Tres perfiles diferentes al imperialismo dominante

Un análisis sobre el alterimperialismo europeo, el imperio en formación ruso y la potencia no imperial china.

20/09/2021
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El fracaso del proyecto norteamericano del “Gran Oriente Medio” tiene enormes consecuencias para la relación de la primera potencia con los tres principales jugadores globales del siglo XXI. El imperialismo estadounidense buscaba renovar la subordinación de Europa, frustrar la recomposición de Rusia y neutralizar la expansión de China. Estos tres objetivos quedaron seriamente afectados por la sucesión de adversidades y derrotas que acumula Washington en las últimas dos décadas.

 

La conducta imperialista de Estados Unidos es un dato corroborado por la escalada de agresiones que perpetró en el “mundo islámico”. ¿Pero cómo debería caracterizarse el rol de Europa, Rusia y China? ¿Qué tipo de indicios surgen de las acciones de cada potencia en la región más turbulenta del planeta?  ¿Operan también como fuerzas imperialistas?

 

Reemplazo y sometimiento

 

Toda la vasta zona atropellada por Estados Unidos en los últimos años fue un botín de la era clásica del imperialismo. Al concluir la Primera Guerra Mundial, Inglaterra y Francia concertaron especialmente su dominio de Medio Oriente y negociaron el reparto de los territorios árabes del desmembrado Imperio Otomano. Se distribuyeron esa región estableciendo las nuevas fronteras de Siria, Irak, Líbano, Jordania y Palestina.

 

El resultado de la Segunda Guerra condujo a otra remodelación. Estados Unidos impuso su control de las reservas petroleras y su manejo de muchos gobiernos formalmente independizados. Washington sustituyó a los alicaídos antecesores anglo-franceses y convirtió a toda la región en un escenario de la guerra fría contra la Unión Soviética.

 

Los viejos colonialistas europeos igualmente permanecieron en varios lugares claves. Continuaron lucrando con inversiones petroleras y acreencias financieras y conservaron cierta presencia militar para proteger sus negocios. Pero su desplazamiento por el poder norteamericano se afianzó con paso del tiempo y condujo a un dramático desenlace, luego de la fracasada invasión anglo-francesa del Canal de Suez con asistencia de Israel (1956).

 

Esa intervención -consumada para contrarrestar la nacionalización dispuesta por el gobierno de Nasser- naufragó en forma escandalosa. Allí quedó sepultada la vieja acción imperial de Europa en el “mundo islámico”. Estados Unidos ocupó definitivamente ese vacío, con una nueva red de alianzas e impuso normas de la subordinación a sus socios transatlánticos. Este curso fue reforzado por la derrota de Francia en Argelia (1962).

 

Las principales potencias del Viejo Continente renovaron sus actividades económicas en el grueso de los países, pero los operativos militares quedaron bajo el mando del Pentágono. Inglaterra preservó su influencia en la península arábiga y Francia conservó su gravitación en el Líbano. Pero el Departamento de Estado tomó la última palabra en materia de invasiones y golpes de estado contra los personeros en desgracia. Actualmente Francia intermedia cuando un monarca saudita chantajea a un presidente libanés, pero ya no define la invasión de Irak, la ocupación de Afganistán o las treguas de Siria.

 

Este rol subordinado -pero igualmente activo y complementario de Estados Unidos- se ha verificado en todos los grandes acontecimientos recientes. En las guerras de envergadura (Golfo en 1991, Afganistán en 2001, Irak en 2003) Europa actuó bajo la dirección operativa de Washington que aportó el grueso de las fuerzas militares. Todos los operativos internacionales de terrorismo de estado, espionaje ilegal y cárceles clandestinas fueron manejados por la CIA, con el simple auxilio de los servicios secretos europeos. Los marines utilizaron, por ejemplo, con descarada discrecionalidad sus bases en el Viejo Continente para realizar incursiones en “Gran Oriente Medio”.

 

Subordinación y crisis

 

El sometimiento europeo a Estados Unidos ha prevalecido incluso en acciones contra países como Libia, que pesan más en la economía del Viejo Continente que en el universo americano. Todas las compañías petroleras de Europa tienen filiales en el Norte de África y Bruselas gestiona directamente el freno de los inmigrantes que intentan cruzar el Mediterráneo.

