La paramilitocracia

04/07/2007
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De algún modo, la palabra encierra un aporte a la actual Ciencia política colombiana. La paramilitocracia, como categoría de análisis, posibilita pensar los tremendos problemas de una sociedad institucional que, sin escandalizarse mayor cosa, se ha dejado gobernar y hasta guiar por gobiernos paramilitares.

Fijar hasta dónde llegaron los paras en su propósito de capturar las institucionalidades locales apelando a todas las formas de lucha, la de los fusiles privados incluida, constituye un asunto de dificultoso cálculo. Esto no obstante, fue más lo que tardaron García y Mancuso y el computador de Jorge 40 en abrir la sesión, en las primeras de un incierto juicio, que lo que el país necesitó para observar un paracementerio nacional, soporte cadavérico de la paramilitocracia como la forma políticamente más evolucionada del ya histórico paramilitarismo. Como para acompañar ahora a Lina María Pérez a observar un solo rincón del inédito cementerio, uno solo entre millares de rincones más: “Estoy desolada, le escribió a El Espectador, ante la crónica de Horris Morris sobre la barbarie de los paramilitares en el Putumayo. ¿Cómo es que sigamos campantes después de saber que descuartizaban a sus víctimas, se comían la carne y se bebían la sangre para saciar su sed de matar?”

Por ahora carecemos de soportes empíricos sólidos como para caracterizar de paramilitocrático al gobierno central. Sobre la materia, los penalistas tampoco han podido tipificar conductas delictivas en las relaciones Uribe-Paras. Al respecto, abundan, sin embargo, las relaciones lógicas, las inferencias indirectas, las sospechas y los indicios. De todas maneras, su antiparamilitarismo, confeso y sostenido, ha sido un asunto de última hora, sobre todo a partir del momento en que la Sala Penal de la Corte de Justicia se decidió a coger los cachos por donde jurídicamente era.

Acerca del presidente sólo sabemos que la inmensa popularidad que lo embarga, que lo emociona y que, con frecuencia, hasta lo desconecta de la realidad, es la que vela y oculta, al mismo tiempo, una muy mediocre credibilidad en su gestión. Un solo caso. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que los dos mil entrevistados en la Encuesta Universidad de los Andes/Indepaz , al calificar, para los años 2005 y 2006, cada una de sus políticas públicas, lo hayan rajado con un pobre promedio de 2.92 , no obstante que, a posteriori, la mayoría de ellos resultó de un uribismo confeso? Recordemos ahora que con reiteración los Atisbos lo han destacado: El secreto más íntimo de la inmensa popularidad de Uribe se asocia a su notable y notoria condición de líder antiguerillero. Es que, en realidad de verdad, Uribe no ha tenido más que una Política, la Política de Seguridad democrática a cuyas exigencias, lógicas y ritmos ha subordinado el conjunto del quehacer estatal. Presidente exitoso, entonces, por dos razones centrales: Primera: Por su constancia en el trabajar y trabajar y trabajar; y, segunda: Por haber mantenido, contra viento y marea, su promesa inicial de tratar siempre a las guerrillas desde lógicas de Estado. Ya para guerrearlas ya para, de vez en cuando, intentar enhebrar con ellas algunas puntadas indirectas hacia una negociación.

Todo esto sobre Uribe para precisar que, hasta ahora, sus nexos con la paramilitocracía más que probados han sido atisbados.

En el Ensayo central que acompaña a este Atisbos 80, se entrecruzan tres complicados asuntos, cruciales para el presente y el futuro inmediato de la sociedad colombiana: Primero: El histórico papel de las violencias, más preciso, de una Subcultura política de la violencia, en la construcción-deconstrucción de la institucionalidad; segundo: Las históricas maneras como el discurso de la institucionalidad – a pesar y no obstante sus orígenes bastardos – ha sido ideológicamente utilizado por las distintas fracciones del bloque en el poder para satanizar y demonizar a los críticos del ordenamiento social bajo el argumento de estar atentando “contra las sagradas instituciones patrias”; y tercero: Los modos como el conjunto de la dirigencia, incluida la espiritual en manos de la Iglesia católica, están comiendo de su propio cocido ahora cuando políticos institucionales, autoridades municipales y regionales y un sector de la ciudadanía han pactado con los paramilitares gobiernos y co-gobiernos locales en más de 200 municipios del país.

La paramilitocracia, como forma específica del histórico paramilitarismo, empezó a acunarse en Puerto Boyacá a mediados de la década del 80. A partir de 1999, bajo el liderazgo perverso de Carlos Castaño, asumió en el Urabá antioqueño una forma institucional más definida extendiéndose, desde entonces, a 12 departamentos del país. Al calor de una tenaz guerra territorial, en la que los paras antecedieron en más de una década a los soldados del Estado, zona de municipios reconquistada por las Auc, era zona de municipios cuya institucionalidad quedaba atrapada entre sus fusiles. Al modelo tenían que ajustarse - por la razón o por la fuerza, por las buenas o por las malas, por convicción o por miedo- políticos institucionales y autoridades municipales. En cuanto a la población civil se refería, una fracción les dio un sí activo, otra se los proporcionó pero pasivo y una tercera permaneció callada, marcados casi todos los habitantes por la más perversa legitimación social.

