Los Límites de los Movimientos Sociales: Una reflexión intempestiva

05/11/2004
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LOS LÍMITES DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: UNA REFLEXIÓN INTEMPESTIVA

En los años 1950 y 1960, en la izquierda francesa, se planteaba a veces que algunas verdades (sobre el sistema soviético, por ejemplo) no había que decirlas para “no desesperar a Billancourt1”. Además de no compartir esta concepción jesuítica de la verdad, mi intención con estas muy incompletas e imperfectas reflexiones sobre los límites de los movimientos sociales (MS) no es desesperar a los cuadros militantes que se esfuerzan de construir y fortalecer dichos movimientos. Se trata más bien de impugnar el paralogismo falaz y tácito que, en mi opinión, subyace a cierto “movimientismo” entusiasta –o sea, a una exaltación acrítica de los MS que, a menudo, constituye un substituto barato y apenas disfrazado de las certezas cómodas y monolíticas del vanguardismo leninista o foquista. Este paralogismo consiste en derivar en modo subrepticio de una premisa sumamente correcta y trascendente –“sin los movimientos sociales, nada es posible”– una conclusión indebida: “con los movimientos sociales, todo (o casi todo) es posible”.

En lo que se concibe más bien como un llamado al debate sobre los “agujeros negros” de la reflexión entorno a los MS, quisiera concentrarme sobre tres temas : el problema de la relación de los MS con la política; la relación entre su peso “demográfico” y su peso político; la cuestión del carácter “antisistémico” o del potencial anticapitalista de dichos movimientos.

El dilema de la política

En cuanto participan a la disputa sobre el bien común y el orden social, lo MS son obviamente directamente políticos y contribuyen en la definición de la agenda política. Sin embargo, no es en este sentido que se suele problematizar le relación de los MS con la política –más que con lo político–, entendida como la esfera de las instituciones estatales, de las políticas públicas y de las competencias electorales. En los últimos debates sobre MS en América Latina, existe cierta tendencia a presuponer la existencia de un corte tajante entre autoorganización social e institucionalidad política. Esta dicotomía absolutizada refleja a menudo una moralización solapada del debate estratégico y una nueva versión de viejos reflejos fundamentalistas. Hoy en día, no se sabe muy bien qué es la revolución, ni quiénes son los revolucionarios y los reformistas, entonces la mejor manera de distinguir lo “puro” de lo “impuro” puede ser defender la virginidad de MS idealizados contra cualquier contaminación institucional. La forma más extrema de este purismo es el curioso libro de John Holloway2. Sin embargo, creo que las tésis de Holloway son sólo la cristalización hiperbólica de un humor ideológico vago pero insistente que se encuentra bajo formas más matizadas en otros autores.

Uno de ellos es Raúl Zibechi, que acabe de publicar un artículo sobre las “relaciones peligrosas” entre MS y poder estatal3. Para Zibechi, la contraposición entre la breve y desventurada participación gubernamental del movimiento indígena ecuatoriano, ayer poderoso y hoy debilitado por esta experiencia, y la práctica de no participación electoral e institucional del MST brasileño comprueba que las verdaderas alternativas se construyen esencialmente fuera de los espacios estatales, en la “terca autonomía” de los espacios sociales y comunitarios de base. Sin embargo, la realidad es un poquito más compleja. Como muchos MS, el movimiento indígena ecuatoriano se ha construido en gran parte en función de la oferta política, institucional y simbólica del Estado –así como del para-Estado o supra-Estado constituido por los organismos multilaterales y de cooperación internacional–. Su combatividad real, aunque cíclica, podría caracterizarse casi en los mismos términos utilizados por Álvaro García Linera para describir el antiguo sindicalismo boliviano: “un arraigado espíritu demandante frente al Estado, belicoso por cierto, pero enmarcado en los marcos de significación y modernización propalados por el Estado”4. En general, se puede compartir el diagnóstico de Pablo Ospina: “El movimiento indio [ecuatoriano] navega entre varias opciones que se entrecruzan, se separan y se bifurcan: oponerse al poder del Estado, convertirse en poder del Estado, crear espacios más o menos autónomos de poder dentro del Estado”5. Y en su trayectoria concreta, dichas “separaciones” y “bifurcaciones” casi nunca han sido entre los espurios profesionales de la participación política y los heróicos adeptos de la movilización social, sino que las ambivalencias de la relación con el poder han atravesado sistemáticamente todas las instancias del movimiento social, de las dirigencias hasta las bases6.