 

Esa relevancia de Libia no impidió que el derrocamiento de Gadafi fuera teledirigido por el mando norteamericano de la OTAN. Tal como ocurrió con Bush frente a Sadam, la encargada de celebrar el asesinato del ex presidente libio fue Hillary Clinton.

 

Actualmente la Unión Europea interviene en los caóticos escenarios de Trípoli y Bengasi, pero Italia y Francia apuestan a bandos opuestos y requieren el auxilio del mediador alemán (Armanian, 2020). No logran contener, además, la creciente presencia de Rusia y Turquía y dependen del visto bueno norteamericano para las decisiones estratégicas.

           

La misma secuencia se corrobora con Irán. Alemania y Francia apoyaron en forma entusiasta la negociación que abrió Obama con Teherán. Apostaban al afianzamiento de sus grandes negocios con los Ayatolás. Pero cuando Trump decidió congelar esas tratativas optaron por la subordinación. En los últimos meses han intentado convencer a Biden de las ventajas de un rumbo consensuado, pero mantendrán su sometimiento a Washington si la negociación continúa bloqueada.

 

Estados Unidos y Europa no participan en las mismas alianzas de empresas para extraer el gas del Mediterráneo. Esa división también se extiende al gasoducto que proveerá combustible ruso a Alemania. Trump ensayó un bloqueo de ese suministro -que rivaliza con las exportaciones del shale norteamericano- pero Biden modificó la agenda. Algunos analistas destacan que tiende a convalidar esa operación, a cambio del sostén europeo a una próxima andanada de hostilidades contra China (Chingo, 2021). Propicia generalizar el mismo compromiso a todos los temas conflictivos de Medio Oriente. La subordinación a las decisiones geopolíticas de Washington es el principal presupuesto de esas tratativas.

 

La crisis sahaurí aporta otro ejemplo de la misma primacía norteamericana. En los años 70 la monarquía ibérica le entregó el Sahara español a Marruecos, como prenda de pago a Washington por el reconocimiento del improvisado rey Juan Carlos. Ese contubernio precipitó la prolongada lucha de un sacrificado pueblo por su autodeterminación (Urbán, 2020).

 

Estados Unidos ha transformado actualmente a Marruecos en una pieza clave de la nueva connivencia diplomática de los déspotas árabes con Israel. Por esa razón los padecimientos de los sahauríes ya empalman a pleno con los sufrimientos de sus pares de Palestina. Con su habitual sometimiento a las decisiones norteamericanas, Europa convalida esa tropelía.

 

Alterimperialismo

 

La conducta de Europa ilustra un comportamiento alterimperial. Las tradicionales potencias colonialistas continúan desenvolviendo acciones propias, pero bajo las normas que fija la jefatura estadounidense. Custodian sus propios intereses en ciertas áreas, aceptando la subordinación al rumbo general que define la primera potencia.

 

Mediante esa combinación, el Viejo Continente preserva un gran poder de fuego propio e irrumpe con incursiones de sus gendarmes en algunas colonias de antaño. Inglaterra atacó las Malvinas y Francia envía periódicamente legionarios a Mali y la República Centroafricana. Conserva bases militares en 10 países del continente negro (Prashad, 2021) y desde 1992 cuenta con el pacto de seguridad europeo para utilizar fuerzas de reacción rápida.

 

Pero todas las grandes acciones continúan sujetas al mando del Pentágono. El propio sistema de defensa europeo está inscripto en la lógica de la OTAN y esa integración presupone un conflictivo pero perdurable sostenimiento del gasto bélico. La propia producción de armamentos en el Viejo Continente está sujeta a normas de compatibilidad con las Fuerzas Armadas estadounidenses (Serfati, 2001).

 

Los autores que introdujeron el concepto de alterimperialismo han contribuido a precisar las peculiaridades contemporáneas de Europa (Serfati, 2005). Esa región ya no aglutina a viejas potencias imperialistas corroídas por rivalidades internas, ni tampoco agrupa a un enjambre común que disputa hegemonía militar con el coloso americano. Los grandes jugadores de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania) continúan desenvolviendo acciones imperiales propias o entrelazadas, pero invariablemente sometidas al veto de Washington.

