Paz y reformas sociales

Una política de reformas es esencial para la paz

19/10/2014
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Reformas y socialismo
 
La reciente publicación de los consensos alcanzados por el gobierno y las Farc en la Mesa de diálogos de La Habana[1], nos ubica en una antigua pero siempre renovada polémica en torno a los límites y potencialidades reformistas de la política democrática en sociedades capitalistas y de dominio señorial, como la colombiana. Se trata de un debate que gravito en el curso de la Segunda Internacional[2] y en el pensamiento más destacado del movimiento revolucionario, generando aportes de especial proyección teórica[3]. Esta controversia cerró traumáticamente al fracturarse –en la práctica y en la teoría- socialismo de democracia y reforma de revolución, como los señala Boron.
 
Hoy, con ocasión del proceso de paz que se adelanta en la capital cubana, se hace necesario un análisis profundo de una problemática tan densa y compleja como esta. Así que, no se puede abordar apropiadamente el asunto de la Paz democrática sin tratar el tema del socialismo para Colombia; por supuesto que no se puede tocar el último omitiendo la primacía de la cuestión democrática. La historia demuestra que han sido necesarias revoluciones sociales para que pudieran llevarse a cabo reformas trascendentales en las estructuras básicas de la sociedad, y que la acción reformista desprovista de una visión más o menos clara de una utopía política –construcción de mundos imposibles que alumbran a la formación de mundos posibles- finalizan en la deplorable gestión de las rutinas estériles de la vida cotidiana.
 
Esta reflexión se enfoca en la necesidad e importancia de la reforma social, política, económica, ética y cultural, en momentos en que Colombia realiza un gran esfuerzo para poner fin a la guerra y la violencia que por más de medio siglo ha afectado la sociedad nacional.
 
Nuestro análisis parte de la fuerza ontológica del proceso de paz, de su productividad política, es decir, de su capacidad para abrir nuevos caminos que hasta hace poco estaban cerrados, y para ampliar el horizonte de visibilidad de los sujetos constituidos.
 
No pretendemos sobredimensionar las reformas para la paz consensuadas en los temas agrario, político y de cultivos ilícitos, para atribuirles dones que intrínsecamente no tienen. Al respecto resulta oportuno evocar a Rosa Luxemburgo quien señalaba que: “las luchas por las reformas no genera su fuerza independientemente de la revolución. Durante cada periodo histórico, la lucha por las reformas se lleva a cabo solo en el sentido indicado por el ímpetu de la última revolución; y continua hasta tanto el impulso de ella sigue haciéndose sentir….en cada periodo histórico la lucha por las reformas se lleva a cabo solamente dentro del marco de la forma social creada por la ultima revolución….Resulta anti histórico representar la lucha por la reforma como una simple proyección de la revolución y a esta como una serie condensada de reformas”[4].
 
La experiencia histórica le da la razón a Luxemburgo en su apreciación: las reformas en todos los ámbitos, por genuinas y enérgicas que sean, no alteran la esencia de la sociedad preexistente. La reforma no es una revolución dilatada, que transcurre por etapas. La construcción de nuevas sociedades alternativas al  capitalismo no se da por esa vía. Años de reformismo liberal y socialdemócrata no han sido suficientes para dejar atrás el capitalismo y su versión neoliberal. Dicho sistema no ha sido cambiado con vía al Socialismo. Todo lo contrario, se ha decantado como un régimen cada vez más excluyente aunque versátil, dueño de mayores capacidades de adecuación y control de sus propias crisis y fortalecido por una legitimidad política no vista en las fases iniciales de su gestación. Pero por mas que se quiera ese reformismo no ha llevado al Socialismo y lo que es muy frecuente es el auge del neoconservadurismo, el fascismo o el repliegue de las socialdemocracias que han terminado en el social liberalismo, como en Francia, en España y en Alemania.
 
Adam Przworski[5] dice al respecto que más de 100 años de reformismo han mostrado que:
 
“Las reformas conducirían al Socialismo si y solo si: i) fueran irreversibles, ii) de efectos acumulativos, iii) conducentes a nuevas reformas, y iv) dirigidas hacia el Socialismo. Como hemos visto, los socialistas reformistas han venido pensando desde la década de 1890 (Segunda Internacional) que las reformas cumplían todas estas condiciones y, por tanto, su acumulación llevaría al Socialismo, pero hasta el momento eso no ha ocurrido.”[6]
 
Así que, las reformas sociales han apuntado mucho a la materialización de ciertos cambios dentro del régimen capitalista, no obstante hasta ahora el tiempo transcurrido no acredita tan solo un caso en que desde las reformas se hubiera logrado trascender a dicho sistema de explotación y establecer una forma superior de organización social, económica y política.
 
Agreguemos que la Teoría crítica acepta la acción de las masas por las reformas pero jamás limita la lucha del pueblo a esas modificaciones parciales, todo lo contrario, las convierte en cambios no reformistas, como ruta para alcanzar el Socialismo. Hay una estrecha unidad entre las reformas sociales y los procesos revolucionarios. Entre las reformas sociales y la revolución hay un puente indisoluble. Hay reformas que fortalecen el capitalismo y otras que permiten la construcción de la conciencia anti-capitalista. Las reformas sociales dan la manera de hacer parte activa en la confrontación de clases al lado de las masas proletarias, por eso la revolución no es la pura suma de reformas. Las verdaderas reformas sociales deben cumplir ciertas condiciones como modificar la correlación de fuerzas contra los capitalistas, profundizar la transformación social, aportar a la conquista del poder político por parte de las masas populares, des mercantilizar las relaciones sociales y superar la explotación del trabajo.
 
