La prostitución, veneno y alimento de un oficio antiguo
04/10/2012
- Opinión
La prostitución de la mujer es tan antigua como la mercancía, con valor de uso y de cambio, una profesión ejercida generalmente por las mujeres provenientes de los estamentos sociales más bajos, una de las manifestaciones del desplome aterrador de la dignidad humana y los valores morales.
Los hombres, en el pasado, no consideraban indecente el oficio de la prostitución, porque ya entonces, como en la actualidad, eran ellos quienes controlaban la superestructura social, donde las mujeres no tenían acceso sino como hetairas o amantes. Por ejemplo, en los países orientales, la prostitución pública de una mujer estaba admitida por todos.
En Babilonia, la orgullosa ciudad de la Mesopotamia, se permitía que las jóvenes fuesen en peregrinación, por lo menos una vez, al templo de la diosa Milita, para prostituirse en su honor, al capricho de los hombres que acudían a raudales, con la intención de descubrir los misterios del amor a través del contacto con una “profesional del placer”. Se consideraba una virtud pertenecer a la orden de las sacerdotisas del templo Istar -diosa de la fertilidad y la guerra-, y los propios reyes dedicaban sus hijas a la vocación sacerdotal, cuya principal función era servir de prostitutas sagradas en las grandes festividades.
Las hetairas, mujeres que elevan la práctica del amor a la categoría de arte, fueron autoras propias de tratados sobre dichas prácticas, pudiéndose enunciar los tratados de Artyanassa, vieja servidora de Helena, de Filenis de Samos y los de Elefantis. No en pocas ocasiones, el erotismo literario va asociado a la comedia o se asocia con la sátira y la crítica social.
En las religiones y sistemas de creencias siempre está presente el erotismo, aunque se lo puede encontrar en dos facetas aparentemente muy opuestas: por ejemplo en el cristianismo católico los textos místicos de san Juan de la Cruz y “Las Moradas” de santa Teresa de Ávila poseen una retórica llena de un sublimado erotismo dirigido a la deidad, mientras que en otras religiones (como las de los fenicios, mesopotámicos etc.) existía una prostituta sagrada que llegó a la Grecia clásica, en la Roma Antigua se hace notorio el contraste entre la "lujuria" con abundante arte erótico o, más que entre los griegos, directamente pornográfico y la severa castidad y virginidad impuesta a las vestales. Tales antinomias dentro de un mismo sistema religioso se evidencian asimismo en el hinduismo donde existen movimientos promotores de las más rigurosas ascesis opuestas a lo libidinoso junto a exaltaciones de la sexualidad como ocurre con el conocido texto del “kama Sutra” o las imágenes de templos como los de Suria y Khajuraho.
August Bebel, basándose en los relatos del “Antiguo Testamento”, demostró que los judíos no eran ajenos a este tipo de culto y al oficio de la prostitución. En su libro, “La mujer”, apunta: "Abraham cedía, sin escrúpulos, las gracias de Sara a otros hombres, sobre todo a los jefes de tribus (reyes) que iban a visitarle y le retribuían espléndidamente. El patriarca de Israel, antepasado de Jesús, no encontraba repugnante este comercio que hoy calificamos de indigno y deshonroso. Es notable que aún hoy, en las escuelas, se enseña a las niñas el mayor respeto hacia aquel hombre. Como es sabido y hemos dicho ya, Jacob se casó con dos hermanas, Lía y Raquel, las cuales también le entregaban sus siervas; y los reyes hebreos David, Salomón y otros disponían de numerosas harenes, sin que frunciese el ceño Javeh. Era costumbre, y las mujeres la aceptaban" (Bebel, A., 1976, p. 34).
En la antigua Grecia se establecieron también casas públicas, con mujeres que vivían del comercio sexual. Solón las introdujo en Atenas el año 592 antes de la Era cristiana, como apéndice de las instituciones del Estado; hecho que fue elogiado por sus contemporáneos en los siguientes términos: "¡Loor a Solón por haber comprado mujeres públicas para la depuración de las costumbres y sosiego de una ciudad poblada de jóvenes robustos, que sin tan sabia fundación perseguirían con sus galanteos descarados a las mujeres de las clases principales!". En Lidia, Cartago y Chipre, las jóvenes tenían, por su parte, el derecho a prostituirse para ganarse la dote.
