Afganistán: La última derrota de Obama

11/01/2017
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Habría que remontarse mucho tiempo atrás para encontrar a un presidente norteamericano que haya dejado a su sucesor una situación internacional más compleja y deteriorada que la que Barack Obama está dejando a Donald Trump.

 

 Quizás tendríamos que recordar a Richard Nixon, quien debió asumir la derrota de Vietnam o a Jimmy Carter, escarnecido por los jóvenes de revolucionarios iraníes, que en sus narices, expulsaron del poder a Mohammad Reza Pahlaví, el más importante de los secuaces que Washington tenía en la región.

 

Aunque quizás Nixon y Carter tengan algunas excusas ya que, en el caso del primero, la derrota frente al Viet-Minh ha tenido grandes colaboradores como John Kennedy o el principal promotor de la intervención norteamericana en el sudeste asiático Lyndon Baines Johnson. Carter, a la vez, podría haber hecho un poco más por Phalevi, pero en realidad la figura del Sha estaba carcomida por sus flagrantes violaciones a los derechos humanos y el latrocinio constante contra su pueblo, lo que sin duda a Carter, un demócrata al fin, le molestaba mucho y así lo pagó.

 

Pero volviendo al primer presidente negro de los Estados Unidos, al premio Nobel de la Paz, al nuevo Kennedy, tendremos que decir que no tuvo más excusas que su propia incapacidad, su ineptitud política para comprender las consecuencias de sus actos y su falta de carácter frente al complejo industrial-militar y los innumerables lobbies que siempre han controlado a los presidentes norteamericanos.

 

Obama, no puede permitirse el lujo de responsabilizar a George W. Bush, de la actual situación, ya que si bien (¿y qué duda cabe?) fue quien comenzó con las carnicerías en Afganistán e Irak, el presidente número 44 de la Unión la amplificó hasta poner al mundo al borde de una nueva guerra mundial (al-Ghutta, Siria, agosto de 2013), reactualizando de hecho la guerra fría. Además elevó por su propia torpeza al presidente Vladimir Putin al centro de la escena, que consiguió un prestigio y un reconocimiento internacional, que ningún jefe de estado ruso conoció desde la muerte de Joseph Stalin.

 

El punto de inflexión de su torpeza fue haber colocado a cargo del Departamento de Estado a Hillary Clinton que piloteo, con la destreza y puntería de un kamikaze japonés, la política exterior norteamericana desde 2009 a 2013, cinco años que le sirvieron para hacer arder Medio Oriente, el Magreb, el Sahel y Asia Central.

 

Un rápido recuento nos obliga a pensar en la planificación de la Primavera Árabe en 2011, que despertó una serie de protestas en toda la cuenca sur del Mediterráneo y no solo provocó la guerra en Libia y Siria, donde había dos claros exponentes del nacionalismo laico árabe:  el Coronel Muhammad Gadaffi y el presidente Bashar al-Assad. El primero, asesinado, en plena invasión terrorista, lo que llevó a Libia a convertirse en un estado fallido. Respecto a Siria, si bien no alcanzó para derrocar a al-Assad, sí para generar una guerra, que ya lleva, por ser conservador en las cifras, más de un millón de muertos, incontables heridos y mutilados, cerca de siete millones de desplazados y la literal demolición de millones de viviendas, junto a la destrucción de la infraestructura de un país que vivía en un estado de bienestar, envidiado no solo en Medio Oriente, sino en muchas regiones del mundo.

 

Como frutilla de esta torta, Obama alentó con su torpeza a la constitución de una alianza impensable hace unos años y que puede ser demoledora para cualquier enemigo: Rusia, China, Irán y el mundo chií, incluyendo obviamente a Siria y a la cada vez más poderosa organización libanesa Hezbollah.

 

Las torpezas del dúo Obama-Clinton, como daños colaterales, podrían anotarse la caída de uno de sus hombres claves en la región: el presidente egipcio Hosni Mubarak, fiel cancerbero de la causa palestina, durante treinta años; y la caída del presidente yemení, Ali Abdullah Saleh, que terminó arrastrando al país a una guerra civil entre los houtíes, chiitas y sunitas pobres, contra el ejército y los estamentos altos de la sociedad sunita, perpetuadores del poder de Saleh, en la figura de su vice Abd al-Mansur Hadi,  quien solicitó  al reino de Arabia Saudita  que declaré la guerra a su país en marzo del 2015, que hasta el día de hoy no se resuelve, y que se calcula ha provocado entre 4 y 7 mil muertos civiles.

 

El tornado Obama también agitó las serenas arenas del Sahel, esa franja sumida en la pobreza y el desamparo que se extiende de Índico al Atlántico, al sur del Magreb, donde gracias a las políticas de Hillary Clinton y sus socios europeos, se reprodujeron como hongos los grupos salafistas vinculados en un primer momento a al-Qaeda y después del 2014 al Daesh.