En el campo político hoy, hacen presencia tres manifestaciones del reformismo. Son el social liberalismo (neo desarrollista), la socialdemocracia y el eurocomunismo. Las tres se disputan la defensa de un capitalismo más humano, descalificando la opción revolucionaria.
 
La teoría crítica entiende las reformas en su alcance profundo y revolucionario con un horizonte socialista. Por eso para superar las limitaciones del reformismo hay que relacionar los cambios parciales con el proyecto socialista revolucionario, pues él mismo es la única garantía de las mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores. Determinar las mediaciones entre reformas y horizonte socialista, es la clave de una política de izquierda.
 
La Ciencia social crítica plantea los cambios revolucionarios como procesos estratégicos en los cuales confluyen contradicciones objetivas y factores subjetivos, para transformar la sociedad imperante. Asume que la consecuencia de las explosiones sociales enfrenta a las clases y grupos sociales que se disputan el poder y determina quien orientara el futuro de la sociedad. Las revoluciones no son simples mutaciones epidérmicas, son cambios radicales en la totalidad social.
 
Por eso la Teoría crítica plantea tres diferencias esenciales en su concepción de la revolución. Primera, la diferencia entre revolución y situación revolucionaria. Segunda, la trascendencia de las condiciones objetivas y subjetivas. Tercer, la diferencia entre las revoluciones burguesas y socialistas.
 
Y, a diferencia de la burguesa, la revolución socialista obliga el uso popular y mayoritario de acciones de fuerza; puede ser que un ciclo prolongado de resistencia popular armada cierre ocasionalmente, pero tal circunstancia no descarta su uso posterior si las condiciones lo exigen, dada la pulsión crónica de los grupos dominantes en el uso de la violencia paramilitar. En Colombia, un camino parlamentario e institucionalista es bastante incierto. Una política revolucionaria y socialista en nuestras condiciones obliga a estar atentos a ciertos focos de tensiones mayores, porque se quieran anular las conquistas de la paz mediante el regreso de la ultraderecha fascista al poder central del Estado; evitar el fetichismo legalista y constitucional; la necesidad de una teoría y un método de conquista del poder que articule adecuadamente la “guerra de posiciones” con la “guerra de movimientos”; construir poder popular extra-institucional como lo ha hecho por largos años la resistencia campesina armada revolucionaria en sus áreas de influencia; mayor formación y radicalización ideológica, entender que ningún procedimiento electoral elimina la acción popular directa; y que la unidad en el seno del pueblo es el acumulado más importante.
 
A partir de esa consideración se puede abordar el tópico de las reformas esbozadas hasta el momento para la paz.
 
El alcance de las reformas factibles de La Habana
 
En la presente coyuntura que vivimos –interna y global- la firma de la paz con sus reformas, es nuestra única oportunidad de avanzar, y será preciso aguardar a que se transformen las circunstancias objetivas y subjetivas antes de que sea factible avizorar alternativas de más largo alcance. La equivocación del reformismo consiste en confundir necesidad con virtud: aun cuando en las circunstancias actuales las reformas sean lo único que queda por hacer, eso no las convierte en herramientas propias para el salto al Socialismo. Son lo factible, pero no lo deseable, si es que conservamos nuestra visión colocada en el horizonte de nuestra utopía. Cierto, queremos más, pero estamos en tiempos de cierto repliegue que nos empujan a conformarnos con menos.
 
Hay que evitar el error de fetichizar las reformas y darles el alcance de una revolución por etapas. Si defendemos la necesidad de hacer reformas de fondo en nuestra sociedad, es porque pensamos que las fuerzas revolucionarias y socialistas no pueden permanecer cruzadas de brazos hasta el momento en que llegue el incierto día decisivo. La patética condición en que se encuentran amplios sectores de la sociedad nacional obliga ajustes inmediatos, que el bloque burgués dominante aceptará si una correlación de fuerzas que le sea completamente adversa se lo impone abrumadoramente. Como el tiempo y la sociedad se desplazan dialécticamente, el producto de esas innovaciones será un fortalecimiento temporal del capitalismo imperante; igualmente la constitución de una serie de condiciones que, cuando maduren, habrán de permitir el tránsito al Socialismo, según lo planteado por la Ciencia social critica. Y como decía Rousseau: “Si Esparta y Roma perecieron, ¿Qué Estado puede durar siempre? ¿O acaso estamos obligados a creer que una sociedad putrefacta como la que acá impera se ha vuelto inmortal?, según la afortunada cita de Boron.[7]
 
Es por estas consideraciones que tiene sentido preguntarse por las posibilidades que existen para construir y consolidar un orden democrático en paz a partir de los diálogos de La Habana y sus importantes avances, y la función que en esta tarea le cabe a las reformas consensuadas hasta el momento en los temas agrario, de participación política, cultivos ilícitos y víctimas. Estos son temas palpitantes dada la coyuntura creada con ocasión de los diálogos de paz, con amplias movilizaciones sociales y con agudos desajustes sociales que exigen prontamente la ejecución de una radical política reformista. En ese sentido podemos afirmar que el difícil proceso de paz que se construye con los diálogos entre el gobierno y las Farc, solo podrá afirmarse si tiene la capacidad de promover una ambiciosa estrategia de reformas sociales y políticas que modifiquen radicalmente el capitalismo imperante. Si tal reformismo no se convierte en una realidad, la paz sucumbirá con la crisis económica que se avizora y con el sabotaje intolerante de la ultraderecha autoritaria y paramilitar[8]. Solo un resuelto programa de reformas hará posible que las masas superen la guerra y la violencia, consolidando avances democráticos efectivos y echando las bases para nuevos desarrollos políticos.
 
