Los por qué y para qué del conflicto armado

15/03/2015
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Colombia es uno de los países con mayor desigualdad en el planeta; y aun así andan por ahí los espíritus de gran corrección que se sorprenden ante el hecho de que la nación arrastre con la carga al aparecer ineludible de un conflicto insufriblemente violento. Un conflicto, agenciado por una guerrilla que impávida sobrevive, sin que la conmuevan los golpes que encaja en los remotos campamentos de la selva ni la agrieten, los derrumbes ideológicos de un comunismo mundial, al que confió la guarda de sus ideales.
 
Crecimiento económico y desigualdad social
 
Bueno, para ser exactos, en este país ha debido existir un conflicto social profundo; incluso, animado por una insurgencia popular; pero no fue por la desigualdad y la pobreza por las que se desato y se arraigó el enfrentamiento armado, prolongándose y multiplicándose desde 1964 al ritmo de las transformaciones a retazos del país.
 
No fue por la sola desigualdad, aunque fuera mucha y muy odiosa. En realidad, fue por razones más complejas y quizá por ello mismo más paradójicas. Las cosas han obedecido, para decirlo de una vez, al crecimiento económico que el país experimentara durante esos mismos 50 años o más; un crecimiento que tuvo lugar en medio de la desigualdad más ofensiva; algo que le comunico su rasgo especifico y también crítico.
 
La desigualdad por sí sola, y la pobreza y la miseria aplastante, a menudo sofocan los espíritus de la rebelión. En cambio, el crecimiento abre horizontes, promueve nuevas categorías sociales y acerca recursos; lo cual crea situaciones de fuerza desde donde se hace factible la rebelión y el hecho de que ella disponga de fuentes de empoderamiento para dotarse de organización.
 
En rigor, es la combinación problemática del crecimiento económico y de la desigualdad social, la que ha creado en Colombia el marco de tensiones para un conflicto duradero, con inspiraciones ideológicas, con raíces sociales, y con todas las violencias innobles que le han servido de impulso instrumental.
 
Si la desigualdad desnuda las carencias; si lacera a la gente y la humilla hasta el desespero; y si vuelve insoslayable la reivindicación, cualquiera sea ella (la tierra, por ejemplo); el crecimiento hace factible esa reivindicación, provoca la tensión entre la riqueza que se crea y las limitaciones de los que ven cómo se les niega el acceso a ella, aún si comienzan a reunir las mínimas condiciones para el ascenso en su status.
 
Entre 1958 y tal vez 2007, justo antes del último gran ciclo recesivo, el producto interno bruto (PIB) creció con un promedio anual del 5% aproximadamente, un ritmo nada desestimable; que por lo demás encaramo internacionalmente a Colombia en el rango de “países de desarrollo medio”.
 
Al mismo tiempo, la desigualdad social ha sido significativamente alta; con un Gini siempre cercano, durante décadas, al 0,60. Indicador este que, si se mide para el universo rural, supera lancinantemente la cifra de 0,80, en una aproximación de vértigo a la unidad (1,00), un referente de espanto que señala la desigualdad absoluta.
 
Prosperidad, ¿pero sin reformas sociales?
 
No sobra señalar que el crecimiento sostenido, del que estuvo excluido casi el 50% de la población, fue un hecho que hizo parte de un proyecto político de las élites en el poder; el cual incluyó el abandono de las reformas serias que pudiesen conducir a una redistribución de la propiedad y de los ingresos.
 
En un mundo de desigualdad, el crecimiento, al crear excedentes y con ellos las posibilidades de enriquecimiento sin modificar el modelo de asignación de medios y recompensas, deja abiertas las posibilidades para la inconformidad o para la rabia contenida; incluso para la rebelión, debido a la comparación con la suerte de la buena sociedad, que se queda con lo mejor de los excedentes creados.
 
El crecimiento, y con él la producción de rentas, abrirá el terreno para las expectativas en cuanto se refiere a la participación en la apropiación de la riqueza; algo que puede encerrar la inminencia de un conflicto; incluso, de la violencia, si al mismo tiempo el modelo escogido en el funcionamiento de las instituciones lleva a la exclusión en vez de a la integración.
 
Colonización interna, sociedad periférica y narcotráfico
 
A este marco de tendencias generales se agregan algunos procesos sociales de incidencia singular en el desarrollo social colombiano; expansivo pero traumático.
 
Son básicamente dos; a saber, de una parte, el ocupamiento poblacional de regiones vacías, mediante la extensión de la frontera agrícola por efectos de la colonización interna; y de la otra, el narcotráfico; en todas sus etapas: la siembra y la cosecha ritmada por ciclos frecuentes, la preparación de la pasta, el procesamiento en laboratorio, el transporte y la comercialización internacionales.
 
La presión sobre la tierra, en medio de una intocable concentración sobre su propiedad, alentó el fenómeno de la colonización interna. La cual durante los últimos 70 años dio lugar a una nueva sociedad periférica; fragmentada e inestable; además sin la consolidación de una normatividad que circulara al interior de sus estructuras de comportamiento. Y también, sin una presencia fuerte y funcional del Estado.
 
Por cierto, en dicha sociedad periférica; constantemente estableciéndose sin terminar de formarse; la desigualdad y la pobreza se manifestaban de un modo más pronunciado.
 