La prostitución de las doncellas, "entre los fenicios y los lidios, se imponía a título de deber religioso, y en esto se funda, evidentemente, la costumbre, frecuente en la antigüedad y en las comunidades de mujeres, de conservar la virginidad para hacer con ella una especie de ofrenda religiosa al primero que llegara y pagara su precio a los sacerdotes. Costumbres análogas existen aún hoy, como relata Bachofer, en muchas tribus indias, en Arabia del Sur, en Madagascar, en Nueva Zelandia, donde la prometida es prostituida por la tribu antes del matrimonio. En Malabar paga el marido un tanto al que desflore a su mujer (...) Semejante institución y costumbres sentaban admirablemente a un clero libidinoso, sostenido por hombres de no mayor valía moral; así la prostitución de la mujer soltera se hizo una regla establecida para el cumplimiento de los deberes religiosos (...) El sacrificio público de la virginidad simbolizaba la concepción y la fertilidad de la tierra productora, y se cumplía en honor de la diosa de la fecundidad, venerada en todos los pueblos de la antigüedad bajo los diferentes nombres de Aschera-Astarté, Milita, Afrodita, Venus y Cibeles. Se elevaban en su honor templos especiales, provistos de altares de toda clase, donde se hacían sacrificios a las diosas, según ritos determinados. La ofrenda en dinero, que los hombres depositaban, caía en la bolsa de los sacerdotes" (Bebel, A., 1976, pp. 31-32).
En la cuenca del Mar Mediterráneo, ya fuera en el Antiguo Egipto o entre los pueblos semíticos solía considerarse ya como una desnudez el hecho que las mujeres mostraran en público su cabellera; la ocultación de la cabellera femenina también existió aunque más moderada en la antigua Grecia y la antigua Roma, en la Roma clásica se distinguía a la mujer que no era “lupa” (lupa = "loba" = prostituta) porque llevaba en público sus cabellos o bien cubiertos o recogidos en un rodete; en el Antiguo Egipto se consideró un acto de desnudez femenino el hecho que la mujer exhibiera su cabellera natural, pero como era común que los egipcios y las egipcias se decalvaran por cuestiones de higiene extrema (por ejemplo evitar piojos) el uso de pelucas por parte de las mujeres era altamente erótico y las mujeres semidesnudas con peluca excitaban como si estuvieran desnudas. La semidesnudez erótica entre los antiguos egipcios ha sido común en pinturas y estatuaria en la que aparecen representadas bellas mujeres vestidas con tules u otras ropas sutiles de hilado con lino cuyas trasparencias permitían observar gran parte del cuerpo femenino, para el egipcio común como para otros pueblos, la mujer saliendo vestida de las aguas, aunque con sus ropas mojadas ciñéndole el cuerpo y mostrando la mayor parte de sus curvas, ha sido una semidesnudez (semidesnudez que se reiteró más de tres mil años después entre cierta élite francesa en tiempos previos al Imperio Bonapartista: la moda estilo imperio precedió al mismo Napoleón I entre las mujeres, las cuales para evidenciar su belleza corporal llegaron a humedecer sus ropas en el bastante poco apacible clima parisino, lo cual dio lugar a un síndrome de resfríos, gripes, neumonías etc. que fue llamado "enfermedad de las muselinas” o, recordando a la promiscua emperatriz romana, de las Mesalinas.
Si en la antigua Grecia y Mesopotamia, la prostitución formaba parte de las tareas del templo, y todas las mujeres participaban en ellas antes del matrimonio como un tipo de ritual religioso, en la cultura incaica existían doncellas que, a tiempo de adorar a los dioses, satisfacían los impulsos sexuales del Inca. También se admitió la existencia de “pampayrunas” (prostitutas), quienes vivían aisladas en el campo y dedicadas al comercio sexual. Además, como las costumbres sexuales americanas eran más libres y variadas antes de la llegada de los conquistadores, entre los mayas estaba permitido que los varones llevaran prostitutas a sus casas; en Panamá habían incluso tribus en las que se practicó el homosexualismo de manera natural, hasta cuando la moral cristiana se impuso a sangre y fuego y restringió estas costumbres sexuales.
En Nicaragua, la prostitución "era considerado un trabajo tan respetable como cualquier otro; era corriente que una joven se ganara la vida con amantes de paso y acumulara así su dote. Los padres estaban no sólo de acuerdo, sino que guardaban con ella un entendimiento perfecto: seguía viviendo con ellos -su actividad se verificaba en un lugar especial del mercado-, los sostenía en caso de necesidad y cuando quería casarse su padre le cedía una parcela de su terreno. La aceptación social implicada en estas relaciones está corroborada por la actitud de los jóvenes hacia la que vendía su cuerpo (diez granos de cacao era el precio oficial). Igual que si se tratara de una obrera o una empleada, los muchachos del barrio la rodeaban, la querían, la acompañaban a su trabajo o la iban a buscar. Oviedo insiste repetidas veces en que esos hombres, a los que no sabe dar otro nombre que el de ‘rufianes’, no recibían ni dinero ni favores especiales. Cuando la mujer anunciaba su deseo de casarse, sin revelar el nombre del elegido, pedía a los galanes que le construyesen una casa" (Séjourné, L., 1976, pp. 128-129).