 

Las disputas norteamericanas con los subordinados socios europeos son importantes y recurrentes, pero no remueven las reglas de la sintonía occidental. Hay frecuentes choques por el financiamiento de la OTAN y operativos inconsultos del Pentágono. Más intensos son los desacuerdos comerciales entre firmas que ambicionan el mismo botín de Irak, Libia o Sudán. Bajo el mandato de Trump esas divergencias alcanzaron un inédito nivel de tensión que ahora Biden intenta disipar.

 

El nuevo mandatario está embarcado en recomponer las relaciones con sus socios transatlánticos. Por eso comenzó su gestión con un promocionado reencuentro con los líderes europeos, para reclutar aliados en las tensiones que se avizoran con China.

 

Biden se ha mostrado dispuesto a bajar el tono de los choques económicos con el Viejo Continente (Boeing- Airbus, gasoducto Nord Stream 2, tecnologías 5G). Su prioridad es concertar un frente común contra el adversario asiático. De esa forma el imperialismo dominante busca reordenar sus relaciones con el socio alterimperial.

 

Pero el desenlace reciente de Afganistán introduce mucho ruido en esas tratativas. El padrinazgo yanqui que pretendía restablecer Biden con los socios de Europa ha quedado amenazado por la pérdida de autoridad norteamericana, que genera el abrupto retiro de Kabul. Macron, por ejemplo, toma distancia de la Casa Blanca recordando el costo de 13 años de permanencia de Francia en el conflictivo país de Asia Central. Nuevos interrogantes se perfilan en el entramado de Washington con Londres, Berlín y Paris.

 

La reaparición de Moscú

 

Rusia desenvuelve un rol completamente diferente al desempeñado por Europa. Mantiene una relación de intenso conflicto con Estados Unidos, que contrasta con la sociedad imperante entre las potencias transatlánticas.

 

La drástica reacción de Moscú frente al proyecto imperialista del “Gran Oriente Medio” ha cambiado los escenarios de varios continentes. Esa respuesta fue particularmente contundente a partir de la guerra de Siria. Putin decidió intervenir con fuerzas militares propias para detener el avance de los yihadistas. Adoptó esa decisión, al observar cómo las ramificaciones chechenas de esas milicias intervenían en el radio de influencia directo de Moscú.

 

Rusia afianzó sus dos bases militares en la zona e impidió la caída de Assad para frenar las incursiones estadounidenses. Con esa acción Putin le arrebató a Washington las decisiones finales sobre Siria y frustró la pretensión norteamericana de actuar como juez definitorio de la partida.

 

La participación de tropas rusas -en un terreno tan alejando de su órbita defensiva- provocó el desconcierto inicial de Estados Unidos. El Pentágono vaciló entre varias respuestas y no definió ninguna. Putin aprovechó esos titubeos para colocar a su país en un terreno de gran paridad a la hora de negociar el futuro de Siria (Armanian, 2021).

 

El gran giro se produjo en el 2015 con el apoyo aéreo provisto por Rusia a las expediciones del ejército sirio sobre las brigadas yihadistas. Esa acción revirtió el acoso que sufrían los gendarmes de Assad e incentivó una contraofensiva que desembocó en la caída de Alepo.

 

Esa batalla volcó la balanza del conflicto de Siria. Condujo a la derrota de los fundamentalistas, al fulminante fracaso de Qatar y Arabia Saudita, al improvisado reacomodo de Turquía y al debilitamiento de Estados Unidos.

 

La destrucción de esa ciudad -con cuantiosas bajas de todos los bandos- tuvo un gran impacto en la región. Demostró la eficacia de los asesores rusos frente a la ineficiente coalición contra el Estado Islámico, que Estados Unidos montó con el concurso de 40 países. Ese armado quedó totalmente ensombrecido frente al renovado protagonismo moscovita.

 

La permanencia de Assad ha sido el principal resultado de la guerra en Siria. El desplazamiento de ese mandatario era una prenda de negociación que se ha invertido. Ahora la diplomacia rusa fija los términos de las tratativas frente al fragilizado Departamento de Estado.

 

El regreso a Oriente

           

El resurgimiento de Rusia tiene correlatos directos en Afganistán. Ya antes de la caída de Kabul, Moscú había comenzado a intervenir intensamente en el conflicto. Auspició una conferencia sobre el futuro de ese país con los talibanes, China y Pakistán y excluyó por completo a Occidente.