Un elemento que debe considerarse en el desarrollo de las reformas para la paz es la continuada presencia de poderosos actores autoritarios “acomodándose” a regañadientas –a la espera de mejores tiempos- a las exigencias de la paz democrática. No se puede ignorar en la coyuntura nacional de hoy la enorme incidencia de los grupos ultraderechistas que presionan para sabotear las reformas avanzadas y mantener las políticas neoliberales de mercado cuyos efectos generales son ni más ni menos que la consagración del “darwinismo social” del mercado y sus catastróficas consecuencias sobre la justicia social y la equidad. De otro lado, el ambiente ideológico y mediático refleja el rechazo a la democracia participativa de las masas, articulada constantemente por los líderes de la ultraderecha paramilitar.
 
Precisamente estas facciones retrogradas defienden a ultranza las formulas neoliberales descartando la democracia como instrumento apropiado para conducir la economía en términos de equidad y paz. Desconocen que el mercado ha sido incapaz de organizar racionalmente la explotación capitalista, realzando el papel del Estado como “capitalista colectivo ideal”.
 
Hay que admitir, desde luego, que la facción dominante en el bloque de poder prevaleciente en el Estado, en aguda disputa con el núcleo señorial terrateniente y paramilitar, agencia una especie de neo desarrollismo como variante del Estado social de derecho o del Estado de Bienestar. La política económica y social del “núcleo santista burgués”, plantea otra articulación entre Estado y sociedad civil. Hay una creciente ampliación del aparato estatal y su sostenida centralidad para el proceso de acumulación capitalista focalizada en el extractivismo minero-energético. Sobre ese fenómeno estatalista hay una reflexión marxista de importante tradición. Fue Gramsci quien ahondo el tema. La forma institucional asumida para la decantación de estas nuevas prácticas, discursos y capacidades estatales fue conocida durante largos años como Estado de Bienestar o Estado social de derecho en la versión constitucional de 1991. Buci-Glucksman y Therborn, plantean que la inserción de esta forma estatal en la totalidad social se hizo efectiva mediante dos núcleos de sentido: un modelo de acumulación y desarrollo, que refleja la compleja relación entre Estado y capital; y un modelo de hegemonía-dominación focalizado en la relación complicada, por supuesto, entre el Estado y las masas populares[9].
 
Este último aspecto es el que debe merecer especial atención, pues, la actual política de las clases dominantes, de la burguesía globalizada, tiene el objetivo de integrar las masas al Estado mediante la promoción de ciertos niveles de organización y movilizacion de los nucelos populares. Obviamente ese no es un proceso homogéneo, pues depende de las condiciones históricas concretas y del valor de las tradiciones político-organizativas, institucionales e ideológicas de nuestra sociedad. Pero, mas allá de las características y especificidades de nuestra sociedad, este modelo estatal social de derecho reforzado con el neo desarrollismo y el neo institucionalismo, está marcado por el auge de complejas redes de mediación corporativa, cuyo papel se orienta a controlar y desactivar las iniciativas con origen en la movilización social, llevando, desde luego, a que la legitimidad de la elite gobernante dependa mucho del consenso de los dominados. El Estado social de derecho Neo desarrollista requiere, pues, la armonización de dos lógicas que a menudo son difíciles de sincronizar: una, de carácter económico, orientada al rediseño y estabilización de la acumulación capitalista; y, otra, de carácter político, dirigida a promover la paz social, institucionalizar y crear así un nuevo orden burgués estable y legitimo.
 
Lo que se quiere es que el Estado social de derecho en su fase neo desarrollista acumule una fuerte capacidad para procesar las grandes tensiones de la sociedad colombiana. Dicho Estado debe adelantar políticas activas de redistribución del ingreso y de reforma social para dotarse de amplia legitimidad ante los ojos de las clases populares. Hay, pues, un estrecho vínculo entre la integración política de los sectores populares, el gasto social y los subsidios estatales como los de las Familias en Accion.
 
Desde luego, en esta realidad, hay que considerar que la ampliación de muchos beneficios sociales es resultado de la fuerza reivindicativa y de la presión de las masas con sus huelgas, bloqueos de carreteras, marchas y manifestaciones, como las registradas en el 2013. Lo cierto es que donde el pueblo carece de fuerza y potencia política necesaria, la clase dominante retiene todas sus prerrogativas históricas. Cuando, por el contrario, la amenaza popular se articula y cohesiona, el bloque burgués dominante no tiene más alternativa que asumir a regañadientas las nuevas conquistas sociales.
 