En Bolivia, después de descubierto del “cerro que manaba plata”, en 1545, se concentraron en Potosí, junto a virreyes y capitanes generales, cientos de tahúres profesionales y prostitutas célebres, a cuyos salones lujosos concurrían los conquistadores que no sabían en qué despilfarrar los lingotes de oro y plata.
"Otro fenómeno –señala Bebel–, que tiene por causa la supremacía del hombre sobre la mujer, y que persiste y se agrava a cada paso, es la ‘prostitución’. Si en los pueblos más civilizados de la tierra el hombre exigía a su mujer rigurosa reserva sexual respecto de los demás hombres, y si con frecuencia castigaba una falta con penas muy crueles, por ser mujer de su propiedad, su esclava, y por tener, en caso de infidelidad, derecho de vida y muerte sobre ella, no estaba, en manera alguna, dispuesto a someterse a la misma obligación. El hombre podía, ciertamente, comprar varias mujeres, y, vencedor de batallas, quitárselas al vecino. Pero esto implicaba la necesidad de mantenerlas, lo cual sólo pudo realizar una exigua minoría, dadas la desigualdad de las fortunas y el corto número de mujeres hermosas, cuyo precio aumentó. Mas como el hombre iba a la guerra, viajaba continuamente y ansiaba, sobre todo, el cambio y la diversidad de los placeres amorosos, sucedió que solteras, viudas, mujeres repudiadas o esposas pobres se ofrecían al hombre por dinero y éste las compraba para sus placeres superfluos" (Bebel, A., 1976, pp. 30-31).
En la Europa medieval, la prostitución gozaba de una organización gremial, como cualquier otro oficio, y en cada ciudad existía una casa de mujeres bajo el control de las parroquias, en cuyas cajas ingresaban las ganancias de la prostitución. Además, en ese tiempo, las mujeres pobres del campo acudían a las grandes urbes en busca de mejores condiciones de vida. "Si no lo conseguían con su propio trabajo se les presentaba otro camino: vender sus cuerpos. Esta forma de ganar dinero estaba tan difundida que las mujeres venales organizaron sus propios gremios en muchas ciudades. Estos gremios los legalizaban los regidores de la ciudad (es decir, los habitantes que poseían carta de vecindad), y las prostitutas organizadas perseguían encarnizadamente a toda mujer que se atrevía a prostituirse sin pertenecer a las organizaciones legales aceptadas por los honorables consejeros de la ciudad. Por eso era muy difícil ganar dinero como mujer libre ‘callejera’, fuera de las casas de muchachas, es decir, de los burdeles" (Kollontai, A., 1976, p. 73).
Esto no implicaba que las prostitutas estuviesen a salvo de las represalias desencadenadas por el clero. En los tenebrosos días de la Inquisición y la Reforma fueron cientos, acaso miles, las que ardieron en las hogueras, a pesar de que este acto de doble moral se había ya experimentado a principios de la Edad Media, cuando Carlomagno dispuso que toda mujer prostituta fuese paseada desnuda y a latigazos por las calles, mientras él mismo, como emperador y rey cristianísimo, poseía nada menos que seis mujeres a la vez.
A mediados del siglo XIX, los países que más se dedicaron a la trata de esclavas blancas fueron Alemania y Austria. Desde el puerto de Hamburgo se exportó la mayor cantidad de mercancía viviente hacia América del Sur, Bahía y Río de Janeiro, pero el lote más importante era destinado a Montevideo y Buenos Aires, mientras una pequeña parte iba rumbo a Valparaíso, a través del estrecho de Magallanes. Otra corriente dirigíase, sea por Inglaterra o por vía directa, a América del Norte, donde competían con las prostitutas indígenas, y donde se dividía, dirigiéndose, sea hacia el Oeste y California. Desde aquí seguían la costa hasta Panamá, mientras Cuba, las Indias occidentales y México eran abastecidas por Nueva Orleáns. Bajo el nombre de bohemias, otras jóvenes alemanas eran exportadas, a través de los Alpes, a Italia, y de allí, más al sur, a Alejandría, Suez, Bombay, Calcuta, hasta Singapur y aun hasta Hong-Kong y Shangai. Las Indias holandesas, el Asia oriental y, sobre todo, el Japón, eran malos mercados, porque Holanda no toleraba en sus colonias jóvenes blancas de este género, y en Japón las muchachas del país eran demasiado hermosas y muy baratas. La concurrencia americana por San Francisco contribuía igualmente a hacer muy difíciles los negocios por dicho lado, mientras San Petersburgo y Moscú se proveían de los mercados de Riga y otras ciudades del Báltico.
