Contra la legitimación intelectual del racismo
22/06/2008
- Opinión
En una conversa sobre derechos indígenas que tuve con algunos estudiantes de ciencias jurídicas, me sorprendió la convicción con la cual algunos hablaban de la necesidad de “educar al indígena”. “Es que dejarlos en la ignorancia es permitir que los políticos los manejen como a ovejas”, sostenían. Ciertamente los que defendían estas ideas estaban convencidos de su buena voluntad y, sobre todo, de su “bondad” respecto del trato que merecen “los indígenas”. Y cuando les pregunté si alguno de ellos se identificaba con algún pueblo indígena, uno contestó que “no” y el resto simplemente guardó silencio. Luego, me pregunté ¿por qué un estudiante en Universidad cree que tiene el derecho de “educar” a los indígenas?, y ¿por qué cree que las personas indígenas son “ignorantes”?
Las respuestas a estas preguntas están en una larga historia de racismo y exclusiones que tiene sus raíces en construcciones intelectuales también de largo y progresivo alcance. Las imágenes, conceptos, ideas y representaciones que proclamaron la “inferioridad cultural” de comunidades y pueblos enteros se arraigaron en los sistemas educativos, y desde allí lograron justificar al grado de “científica” una estructura de valores, mentalidades y sensibilidades discriminatorias en la sociedad. La consecuencia no puede ser otra que la creación de ciertas formas de convivencia que pueden ser entendidas como “culturas de racismo”. Se trata de una “normalidad” difícil de percibir para quien está convencido de ello, a no ser que uno salga “de sí mismo”.
Entonces, es obvio que el racismo pase desapercibido porque formó (forma) parte de nuestra cotidianidad. Se puede decir que nuestra coexistencia pacífica, aunque racista, hace parte de un esquema de “tolerancia” inclusiva. La tolerancia, en este caso, es siempre una relación de desigualdad, donde un grupo de personas (dominante) asigna una posición de inferioridad a otro grupo de personas. Como diría Michael Walzer, “tolerar a alguien es un acto de poder; ser tolerado es una aceptación de la debilidad”. Pasa como en la colonia del siglo XVI, donde el indio (para usar el término de la época) era considerado “menor de edad” y, por tanto, necesitaba de un “tutor” que le enseñe y eduque en lo que más le convenga. Esa relación produjo un pacto de tolerancia bastante frágil.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando esta relación de tolerancia no se acepta más?, ¿qué pasa cuando el “tolerado”, que ha sido nombrado como “el inferior”, no acepta más esta condición? El resultado más probable es que la “coexistencia pacífica” no sea más que una ilusión ingenua de quienes creen que “todo debería ser como antes”. Es posible también que mi interlocutor, estudiante universitario, no acepte este razonamiento. “¿Qué más quieren los indígenas, acaso se les prohíbe venir a la ciudad y trabajar para que progresen?”, renegaba. Es obvio que nuestro tiempo no se caracteriza por su tranquilidad; todo lo contrario. Pero, me preguntaba, ¿por qué a un joven universitario le cuesta concebir nuestro tiempo como un tiempo de “transición”?, no sólo en términos políticos sino, además, intelectuales.
Es que, como diría Doudou Diène, el racismo es un “fenómeno mutante”. Cambia en sus formas y también se nutre de nuevos contenidos. En este proceso de mutación influyen las “plataformas políticas” y las “legitimaciones intelectuales”. En ambos casos la “banalización” del racismo es una tendencia que, a momento de sacar el tema de una agenda política y de reflexión, la presenta de un modo caricaturesco. “¿Racismo?, ¿cuál racismo?” dirían algunos “opinadores” de medios de comunicación, al estilo de “¡que nos muestren a los esclavos!, ¿dónde están?”. Es común que las plataformas políticas que incluyen en sus programas tendencias xenófobas, racistas y discriminatorias sean siempre de extrema derecha. Con el argumento de proteger la “identidad nacional”, la “defensa de los intereses de la colectividad”, la “democracia” y la “seguridad”, generan un nuevo vocabulario que, además, es fácilmente mediatizado y difundido, y con el slogan de que la diversidad cultural es un atentado al progreso y a la nación.