Sustentada en esta dicotomía mítica entre poder político y antipoder social, hay también una notable confusión, en el texto de Zibechi, entre dos opciones estratégicas no necesariamente congruentes: la de mantenerse rigurosamente a distancia del mercado de las competencias y de las fidelidades electorales, como es el caso del MST, y la de propugnar activamente una institucionalidad separada y autónoma, como es el caso de los “caracoles” zapatistas (no de los municipios indígenas ecuatorianos, que promueven mecanismos participativos en el marco del orden jurídico-administrativo imperante). Pero incluso la situación en el terreno chiapaneco es mucho más sutil. En un documento reciente, el Subcomandante Marcos señala por ejemplo que, a pesar de mantener plenamente su autonomía y sus prácticas democráticas radicales, la Juntas de Buen Gobierno zapatistas: a/ reconocen la jurisdicción penal del Estado méxicano; b/ tienen relaciones de cooperación con muchos de los municipios oficiales con los que comparten territorio; c/ mantienen un canal de comunicación, mediante la Secretaría de Pueblos Indios, con el gobierno del estado de Chiapas; d/ aunque “no creen que las elecciones sean un camino verdadero para los intereses del pueblo”, reconocen el derecho de sus administrados a participar en las elecciones oficales y están dispuestas a facilitar el trabajo de las autoridades electorales en tierras zapatistas7. Además, después de tentativas muy conflictivas, los municipios zapatistas renunciaron a gravar impuestos en los territorios bajo su control y viven esencialemente de la solidaridad y de la cooperación internacionales8. Es decir que el “contrapoder” zapatista se mantiene en una curiosa ambigüedad frente a las prerogativas coercitivas y tributarias que caracterizan tradicionalmente el poder estatal. Esta ambigüedad puede ser interpretada como una debilidad, o, al contrario, como un fertil terreno de innovación institucional. Demuestra, por lo menos, que la realidad no responde a los esquemas binarios de los ideólogos del contrapoder o del antipoder.

El caso de los zapatistas es muy particular por su origen de insurrección armada “autolimitada” y su trayectoria ulterior. En cualquier contexto que no sea de pura coerción o de anarquía institucional, el problema más general de los MS es que su imprescindible “institucionalización interna”9, por originales y autónomas que sean sus formas, no puede hacer caso omiso de la institucionalidad “externa” y de los problemas que plantea: ¿quién es el soberano?, ¿quién lo representa legítimamente?, etc. La autonomía de los MS frente al mercado político-electoral, especialmente en sus versiones corruptas y clientelistas, es imprescindible. Creer que, por sí mismo, esta autonomía diluye los dilemas de la lucha por el poder estatal, de la formación conflictiva de la voluntad general, de la institucionalización de las reglas de convivencia social y de deliberación pública, de la administración equitativa de los recursos, de la representación de los ciudadanos y de su participación activa en los asuntos públicos, es la más burda de las ilusiones.

El aporte de los MS no reside unilateralmente en la promoción de una espontánea democracia “directa” o “participativa” frente a una democracia representativa puramente “formal”. Basta un mínimo de reflexión para entender que la democracia obrera, los soviets, las asambleas populares, o cualquier forma de democracia con fuerte participación de las bases, para no volverse un espacio de manipulación de microaparatos militantes profesionales o de aclamación plebiscitaria del caudillo de turno, precisan tener reglas rigurosas y mecanismos delegativos y representativos a la vez imparciales, transparentes y eficientes. O sea, ser aun más “formales” que la democracia representativa “burguesa”. Más allá de su ingenuidad antropológica, la fetichización de lo “constituyente” en oposición a lo “constituido” –para usar el léxico de Toni Negri– manifiesta una incomprensión cabal, y tal vez un cierto desprecio, de la dinámica de la institucionalidad democrática como construcción social de un espacio público donde las reglas plasman los conflictos y los conflictos reestructuran las reglas y transforman a los propios actores y sus intereses. Ahí reside el reto auténticamente político de los movimientos sociales, no en la disyuntiva falaz entre pureza social y contaminación institucional.

El dilema del tamaño y del alcance

¿Son mayoritarios o minoritarios en la sociedad los MS? Y si son minoritarios, ¿hasta que punto esto condiciona su capacidad de liderazgo político y moral sobre los sectores subalternos? Esta interrogación que, en el fondo, nos remite al clásico problema de la “dialéctica de la cantidad y de la calidad”, está bastante descuidada o hasta silenciada en los debates corrientes sobre los MS en América Latina. Empirícamente, nadie cuestionaría el hecho de que, por lo general, los sectores sociales organizados –incluso cuando se trata de organizaciones tan poderosas como el MST brasileño– son demográficamente minoritarios no sólo en la población global, sino entre los mismos sectores populares10. Una excepción parcial notable son los movimientos del tipo de las “puebladas” argentinas, de la Guerra del Agua de Cochabamba, del Arequipazo peruano o el caso de ciertas zonas indígenas particularmente homogéneas, como el altiplano aymara norpaceño, donde los actores sociales organizados son capaces de arrastrar a casi la totalidad de una población fuertemente identificada a un espacio geográfico o cultural “denso” en defensa de una reivindicación o de un recurso local dotados de una gran resonancia material y simbólica. Sin embargo, se trata de contextos relativamente excepcionales, aunque significativos.