La presencia activa y beligerante de las masas en el seno del Estado de bienestar siempre tiene resultados consistentes sobre la composición del gasto fiscal, ampliando los subsidios y prestaciones para los más pobres. El objetivo de las luchas sociales, como lo demostraron los campesinos en el 2013, es que los gastos sociales del Estado en educación, tierras, salud, seguridad social y otros programas crezcan sólidamente por encima de las tasas de incremento, en términos reales, del PIB. Esa es una tendencia que se debe mantener aun en condiciones de eventuales crisis como las que ya se insinúan a consecuencia de la caída de las rentas fiscales minero-energéticas.
 
Lo que el análisis social demuestra es que hay un estrecho vínculo entre la ampliación de la ciudadanía, el mas o menos paulatino desplazamiento del centro de gravedad del sistema partidario hacia posiciones de izquierda y el avance de las medidas sociales y la expansión de los gastos sociales del Estado. Es por tal razón que la democracia política no se puede limitar en la extensión del sufragio a las clases y grupos subalternos y el equilibrio de poderes. La democracia también es la profundización de los compromisos sociales y de las políticas públicas orientadas a enmendar las inequidades generadas por el mercado con la incorporación de instrumentos redistributivos del poder económico.
 
En ese sentido, el análisis de nuestra realidad actual debe considerar, como fruto de la paz, el tema de la construcción de ciudadanía. A ese propósito es pertinente recordar el planteamiento de T.H.Marshall[10] quien propuso reelaborar el significado de “ciudadanía” considerándola en tres partes: civil, política y social. El aspecto civil incorpora los derechos necesarios para la plena vigencia de las libertades individuales: la libertad de palabra, de pensamiento y de culto y el derecho a la propiedad y a concluir contratos validos y a la justicia. La dimensión política se refiere a la extensión del sufragio y a la eliminación de las trabas que impiden la participación y el acceso al poder político de ciertas categorías y grupos sociales. El sufragio universal, secreto e igual y los parlamentos y las organizaciones del poder local traducen y reflejan orgánicamente la vigencia de los derechos políticos. Por último, el ámbito de los derechos sociales de la ciudadanía incluye desde el derecho a un mínimo de bienestar y seguridad económica hasta la facultad de compartir plenamente los beneficios de la herencia social y cultural de la comunidad, gozando de una vida civilizada acorde con los criterios y normas prevalecientes en la sociedad. La expresión institucional de este moderno aspecto de la ciudadanía son el sistema educacional y las prestaciones sociales; estos últimos proveen a la población pobre de los elementos indispensables para una vida digna. El paso del súbdito al ciudadano es inseparable de la aparición del “salario-ciudadano”.
 
El horizonte de las reformas
 
La paz con equidad y justicia social que se proyecta para Colombia exige un Estado capaz de impulsar un programa de reformas sociales. Es evidente que, dentro de ciertos límites admisibles para las clases dominantes, se puede redistribuir la riqueza; construir viviendas, hospitales y escuelas; entregar tierras y créditos a los campesinos; promover una sociedad más igualitaria y ofrecer una amplia gama de bienes públicos.
 
Con reformas democráticas al Estado se puede –en lo relacionado con el bienestar colectivo y a la dignidad ciudadana de las clases populares- hacer mucho más que lo que ha hecho el modelo neoliberal.
 
Una política de reformas es esencial para la paz en Colombia, que permita sobreponerse a factores adversos como el saqueo de excedentes mediante el endeudamiento externo y la supervivencia de los bastiones sociales del autoritarismo, entre los cuales destaca la bochornosa supervivencia de prerrogativas jurisdiccionales que las Fuerzas Armadas se reservan para si y que son irreconciliables con el funcionamiento de un Estado democrático.
 
A las anteriores desventajas Colombia tiene otras que contribuyen a hacer todavía más complicada la vía que conduce hacia la consolidación de la paz democrática. En primer lugar está la inmensa tarea a realizar habida cuenta de los destrozos generados por el capitalismo salvaje en nuestra sociedad. A los históricos problemas derivados del atraso y el subdesarrollo hoy tenemos que añadir los que se originaron en el alarmante deterioro de los niveles de salud, educación y alimentación de las capas populares. Las dislocaciones producidas por un patrón de crecimiento acelerado pero concentrado y excluyente han dejado mucho más victimas que beneficiarios en nuestro país. En Colombia, un programa reformista debe dar respuesta a necesidades humanas fundamentales en sectores mayoritarios de la vida nacional. Los puntos de nuestra agenda de reformas sociales y políticas son mucho más profundas que en otros lugares. Pertenecen a la época del capitalismo salvaje y pre-keinesiano, pues se trata de enfrentar problemas tales como la erradicación de la pobreza extrema, la tugurizacion de nuestras grandes ciudades, la falta de movilidad democrática en los grandes centros urbanos, la reforma agraria, la alfabetización, la mortalidad infantil y el logro de un adecuado nivel nutricional.
 
Un elemento central del sustento de las reformas para la paz es la estabilidad del gobierno comprometido con los diálogos. Los sectores sociales opuestos a la paz pueden jaquear constantemente a las autoridades desde sus privilegiadas trincheras de la sociedad civil. El control de los medios de comunicación, o el escepticismo de la ultraderecha y su bloqueo crónico, puede tener un impacto mucho mayor sobre la estabilidad política y social que un paro cívico general. Una “huelga de la ultraderecha” que pesca en el rio revuelto de las “dignidades” maoístas, puede constituirse en un arma letal para cualquier proyecto reformista que apalanque la transición a una paz democrática.
 