“Todos somos mestizos, aquí no hay originarios”, argumentaba mi interlocutor universitario. Seguramente detrás de esta afirmación quiso hacerme notar que para evitar el conflicto, la violencia y una posible división de nuestra sociedad, es mejor hablar de nuestro “mestizaje” y olvidarnos de nuestra diversidad cultural. Claro, si el mestizaje es concebido como el “término medio” de dos esencias, políticamente es también el mejor “equilibrio” entre dos contrarios. Sin embargo, no estoy seguro de este razonamiento; porque, como mi interlocutor mismo lo ha demostrado, en el momento de escoger una u otra tendencia identitaria siempre optamos por la más dominante. “Si los campesinos se siguen aferrando a su cultura van ha desaparecer, no podemos salir de la globalización” decía. Entonces, el discurso del “mestizaje” no es otra cosa que la justificación, una vez más, de la dominación de unas culturas o civilizaciones sobre otras, sobre la base de que las unas se consideran “mejores” que las otras. Esta relación entre mejores y peores ya no es aceptable; porque, como dice Raúl Fornet-Betancourt, “la civilización occidental ya no civiliza”. Y, en palabras de René Passet, el progreso técnico es irreversible -la computadora existe-, pero lo que de ninguna forma es irreversible es lo que procede de la ideología: la desenfrenada libre circulación del comercio, la desregulación, así como el sacrificio humano en el altar de un supuesto pensamiento de beneficio que no es otra cosa sino pura codicia.
Éste es el camino que sigue la legitimación intelectual del racismo. En los siglos XVIII y XIX filósofos, intelectuales y científicos europeos concibieron la diversidad cultural como diferencia radical y jerárquica entre razas, culturas y comunidades; establecieron teorías que fueron luego usadas por los poderes políticos como fundamento ideológico de la expansión colonial e imperial del continente europeo. Estructuraron las relaciones entre diversos a partir de dos conceptos: la superioridad de la cultura y civilización europea y la finalidad civilizatoria del dominio colonial. Desde esta perspectiva, sostener la diversidad cultura a través de políticas multiculturales o interculturales será una hazaña descabellada, puesto que el postulado de éstas esta en el principio de la “igual dignidad de las culturas”.
Así como Samuel Huntington sostiene que las poblaciones y cultura de los “latinos” representan un peligro para la identidad estadounidense, hay quienes creen que las culturas de los pueblos indígenas representan un peligro para la identidad de la “nación boliviana”. En ambos casos, y a pesar de sus argumentos cuestionables, tenemos que reconocer que el mayor esfuerzo, fuera del legal, para erradicar el racismo está en el campo intelectual. Mi interlocutor me hizo entender que su “posición” sobre el racismo, no proviene de un largo y esforzado ejercicio de reflexión, sino de una dócil y alegre adhesión a la opinión “pulcra”, mediatizada y amplificada de algunos/as “analistas”.
Las respuestas a estas preguntas están en una larga historia de racismo y exclusiones que tiene sus raíces en construcciones intelectuales también de largo y progresivo alcance. Las imágenes, conceptos, ideas y representaciones que proclamaron la “inferioridad cultural” de comunidades y pueblos enteros se arraigaron en los sistemas educativos, y desde allí lograron justificar al grado de “científica” una estructura de valores, mentalidades y sensibilidades discriminatorias en la sociedad. La consecuencia no puede ser otra que la creación de ciertas formas de convivencia que pueden ser entendidas como “culturas de racismo”. Se trata de una “normalidad” difícil de percibir para quien está convencido de ello, a no ser que uno salga “de sí mismo”.
Entonces, es obvio que el racismo pase desapercibido porque formó (forma) parte de nuestra cotidianidad. Se puede decir que nuestra coexistencia pacífica, aunque racista, hace parte de un esquema de “tolerancia” inclusiva. La tolerancia, en este caso, es siempre una relación de desigualdad, donde un grupo de personas (dominante) asigna una posición de inferioridad a otro grupo de personas. Como diría Michael Walzer, “tolerar a alguien es un acto de poder; ser tolerado es una aceptación de la debilidad”. Pasa como en la colonia del siglo XVI, donde el indio (para usar el término de la época) era considerado “menor de edad” y, por tanto, necesitaba de un “tutor” que le enseñe y eduque en lo que más le convenga. Esa relación produjo un pacto de tolerancia bastante frágil.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando esta relación de tolerancia no se acepta más?, ¿qué pasa cuando el “tolerado”, que ha sido nombrado como “el inferior”, no acepta más esta condición? El resultado más probable es que la “coexistencia pacífica” no sea más que una ilusión ingenua de quienes creen que “todo debería ser como antes”. Es posible también que mi interlocutor, estudiante universitario, no acepte este razonamiento. “¿Qué más quieren los indígenas, acaso se les prohíbe venir a la ciudad y trabajar para que progresen?”, renegaba. Es obvio que nuestro tiempo no se caracteriza por su tranquilidad; todo lo contrario. Pero, me preguntaba, ¿por qué a un joven universitario le cuesta concebir nuestro tiempo como un tiempo de “transición”?, no sólo en términos políticos sino, además, intelectuales.
