La colonización mediática del mensaje

21/10/2014
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Hace varios años, en una entrevista con un periodista holandés, comenté que el sistema de la comunicación social en Honduras se parecía a la desigualdad existente en el acceso a la tierra, con unos pocos “latifundios” y muchos “minifundios” mediáticos. Era cuando el tema de la propiedad de las frecuencias hegemonizaba las preocupaciones.

 
Hoy, en pleno siglo XXI, la metáfora “agrarista” evolucionó en el contexto global del acceso a la información. El carácter de la propiedad sigue siendo clave, pero el punto más relevante es quién controla el mensaje. Si se funden la posesión de la propiedad y del mensaje, pues entonces el anillo se cierra. Ello implica que la multiplicación de medios no representa per sé la democratización de la información. El asunto es mucho más complejo y de importancia clave, sobre todo cuando el número de frecuencias está a punto de incrementarse en América Latina con el relevo de la era analógica por la digital.
 
Algo similar ocurre, nuevamente, con el derecho a la tierra. La tenencia es básica, pero más aún controlar su uso, acaparar la producción y comercializarla.
 
El viejo terrateniente es un estereotipo en extinción; el dueño de una plantación en un departamento, provincia o región de cualquiera de nuestras naciones bien puede ser una sociedad anónima asiática, europea o estadounidenses, con ejecutivos que nunca empolvarán sus zapatos en sus caminos de acceso.
 
La explotación de la tierra también ha cambiado. El concepto de “soberanía alimentaria” no les dice nada a los nuevos propietarios. En su lugar se habla de producción alimentaria ‘ex patria’.
 
Lo que determina para ellos el valor de la tierra supera el alcance físico y emotivo tradicional; tiene que ver con su ubicación (el “point of view” en la versión anglo), el tipo de materias primas para las que son aptas, potencial para agrocombustibles o por aquellos bienes que los satélites detectan escondido en sus entrañas.
 
Vivimos el imperio de las corporaciones y del capital financiero. Por supuesto, esas empresas cuando pueden o les interesa buscan adueñarse de la tierra, avasallando a quienes debieran ser sus legítimos poseedores; así que no se trata aquí de afirmar que su voracidad ha menguado, pero sí subrayar que el mercado no es el mismo de antes. Estamos ante otro tipo de colonización; quizá peor en sus extremos, por lo que suele tener de encubierta o de nueva brutalidad. Una colonización para la cual no hay fronteras, ni físicas ni jurídicas ni éticas, y ante la que la defensa de los derechos individuales, comunitarios y sociales es fundamental.
 
La sociedad mediática en países como Honduras no escapa a esa dinámica. Hoy la cobertura nacional de la transmisión, principal característica de los “latifundios”, no es el monopolio de los de siempre. Recientes medios televisivos tienen, por ejemplo, acceso al satélite y su señal puede ser descodificada y vista en cualquier sitio. Eso es bueno, pero tampoco el avance tecnológico democratiza el acceso a la información por sí mismo. De hecho, nunca como ahora la sociedad hondureña recibe tanta información y, simultáneamente, está tan desinformada.
 
El número de medios se multiplicó; no hay duda. Nada que ver con décadas anteriores. Este pequeño país centroamericano, de ocho millones de habitantes, registra 653 estaciones de radio FM, 281 AM y 299 estaciones de televisión (2013).
 
Los “minifundios” retan en sus pequeños feudos la presencia de los “latifundios”, pero, el pero de siempre, sus contenidos no representan necesariamente una alternativa, ni una oposición. Por lo general sus dueños suelen clonar el modelo imperante y ambicionan seguir los pasos de los empresarios considerados estrellas.
 
En resumen, los “latifundistas” mediáticos no pudieron impedir la proliferación de “competidores”, pero sí tuvieron éxito en colonizarlos. La prioridad de conquista de los grandes intereses económicos y políticos se orientó a los contenidos; no a los mercados publicitarios reducidos o casi inexistentes. En las reuniones de la élite se entendió que es el monopolio del pensamiento la garantía central en que descansan los grandes acuerdos y repartos del poder. La fuente real de su rentabilidad es su capacidad de imponer las prioridades, las perspectivas y los enfoques de la información. Donde no llegaba su mensaje con efectividad, hay otros que ahora lo reproducen al grado que se fomentan no sólo hábitos de consumo comercial, sino políticos e ideológicos comunes.
 
Unos a nivel nacional y otros local se encargan de fijar la agenda nacional, dar las claves para interpretarla, controlar y enjuiciar a los actores políticos, actuar de portavoces y defensores del sistema político y económico, generar o desactivar el compromiso ciudadano, crear, canalizar o diluir demandas sociales, incentivar o anular la pluralidad política. Así es que se fabrica en masa la opinión pública.
 
Bajo esa visión estratégica, desde el poder se reconoce el derecho formal de propiedad para fundar y usufructuar un medio, lo que explica cierta apertura de la legislación continental, pero es su papel social y ubicación en el mercado lo que garantiza su vigencia o su muerte. Una radioemisora o un canal de televisión que promueva conciencia crítica y pluralismo siempre enfrentarán más dificultades que los de clara vocación de lucro.
 
Pero hay algo más a favor del estatus quo en el sistema que favorece la colonización conservadora de muchos medios de comunicación en relación a sus mensajes, y es la condición cultural del auditorio.
 
Siendo definida la libertad de expresión como un derecho de derechos, no sólo condiciona la conquista y vigencia de otros derechos, sino que depende de que los mismos se alcancen para su propia legitimidad y desarrollo. En países con un promedio de escolaridad nacional de cuatro grados, y en algunos departamentos de apenas un grado, como Honduras, se entiende el tipo de consumo mediático preferido por amplios sectores de la población.
 
En ese sentido, más que una ciudadanía de la información, existen consumidores de la información, y eso marca diferencias y rezagos. Consumidores que no incorporan aún el derecho a la información entre sus demandas. Lo preocupante es que buena parte de la vida doméstica transcurre ligada a los medios de comunicación social. Para millones, la televisión es su ventana al mundo. Muchos ni siquiera conocen Tegucigalpa, pero saben por la tele cómo son las calles de Nueva York.
 
En el esfuerzo permanente de entender la dinámica mediática actual y no caer en simplezas, hay que tener siempre presente las desigualdades y carencias de fondo de nuestras sociedades. No se puede descontextualizar el debate de temas como la cultura, educación, transnacionalización de la información y avances en la ampliación de una ciudadanía democrática.
 
-       Manuel Torres Calderón es periodista y trabaja en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
 
 
https://www.alainet.org/es/articulo/164907
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