La correlación de fuerzas
 
Otro aspecto que debe considerarse en un programa reformista está referido a la correlación de fuerzas en la coyuntura de la transición a la paz. ¿Quiénes están a favor y quienes en contra?, es la pregunta que hay que formularse debido a que acá los voceros del autoritarismo coexisten promiscuamente con quienes aparentemente se inclinan por la paz. Como los sectores de la ultraderecha conservan bastante poder y eliminarlos requiere de medidas radicales como las tomadas por la revolución soviética de 1917 o la cubana de 1959 o una derrota militar, la transición a la paz se torna muy complicada. No se pueden confundir dos cosas tan diferentes como el importante consenso político a favor de la paz y la relativa derrota de la ultraderecha, a manos de una alianza por la paz. En realidad hay dos proyectos en pugna, donde uno de ellos –el de la paz- ha logrado prevalecer en condiciones de mucha fragilidad. En ese sentido, es preciso retomar las reflexiones de Gramsci[11] a propósito de los distintos niveles en que debía examinarse el tema problemático de la correlación de fuerzas sociales en las coyunturas de cambio histórico. El predominio en el plano electoral no puede ser trasladado mecánicamente al campo global e integrativo del Estado, concebido en un sentido amplio y que rebase las consideraciones de sus aparatos, y colocados en este nivel mas global y complejo de agregación resulta claro que es necesario que quienes quieren vivir en paz sean capaces de doblegar a los que la rechazan, siendo esta una verdad reiteradamente explicitada por los grandes pensadores de la teoría política desde Aristóteles Gramsci, pasando por Maquiavelo.
 
Una cultura política violenta
 
Otro aspecto a tener en cuenta, muy vinculado a los anteriores, mira los efectos de la prolongada socialización violenta vivida por nuestra sociedad sobre la red de valores, ideologías y actitudes básicas de la población. La fragilidad de las prácticas democráticas y pacíficas le ha dado mayor peso a agencias e instituciones que, como las Fuerzas Militares, han ejercido una influencia tan profunda y nefasta sobre la sociedad. Esto se ha manifestado, con efectos que son muy difíciles de neutralizar, en la conformación de una suerte de “cultura política” autoritaria que, operando desde lo inconsciente propaga su influjo repugnante inclusive sobre actores y protagonistas que en un plano consciente se encuentran identificados con los valores de una paz democrática. Por eso muchas veces es posible identificar síntomas de un sutil y subliminal desdén por los valores democráticos y por la política en importantes segmentos de la población, los que arrinconados por el peso de la crisis económica o aterrorizados por el fenómeno anarquizante de la ingobernabilidad/inseguridad son empujados a entregarse a propuestas de corte fascista. Es el caso de los más de 7 millones de personas que en las votaciones recientes apoyaron al candidato uribista Oscar Iván Zuluaga y su neopopulismo legitimista.
 
En todo caso, por ahora es cada vez más cierto que el rechazo a la cadena de arbitrariedades antidemocráticas cometidos durante los gobiernos de Uribe y la precariedad de sus supuestos logros, ha favorecido una amplia revalorización de la democracia y la paz en el seno de las clases y grupos populares. Hay la convicción de que si bien la paz democrática no es la fórmula mágica  con que muchos sueñan, al menos tiene la virtud de poner en manos del pueblo algunos instrumentos con los cuales defenderse de sus opresores.
 
Paz y democracia
 
El tema de la democracia no es marginal para la paz y los diálogos de La Habana. Es por tal razón que conviene detenerse en su análisis. Desde luego dicho tema debe ser objeto de aproximaciones de mayor profundidad. Los expertos son muy cuidadosos en advertir que no hay una teoría de la democracia –la liberal/pluralista- sino varias[12]. De acuerdo con la propuesta de Atilio Borón, la democracia se puede concebir como una síntesis de tres importantes cuestiones:
 
La pregunta de Aristóteles: ¿Quién gobierna?
 
La problemática del constitucionalismo liberal, pero principalmente de Locke y Montesquieu: ¿Cómo se gobierna?
 
El horizonte del marxismo: ¿Qué hace el gobierno?
 
El abordaje integral y simultáneo de estas tres dimensiones en la construcción de la democracia nos lleva a descartar propuestas doctrinarias y proyectos políticos prácticos que no pueden atender las complejas necesidades de nuestra sociedad hoy. Un presunto gobierno del “pueblo”, a través de sus mediaciones partidarias o corporativas, podrá explicar la primera pregunta pero no las otras dos. Una democracia populista conservadora que desprecie los aspectos institucionales y constitucionales no tiene la menor posibilidad de constituirse como una alternativa válida para Colombia. Lo mismo se puede decir del formalismo autocomplaciente de ciertos “demócratas” que resaltan las elecciones, la presencia de partidos, el funcionamiento del parlamento, la existencia de la prensa, pero desconociendo que es una mera oligarquía la que se ha perpetuado en el poder, parapetada en un hueco cascaron institucional, al cual se le quieren hacer ahora ciertos retoques con una reforma que deja intacto el viejo presidencialismo oligárquico.
 