Es que, como diría Doudou Diène, el racismo es un “fenómeno mutante”. Cambia en sus formas y también se nutre de nuevos contenidos. En este proceso de mutación influyen las “plataformas políticas” y las “legitimaciones intelectuales”. En ambos casos la “banalización” del racismo es una tendencia que, a momento de sacar el tema de una agenda política y de reflexión, la presenta de un modo caricaturesco. “¿Racismo?, ¿cuál racismo?” dirían algunos “opinadores” de medios de comunicación, al estilo de “¡que nos muestren a los esclavos!, ¿dónde están?”. Es común que las plataformas políticas que incluyen en sus programas tendencias xenófobas, racistas y discriminatorias sean siempre de extrema derecha. Con el argumento de proteger la “identidad nacional”, la “defensa de los intereses de la colectividad”, la “democracia” y la “seguridad”, generan un nuevo vocabulario que, además, es fácilmente mediatizado y difundido, y con el slogan de que la diversidad cultural es un atentado al progreso y a la nación.
“Todos somos mestizos, aquí no hay originarios”, argumentaba mi interlocutor universitario. Seguramente detrás de esta afirmación quiso hacerme notar que para evitar el conflicto, la violencia y una posible división de nuestra sociedad, es mejor hablar de nuestro “mestizaje” y olvidarnos de nuestra diversidad cultural. Claro, si el mestizaje es concebido como el “término medio” de dos esencias, políticamente es también el mejor “equilibrio” entre dos contrarios. Sin embargo, no estoy seguro de este razonamiento; porque, como mi interlocutor mismo lo ha demostrado, en el momento de escoger una u otra tendencia identitaria siempre optamos por la más dominante. “Si los campesinos se siguen aferrando a su cultura van ha desaparecer, no podemos salir de la globalización” decía. Entonces, el discurso del “mestizaje” no es otra cosa que la justificación, una vez más, de la dominación de unas culturas o civilizaciones sobre otras, sobre la base de que las unas se consideran “mejores” que las otras. Esta relación entre mejores y peores ya no es aceptable; porque, como dice Raúl Fornet-Betancourt, “la civilización occidental ya no civiliza”. Y, en palabras de René Passet, el progreso técnico es irreversible -la computadora existe-, pero lo que de ninguna forma es irreversible es lo que procede de la ideología: la desenfrenada libre circulación del comercio, la desregulación, así como el sacrificio humano en el altar de un supuesto pensamiento de beneficio que no es otra cosa sino pura codicia.
Éste es el camino que sigue la legitimación intelectual del racismo. En los siglos XVIII y XIX filósofos, intelectuales y científicos europeos concibieron la diversidad cultural como diferencia radical y jerárquica entre razas, culturas y comunidades; establecieron teorías que fueron luego usadas por los poderes políticos como fundamento ideológico de la expansión colonial e imperial del continente europeo. Estructuraron las relaciones entre diversos a partir de dos conceptos: la superioridad de la cultura y civilización europea y la finalidad civilizatoria del dominio colonial. Desde esta perspectiva, sostener la diversidad cultura a través de políticas multiculturales o interculturales será una hazaña descabellada, puesto que el postulado de éstas esta en el principio de la “igual dignidad de las culturas”.
Así como Samuel Huntington sostiene que las poblaciones y cultura de los “latinos” representan un peligro para la identidad estadounidense, hay quienes creen que las culturas de los pueblos indígenas representan un peligro para la identidad de la “nación boliviana”. En ambos casos, y a pesar de sus argumentos cuestionables, tenemos que reconocer que el mayor esfuerzo, fuera del legal, para erradicar el racismo está en el campo intelectual. Mi interlocutor me hizo entender que su “posición” sobre el racismo, no proviene de un largo y esforzado ejercicio de reflexión, sino de una dócil y alegre adhesión a la opinión “pulcra”, mediatizada y amplificada de algunos/as “analistas”.
https://www.alainet.org/es/articulo/128302