 

Putin retomó las relaciones con los talibanes estableciendo una tajante diferenciación con el yihadismo transnacional de ISIS (Daesh o EI). Sitúa solo a ese sector en el campo de los enemigos de Moscú. Pretende alejar a esas milicias de las fronteras rusas y aspira a imponer su abandono de Uzbekistán y Kirguistán con el propio concurso de los talibanes.

 

Con su habitual pragmatismo, Putin observa ahora a los talibanes como una fuerza más amistosa que los fundamentalistas del ISIS o Al Qaeda. Registra las posibilidades de mayores negociaciones directas con el primer sector, luego del drástico cambio que introdujo la derrota estadounidense.

 

Esta reaparición de Rusia corona un drástico giro en el escenario local. En 1980 el Ejército Rojo ingresó en Afganistán para proteger al gobierno progresista de Najibulá, pero no pudo evitar que en 1996 su presidente fuera linchado por los talibanes. Ahora los diplomáticos de un gobierno ruso -pos-soviético y capitalista- vuelven a Kabul, para negociar con las milicias que arrojaron al país al Medioevo. El imperialismo estadounidense -que primero promovió esa atroz regresión y luego confrontó con los talibanes- ha sido doblegado.

 

Rusia actúa en Afganistán con los mismos parámetros de ambigüedad diplomática que despliegan en otras regiones. En Siria sostuvo al acorralado mandatario, pero negocia su eventual canje en un acuerdo con otros actores de la disputa.

 

Frente a Irán mantiene una actitud similar. Putin convalidó durante años las sanciones de Estados Unidos contra Teherán por razones meramente económicas. Rusia compite en el mercado mundial de gas con Irán, que alberga monumentales reservas del mismo combustible. Por eso busca frustrar la concreción de dos gasoductos que rivalizarían con sus propias ventas al exterior (Armanian, 2019).

 

Las convergencias y divergencias de Rusia con Turquía son de mayor porte y en el conflicto de Siria incluyeron todos los extremos imaginables. Por un lado, se registraron virulentos asesinatos de diplomáticos y derribos de aviones y por otra parte se consumaron cálidos reencuentros para abrochar ventas de armas. Putin negoció con Erdogan una y otra vez el destino de Alepo y Rojava. Buscó alcanzar algún status quo, para alejar a los yihadistas de las fronteras rusas a cambio del sacrificio de los kurdos.

 

Con la misma geopolítica de gran potencia, Putin ha preservado excelentes relaciones con Israel. Mantiene incluso en reserva la carta de forzar la salida de las fuerzas iraníes y libanesas de Siria, si Tel Aviv accede a moderar sus ambiciones de expansión territorial. La prioridad moscovita es una estabilidad de Medio Oriente asentada en la decreciente relevancia de Estados Unidos.

 

Imperio en formación

 

La intervención rusa en Siria contribuyó a contener la brutalidad yihadista, pero no incluyó gran consideración por la tragedia de los civiles. Moscú evitó el brutal belicismo de los sauditas o los israelíes, pero no intervino con ataduras a los patrones humanitarios.

 

Conviene recordar que Rusia participa activamente en el mercado mundial de armamento como segundo proveedor de instrumentos mortíferos. Sólo prioriza el alejamiento de Estados Unidos de sus fronteras y actuó en Siria para enviar un mensaje a las fuerzas de la OTAN afincadas en Europa del Este.

 

Rusia respondió a la continuada presión del imperialismo norteamericano sobre el viejo entramado de la URSS. Desde hace décadas el Pentágono intenta desmembrar ese territorio en un ramillete de mini-estados sometidos a Washington. La incursión moscovita en Medio Oriente apuntó a contrarrestar la captura occidental de Ucrania. También buscó balancear el cerco de misiles que Estados Unidos ha desplegado en el cordón aportado por varios ex integrantes del Pacto de Varsovia (Alexander, 2018).

 

Rusia apuntala en Siria sus propios intereses y dirime tensiones con Occidente. Actúa en Medio Oriente como un jugador mundial que anticipa movimientos. Putin despachó tropas a Damasco frente a las presiones estadounidenses en Asia Central y advirtió que adoptará represalias frente a cada arremetida del Pentágono.

 

De esta pulseada ha emergido el inestable equilibrio que impera en Siria. El país sigue fragmentado con áreas en disputa e incontables refugiados fuera de sus hogares. El sufrimiento popular persiste mientras se dirime el futuro del territorio.

