sino de una imbricación de raíces de explicación más complicada, que no se limita a la creación artística.
Siempre recuerdo que el independentismo germina en la ideología cubana con Félix Varela, quien vivió la mayor parte de su madurez, entre los veinte y los cincuenta del siglo XIX exilado en Nueva York, donde produjo gran parte de sus trabajos políticos. Y culmina en José Martí, que de la segunda mitad de los setenta a su muerte en combate en 1895 también vivió en esa ciudad. Desde allí pudo conocer Martí las virtudes de aquella sociedad y reprochar los defectos. Admirar a Emerson, a Longfellow, a Whitman y a otras figuras de las letras y el pensamiento norteamericano, colaborar con Charles Anderson Dana en el diario que dirigía, y sufrir a la vez los obstáculos puestos a la preparación de la guerra del 95, como el boicot a la expedición de La Fernandina. Encuentros y desencuentros en el pensar y el hacer.
La arquitectura cubana de la primera mitad de siglo es elocuente. El capitolio de La Habana transmite una señal inequívoca de la medida en que quienes decidieron el diseño pensaban en Washington, y el edificio América y su teatro central se inspiraban de manera análoga en el centro Rockefeller y el Music Hall. Ni el uno ni el otro fueron percibidos como impostaciones sino aceptados como propios por el gusto, en ocasiones incluso con cierto orgullo. Los bateyes de los centrales azucareros norteamericanos se edificaban siguiendo sus ideas constructivas, y en los años cincuenta la arquitectura residencial se regía fundamentalmente por estilos californianos para las clases media y alta.
Hacia finales de los años cincuenta visité una fábrica de tabacos de La Corona cerca de Trenton, N.J., en la cual los obreros torcían con destreza la hoja importada de Vuelta Abajo. El aroma del tabaco hacía sentir allí la presencia de Cuba.
Sabemos que, junto a la música, el cine es la expresión artística de mayor alcance: el arte del siglo XX. En Cuba la preferencia por el cine estadounidense sobre el europeo ha sido incuestionable, e incluso compitió siempre con ventaja con el cine mexicano, a pesar de la lengua y otras proximidades fuertes en el plano cultural con el que puede considerarse el más cercano a nosotros entre los pueblos de nuestra América. Es una preferencia que se ha mantenido, al punto de privilegiar la traducción en el subtitulaje del inglés por encima del doblaje, tan apreciado en otras latitudes.
En el gusto por el deporte, con la salvedad del futbol americano y los deportes de invierno, la escala del gusto nacional parte del béisbol y se acopla con otros gustos deportivos norteamericanos, como el boxeo el baloncesto y el volibol. Pero “la pelota”, como le llamamos nosotros, imposible de descifrar con códigos hispánicos, es casi un modo de pensar, y una jugada puede convertirse en el objeto de una discusión interminable.
Personalmente veo en la práctica desarrollada de manera espontánea en la restauración del automóvil estadounidense, que del mercado cubano en los sesenta (con el mercado mismo), una contribución inexplorada todavía en el plano cultural, requerida de la conexión de una relación normal entre ambas sociedades.
Este panorama podría hacerse mucho más explícito –y dudo que no se haga– pero me basta lo reseñado hasta aquí para concluir que, paradójicamente, el dimensionamiento de lo cubano tras medio siglo de bloqueo rebasa con creces la imagen que se pueda extraer de una normalidad que pretenda cifrarse en la realidad precedente a 1959. Cuba era un dato prácticamente ausente del imaginario norteamericano, para el cual no representaba un interés definido. Hoy esa imagen se ha redimensionado, y una mirada recíproca más cercana puede cambiar muchas cosas.
En los próximos años se avecinan transformaciones para la sociedad civil cubana. No es una previsión audaz. Verdaderos retos en muchos planos, incluido el cultural. Si bien la iniciativa y la acción de cambio en estrategias y en políticas orientadas a la normalidad corresponden fundamentalmente a Washington, el peso principal de los efectos sociales y económicos recae, como es evidente, sobre la sociedad cubana. Y consecuentemente el peso del desafío también.
Las relaciones culturales, más allá de que juguemos pelota juntos, de bailar aquí y allá con orquestas parecidas, de disfrutar de las canciones de las dos orillas y de que se compartan o no los gustos culinarios, incluyen hábitos sociales adquiridos con arraigo, una cultura política y un estilo de vida, lo que siente y hace la comunidad y la familia, y en ese terreno estarán, en el fondo, los desafíos que comienzan a levantarse.
Aurelio Alonso, Premio Nacional de Ciencias Sociales 2013 y subdirector de la revista Casa de las Américas.
Fuente: Progreso Semanal
Boletin Por Cuba (Año 14 Número 20), 2016-03-15
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