El comercio de esclavas blancas y el establecimiento de casas públicas fueron cada vez más ascendentes, a pesar del sistema de reglamentación que se introdujo en varios estados europeos, con el propósito de registrar a las prostitutas y así evitar la proliferación de la sífilis y otras enfermedades venéreas. Esta reglamentación, a pesar de todos los esfuerzos y recursos, fracasó en todas partes, debido a que ningún hombre se sometió a dicho control.
En cuanto al número de mujeres que ejercían la prostitución en algunas ciudades europeas del siglo XIX, cabe destacar los siguientes datos: en Londres habían entre 80.000 y 90.000 prostitutas en 1869; en París, la cifra de mujeres registradas por la policía es sólo de 4.000, pero el de las prostitutas asciende a 60.000, y, según ciertos autores, hasta 100.000; en Berlín habían alrededor de 15.065 en 1871. Y como sólo en el año 1876 hubo 16.198 arrestos por infracción de los reglamentos de policía de las costumbres, puede deducirse que no exageran quienes estimaban de 25.000 a 30.000 el número de prostitutas berlinesas. En Hamburgo, en 1860, contábase una “mujer pública” por cada nueve mayores de quince años, y en Leipzig había en la misma época 504 mujeres inscritas, pero se calculaban en 2.000 las que vivían esencial o exclusivamente de la crápula.
En el presente siglo, las mujeres del llamado Tercer Mundo, además de sufrir diversos grados de explotación social, son explotadas sexualmente, ya sea con sistemas del tipo “alquile una esposa”, a través de las compañías financieras internacionales, los grupos bancarios que manejan los hotel-burdeles y con la promoción del turismo mediante anuncios sexistas, donde el cliente puede hacer el amor a crédito o pagar con tarjeta.
La pornografía infantil, impresa o audiovisual, es otra de las manifestaciones de la prostitución y un mercado lucrativo, una industria que se vale del cine, el video, la fotografía y el cómic, para comercializar con el sexo de “mujeres-niñas”.
En Japón, donde la industria pornográfica ha superado en beneficios al poderoso sector del automóvil, existen medio centenar de revistas que publican reportajes con fotografías de adolescentes en trajes de baño o vestidas de colegialas en posturas ligeramente eróticas. Los expertos deducen que el hombre japonés siente una gran fascinación por la “mujer-niña”, y los comerciantes del sexo sacan partido de ello.
En EE.UU., la prostitución infantil es consecuencia directa de la pobreza y el consumo de drogas. Los cálculos sobre el número de prostitutas menores de edad sitúan la cifra de más de un millón. Si se añade a quienes se dedican al “sexo de supervivencia” (encuentros ocasionales con el fin de conseguir dinero para comida o droga), el número asciende al doble o triple. Además, existe medio millón de menores que son usadas en la producción pornográfica, de las cuales muchas han sido importadas por la mafia desde Puerto Rico, Jamaica o México.
En Tailandia, el paraíso sexual del turismo occidental, los traficantes ofrecen un préstamo a los padres de las niñas de nueve y diez años de edad, en tanto a las de doce y trece les ofrecen un trabajo como camareras en restaurantes o como “bailarinas folklóricas”. Pero, una vez en manos de los proxenetas, que controlan el mercado del sexo, son vendidas a los burdeles de Bangkok, Pattaya y otras ciudades del interior, mientras a las más hermosas las venden al extranjero, a Japón, EE.UU., Europa y Canadá, burlando el control de las autoridades que rastrean la pista de los tratantes que miserablemente engañan a campesinos tailandeses y compran a sus hijas por adelantado para comerciar después con ellas en lugar de proporcionarles el “trabajo decente” que se prometió a la familia. En los pueblos del norte, junto a la frontera con Birmania, no queda ni una sola niña, porque han sido vendidas por sus padres o maridos con un contrato como sirvientas a propietarios de burdeles. Pero los traficantes de niñas, tras agotar las reservas tailandesas, han extendido sus zonas de reclutamiento a Birmania, Laos y China. Y, aunque se sabe que el gobierno birmano encierra en prisiones, o incluso asesina, a las prostitutas que vuelven infectadas con el sida de Tailandia, los proxenetas siguen dedicados a su profesión lucrativa: vender servicios sexuales de niños y ofrecer a buen precio la virginidad y el pánico de una niña birmana o laosiana.