En general, por ser una consideración de apariencia trivial, no se le dedica al carácter frecuentemente minoritario de los MS la atención que se merecería. A esta remoción silenciosa del tema contribuye la misma dinámica motivacional de los intelectuales de clase media que se consideran aliados de, o cercanos a, los movimientos sociales y que participan en su quehacer de varias maneras (solidaridad, asesoramiento, capacitación, comunicación, mediación política, etc). A menudo, el desarraigo y el malestar de la intelectualidad profesional están debidos a su ubicación social ambigua –“fracción dominada de la clase dominante”, en términos de Bourdieu–, al ocaso del magisterio moral de la cultura libresca y a la relativa pérdida de prestigio de los especialistas de los saberes no directamente “productivos” bajo los efectos conjuntos de la cultura de masa audiovisual y del economicismo tecnocrático neoliberal. En este universo social frustrante y desencantado, estar al lado o en el seno de los MS equivale a tomar un baño de autenticidad, recargar sus baterías morales al calor acogedor de la comunidad popular y sentir batir el pulso de un pueblo a veces idealizado y sentimentalizado.

De ahí se extrapola muy facilmente la idea –en general implícita– de que los MS son el centro de gravedad potencial de lo popular o de lo subalterno, o que la supuesta “alienación” o “falta de conciencia” de los sectores no organizados y no movilizados del pueblo es sólo la apariencia distorsionada de la que los movimientos populares militantes son la verdad teleológica. Sin embargo, un mínimo de realismo sociológico debería enseñarnos que las cosas no son así. Se pueden citar varios otros factores que, sin necesidad de ninguna conspiración capitalista para desmovilizar las masas, tienen un peso mucho más determinante que los MS en la formación moral, intelectual y política de los sectores subalternos. Mencionemos sólo dos de ellos: la televisión y sus complejas relaciones con la dinámica de la cultura popular urbana; el auge extraordinario de los movimientos pentecostales. El tema trascendente de las modificaciones de la conciencia social y del espacio público –que no son ni tienen que ser unilateralmente “negativas” y “alienantes”- por los medios audiovisuales es demasiado complejo para ser tratado aquí. En cuanto a las nuevas formas –neoprotestantes– de religiosidad popular, en las que muchos observadores ven una forma sui generis de modernización-individualización, combinan toda una gama de funciones socio-económicas, terapéuticas y ético-espirituales cuyo sentido no es unívoco. Sin embargo, no sólo su dimensión cuantitativa –tocan a entre 15% y 20% de la población latinoamericana, y proporcionalmente más a los sectores subalternos11–, sino sobre todo su impacto en la economía moral y material de las clases populares hace de ellas tal vez el movimiento de autoorganización y autopromoción popular más masivo de la historia del continente. Este fenómeno, que apenas empieza a ser explorado por los especialistas de sociología religiosa, está aun totalmente fuera del horizonte de reflexión de la izquierda latinoamericana12.

Así que no sólo el “pulso del pueblo” palpita también en todos estos espacios, sino que la misma pluralidad creciente, la incongruencia y la inconmensurabilidad relativa de las varias esferas del “mundo de la vida” popular complica considerablemente el panorama. Dicho eso, el hecho de que no existe un “centro de gravedad” simbólico, ontológico o sociológico de lo popular no significa que los sectores subalternos evolucionen en una especie de limbo de fluidez e hibridez posmoderna, siempre cambiante y reacio a cualquier formalización. A pesar de la desestructuración del “tiempo de clase” y de la “precariedad simbólica” impuesta por la informalidad y la complejidad socio-económica del posfordismo periférico, las mismas exigencias de la supervivencia y de la reproducción frente a la penetración neoliberal sí trazan líneas de fractura y de recomposición parcial y favorecen la emergencia de narrativas democráticas plebeyas alrededor de figuras como “los que no viven del trabajo ajeno”, “el pueblo sencillo y trabajador”13 y los varios “sin” (sin tierra, sin empleo, sin vivienda). En este sentido, los MS pueden todavía funcionar, en circunstancias determinadas, como lo que otrora se llamaba “vanguardias del pueblo”.

Sin embargo, sólo si se toma en cuenta los contextos sociológicos concretos las formas más o menos rutinizadas de articulación entre quehacer reivindicativo y político de los movimientos y vida cotidiana de las grandes mayorías, podremos evaluar racionalmente la eficiencia relativa, el alcance y el potencial hegemónico y transformador de su actuación. Por esta misma razón, la cuestión en apariencia meramente “demográfica” del tamaño, de la calidad, de la regularidad, de la cohesión y de la densidad de la participación individual y colectiva en los movimientos sociales no puede ser descuidada como si fuera  demasiado evidente para ser analizada con detención y sin prejuicios ideológicos o sentimentalismos populistas. Por otro lado, sólo la ingeniería organizacional y la experimentación concreta de la “institucionalización interna” de los MS (que, insisto, no puede caer en el espejismo de la contraposición abstracta entre “democracia formal” y “democracia real”, o “democracia participativa” y “democracia representativa”) nos pueden dar indicaciones sobre la mejor manera de relacionarse con el resto –no movilizado, o menos movilizado– de la sociedad y enfrentar a la vez los peligros de la dilución, del oportunismo y de la cooptación, pero también los de la profesionalización militante, del sectarismo y de la desconexión con la realidad.

