¿De qué democracia hablamos?

04/04/2017
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Los hipócritas de siempre levantan su voz moralista contra el gobierno de la Revolución Bolivariana en Venezuela. Lo acusan de romper las reglas de la democracia. De obviar la autonomía de poderes y de otras atrocidades que el sentido común va absorbiendo a fuerza de pantalla y titulares delincuenciales.

 

Ya no dirán que en un acto valiente, siguiendo las inquietudes de la Fiscal General del Ministerio Público Luisa Ortega Díaz, el Tribunal Superior de Justicia rectificó, con nuevas sentencias, aquéllas que le otorgaban temporalmente la potestad de legislar ante una Asamblea Nacional en estado irregular y la que quitaba la protección de fueros a los integrantes de dicha Asamblea. No lo dirán porque tan sólo interesa lo que sirva para demonizar… e intervenir. 

 

Tampoco explican estos prestidigitadores de la verdad, que las sentencias cuestionadas se fundamentan – así lo indica la sentencia 155 – en que “El llamamiento realizado por los diputados de la MUD en la Asamblea Nacional a que organismos internacionales y otros países intervengan en los asuntos internos y apliquen sanciones en contra de nuestro país constituyen actos de Traición a la Patria, delitos tipificados en el Código Penal Venezolano y así lo reconoció la Sala en su decisión.” ¿Qué Estado permitiría que uno de sus poderes acuda a estados extranjeros para que tomen medidas en su contra? ¿O que dirigentes se reúnan con mandatarios y secretarios para solicitar el derrocamiento anticonstitucional de su presidente?

 

La oposición ha indicado que las sentencias ahora rectificadas tenían como motivo real que el Tribunal legitime contratos que según la Constitución deben pasar por el Congreso. Según información de Reuters del 31 de marzo, la petrolera rusa Rosneft facilitaría préstamos necesarios para hacer frente a pagos de la deuda externa, a cambio de crudo. Y estas transacciones “de interés nacional” deben ser aprobadas por el Congreso, en situación completa de bloqueo hacia medidas de gobierno vitales para el funcionamiento económico.

 

¿Con qué derecho se critica a un estado soberano que intenta cumplir con obligaciones contraídas? Si no lo hiciera, se lo criticaría por faltar a su palabra. Peor aún, ¿con qué derecho se acusa a un estado que depende en buena medida de sus ingresos petrolíferos de querer garantizar el flujo de recursos necesario para su economía? ¿Sería moral sucumbir a la extorsión de una oposición empeñada desde el mismo día de la elección de Nicolás Maduro en hacer caer su gobierno? ¿Es eso el fundamento de la democracia?

 

La pregunta por el derecho no tiene respuesta. Pero sí la tiene si se pregunta por el interés de los que acusan. No están movidos por el bienestar de una población “en crisis” como suelen argumentar, sino por el deseo de estrangular la economía venezolana creando un cerco financiero. Los motiva cortar la conexión de recíproco interés con “los rusos”, avivando motivos extraídos del libreto de la guerra fría. Los mueve el deseo de recuperar el estado puntofijista que perdieron.

 

Los impulsa el anhelo imperialista, cuya fascinación macabra por el supuesto “destino manifiesto” de los EEUU hace pisotear los derechos y los destinos de los demás. Esta irracionalidad manifiesta, lejos de ampararse en legalidad y designio democrático alguno, conecta – en versión puritana – con la maldición divina de hacer del pueblo de Israel una colectividad “elegida”, condenándolo en perspectiva histórica a una diferenciación perenne. No por nada el país mediooriental es su principal aliado y su comunidad, una de las más influyentes en las finanzas y la política de los EEUU.

 

Pero, ¿por qué motivo calificamos a los gobiernos cuestionadores de la Revolución Bolivariana como hipócritas? ¿De qué democracia hablan?