 

La conducta rusa en Medio Oriente corrobora el perfil de un imperio en formación. Moscú no araña el status alcanzado por el dominador estadounidense o sus socios europeos. Está muy lejos de actuar en la misma escala y no persigue los mismos objetivos de recuperación hegemónica. Golpea con fuerza, pero preserva una tónica general defensiva y propicia un escenario geopolítico multipolar, contrapuesto a la primacía que ambiciona Washington.

 

Esta conducta de Rusia es coherente con el status capitalista del país. Ese sistema fue restaurado en forma fulminante luego de la implosión de la URSS, mediante el vertiginoso remate de la propiedad pública. De ese cambio emergió una oligarquía de millonarios provenientes de la alta burocracia del régimen anterior. El mismo personal cambió de vestimenta y mantuvo la conducción del Estado para otros fines.

 

Pero el caos que generó el bandidaje de la era de Yeltsin obligó al viraje que ha implementado Putin para contener la desarticulación del país. De ese liderazgo surgió el modelo político actual, que acotó el poder de los acaudalados sin modificar el status capitalista de Rusia.

 

Putin ha reforzado su conducción de ese esquema incrementando la presencia internacional del país. Logró esa recomposición en tensas negociaciones con sus pares estadounidenses. Las convergencias y rupturas se sucedieron en forma vertiginosa con Trump y es muy incierto lo que ocurrirá con Biden.

 

El nuevo mandatario norteamericano comenzó con mensajes agresivos y bajó posteriormente el tono, para reabrir las interrumpidas negociaciones sobre la distensión nuclear. El imperialismo dominante continúa lidiando con un imprevisible imperio en formación.

 

La amenaza económica de China

 

En el “mundo islámico” se verifica la nítida diferencia entre las dos potencias que confrontan con Estados Unidos a escala global. Mientras que Rusia interviene activamente en el plano geopolítico e incursiona abiertamente en el terreno militar, China actúa con más cautela en el primer terreno y mantiene una gran prescindencia en el segundo.

 

A diferencia de Rusia el nuevo gigante asiático es importador neto de petróleo y busca asegurar su abastecimiento, mediante acuerdos con los exportadores de todos los bandos. Adquiere el ansiado insumo de los sauditas y también de Irán, sin establecer distinciones de ningún tipo.

 

La presencia de China está centrada en los negocios y su impactante gravitación económica representa un serio desafío para el competidor estadounidense. No hay tropas chinas en los campos de batalla del mundo árabe, pero abundan los convenios comerciales con todos los participantes de esos conflictos.

 

Para contrarrestar esa arrolladora intervención, Estados Unidos presiona a los gobiernos afines para que reduzcan la incidencia comercial e inversora de su gran rival. Explora especialmente caminos para cortar el abastecimiento petrolero de Beijing. Sin el combustible importado de Arabia Saudita, Irán o Irak, el crecimiento de la nueva potencia asiática quedaría estructuralmente bloqueado.

 

En ese terreno se libra una intensa pulseada entre las empresas chinas -que continúan multiplicando convenios- y los emisarios de Washington, que exigen el cierre de la canilla del crudo hacia el Extremo Oriente.

 

Esta política norteamericana también incluye un guiño a los grupos yihadistas que hostilizan a China. Algunas vertientes de esas formaciones ambicionan incorporar varias regiones del territorio asiático, a su imaginario mega-califato regido por la sharia.

 

Enarbolan el derecho de los uigures a contar con un gobierno religioso. Por eso demandan la autonomía político-administrativa de las regiones habitadas por esas minorías. Las corrientes más extremas aspiran a lograr una independencia semejante a la conseguida por los distintos “stanes”, que emergieron en Asia Central luego de la desintegración de la URSS.

 

Estados Unidos apuntala esos proyectos con la misma malevolencia que promociona las exigencias de los monjes tibetanos. Para socavar la integridad territorial china, acompaña las distintas campañas que propician la autonomía de la “comunidad musulmana” del Turquestán oriental (Xinjiang).

 

China ha respondido con mano dura a ese separatismo. Pero también ha optado por ampliar los derechos de las mujeres musulmanas, que en esas regiones cuentan con sus propias mezquitas. Hasta ahora Beijing ha logrado neutralizar la acción yihadista que amparan Washington y Riad.