Un modelo democrático que surja con la paz no solo deberá colocar en el pueblo la conformación de la autoridad pública y regirse por la legalidad constitucional: debe, además, impulsar un conjunto de políticas de reforma social que le den soporte. Estas reformas son tanto más necesarias si tenemos en cuenta que el mercado, dejado a sus propias fuerzas, jamás las llevará a cabo. La democracia no puede defenderse tan solo apelando a su corrección formal sino que exige una justificación práctica mucho más profunda: al reformar la sociedad, al convertirla en una mejor sociedad, más humana y justa, no solo fortalece la adhesión de las masas al sistema democrático sino que, simultáneamente, debilita a sus feroces enemigos. La lógica de la competencia política y la estrategia de la supervivencia institucional del Estado democrático hacen imperativo la implementación del reformismo[13].
 
No obstante, una de las condiciones de las reformas es la disponibilidad de los recursos a ser distribuidos a través del proceso político democrático. Desafortunadamente en Colombia no existen las mejores condiciones en ese sentido y ya se están señalando diversas complicaciones fiscales en el corto y mediano plazo, limitando la capacidad de generar excedentes sobre los que apoyar un proyecto reformista. Se requiere ajustes en varios frentes de la economía, y particularmente en el campo fiscal, en aspectos como el pago de la deuda externa, el gasto militar, la eliminación de onerosas exoneraciones fiscales y la erradicación de la corrupción. Si las reformas no tienen un apalancamiento financiero serio, seguiremos con problemas de pobreza absoluta, de extensión de grupos populares informalizados, del aumento de la heterogeneidad estructural, de las fracturas que dividen cruelmente a nuestra sociedad y de la falta de perspectiva que agobia a la juventud. Si no se enfrentan esos problemas, las condiciones económicas y sociales prevalecientes en Colombia se acercaran aun mas al modelo de la “sociedad suma cero”[14], con la consabida intensificación de las presiones y antagonismos que bullen en el ámbito político-estatal.
 
Es por tal razón que la Colombia que se perfile en el post conflicto, una vez firmado un Acuerdo general de paz entre el Estado y las guerrillas revolucionarias, debe lidiar con dos dilemas que deberán ser enfrentados a fin de asegurar el éxito de la paz y la democracia. En primer lugar debe decidirse entre el camino de las reformas o el laberinto de la parálisis conservadora. Maquiavelo observaba que pocas cosas hay en la política más difíciles que hacer una reforma. Agréguele que los políticos y gobernantes, como Santos por ej., son fácilmente seducidos por el canto de sirena del “realismo” o el “posibilismo”, todo lo cual los lleva a capitular de sus volubles ansias reformistas.
 
Maquiavelo, al referirse a la conducta del Príncipe en los nuevos territorios conquistados gracias a su virtú, indicaba “que no hay cosa más difícil de intentar, ni cuyo resultado sea más dudoso, ni peligroso de manejar que obrar como jefe en la introducción de nuevos estatutos”[15]. Las razones de este “realismo maquiavélico” son dos: a) por una parte la solidez y el activismo del frente antirreformista, donde se aglutinan, deponiendo viejas rencillas, todos los que usufructuaron del antiguo orden de cosas; b) por otra, la tibieza con que los nuevos beneficiarios están dispuestos a defender a los innovadores, habida cuenta del temor que les inspiran quienes se aprovecharon de las viejas leyes para oprimirlos y de la incredulidad de los hombres ante bellos proyectos no confirmados por la experiencia concreta.
 
Más recientemente, Samuel P. Hungington, señala que hay tres ámbitos en los que los problemas del jefe reformista son más que aquellos que atribulan al líder revolucionario. En primer lugar, tiene que luchar simultáneamente en dos frentes, contra la oposición conservadora y la revolucionaria. En segundo lugar, dado que su objetivo es producir algún cambio y no subvertir totalmente la vieja sociedad, el reformista tiene que ser un maestro consumado en el arte de controlar el cambio social. Debe saber administrar las fuerzas sociales que desata y conducirlas con mano firme a buen puerto. Por último, el reformista tiene que decidir entre una serie de opciones y prioridades, y sobre todo lograr un delicadísimo equilibrio entre las reformas socio-económicas y la expansión de la movilización y la participación política, dilema que, obviamente no se le plantea al líder revolucionario[16].
 
En la presente coyuntura, solo un reformismo radical puede crear las condiciones suficientes para consolidar los avances de los diálogos de paz. Desde luego esto supera los débiles ensayos del pasado, puestos en marcha desde la expedición de la Constitución de 1991. Negar la necesidad de reformas profundas y duraderas -que aun cuando no puedan superar el capitalismo por lo menos permitirán modificar su funcionamiento y estabilizar una nueva correlación de fuerzas más favorable para las masas populares- solo llevará a agudizar los conflictos sociales, ahondar la degradación política y propiciar el regreso de la ultraderecha paramilitar uribista. Si el actual proceso de paz, sometido al saboteo de los núcleos del señorío terrateniente y militar, no consolida con decisión su propósito reformista, su viabilidad se verá muy seriamente amenazada. No exageramos al afirmar que su eventual fracaso se convertirá en un hecho, abriéndose otra etapa oscura de crisis política y restauración ultraderechista/paramilitar que, podría sustentarse plebiscitariamente sobre los hombros de vastos contingentes sociales decepcionados por la ineficacia de una paz retórica.
 