 

20 países han convocado una reunión urgente en la OEA sobre “la situación en Venezuela”. Más o menos los mismos que aprobaron un insolente escarnio público al país caribeño en la sesión del 28 de marzo, pero no lograron los números (2/3 o 24 naciones) para sancionarlo. La reunión se realizó el lunes 3 transgrediendo todas las formas. En una abierta muestra de golpismo institucional se suplantó al representante de Bolivia Diego Parry, legítimo presidente del consejo a partir de abril, quien había desconvocado la reunión por inconsulta, por la representante de Honduras. A su vez, la canciller argentina se arrogó la representatividad de los demás estados del Mercosur, no presentes y propuso que la OEA acompañe (tutele) el proceso de “restauración del orden democrático en Venezuela. Nada raro en el contexto de esta organización creada y manejada desde el Departamento de Estado de EEUU. 

 

Pero ya que con tal ardor se proclama y exige democracia, observemos lo que sucede en alguno de esos países que frenéticamente reclaman respeto por ella.

 

En Honduras, el presidente Juan Orlando Hernández anunció que buscará un nuevo mandato en las elecciones de 2018. Sin embargo, la Constitución de Honduras en sus artículos 42 y 239 reprueban e impiden que quien haya sido primer mandatario ocupe de nuevo el cargo. Incluso prevé la cesación inmediata del cargo de quien “quebrante esta disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente”, quedando todos ellos inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública.

 

Es casi de mal gusto recordar que el parlamento hondureño destituyó a Zelaya en junio 2009 por promover una cuarta urna de consulta popular sobre la posibilidad de cambios constitucionales, lo cual la oposición interpretó como ambición de reelección.

 

Hablando de reelecciones, enmiendas constitucionales y componendas parlamentarias, en el Paraguay – otro de los promotores de sanciones contra Venezuela en OEA y Mercosur - también está prohibida la reelección. Sin embargo una mayoría de 25 senadores aprobaron un proyecto de enmienda constitucional para posibilitarla. Según el periódico La Nación de Paraguay, la sesión durante la cual se aprobó la iniciativa se llevó a cabo en una oficina para obviar la oposición del presidente del Senado en el recinto del Congreso. El mismo grupo modificó el martes pasado el reglamento interno de la Cámara para permitir que cualquier proyecto de ley se analizara rápidamente.

 

Hablar de componenda y de corrupción parlamentaria es retratar la situación de Brasil. Prueba breve de ello es la reciente condena a quince años de prisión a Eduardo Cunha, ex presidente de la Cámara de Diputados y agente número uno del juicio político a la presidenta electa Dilma Rousseff. Los delitos cometidos incluyen el soborno, el lavado de dinero y la evasión fiscal. Para una imagen completa, el diario chileno El Siglo informaba en nota del 26/5/2016 que de 513 diputados que votaron por sacar a Dilma, 303 están procesados o condenados y que un 55% de los miembros del Senado están investigados por delitos financieros y comunes.

 

Y la referencia a un medio chileno no es fortuita. Resonantes han sido en ese país los casos de financiamiento directo de parlamentarios, soborno de funcionarios, emisión de comprobantes fiscales falsos y otras delicatesen a cambio de políticas favorables a los grandes consorcios financieros, industriales y mineros como Caval, Penta Corpesca. Una lista detallada de las finezas de los principalísimos de la política chilena puede encontrarse en el artículo “La pequeña lista del Chile Corrupto, desde la Dictadura hasta nuestros días” en el sitio de Radio del Mar.

 

Otro gran crítico de la situación de la democracia y los derechos humanos en Venezuela es México. Con respecto a estos últimos, es imposible comentar nada que no sea de público conocimiento respecto a las diarias violaciones de los Derechos Humanos en ese país. En términos de corrupción política, bastaría con hacer referencia a la potestad de gobierno del partido PRI durante 70 años y las dictaduras feudales instaladas en casi todos los Estados componentes.

 

A simple título de actualización, relata la agencia Bloomberg, que una pieza esencial en la victoria electoral de Enrique Peña Nieto fue el hacker colombiano Andrés Sepúlveda, quien robó estrategias de campaña, manipuló redes sociales e instaló spyware en sedes de campaña de la oposición. Y qué decir de la construcción de imagen que hicieron los monopolios mediáticos Televisa y Azteca para posibilitar ese triunfo.