Entre 1946 y 1953 el parcialmente derrumbado Estado colombiano quedó sostenido sobre una masa de cadáveres. Habrá que recordar cómo esos 300 mil muertos, puestos los cuellos sin cabeza de unos tocando los cuellos sin cabeza de otros, longitudinalmente habrían cubierto la distancia entre dos ciudades ubicadas a 450 kilómetros. Ahora entre 1985 y el 2007 la paramilitocracia políticamente se ha levantado sobre un inimaginable archipiélago de fosas. Las empezaron a cavar en la Costa atlántica y se vinieron Chocó abajo derrumbando a Bojayá hasta llegar a la actual casi evaporada Buenaventura; desde allí, girando hacia la derecha, llegaron hasta la Hormiga y el Trapecio amazónico y siempre abriendo fosas y rellenándolas de cadáveres …De ahí en adelante decidieron abrir una sola fosa lamiendo los límites con Brasil y Venezuela hasta empatarla, como macabra arquitectura, con las primeras fosas abiertas en el Nudo de Paramillo desde donde emitieron siniestras órdenes de despellejamiento de contrarios válidas para todo el centro del país…Y en algún recodo del planeado recorrido dejaron enterrado a su jefe Carlos Castaño, su máximo estratega, el fundador de la paramilitocracia…y lo mataron por irresolutas contradicciones internas.

Ante tanto horror y tan catedralicio “olvidamiento” de lo humano, el país debería estar estremeciéndose de indignación. Pero no. Ahora unas fracciones importantes de las sociedades civiles han dicho, más o menos una cuarta parte de colombianos, que tenemos que ser benignos con los paras, que no olvidáramos que éstos habían detenido el avance territorial de las guerrillas, que no había razones para enjuiciarlos con excesiva dureza, pues en este país siempre había que contar con mecanismos y alternativas de defensa frente a las guerrillas.

Quizá sobre ésta emergente sociedad propara, pesa una enormidad una mala conciencia. Para afirmarlo, en primer lugar estamos pensando en las siete nuevas Constituciones del siglo XIX acunadas todas alrededor de guerras civiles. Pero también nos acordamos de los mediados del siglo XX para rescatar la memoria del bárbaro espectáculo de dos partidos políticos que enredaron a sus bases en la más tenaz interviolencia en procura de la captura exclusiva y excluyente del presupuesto y de los puestos del Estado. Finalmente, hemos vivido la experiencia de la guerra interna, la que empezada en 1964, todavía nos dura. La guerra entre unos soldados, defensores de un ya casi bicentenario Estado- malo, regular o bueno pero real- y unas guerrillas que postulan un Estado alternativo. Como para precisar, 1820-1903, 1943-1953 y 1963-2007, vale decir, de 200 años, 133 durante los que el Estado colombiano ha sido objetivo particular y preciso de los fusiles de una u otra fracción de sus asociados.

Como para afirmar que en Colombia, la cuestión del Estado constituye todavía una cuestión no resuelta.

Ha sido ésta la base factual que nos ha permitido levantar la siguiente hipótesis explicativa: Aunque inválido resulta plantear para el caso colombiano la hipótesis de la Cultura de la violencia “duele en lo más íntimo reconocer que, por lo menos, en lo que respecta a conflictos asociados al manejo del Estado, de los poderes institucionales claves, así como al ejercicio de la autoridad familiar, los colombianos, dada la sobreimposición de una Subcultura política de la violencia, hemos tendido a privilegiar los métodos ligados al empleo de las violencias, de la coerción, de la intolerancia política, de la exacerbación de las pasiones y las emociones sobre los métodos y dispositivos asociados a la política, la razón, la civilidad y la democracia”.

Cuando en una sociedad concreta la ficción se hace realidad, entonces la ficción se torna en una fuente importante del trabajo de los investigadores. Siempre estaremos a la caza por saber cuál macabra y siniestra y perversa ficción se nos va a transformar en realidad. Ha sido esto lo que siempre ha acaecido en Colombia y, sobre todo, en la última década cuando la sociedad se nos ha convertido en un complejo entresijo en el que, de modo fantasmagórico, entrecruzada, se nos asoma ora como paracementerio ora como cárcel a campo abierto ora como obligado panóptico: Un paracementerio en el que todavía no sabemos cuántos desconocidos cadáveres encierran los millares de fosas; una cárcel a campo abierto con tres millones de cancerberos movidos no por un criterio de ciudadanía si no por unos pesos más; y un obligado panóptico donde desconocemos cuántos colombianos estamos con la salud mental afectada por razones bélicas.

Entonces, ¿Qué hacer?

Por ahora reflexionar y actuar para que el gobierno en el juego a muchas bandas, en que se encuentra empeñado, no logre sacar avante una jugada de punto final antes de que se hayan cumplido, por lo menos, dos condiciones básicas:

Primera: Que las víctimas del conflicto armado hayan alcanzado una reparación, por lo menos, adecuada y digna.

Y segunda: Que sobre los victimarios haya recaído un castigo proporcional a sus crímenes haciendo el descuento que haya que hacerles por haber accedido a unos arreglos institucionales con el Estado.

Humberto Vélez Ramírez
Profesor Universidad del Valle

Fuente: Atisbos Analíticos No 80, Cali, julio 2007.
https://www.alainet.org/es/articulo/122067
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