El dilema del anticapitalismo

¿Son necesariamente “antisistémicos” los movimientos sociales? ¿Prefiguran en algún modo que no sea puramente retórico la superación de los actuales patrones de producción y de redistribución de la riqueza social? En realidad, esta interrogación se subdivide en dos: 1/¿Existen MS que no sean políticamente progresistas y/o socialmente emancipadores? 2/¿Se inscriben los MS progresistas en una perspectiva creíble de superación del capitalismo?

Para contestar a la primera pregunta, me parece difícil negar que movilizaciones como, por ejemplo, las que fueron fomentadas contra la inseguridad por Juan Carlos Blumberg en la Argentina, o la “Marcha del Silencio” contra la delincuencia en Ciudad de México14, presenten todas las características canónicas definidas por la sociología de los MS15. La existencia de MS nítidamente “reaccionarios” –y tal vez de valores reaccionarios en algunos MS progresistas– puede sólo fortalecer mi línea de argumentación. Sin embargo, por razones de espacio y de comodidad, me limitaré a examinar el problema del potencial anticapitalista o socialista de los MS generalmente reconocidos como “progresistas”. El problema se plantea en dos aspectos: el de las creencias y de las expectativas racionales de los movimientos, y el del contenido concreto de sus prácticas de acción y organización.

En un artículo reciente, James Petras, el prolijo académico estadounidense que dedica la mayor parte de su tiempo a sermonear la izquierda latinoamericana sobre la debilidad de su dinamismo revolucionario, se indignaba de que el dirigente del FMLN salvadoreño, Schafik Hándal, le hubiese confesado, a propósito de la perspectiva del socialismo, “que para eso faltaban siglos, que estaba muy lejos”16. En un tono más diplomático, el líder farabundista expuso recién su punto de vista sobre el tema: “En realidad, nuestro supuesto radicalismo no se puede definir en la actualidad como anticapitalismo total. […] no se trata de la abolición inmediata del capitalismo en general, de toda expresión de relaciones capitalistas de producción, distribución e intercambio [sino] de abolir el capitalismo neoliberal dependiente y asegurar el desarrollo nacional con justicia social y en democracia participativa, que supere la pobreza, el desempleo profundo y crónico, el atraso educativo, cultural y científico-técnico, que garantice la salud, la vivienda, el medio ambiente, la equidad de géneros; que reactive la economía, reconstruya y fortalezca el tejido productivo nacional, agropecuario e industrial, apoyando la pequeña y mediana empresa, las empresas cooperativas y desarrollando la integración regional.”17

Es sumamente sintomático de la actual situación ideológica de la izquierda el hecho de que nadie en América Latina, por radical que sea su genealogía política (e incluso un movimiento guerrillero como las FARC), proponga seriamente otra perspectiva18. No tengo ninguna objeción de principio contra el planteamiento de Schafik Hándal, aunque se podría siempre discutir en detalle. Lo que me preocupa es que la conformidad más o menos tácita –o el silencio confuso– sobre propuestas de este tipo reflejan más bien no sólo la pobreza, sino la simple inexistencia de cualquier debate serio y articulado sobre las formas y los contenidos de una posible sociedad poscapitalista, tanto en las filas de los supuestos revolucionarios como en las de los supuestos reformistas.

Veo dos razones para esta púdica remoción. Primero el hecho de que, más allá de reacciones superficiales y poco convincentes –tipo: “la Unión Soviética fue víctima de una conspiración imperialista”; o al revés: “nosotros nunca tuvimos nada que ver con el modelo soviético”19–, en América Latina, el fracaso estrepitoso de los regímenes de Europa oriental y de algunos de sus clientes y aliados en tercer mundo –sin hablar de la paradójica evolución de la República Popular China– nunca fue procesado debidamente por la izquierda en el nivel de la reflexión teórica y estratégica. Eso vale a fortiori por un tema completamente tabú en la izquierda latinoamericana, lo que los mismos economistas oficiales cubanos llaman púdicamente “el agotamiento del régimen de crecimiento extensivo”; o sea, el desempeño catastrófico de la economía de comando de tipo soviético –subsidiada ayer por la URSS, hoy por los dólares de la emigración y del turismo– en la isla caribeña20.

La segunda razón, íntimamente vinculada con la primera, es que tampoco existe en el continente, no digo una reflexión, sino siquiera el anhelo de reflexionar en serio sobre las formas institucionales, los incentivos económicos y antropológicos y los mecanismos motivacionales que podrían hacer sustentable a mediano y largo plazo un socialismo democrático en el mundo en general y en países del tercer mundo en particular21.