Desde luego, si se avanza por el camino de las reformas se intensificaran, por supuesto, los conflictos sociales. Lo que provoca la vacilación de muchos dirigentes democráticos –pues olvidan, como lo señala Max Weber, que “la política es la guerra de dioses contrapuestos”-, algo que no es ninguna anomalía pues en el curso de la construcción de la paz democrática los antagonismos sociales se profundizan independientemente de la moderación con que se desempeñen los partidos y grupos involucrados en las luchas por el poder. Las condiciones objetivas propias del proceso son las que agudizaran las luchas sociales, y, la inercia de una estrategia conservadora, lejos de apaciguarlos, solo lograra incentivarlos. Solo un proyecto reformista que acompañe el proceso de paz podrá aspirar a tener algún grado de control sobre una situación tan delicada como la de hoy.
 
Si bien es cierto que en una primera fase las reformas habrán de exacerbar las contradicciones en la sociedad civil, también lo es que, a medida que se den los resultados y resuelvan viejas aspiraciones, la presión de la “caldera política” se irá atenuando y manejando. Así que en el mediano plazo la única estrategia correcta para superar el conflicto social y armado y alcanzar la paz con equidad es la reforma, a pesar de que en una primera etapa esta agite las tensiones sociales al movilizar la militante oposición de los sectores ligados al statu quo. El precio de la paz social es un grado variable de inestabilidad política en los tramos iniciales del post conflicto. Pretender que estas turbulencias no se den es una peligrosa ilusión.
 
La estrategia reformista
 
Pero colocados en este punto, la cuestión que es preciso plantearse es la siguiente ¿Qué tipo de estrategia reformista habrá de utilizarse para hacer efectiva la paz?. Algunas veces se cree que las reformas lentas y graduales tienen la capacidad de minimizar los antagonismos sociales y desalentar las resistencias más enconadas. Nada más ilusorio: las reformas graduales provocan mayores resistencias prolongan la agonía y deterioran sensiblemente el funcionamiento global de la sociedad. Para ser efectivos, las reformas deben ser puntuales y fulminantes acabando de un golpe un viejo litigio y disolviendo las fracturas sociales y los conflictos que se estructuran a su sombra. Dice Samuel P. Huntington que, la revolución una vez consumada puede darse el lujo de obrar pausadamente; la reforma no. Su carácter de modificación parcial de lo existente hace de su rapidez y de su precisión quirúrgica atributos inseparables de su éxito. Una reforma que se extiende en el tiempo reúne en su contra lo peor de los dos mundos: organiza a sus detractores y desalienta a sus partidarios. Para triunfar debe ser sorpresiva y relampagueante. Contundente[17]. Es bien sabido que en Colombia las reformas han sido resistidas con la tenacidad con que se combate a verdaderas revoluciones sociales. Así ocurrió con las reformas de López Pumarejo en los años 30 y con la Reforma Agraria de los años 60 del siglo XX, que eran tibios retoques a las decrepitas estructuras sociales y agrarias.
 
En Colombia, las reformas son rechazadas y combatidas con ferocidad por las clases más reaccionarias y sus aliados que, asumiéndolas como catalizadores de la revolución, no vacilan en activar planes para sofocarlas. Hoy, digamos finalmente, que si se quiere producir las reformas sociales exigidas por el proceso de paz se requiere avanzar por el camino de la política. Desde esta se producirán las transformaciones deseadas. No es el mercado quien puede hacerse cargo de las tareas reformistas, es la sociedad organizada democráticamente. El control del Estado para que se oriente hacia las reformas solo puede ser garantizado por la expansión social de la paz democrática, por la potencia del protagonismo de la sociedad civil, de sus clases, grupos e instituciones; de sus partidos, sindicatos y movimientos sociales. Lo que se requiere es un inmenso protagonismo social que impulse las reformas que el Estado debe institucionalizar y legalizar y que, al tiempo, controle las deformaciones burocráticas del Estado. De ahí la importancia de “desprivatizar” el Estado,  pues de esa manera podremos ponerlo cada vez más bajo el control de la sociedad civil. Hay que terminar con la verdadera “colonización” del Estado, practicada con tanto empeño –y con resultados tan ruinosos- por la burguesía y las clases y grupos sociales aliados a su hegemonía, como los poderosos terratenientes y ganaderos. Es necesario reconvertir al Estado en la esfera de lo público, garantizando la transparencia de sus actos, y el carácter democrático de sus procedimientos.
 
Caminar por la ruta de las reformas sociales y políticas es la única alternativa creativa que se plantea en la actual coyuntura. Pero descartando aquellas propuestas sobre el “capitalismo social” u una supuesta “nueva democracia liberal” con poderes equilibrados a la manera santista. El bloque revolucionario tiene que radicalizar su posición frente a tales artificios.
 
En nuestra sociedad, está vigente la lucha por las reformas, pero no necesariamente pausadas y para suplir la democracia liberal y el autoritarismo señorial. La idea no es darle otro rostro más humano a la explotación capitalista. Las reformas exigidas en este momento histórico deben plantearle una fuerte disputa al capitalismo, deben cualificar la conciencia política anti-capitalista en las masas populares y abrir el horizonte socialista. Las semillas del socialismo estan ya presentes en la larga memoria de los indígenas, las poblaciones negras, el proletariado, las mujeres del pueblo y las culturas populares diversas.
 
