Yin y Yang, Pinky y Cerebro, luz y sombra, frío y calor… ¿qué y quién eres realmente, Sebastián?

03/10/2019
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¿Derechista, centroderechista, democristiano, o simplemente especulador financiero metido en política? Quizás todo lo anterior, multiplicado por el volumen del ego que le supera intelectualmente y por el variopinto montón de mentiras y mentirijillas que, audazmente, acostumbra lanzar cada vez que aparece ante las cámaras de televisión. Sin duda, el desparpajo es también una de sus características.

 

Su búsqueda de protagonismo viene desde la época en la que era solo un especulador financiero con buena información privilegiada, una especie de ‘niño regalón’ amamantado por los poderosos de entonces, como Ricardo Claro, su principal protector y maestro en aquellos años. Precisamente con este hombre jugaría después un rol similar al que protagonizó Bruto ante Julio César. “La traición es cuestión de tiempo”, había asegurado el general Patton en la Europa del año 1945 refiriéndose a los soviéticos, entonces –aún– aliados de EEUU en la guerra contra el Eje. Patton nunca explicó si esa traición la protagonizarían los rusos o los yanquis.

 

Recuerde, estimado lector, que don Sebastián procede de una familia reconocida públicamente como democristiana, del ala derechista de la Falange, aquella que era (y es) esencialmente beata, de misa dominical y credo diario.

 

Tempranamente entendió que por ese carril (el de la Democracia Cristiana) jamás llegaría al puerto que deseaba. La competencia interna era muy fuerte, y en ella destacaban sólidos políticos en una época de difícil pronóstico, como fue la de los años de la llamada ‘guerra fría’, en la que el PDC apostó por una vía alternativa no capitalista y no marxista.

 

Entonces optó por devenir especulador financiero aprovechando que su hermano José formaba parte del gabinete ‘regalón’ de la junta militar dictatorial. La acción delictual en el Banco de Talca y luego la traición sin nombre a su protector Claro Valdés, fraguaron la matriz moral que le caracterizaría de allí en adelante.

 

Una vez consolidado en el oficio de especulador, inició su trayectoria política alistándose en las filas de la derecha. Fue asesor directo y oficial de Hernán Büchi cuando este fue nominado por Pinochet para enfrentar a Patricio Aylwin en la elección presidencial de 1990. Allí puso en acción sus dotes de trabajólico empedernido.

 

¿Recuerda usted, amigo lector, que Büchi, en un momento dado, informó a la prensa que abandonaba la campaña y que no deseaba ser candidato? La razón no era otra que Sebastián Piñera. Tatán lo había cansado con las exigencias de trabajo diario, de actividad frenética y permanente. No era capaz de seguirle el ritmo. Büchi no sufría el síndrome de Tourette que aquejaba ya a Piñera. Pinochet convenció a Büchi para seguir en campaña, pero con un Piñera algo más distanciado, pues la responsabilidad del apoyo y asesoría política y comunicacional a Büchi recayó en personajes como Ricardo García y Carlos del Río, ex ministro de Relaciones Exteriores y ex asesor de ese mismo ministro, respectivamente, en uno de los tantos gabinetes de la dictadura cívico-militar (tiempo después, ya en democracia, Carlos del Río sería Director Ejecutivo de INACAP, cuando el presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio –nueva dueña de ese Instituto– era Manuel Feliú).

 

En esa misma época Sebastián manifestó en una entrevista a un diario capitalino: “algún día los chilenos me van a valorar y respetar”. No le bastaba el protagonismo como especulador financiero, quería algo más, mucho más. Comenzó entonces su tránsito hacia el Congreso Nacional aprovechando que en aquellos años la derecha carecía de buenos representantes, pues la mayoría de ellos provenía de los listados de la dictadura y aunque la prensa oficial (¿hay otra?) les apoyaba y destacaba, el respetable elector no mostraba mayor confianza en ellos para alcanzar la meta principal: el palacio de La Moneda.

 

Piñera fue tal vez uno de los primeros ‘nuevos derechistas’ en percatarse que los medios de prensa, en especial la televisión, eran quienes podían determinar el triunfo o el fracaso de un político. Desde ese momento comenzó a jugar el jueguito de la adjetivación: “con toda la fuerza, con el empuje, la convicción, la fe y la enjundia del empuje de los chilenos y de la fe en el futuro esplendoroso, maravilloso, pleno y esplendido”. Al mismo tiempo inició la perorata de aquello que la gente quería escuchar, aunque mucho de lo mencionado jamás podría alcanzarse.