Ahora bien, en la doxa de la izquierda anticapitalista y anti-imperialista latinoamericana, una escapatoria frecuente a la problematización de la institucionalidad concreta de la sociedad poscapitalista es el postulado de la existencia de un substrato antropológico comunitario y solidarista que bastaría recuperar y revitalizar para definir los rasgos esenciales de un socialismo autóctono o de un desarrollo alternativo. Existen, obviamente, antecedentes filosóficos e ideológicos de esta tesis en las varias síntesis de socialismo y populismo romántico que emergieron en la Europa del siglo XIX –pensamos en el famoso debate entre Marx y Vera Zasulich sobre el mir (comunidad campesina tradicional) ruso– y varios equivalentes funcionales de ésta en otros espacios geográfico-culturales. En la misma América Latina, se podría citar innumerables declinaciones y variaciones de este tema, que van desde las hipótesis teóricas más o menos articuladas, con referencias a Karl Polanyi, a Marcel Mauss o a trabajos históricos y antropológicos sobre la resistencia de la economía moral del campesinado o de los sectores populares frente a la modernización capitalista, hasta el simple cliché retórico esencialista.

Nos bastará aquí mencionar su formulación emblemática –a media distancia entre la teoría y el eslogan– por uno de los principales formadores de opinión de la izquierda continental, Eduardo Galeano: “Es debido a la esperanza y no a la nostalgia que debemos recuperar un modo de producción comunitario y un modo de vida fundado no en la codicia sino en la solidaridad, en la viejas libertades y en la identidad entre los seres humanos y la naturaleza. […] Un sistema letal para el mundo y para sus habitantes, que pudre el agua, aniquila la tierra y envenena el aire y el suelo está en contradicción violenta con las culturas que sostienen que la tierra es sagrada porque nosotros, sus hijos, somos sagrados. Esas culturas despreciadas y negadas, tratan a la tierra como a su madre y no como materia prima y fuente de ingresos. Contra la ley capitalista de la ganancia, ellas proponen la vida del compartir, de la reciprocidad, de la ayuda mutua que en el pasado inspiró a la utopía de Thomas Moro y que hoy nos ayuda a descubrir la cara americana del socialismo, cuyas raíces más profundas yacen en la tradición de la comunidad.”

De igual manera, aunque con un léxico más preciso, Anibal Quijano sostiene que “el sector privado socialmente orientado y su esfera pública no estatal”, tal como se encuentran en las comunidades andinas, pueden servir como base para una “razón no instrumental” enfocada “en los fines, más que en los medios, y en la liberación, más que en el poder”22. La aparente plausibilidad ideológica de este planteamiento ha sido considerablemente fortalecida tanto por la emergencia en varios países, en particular México, Guatemala, Ecuador y Bolivia, de poderosas movilizaciones campesinas-indígenas cimentadas en un indianismo políticamente autónomo –es decir que rechaza el paternalismo y el “ventrilocuismo”23 de las corrientes indigenistas tradicionales promovidas por intelectuales blanco-mestizos–, como por las prácticas de organización y de reproducción/supervivencia autogestionadas de movimientos populares como el MST brasileño (asentamientos productivos, sistemas de formación y capacitación), los piqueteros argentinos (comedores, escuelas, cooperativas y emprendimientos varios) o sus compatriotas obreros de las empresas “recuperadas”. Naturalmente, a quienes les reprochan –en particular, desde la defensa de la democracia representativa, de la modernidad liberal (en sus variantes neoliberales o más o menos socialdemócratas) y de la eficiencia económica y social– ingenuidad y anacronismo a los defensores de un socialismo de inspiración comunitaria autóctona, los ideólogos indianistas, pro-indianistas y neocomunitaristas contestan en general que no se trata ni de regresar a una vida agraria comunal idealizada, ni de rechazar las conquistas imprescindibles de la modernidad, sino de llegar a una síntesis armoniosa conforme a las condiciones sociales y culturales de los pueblos iberoamericanos. En resumen, el socialismo ya no sería “los soviets más la electricidad”, sino “el ayllu más la fibra óptica”, o “la autogestión más internet”.

Desgraciadamente, en este nivel de abstracción sociológica, los argumentos en pro y en contra se pueden cruzar indefinidamente sin nunca llegar a una conclusión substancial. Quisiera bajar de las alturas estratosféricas de este debate civilizacional sobre modernidad y tradición, o sobre eficiencia y autonomía, y tratar de aterrizar en el terreno de las interacciones y evoluciones sociales concretas, sin prejuicios teleológicos sobre su contenido alienante o emancipador. Para eso, es imprescindible ajustar las cuentas con tres tendencias sistemáticas del discurso social-comunitarista latinoamericano: el moralismo, el ideologismo y el utopismo abstracto.

