Estalla la globalización en Francia
16/11/2005
- Opinión
Hace algunos años, de Seattle a Génova, los jóvenes altermundistas occidentales (otro mundo es posible) dieron la voz de alarma, gritándole en la cara a los representantes de la Organización Mundial del Comercio (OMC): ¡vuestra criminal política de comercio hará estallar el mundo entero! Por única respuesta, el imperio y los subimperios que conducen aquella globalización, siguieron reprimiendo, invadiendo militarmente, ahondando la discriminación y el despojo comercial. Los sucesivos tratados comerciales profundizaron el empobrecimiento de los países subordinados al mercado mundial y sus pobladores comenzaron a migrar masivamente hacia el norte. Hasta entonces todo iba bien, los países ricos mostraban aquellas manifestaciones como ejemplo de la democracia neoliberal y los empresarios del norte aumentaban sus ganancias pagando la mitad de precio por la fuerza laboral tercermundista.
De repente, en los primeros días de noviembre del 2005 el mundo recibió la noticia de que los ghetos parisinos se estaban sublevando contra el orden que los rebaja como seres humanos, a pesar de tener una cédula de identidad en sus bolsillos. El París de 1789 que se tomó la fortaleza de la Bastilla y le cortó la cabeza al rey y a la reina; el París que se insurreccionó de nuevo en 1848 y que produjo la democracia participativa más deseada por los revolucionarios del mundo entero en la famosa Comuna de 1871; el París que en 1968 sorprendió al mundo con una insurrección estudiantil y obrera de naturaleza autogestionaria, contra las normas de la democracia burguesa y de la burocracia del socialismo real, hoy se insurrecciona contra los efectos de la globalización, como son las medidas discriminatorias y marginantes de la democracia del mercado. Insurrección que se extiende a toda Francia y amenaza con extenderse al resto de Europa.
Fruto todo ello del fracaso de una política integracionista que quiere mano de obra barata para limpiar sus casas y sus calles, pero sin que le ensucien sus alfombras o sus aceras.
Los condenados de la tierra
Millones de latinoamericanos y caribeños siguen entrando a los Estados Unidos en busca de un pedazo de pan que dos siglos de capitalismo (inversión, empleo y crecimiento) no han podido suministrarles. Millones de africanos se juegan la vida a diario atravesando el Estrecho de Gibraltar para exigir aquellos derechos prometidos por la globalización de que así como las corporaciones llegan al tercer mundo, igualmente los pobladores del tercer mundo pueden llegar a Europa. Los migrantes y las migrantes se han convertido en uno de los sujetos de la injusticia y de la contestación, así como en uno de los segmentos más productivos del nuevo proletariado mundial, tanto para los grandes capitales metropolitanos como para los familiares de los migrantes que desde los caseríos de la periferia esperan mensualmente las remesas familiares.
Al desempleo que padecían en sus propios países se agrega ahora el racismo aristocrático y humillante de los blancos metropolitanos. En el tercer mundo eran ciudadanos de tercera categoría, en el primer mundo son ciudadanos sin ninguna categoría, considerados simplemente como caraille (escoria), según lo diría el propio Ministro del interior de Francia.
Los que ahora se rebelan contra el infierno de la globalización son los mismos condenados de la tierra que Fanon otrora invitara a emanciparse del complejo colonial. Ayer los vimos conquistando la independencia política de los imperios europeos, hoy los vemos al interior de estos mismos imperios rechazando su condena y su castigo.
El estado de emergencia es el fracaso del estado de derecho
El tercer mundo llega al primer mundo. La metrópolis los necesita como esclavos, pero no logra asimilarlos como ciudadanos. No son sindicalistas porque no tienen empleo, no son gremios porque no tienen patrimonio, no se organizan legalmente porque no tienen permiso. Simplemente se insurreccionan, como lo que son, como marginados, testimoniando las contradicciones de la globalización.
La contradicción se convierte en conflicto, no hay policías para tantos migrantes insurrectos y la paz metropolitana se descompone.
¿Qué quieren? Se preguntan los medios de comunicación. Por el momento saben lo que no quieren. Racismo, humillación y desprecio, no seguir viviendo como hasta ahora lo han hecho, con la cabeza baja, esperando compasión, sensibilidad, comprensión, solidaridad, empleo, salud, educación, en fin, estado de derecho para ellos. Salir de la confusión. Si son ciudadanos franceses, aunque hijos de migrantes ¿por qué tanta saña y odio por parte de la policía, el conserje, el resto de ciudadanos? ¿Por qué el color de la piel tiene que generar tanta diferenciación?
La humillación se convirtió en rabiosa dignidad y comenzaron a quemar los símbolos de la jerarquía que los discrimina: vehículos, escuelas, bibliotecas, supermercados. Miles de incendios en pocas semanas, desobediencia a las autoridades, pérdida del respeto y del miedo, incluso diversión, la única que han tenido hasta ahora.
¿Qué hacer?, se pregunta la población francesa, atónita ante la rebelión de los condenados de la globalización y ante la pérdida repentina de su seguridad ciudadana.
El FMI calla, pero sigue recomendando, aún en Europa, bajar los costos salariales y el salario mínimo, aumentar los impuestos indirectos y bajar los impuestos al capital, recortar los gastos sociales, gobernabilidad contra los terroristas de a pie, justificar el terrorismo de Estado como acción civilizatoria y democrática.
¿Qué arma utilizamos?, discuten las autoridades francesas, mientras desempolvan los mecanismos represivos que utilizaron hace medio siglo contra los abuelos argelinos de estos mismos muchachos. Finalmente, el gobierno se decide y decreta el estado de emergencia. Toque de queda en decenas de ciudades, suspensión de los derechos ciudadanos, persecución y arrestos, testimoniando así el fracaso del estado de derecho y la farsa de los derechos universales del hombre y del ciudadano.
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