 

Biden evalúa muchas opciones de acción en su estratégica confrontación con China. Mantiene la misma prioridad de choque con el gigante asiático que explicitó Trump. Ha incorporado a ese libreto la tradicional demagogia de los Demócratas en torno a los derechos humanos para justificar las intromisiones imperiales. En su obsesión contra el rival oriental, ni siquiera archivó las absurdas campañas de su antecesor para culpabilizar a Beijing por la pandemia (Hardy, 2020).

 

El giro de Pakistán

 

La creciente presencia china en el “Gran Oriente Medio” puede desembocar en resultados tan sorprendentes como el giro consumado por Pakistán. Ese país emergió en 1947 como un bastión del extremismo islámico, del anticomunismo furioso y de la enemistad hacia los hindúes. El país debutó con un patrón de fractura colonial para debilitar al naciente estado de la India. Quedó bajo el mando directo de Estados Unidos, que desplegó desde allí una intensa guerra fría contra la relación autónoma y conciliatoria de Nueva Delhi con la URSS.

 

El belicismo pakistaní monitoreado por el Pentágono se puso a prueba en dos guerras contra la India (1965 y 1971) y en el posterior emplazamiento de un cuartel general del extremismo religioso, para atentar contra las fuerzas democráticas y laicas de toda la región. El padrinazgo de terroristas comenzó con el entrenamiento de los talibanes afganos. Algunas organizaciones de ese entramado finalmente construyeron un estado dentro del estado pakistaní, a partir de una inmanejable simbiosis con el ejército y los servicios de inteligencia.

 

Cuando Estados Unidos comenzó a perder las guerras de Oriente y a multiplicar las conspiraciones para renovar sus títeres, la propia crisis de la primera potencia se extendió a sus servidores. Esa erosión alcanzó inéditas proporciones en Pakistán desde el asesinato de la figura más afín al establishment estadounidense (Benazir Bhutto en el 2007).

 

El trato humillante que el Pentágono propinó a los militares pakistaníes alimentó, a su vez, las impactantes reacciones antiamericanas entre sus viejos cipayos. El efecto acumulativo de esos malestares derivó finalmente el sorpresivo giro de la política exterior pakistaní hacia una alianza con China.

 

Ese giro se consolidó como respuesta a la reconciliación con la India que inició Obama y afianzó Trump. En lugar de acomodarse como socio subordinado a ese nuevo tejido geopolítico, los gobernantes pakistaníes patearon el tablero y concertaron acuerdos con China. Han tomado radical distancia del bloque que Washington construye para pulsear con Beijing.

 

Esta indisciplina de un viejo peón -que alberga armas atómicas provistas por el Pentágono- introduce un dolor de cabeza mayúsculo en el Departamento de Estado. Pakistán ya obstruye el tránsito por sus carreteras de las caravanas de la OTAN, avanza con gasoductos hacia China e incluso adquiere armamento del gran enemigo de Estados Unidos.

 

Washington ha comenzado a diseñar distintas conspiraciones para retomar el control sobre un país clave para su estrategia de acoso de Beijing. Esos complots incluyen planes de fractura del propio Pakistán (Armanian, 2013).

 

Pero lo más problemático para Washington ha sido la extensión del giro de Islamabad hacia Kabul. China ha penetrado intensamente el universo afgano, desde que los estrechos socios pakistaníes de los talibanes se aproximaron a Beijing.

 

Los convenios económicos suscriptos entre ambos países incorporan a Afganistán a la ruta de la seda, a través de redes ferroviarias y un nuevo circuito de inversiones (Merino, 2021). Bajo el impulso pakistaní, los talibanes giran ahora hacia la órbita económica de China, creando un escenario doblemente adverso para Estados Unidos. La reciente caída de Kabul puede afianzar drásticamente ese curso.

 

Lo ocurrido con Pakistán y Afganistán ilustra la gigantesca amenaza que entraña China para la dominación norteamericana. Washington no se resigna a perder esa supremacía y afina todas sus baterías contra el desafiante asiático. Pero hasta ahora sólo acumula fracasos. El infierno bélico que desató en el mundo islámico para intentar esa obstrucción condujo a una sucesión de desastres militares. El dique que intentó edificar contra Beijing desembocó en calamitosos resultados.