1/ Moralismo. Se trata de la confusión sistemática de categorías antropológicas y económicas –como las nociones de “reciprocidad”, “redistribución”  y “mercado”– o sociológicas –como “colectivismo”, “comunitarismo” e “individualismo”– con categorías éticas o motivacionales –como “egoísmo” y “altruismo”–. Esta confusión está muy vinculada al hecho de que, en la izquierda, el debate sobre valores colectivos, motivaciones individuales y formas de organización social suele ser implícito y emocional, en lugar de ser explícito y racional. Además, el moralismo barato de ciertas vertientes de la izquierda es un efecto indirecto del amoralismo teórico de los marxismos patentados y, en gran parte –aunque con una mayor complejidad teórica y filológica–, del mismo Marx24. No es aquí el lugar de entrar en este complejo debate, pero basta mencionar dos aspectos significativos: a) en términos epistemológicos, es bien conocido que, en el contexto ecológico y demográfico-cultural que es generalmente el suyo, la “reciprocidad” es una categoría que puede perfectamente ser reinterpretada en términos de estrategia “egoísta racional”25; b) en el nivel más normativo, no es una casualidad que el resurgimiento del debate ético en el neomarxismo contemporáneo pase por una confrontación exhaustiva con las teorías liberales –en el sentido político– de la justicia económica y social y sea generalmente marcado por una notable convergencia con sus postulados más radicales26.

 

2/ Ideologismo. Cuando, por ejemplo, los kataristas bolivianos hablaban a sus adeptos de “sacar Marx y Jesús de su cabeza” y reemplazarlos por la cosmovisión indígena, operaban una desnaturalización subrepticia de los patrones antropológico-culturales de percepción e interpretación de la realidad vigentes en las comunidades campesinas-indígenas del altiplano andino. La “cosmovisión” de los pueblos precapitalistas es una práctica simbólica contextualizada, no una doctrina cuasi-universalista del tipo de las religiones monoteístas o de las  filosofías políticas modernas. La asunción de las nociones de “reciprocidad” y de “comunidad” al estatuto de conceptos ideológicos redentores les vacía de gran parte de su sustancia concreta y de su eficiencia material. No quiero negar que, en la dialéctica de lo “tradicional” y de lo “moderno”, muy a menudo, la coloración emocional que la memoria identitaria de las prácticas ancestrales confiere a tal o cual tipo de aspiración social o económica “moderna” juega un papel importante y hace que el pasado en parte imaginado se transforma en criterio del futuro deseado por el medio de una complicada alquimia de las necesidades y de las expectativas. En este sentido, la vigencia y/o el recuerdo de las prácticas comunitarias precapitalistas pueden tener un fuerte sentido emancipador, y eso no sólo para los que las viven o las vivieron directamente. Sin embargo, la exaltación puramente ideológica de la “cosmovisión” solidaria de los pueblos originarios conlleva el peligro del doble discurso y de la doble moral, en particular cuando la retórica de la comunidad y de la reciprocidad recubre una racionalidad estratégica perfectamente clásica y “occidental”27, inclusive con comportamientos colectivos o individuales maximizadores que podrían ser absolutamente legítimos si estuviesen asumidos por lo que son, en lugar de ser mistificados –o interpretados como “traición” de la cosmovisión cuando se vuelven demasiado vistosos o contraproducentes28–.

3/ Sin siquiera adentrarnos en el menudo problema de la interacción entre lo local/nacional y lo global, cabe decir que no sólo la sociedad –incluso sociedades como la boliviana, la ecuatoriana o la guatemalteca– no es un gran ayllu, sino que no puede serlo por razones funcionales, al igual que no debe serlo por razones normativas29. Asímismo, la posible forma de organización de una sociedad poscapitalista compleja –y está profundamente equivocado quien piensa que la superación del capitalismo y la desalienación emancipadora de la división del trabajo, sin hablar de su utópica eliminación completa, presuponen una reducción unilateral de la complejidad social– no puede consistir en una simple reproducción en la escala societal de interacciones locales basadas en la minga, el ayni o el mutirão, sino en una combinación sui generis de elementos de redistribución centralizada (estatal), intercambio mercantil y reciprocidad comunitaria. El hecho de que, como lo señalé, no tengamos la receta detallada ni conozcamos todos los ingredientes de esta combinación –y ni siquiera la certidumbre de que se puedan conseguir en un horizonte humanamente concebible– no nos debe llevar a preferir construir castillos en el aire, aunque sean castillos de hermosa arquitectura precolombina.

En este sentido, las muy reales prácticas vernáculas30 de reciprocidad y solidaridad comunitaria que se encuentran en el quehacer diario de los sectores populares latinoamericanos no pueden funcionar como patrón ideológico de la superación del modelo neoliberal de desarrollo, sino, más modestamente y en circunstancias que hay que determinar con cautela, como 1/ formas de capital social que pueden contribuir, a la par con otras formas y dinámicas sociales, a un modo de desarrollo alternativo o a la lucha contra la dependencia y la subalternidad y 2/ substrato sociológico concreto –entre otros factores morales y materiales– de un imaginario ético capaz de deconstruir, al menos en parte, la ilusión de la “naturalidad”, de la “necesidad” y de la “eternidad” de las relaciones capitalistas de producción y dominación. Sin embargo, no existe ningún determinismo sociológico lineal que garantice que, por sí misma, tal o cual práctica solidaria tradicional o comunitaria, o incluso tal o cual práctica de autoorganización popular “moderna” y urbana, tengan un potencial “pansocietal” (en el sentido de ser aplicable a una amplia gama de interacciones sociales más allá de su propio contexto ecológico) o “intermodal” (en el sentido de prefigurar concretamente la posible institucionalidad política y económica de un modo de producción y de organización social poscapitalista31). Inclusive, no es necesario ser partidario de la concepción apologética del capitalismo popular promovida por Hernando de Soto32 para entender que las redes comunitarias en las que se insertan actores sociales plebeyos pueden servir de capital social inicial a un desarrollo sui generis de relaciones desiguales de acumulación mercantil dentro de la economía popular.