Abiertos estos territorios a la colonización interna, también terminaron afectados por las fuerzas del mercado, bajo distintas formas de explotación económica; como las industrias extractiva y agrocomercial; sin excluir por supuesto el reglón de los narcocultivos.
 
Envueltos en una suerte de intensa re-primalización de la economía, también se convirtieron en zonas fecundas en la producción de excedentes; sobre todo, por la demanda internacional; lo que terminó traduciéndose más temprano que tarde en lo que en el medio local muy pletóricamente se denominan bonanzas. De modo que ellas provocaron múltiples disputas por el control de los ingresos retornables a escala local.
 
Se mezclaron así, 1) prosperidad con excedentes de circunstancia, 2) pobreza y desigualdad, por ciento 3) un más acentuado bloqueo en las oportunidades de movilidad vertical, y finalmente 4) inestabilidad y precariedad institucional. Todos ellos fueron factores que refinaron el combustible para hacer de la nueva sociedad periférica el escenario múltiple, favorable a la conflictividad y al surgimiento de agentes dispuestos a valorizar la violencia como recurso instrumental para intervenir en la apropiación de todos los demás recursos de poder material y simbólico.
 
En particular, el narcotráfico trajo, con su enorme rentabilidad y con el carácter ilegal de su ejercicio, un incremento inaudito de la violencia entre los años 1982 y 2002. Rompió el tejido de que está hecho el campo de lo público, sustituyendo la convivencia ciudadana por el matonismo terrorista; y desafió desde la sociedad urbana a unas élites que lucieron francamente desconcertadas al comienzo del fenómeno.
 
En su fase inicial, la del cultivo de la coca, el negocio hizo nacer con su aclimatación en el sur del país una fuente notable de ingresos para la guerrilla; y, al mismo tiempo, la posibilidad para ésta de ganar en articulación local con las comunidades de colonos y trabajadores vinculados con esa nueva economía; ilegal pero muy extendida.
 
En la geo-economía de la coca encontraron las FARC posibilidades para el financiamiento, para la representación local, y para la implantación territorial y el control de corredores estratégicos.
 
La Organización como capital material y simbólico
 
Hay por último un factor especial que ha contribuido al hecho de que la aguda conflictividad y la propensión a la violencia en medio de una movilización agitada de recursos, se traduzca en un conflicto armado duradero. Mejor dicho, a que una guerrilla de orientación comunista y de origen campesino haya crecido y se haya mantenido como un agente con fuerza significativamente perturbadora.
 
Dicho factor no es otro que el de la organización de la llamada insurgencia. Es un elemento que, en principio, pertenece a otro orden de factores distinto al de las condiciones sociales y económicas. La organización ciertamente es un factor que pertenece al orden subjetivo de la acción. Está constituida como prolongación racionalizada del actor; de su voluntad y de sus estrategias.
 
Sin embargo, considerado el conjunto de las relaciones de poder y de la acción colectiva, es un factor que pasa a compartir la doble condición de fuerza subjetiva y de recurso objetivo. Después de que la guerrilla, en tanto actor, sobrepasa cierto umbral de experiencias sin morir en el intento, sus estructuras organizativas incorporan a su naturaleza cierta dimensión de causa objetiva.
 
Se convierten en un capital social más o menos coagulado, el cual obra como recipiente, capaz de absorber procesos y mutaciones sociales; y por tanto, de incrementarse.
 
Quizá fue el efecto que consiguieron las FARC en el período “discreto” que va de 1966 a 1982; el de objetivarse en tanto factor; al tiempo que se articulaban con algunas avanzadas de colonos en los llamados por entonces territorios nacionales.
 
Por consiguiente, no es de extrañar que en adelante las FARC hubiesen sabido absorber con incrementos en su poder –en tanto organización militar, los frutos rentísticos que se desprendieron del negocio de la droga, recién llegado, y particularmente con la extensión de los cultivos ilícitos.
 
Y también que simultáneamente hubiesen potenciado su creación de identidad en el plano local; y en consecuencia, un capital simbólico que, aunque altamente contrastado con una opinión negativa en la sociedad urbana, les alcanzó para implantarse territorialmente, multiplicar sus frentes, y dar muestras de una capacidad inusitada de reclutamiento.
 
Fueron fenómenos que se pusieron de manifiesto en las dos décadas que van de 1984 a 2004. Después, el crecimiento de la guerrilla de las FARC se estrelló con el Plan Colombia y con la Seguridad Democrática.
 
Pero, sobre todo, con su incapacidad para trascenderse, para convertirse en algo cualitativamente distinto, más allá de ser simplemente las representantes en negativo de la sociedad periférica e inestable, surgida de la colonización interna.
 
Esta guerrilla evidencio en consecuencia su falta de poder para reinventarse simbólicamente como la expresión de una sociedad urbanizada pero llena de exclusión. Necesitada por tanto de equidad moderna, de libertades, digamos post-modernas, y de una democracia sin clientelismo. Lo cual trazara el horizonte de necesidades para las reformas, en función de las cuales sería útil el conflicto; pero solo si se convierte en lo que es su contrario (y su continuum); a saber, un proceso de paz de carácter innovativo; como el que parece consolidarse en La Habana.
 
Ricardo García Duarte
Ex – Rector de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas
 
Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas Nº 438
Semana del 13 al 19 de marzo de 2015
Corporación Viva la Ciudadanía
 
https://www.alainet.org/es/articulo/168242?language=es
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