 

Hoy podemos señalar que desde el somalí al-Shabaab hasta el nigeriano Boko Haram,  junto a infinidad de grupos como Ansar al-Din, (Defensores de la Fe) el AQMI (Al-Qaeda para el Magreb Islámico) o el  MUJAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental), que campean a su antojo en Níger, Mali, Chad, Mauritania, Sudán, Etiopia, Kenia, han incrementado sus fuerzas por una sola y determinante razón: para miles de estos jóvenes la opción es incorporarse a alguno de estos grupos que emigrar o languidecer hasta que alguna enfermedad, la droga o la violencia estatal los mate. Incluso en Egipto, se ha reactivado la violencia salafista, donde la organización vinculada al Daesh, Wilayat Sinai, ataca cada vez con más virulencia.

 

Las trágicas políticas de Obama en Medio Oriente y África son la única razón de que ahora, aproximadamente un millón de refugiados estén pululando por las rutas europeas, en procura de un refugio, sin contar el millón y medio llegado en 2015 y los 4.5 millones que esperan en Turquía.

 

Sería injusto olvidar también que Obama, junto a los líderes europeos, es culpable de cada uno de los muertos en los atentados producidos en Europa en estos últimos años.

 

La jungla afgana

 

Por allí cuenta la leyenda que el 24 de diciembre de 1979, el Presidente Jimmy Carter, miraba por televisión la entrada del ejército soviético a Afganistán, junto a su Secretario de Seguridad, el polaco Zbigniew Brzezinski,  y que, de golpe este último saltó de su asiento gritando: “Acabamos de regalarle un Vietnam a los rusos”. El zorro polaco sabía muy bien que decía, porque había sido parte del complejo entramado que se había tejido con los muyahidines afganos y el gobierno de Pakistán, para convertir las montañas afganas en la jungla vietnamita. Allí, el Ejército Rojo perdería cerca de 16 mil hombres, pero además se iniciaría el proceso de disolución de la propia Unión Soviética. ¿Dónde habrá un Brzezinski? se habrá preguntado muchas veces en sus ocho años de mandato el oscuro presidente Obama, cada vez más hundido en las movedizas arenas afganas.

 

El 44 presidente llegó a la Casa Blanca, con la promesa, una de miles, de traer a toda la tropa norteamericana destinada a Afganistán de vuelta a casa. Para cuando asumió en 2009 el Talibán era una sombra difusa que se movía con precaución en lo alto de las montañas, tras la embestida enceguecida de George W. Bush como respuesta a los ataques del 11 de septiembre.

 

A diez días de abandonar el poder Obama, está muy lejos de “el final responsable” que pretendía respecto a Afganistán. No solo que nunca terminó de repatriar a los miles hombres, que una y otra vez a lo largo de estos últimos años dijo que retiraría de Asia Central, sino que se vio obligado a ordenar un envío de un “pequeño grupo de asesores” para contener al Talibán en la provincia de Helmand, la principal productora de opio, y con importantes yacimientos de uranio, casualmente.

 

El opio es la fuente de financiación fundamental para armar y pagar a los más de 55 mil hombres del Mullah Mawlawi Haibatullah Akhundzada, máximo jefe talibán desde mayo pasado.

 

El contingente, según la Casa Blanca, será de unos 300 hombres pertenecientes a la unidad Task Force Southwest. La misión que llegara en las próximas semanas, se extenderá “solo” por nueve meses.

 

Desde el retiro de la misión militar la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en enero de 2015, la insurgencia talibán se reactivó y hoy controla un tercio del territorio afgano. Esto ha obligado a Washington a mantener una dotación de 5500 hombres, fundamentalmente en Kabul y la base de Bagram, a disponer de refuerzos.

 

Después de largos debates, la administración Obama reconoció que las fuerzas armadas afganas, unos 350 mil hombres, que ellos mismos organizaron, entrenaron y armaron, no están en condición de detener el avance del Talibán, por lo que se han dispuesto nuevos ataques aéreos contra la insurgencia fundamentalista.

 

Como para despedir a Obama, este último martes en Kabul se produjo uno de los mayores atentados de los últimos años. El ataque se produjo en Dar-ul-Aman, el barrio donde se encuentran el Parlamento afgano y el edificio de la principal agencia de inteligencia del país, el Directorio Nacional de Seguridad (NDS),

 

El ataque, que hasta ahora causó 80 muertos y más de un centenar de heridos, fue organizado ya con la clásica estrategia de que primero un atacante se detone, en este caso en la puerta del edificio al-Haqqi, una dependencia del Parlamento, a unos dos kilómetros de la sede principal, tras la explosión, cuando algunos miembros de la seguridad se había acercado a socorrer a las víctimas, un coche bomba fue detonado en apariencia por otro suicida.

 

Según algunos expertos no se esperaban ataques del Talibán, ya que no lo suelen hacer en invierno, este cambio de estrategia, sin duda está no solo despidiendo a Barack Obama, sino dándole la bienvenida a Donald Trump, que quizás esté intentando ubicar en algún mapa la jungla afgana.

 

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.

En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC

 

https://www.alainet.org/es/articulo/182780
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