Con lo que volvemos al carácter problemático y a la ambivalencia del supuesto carácter “antisistémico” de los movimientos sociales; eso no sólo en el nivel de su relativa indeterminación ideológica (incertidumbres de la perspectiva socialista), sino del propio tejido de prácticas  “alternativas” que parecen justificar las extrapolaciones sobre su potencial anticapitalista. No quiero decir que los movimientos sociales sean totalmente prisioneros del horizonte de las relaciones de producción y de dominación imperantes, modificándolas sólo en espacios intersticiales y tal vez efímeros, sino que no se puede evaluar este supuesto potencial anticapitalista o poscapitalista sin tomar en cuenta la totalidad de las mediaciones políticas y ideológicas, por un lado, y de las condiciones socio-económicas y antropológicas “infraestructurales”, por otro lado, que condicionan su contenido y su alcance.

Conclusiones provisionales

Como dije al inicio, el vigor de los MS es una condición sine qua non de cualquier dinámica transformadora, pero no basta la existencia de MS poderosos y beligerantes para ver los límites de lo posible desplazarse hasta el infinito. Veo en esta ilusión una versión un poco anémica o falsamente humilde –uno ya no se remite a la infinita sabiduría del partido sino a la infinita creatividad de los movimientos– del optimismo histórico del movimiento obrero socialista tradicional, que se cimentaba en unas premisas filosóficas y epistemológicas excesivamente simplificadoras: todo lo deseable es posible, y, en virtud de las “leyes de la historia”, todo lo supuestamente posible resulta inevitable. Hoy en día, los movimientos que se reconocen en la dinámica de los Foros Sociales Mundiales se contentan en afirmar que “otro mundo es posible”, sin arriesgarse demasiado a definir de antemano los caminos de este otro mundo. Esta prudencia no es criticable en sí misma, pero la falta de definición puede ser otra forma de “vivir del cuento” para una izquierda a menudo confrontada a la emergencia del poder y de la gestión. Así que hay que encontrar nuevas formas de perfilar y articular “programa mínimo” y “programa máximo”, una tarea sumamente política que ningún MS puede enfrentar aisladamente.

Me acusarán, probablemente, de propugnar una mezcla de elitismo “politicista” y de vulgar “posibilismo” reformista, demostrando así la mezquindad de mi imaginación utópica. Como dicen los compañeros argentinos del Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de La Matanza, no me preocupa mucho la acusación de reformismo, ya que “cuando te acusan de reformista y uno no sabe que lo es, se hace difícil. Pero saberlo es bueno porque así no pueden trabajar sobre nuestra culpa”33. Estoy perfectamente dispuesto a someterme a este tipo de impugnación en la medida en que venga acompañado de un mínimo de desarrollo argumentativo y de ilustraciones empíricas. Por eso mismo, en un artículo ulterior que podrá tal vez recoger las observaciones y críticas eventuales suscitadas por estas reflexiones, me propongo de desarrollar una agenda más positiva y de tratar de aplicar las famosas preguntas de Kant –¿qué puedo saber? ¿qué puedo hacer? ¿qué es permitido esperar?– a las perspectivas estratégicas de los MS.



1 La gran fábrica de automóviles Renault, fortaleza obrera del Partido Comunista Francés

2 John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Herramienta, Buenos Aires, 2002.

3 Raúl Zibechi, “Movimiento social y poder estatal: relaciones peligrosas”, ALAI, 10/08/2004.

4 Alvaro García Linera, “Sindicato, multitud y comunidad. Movimientos sociales y formas de autonomía política en Bolivia”, in AA.VV., Tiempos de rebelión, Muela de Diablo Editores, La Paz, 2001. García avanza el concepto de “movilización pactista”, que se podría adaptar, con ciertos matices, a los indígenas ecuatorianos.

5 Fernando Guerrero y Pablo Ospina, El poder de la comunidad. Ajuste estructural y movimiento indígena en los Andes ecuatorianos, CLACSO, Buenos Aires, 2003. Ver también Augusto Barrera, Acción colectiva y crisis política. El movimiento indígena ecuatoriano en la década de los noventa, Abya Yala, Quito, 2001.