 

Un status no imperial

 

Las respuestas cautelosas que mantiene China en Medio Oriente frente a su adversario norteamericano confirman el status no imperialista de la nueva potencia. Esa fisonomía perdura al compás de una estrategia defensiva de expansión económica, sin correlatos equivalentes en la esfera geopolítico-militar. En este último campo se define el status imperialista de las distintas potencias.

 

El perfil que hasta ahora mantiene China concuerda con el régimen social intermedio del país y el proceso aún inacabado de restauración del capitalismo. La nueva clase dominante no ejerce en China el poder político, que el Partido Comunista preserva bajo su directo control (Katz, 2021).

 

El carácter no imperial de China también concuerda con la pauta general defensiva de su acción internacional. Esa postura contrasta con la norma ofensiva que ordena la política exterior de Estados Unidos y sus socios europeos. El papel de Beijing en el “mundo islámico” no se equipara, por lo tanto, con el desplegado por Washington.

 

La tipificación de una potencia con el calificativo imperial debe tomar en cuenta su papel en los distintos escenarios. El imperialismo contemporáneo es un dispositivo de dominación que garantiza los lucros de los capitalistas, mediante acciones político-militares de agresión. A la hora de evaluar un acto imperial corresponde tomar en cuenta los datos que corroboran ese atropello.

 

Pero estas caracterizaciones son insuficientes si quedan restringidas a los actores globales del conflicto. El análisis de la región exige considerar también el papel de las potencias regionales que desenvuelven un inédito protagonismo. Evaluaremos ese rol en nuestro próximo texto.

           

 

Resumen

 

El alterimperialismo europeo difiere del imperialismo norteamericano. Combina las divergencias económicas con la subordinación geopolítica a la primera potencia. Sus acotadas incursiones propias están enlazadas con el liderazgo del Pentágono en los grandes operativos.

 

Rusia despliega acciones de gran potencia a partir de sus victorias militares en Siria y sus éxitos diplomáticos en Oriente. Esa audaz conducta retrata el perfil de un imperio en formación amoldado al cimiento capitalista del país.

 

China aumenta su protagonismo económico, pero sin correlatos geopolíticos y militares. Actúa como una potencia no imperial y disputa negocios contra el militarizado competidor norteamericano.

 

 

 

 

 

 

El autor es economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaiatz.

 

 

 

Referencias

 

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-Armanian, Nazanín (2019). El objetivo de EEUU es Irán, no la República Islámica, 8-4, http://www.nazanin.es/?p=15306

-Armanian, Nazanín (2020). La farsa de "Paz" en Libia (I) y la "Patria Azul" de Turquía

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-Armanian, Nazanín (2021), Los ganadores de diez años de guerra contra Siria: Israel, EEUU y Rusia, 28-3, https://blogs.publico.es/puntoyseguido/7071/los-ganadores-de-diez-anos-d...

-Chingo, Juan (2021). Luego del G7 y la cumbre de la OTAN.Avances y límites del frente antichino de Joe Biden, 19-6, https://www.laizquierdadiario.com/Avances-y-limites-del-frente-antichino...

-Hardy Toro, Alfredo (2020). Estados Unidos y China: ¿Guerra, acuerdo, claudicación o quiebre?, 25/11, https://politica-china.org/areas/politica-exterior/estados-unidos-y-chin...

-Katz, Claudio (2021). Descifrar a China. Antagónica, n 3 enero-julio 2021, Quilmes.

-Merino, Gabriel (2021). Biden, América Latina y las mutaciones geopolíticas La puja por Afganistán y el declive relativo de Estados Unidos Boletín #5 Estados Unidos: Miradas críticas desde Nuestra América, junio 2021https://www.clacso.org/boletin-5-estados-unidos-miradas-criticas-desde-n...

-Prashad, Vijay (2021).Una absurda catedral de la desgracia. 17/07, https://www.alainet.org/es/articulo/213109

-Serfati, Claude (2005). “La economía de la globalización y el ascenso del militarismo”. Coloquio Internacional Imperio y Resistencias. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, México, 6-10.

-Serfati, Claude (2001) La mondialisation armée, Paris. Textuel.

-Urbán, Miguel (2020). Cuarenta y cinco años de traición al pueblo saharaui

https://blogs.publico.es/tomar-partido/2020/11/14/cuarenta-y-cinco-anos-...

https://www.alainet.org/es/articulo/213879
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