La prostitución infantil no sólo está constituida por las niñas que son vendidas ilegalmente, sino también por aquéllas que huyen de sus hogares o abandonan sus aldeas en busca de mejores condiciones de vida. Algunas caen en la prostitución víctimas del secuestro o el engaño. Presas fáciles, se convierten en propiedad de los mercaderes del sexo.
En Filipinas, las niñas pobres acaban en la prostitución, en esos recintos a media luz de las grandes urbes, donde el precio del servicio de las niñas es tres o cinco veces más que el de las prostitutas mayores de edad; en Tailandia, un país de más de 64 millones de habitantes, 800.000 de sus con-nacionales frecuentan alguna de las miles de casas de citas registradas en los archivos policiales, sobre todo en la capital, conocida como el burdel más grande de Asia. Aquí, en el “país de las sonrisas”, se venden cada año aproximadamente 2.000 niñas a los burdeles para el disfrute de millones de turistas europeos, americanos y japoneses. El gobierno reconoce una plantilla de 800.000 prostitutas, pero otras organizaciones no gubernamentales hablan de más de un millón, distribuidas en casas de masajes, peluquerías, bares o ejerciendo la actividad en las calles de las principales ciudades.
En Sri Lanka se ha constatado que la industria del sexo afecta más a las niñas que a las prostitutas adultas. Se calcula que existen unos 50.000 niñas controladas por el sindicato de proxenetas, y otras tantas ejerciendo su oficio en las playas de Maratuwe y en las calles de Colombo; en Filipinas 90.000; en la India, considerado el país que tiene mayor incidencia de prostitución, más de 800.000 niñas venden su cuerpo; en Brasil, las menores que viven de la prostitución alcanzan la cifra de 600.000; en Colombia, el número de prostitutas entre ocho y dieciocho años se ha quintuplicado en los últimos años. Los nuevos centros mundiales de la prostitución infantil son Vietnam, Camboya, Laos, China, México, Puerto Rico, Brasil, la República Dominicana y los países del antiguo bloque soviético. Pocos rincones del mundo son inmunes a la irrupción del comercio del sexo. En los pueblos del Himalaya nepalí, cada año se venden unas 12.000 adolescentes que van a parar en los burdeles de Bombay, mientras las africanas, que aprenden a hablar una babel de idiomas para vender su sexo, acuden en grupos a Bolonia y al Sur de Europa. Asimismo, después del desplome de los países del Este, se ha producido un éxodo de mujeres que acuden a Occidente, con la esperanza de salvarse de la pobreza y obtener beneficios. La policía dice que una cuarta parte de las 500.000 prostitutas que existen en Alemania proceden del antiguo bloque del Este. Incluso en el puritano Oriente próximo todas las semanas aterrizan vuelos chárter de mujeres rusas, polacas y checas en el aeropuerto de Dubai, donde se ofrecen como azafatas rubias y de ojos azules, mientras duran sus visados de 14 días.
Aparte del comercio con mujeres extranjeras, que llegan a Europa engañadas por los traficantes que controlan la prostitución organizada, se han creado agencias para promover los llamados “matrimonios de compra”, en las cuales los hombres occidentales “encargan” una mujer de algún país del llamado Tercer Mundo, con el fin de someterla a una especie de semiesclavitud.
Por otro lado, para los capitalistas, las mujeres no sólo ocupan un lugar secundario, sino que, al mismo tiempo, las usan como objetos sin alma ni cerebro, junto a los productos que ofrecen al consumidor. Los burdeles de Amsterdam, París, Berlín, Bangkok o Manila, las exhiben en escaparates lujosos para que el cliente pueda elegir la que más le agrada, como si fuese un vestido, una botella de whisky o un pedazo de jamón. En los anuncios comerciales, donde se muestran jóvenes esbeltas y semidesnudas decorando un coche o un artefacto electrodoméstico, son un detalle más para vender el producto al usuario.
Bibliografía
Bebel, August: La mujer. Ed. Fontamara, España, 1976.
Kollontai, Alexandra: La mujer en el desarrollo social. Ed. Guadarrama, Madrid, 1976.
https://www.alainet.org/es/articulo/161557
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