Las reformas profundas que requiere Colombia para que el Socialismo se concrete estan referidas a tópicos como la democratización real de la sociedad civil y la política; una organización económica para el bienestar general, la solidaridad y el buen vivir; la desprivatización y des mercantilización de las relaciones sociales y con el medio natural; la erradicación del militarismo y el paramilitarismo; y la equidad e igualdad.
 
Chía, 20 de octubre de 2014.
 
Nota: Este texto se apoya en los planteamientos de Atilio Boron en su trabajo sobre “Democracia y reforma social en América Latina: reflexiones a propósito de la experiencia europea”, que hace parte del libro “Estado, capitalismo y democracia en América Latina”, disponible en la siguiente dirección electrónica http://www.rebelion.org/docs/146190.pdf


[1] Ver los textos de los consensos consolidados se apoya en los planteamientos de Atilio Boron en su trabajo sobre “Democracia y reforma social en América Latina: reflexiones a propósito de la experiencia europea”, que hace parte del libro “Estado, capitalismo y democracia en América Latina”, disponible en la siguiente dirección electrónica http://www.rebelion.org/docs/146190.pdf
[1] Ver los textos de los consensos consolidados entre el Gobierno y las Farc en los diálogos de paz en materia agraria, política y cultivos ilícitos, en el siguiente enlace electrónico http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/proceso-de-paz-los-acuerdos-entre-gobierno-y-farc/14586178
[2] Sobre la Segunda Internacional ver el siguiente enlace electrónico http://es.wikipedia.org/wiki/Segunda_Internacional
[3] Boron señala que la discusión sobre al tema del reformismo –el famoso Bernstein-Debatte– puede seguirse en las contribuciones clásicas de Edward Bernstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, México, Siglo XXI, 1982; Karl Kautsky, La doctrina socialista, Buenos Aires, Claridad,1966; y de este mismo autor sus otros dos escritos, La revolución social y El camino del poder, publicados conjuntamente por Cuadernos de Pasado y Presente, México, 1978; Rosa Luxemburgo, ¿Reforma o Revolución?, México, Grijalbo, 1967 y Huelga de masas, partidos y sindicatos, México, Grijalbo, 1970; V. I. Lenin, ¿Qué hacer?, México, ERA, 1977, y Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Moscú, Progreso, 1975; León Trotsky, Resultados y Perspectivas, México, Juan Pablo, 1976. Véase asimismo Lucio Colletti, “Bernstein y el Marxismo de la Segunda Internacional”, en su Ideología y Sociedad, Barcelona, Fontanella, 1975, pp. 71-159; B. Gustafsson, Marxismo y Revisionismo, Barcelona, Grijalbo, 1975; Ralph Miliband, Marxism and Politics, Oxford, Ox-ford University Press, 1977, pp. 154-190; y por último, la compilación de Guido Quazza, Riforma e Rivoluzione nella storia contemporanea,Turín, Einaudi, 1977.
[4] Rosa Luxemburgo, ¿Reforma o revolución?, México, Grijalbo, 1967, p. 88., citada por A. Boron en el texto a que nos hemos referido.
[5] Ver siguiente enlace electrónico sobre Przeworski http://en.wikipedia.org/wiki/Adam_Przeworski
[6] Adam Przeworski, Capitalismo y Socialdemocracia, Madrid, Alianza, 1988, p. 272, citado por A. Boron.
[7] Juan Jacobo Rousseau, Del Contrato Social, Madrid, Alianza, 1980, p. 92., citado por A. Boron.
[8] Al respecto ver documento de la ultraderecha uribista contra los consensos alcanzados en La Habana en el siguiente enlace electrónico http://www.centrodemocratico.com/las-52-capitulaciones-de-santos-en-la-habana-centro-democratico/
[9] Ver Cristine Buci-Glucksmann y Goran Therborn, Le  defi  socialdemocrat e,  París,  Dialectiques,  1981. Citado por A. Boron.
[10]Ver  T. H. Marshall, Class, citizenship and social dev lopment, Nueva York, Anchor Books, 1965, p. 7 8-79.
[12] Sobre  esto, C. B. Macpherson, The life and times of liberal democracy, Oxford, Oxford University Press, 1977; y del mismo autor The Real World of Democracy, Oxford, Clarendon Press, 1966.
[13] Esta conexión entre la lógica política y la reforma social se encuentra ampliamente fundamentada en Adam Przeworski, op. cit., cap. 1. Un antecedente fundamental se encuentra en Roberto Michels, Political Parties. A sociological study of the oligarchical tendencies of modern democracy, Nueva York, The Free Press, 1966 (publicado originalmente en alemán, en 1911), textos que son recomendados por A. Boron.
[14] Cf. Lester C. Thurow, The Zero-sum Society, NuevaYork, Basic Books, 1980.
[15] Niccoló Machiaveli, Il Principe,Turín, Einaudi, 1974, pp. 28-46.
[16] Samuel P. Huntington, Political order in changing societies, New Haven, Yale University Press, 1968, pp. 344-346.
[17] Samuel P. Huntington, Political order in changing societies, New Haven, Yale University Press, 1968.
https://www.alainet.org/fr/node/164859?language=es
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