 

En alguna extraña forma, las características de un personaje de ficción como el alcalde de la Pérgola de las Flores (la obra musical de Francisco Flores del Campo e Isidora Aguirre) se entronizó en sus venas.

 

“Cuando un radical me pide apoyo no le digo nunca no, cuando un liberal me pide voto no le digo nunca no, a los candidatos pelucones siempre les digo que sí, pero cuando quedo solo hago lo que me conviene a mí. En política y amores decir NO es barbaridad, (…) el SI es tanto más bonito y tiene elasticidad”.

 

A lugar que va, lenguajea lo que a la gente le gusta e interesa. Por ejemplo en las Naciones Unidas, en Nueva York, se mostró ante la asamblea general (algo vacía a esa hora) como un insigne defensor del medioambiente y luchador frontal contra el cambio climático. Sin embargo, en Chile, es un impulsor de medidas que atentan abiertamente contra el medioambiente en beneficio exclusivo y directo de los inversionistas que pujan por obtener los recursos naturales a costa del deterioro irreversible de islas, ríos, glaciares, litorales y valles.

 

Luz y sombra, frío y calor, pinky y cerebro, yin y yang. Amor a Latinoamérica en el discurso… ataque a Latinoamérica –en beneficio de sus ídolos estadounidenses como Clinton, Obama y Trump– en los hechos concretos. Su odio a Maduro y al gobierno venezolano es rayano en el ridículo no sólo por haber oficializado a un tal Guaidó como presidente de esa república, sino también por haber dirigido y encabezado aquel fracaso de Cúcuta, en el que ningún otro mandatario derechista del subcontinente se atrevió a participar de manera directa. Ninguno, sólo él. Y fracasó de manera estruendosa haciendo el ridículo internacionalmente.

 

La cuestión es –para él– conseguir algún tipo de liderazgo internacional que lo catapulte a organizaciones supranacionales, como aconteció con otras figuras políticas chilenas como Orlando Letelier, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Juan Gabriel Valdés. A su incontinencia verbal ha sumado acciones propias de un bufón, pero de los malos, de los que finalmente terminan siendo pifiados. Si hay un caballo, quiere montarlo; si hay un desfile militar quiere encabezarlo; si hay un bote, quiere remar; si hay una pelota quiere patear un penal; si hay un Ford ‘T’ quiere conducirlo; si hay un helicóptero, quiere pilotarlo; si hay una nalga quiere ponerle una inyección; si hay un escenario quiere ocuparlo… definitivamente es demasiado.

 

Un amigo radical –de esos radicales a la antigua, republicano y chunchulero– asegura que Piñera está afectado por un mal que años atrás el pueblo bautizó como “el síndrome Pato Peñaloza”. ¿No sabe de qué se trata? Bueno, la verdad es que para conocer ese síndrome usted tendría que haber leído –hace algunas décadas– la revista de variedades y chistes picantitos más famosa de Chile: “El Pingüino”.

 

En esa revista, creada y dirigida por Guido Vallejos, había una página dedicada a “Los relatos del Pato Peñaloza”, un personaje de baja estatura, gran jopo engominado, bracitos y piernas cortas, chamullero, fanfarrón, fantasioso, pesado insoportable, siempre vestido con buen traje, pero lo más importante era que el personaje tenía el complejo de los chicos, de los petisos… Se creía galán seductor, juraba que todas las mujeres morían de amor por él, adoraba ser figurín, centro de mesa, florerito… Pero siempre salía trasquilado, debiendo desaparecer rápidamente de escena para evitar una vergüenza mayor o, en el peor de los casos, una buena golpiza.

 

Lo que tenemos de Presidente deambula entre un egocentrismo enfermizo y el ‘síndrome Pato Peñaloza’, acompañado por una incontinencia verbal, una logorrea, asentada en una ignorancia supina de la diplomacia, de la política en serio y de la Historia, pero autocomplaciente en razón a los arcones de oro y monedas sobre los cuales descansa su nombre.

 

Peligrosa mezcla, sin duda. Peligrosa no sólo para el país y los chilenos, sino también para él, nuestro inefable Pinky y Cerebro que –no hay que descartarlo– posiblemente esconda o disfrace alguna neurosis mayor de personalidad desvariada.

 

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