 

En Guyana, otro de los países promotores de la “reunión especial”, en 2015, el entonces presidente Donald Ramotar disolvió el parlamento para evitar una moción de desaprobación de su gobierno.

 

En la Argentina de Macri, el nuevo adalid del republicanismo, se gobierna mediante decretos ignorando leyes vigentes, como la de servicios de comunicación audiovisual o la obligación de convocar a paritaria nacional docente. La justicia es maniobrada para perseguir (o proscribir) candidatos peligrosos como la ex presidenta Fernández de Kirchner. Un expediente similar al que en Brasil se utiliza para evitar que Lula pueda ser candidato en 2018. En la provincia de Jujuy se ha encarcelado a Milagro Sala y otros militantes sociales para impedir la oposición popular.

 

En Colombia, este sábado el Centro Democrático, partido del ex presidente Álvaro Uribe, realizó en 20 ciudades una marcha contra la corrupción del gobierno. Fue una marcha pacífica, porque nadie pudo tirar la primera piedra.

 

¿Y qué hay del gran país del Norte, defensor a sangre y fuego del orden democrático, aunque los países bombardeados queden en ruinas y absoluto caos? En ese país, el tráfico de influencias es legal. El lobby de las grandes corporaciones sobre los parlamentarios es la práctica ordinaria que garantiza que todo quede encarrilado de acuerdo a las apetencias empresariales. De modo similar, el dinero invertido en uno u otro candidato presidencial en las sucesivas rondas que debe atravesar es el que define cuál de los postulantes es el más indicado para defender los intereses de los aportantes. ¿Democracia? Sólo en los cuentos de hadas de Walt Disney y las producciones cinematográficas de Hollywood.

 

El modelo bolivariano, junto con el modelo boliviano de democracia, por el contrario, han incorporado un elemento muy interesante, esencial para la democracia. Este elemento es la participación popular. En el caso venezolano, se ha comenzado a construir un poder comunal, que delibera y decide sobre una gran cantidad de temas ligados a la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos involucrados. En el caso boliviano, esta participación adquiere ribetes culturales, posibilitando que las comunidades ganen autonomía y puedan ejercer democracia desde su propia historia, hasta hace muy poco tiempo pisoteada por un modelo de estado foráneo.

 

Pero la mejor pregunta que podemos hacernos es sobre el tipo de democracia que queremos. Preguntarlo puede ayudar a superar el estado de confusión mediatizada en el que obscenas mentiras prevalecen por sobre todo apego a la verdad. Más todavía, todo ello puede colaborar a un necesario debate sobre una forma de institucionalidad política que desde sus conflictivos inicios, entre el siglo XVII (Inglaterra) y XVIII (Francia, EEUU), siempre fue combatida con distintos argumentos por el poder, monárquico-eclesial-aristocrático primero, latifundista-oligárquico después, finalmente corporativo-financiero en la actualidad.

 

Democracia imperfecta y en proceso histórico, que tardó un largo tiempo en abolir la esclavitud e incluir a las mujeres como sujetos activos de la comunidad. Democracia que durante largo tiempo estuvo confinada a los reducidos ámbitos de los hombres de negocios y apenas en el siglo pasado logró conquistar uno de sus requerimientos mínimos, el voto universal. Democracia que desde entonces balbuceó entrecortada por regímenes militares y por el aplastamiento de la compra de votos, de la persecución política, de las prometedoras mentiras de campaña y las subsiguientes traiciones al mandato. Democracia que hoy está acorralada por el poder de la propaganda que sofoca todo intento de genuino intercambio de ideas. Democracia que hoy sufre la manipulación de las significaciones y el desgaste que consultores mercenarios generan mediante campañas sucias, provocando en las poblaciones el efecto de hastío y desidia política.

 

Seguramente que intereses ajenos al bienestar de las mayorías, lejos de cooperar, no hacen sino dificultar la profundización democrática. La enorme concentración de poder económico y mediático en manos corporativas es lo primero que habría que discutir si se quiere hablar honestamente de democracia. ¿Se habilitará también una sesión en la OEA para hablar de eso?

https://www.alainet.org/es/articulo/184563?language=es
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