6 De hecho, la participación en el gobierno de Gutiérrez no fue la causa de la crisis y de la división del movimiento, como pretende Zibechi, sino que fueron, al contrario, las divisiones internas de la CONAIE y los apetitos electorales de algunos dirigentes “sociales” que orientaron al movimiento “político” Pachakutik hacia la alianza con Gutiérrez como mal menor frente a la ausencia de candidato propio consensuado y la división de la centro-izquierda.

7 Subcomandante Marcos, “Leer un video” (publicado en varios medios electrónicos).

8 Debo esta información a Pablo Ospina.

9 Alvaro García Linera, op. cit.

10 Algunos de los MS latinoamericanos más importantes y activos son movimientos rurales que actúan en sociedades mayoritarmente urbanas. Es cierto que, a pesar de feroces campañas de desprestigio llevadas a cabo por el gobierno de Fernando Henrique Cardoso y los medios de comunicación, un movimiento como el MST tiene una gran aceptación en la opinión brasileña. Sin embargo, no se puede confundir popularidad y hegemonía. El caso de lo zapatistas es muy ilustrativo.

11 Se puede hacer estimaciones, obviamente imprecisas, sobre la base de la agregación aproximativa de los datos nacionales y de la tasa de crecimiento excepcional observada en varios países. Ver David Martin, Tongues of Fire: The Explosion of Protestantism in Latin America, Blackwell, Oxford, 1990. El auge pentecostal está lejos de ser exclusivamente latinoamericano.

12 La socióloga brasileña Clara Mafra deplora por ejemplo que las feministas de izquierda sean incapaces de percibir el potencial de autoorganización y de reestructuración social de la vida de la mujeres de los sectores marginalizados que ofrecen las Iglesias evangélicas, a pesar de su concepción relativamente conservadora de las relaciones de género (entrevista con el autor). En muchas favelas y barrios deprimidos, son las únicas organizaciones capaces de luchar contra la tremenda desagregación del tejido social. Ver Clara Mafra, Os evangélicos, Jorge Zahar Editor, Rio de Janeiro, 2001.

13 Las fórmulas entre comillas son de Álvaro García, op. cit.

14 Ver al propósito Subcomandante Marcos, op. cit.

15 Ver, por ejemplo, Erik Neveu, Sociología de los movimientos sociales, Abya Yala, Quito, 200O. El hecho de que Blumberg u otros actores puedan tener “amarres” con la derecha política organizada no cambia nada al asunto. Los lazos frecuentes de los MS progresistas con exponentes de la izquierda política tampoco les quitan su carácter de MS.

16 Mario Hernandez, entrevista a James Petras, revista La Maza, reproducido in www.rebelion.org, abril de 2004.

17 Schafik Hándal, “El FMLN y la vigencia del pensamiento revolucionario en El Salvador”, www.rebelion.org, septiembre de 2004. Hándal añade que se trata de “construir la base económica y social que haga posible transitar a una sociedad socialista” y se refiere al ejemplo de la “revolución bolivariana” de Hugo Chávez, quien declaró sin embargo hace poco al enviado especial del Guardian de Londres: “No creo en los postulados dogmáticos de la revolución marxista. No creo que estemos viviendo en un período de revoluciones proletarias. Todo esto debe ser revisado, la realidad lo demuestra cada día. ¿Será nuestro objetivo en la Venezuela de hoy la abolición de la propiedad privada o una sociedad sin clases? No lo creo.”

18 Nadie con excepción de los partidarios del “éxodo” subversivo de los movimientos y de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. Aunque raras veces son explícitos, supongo que parten de la hipótesis que sólo las organizaciones populares en ruptura radical con cualquier forma de institucionalidad política o de funcionalidad sistémica secretan espontáneamente el comunismo, como las arañas secretan su tela. Arañas mutantes de película de ciencia-ficción, probablemente, ya que se supone que podrían cubrir poco a poco la totalidad del planeta y remodelar radicalmente su infraestructura material y espiritual con dicha tela autogestionaria.

19 En un debate sobre el futuro de la izquierda después de la caída del Muro de Berlín en Quito, escuché decir que “no es que el marxismo-leninismo esté equivocado, sino que ha sido mal aplicado”. Se podría demostrar que la pregnancia social de un imaginario estadista, verticalista y unanimista en el movimiento obrero tradicional –paralelamente a los elementos profundamente democratizantes y emancipadores en términos de conquista de derechos, autoeducación, participación cívica, valorización de la fuerza de trabajo y creación de espacios públicos proletarios– antecede la creación y la consolidación de las formaciones sociales poscapitalistas de tipo soviético (ver Marc Angenot, L’Utopie collectiviste. Le grand récit socialiste sous la Deuxième Internationale, PUF, París, 1993). Lejos de ser una simple “deformación”, o “traición” burocrática, es el reflejo de las mismas condiciones de agregación y composición de la clase y de organización del movimiento sindical y politico plasmadas por la infraestructura material y cultural del capitalismo en una época determinada.

20 La fórmula “agotamiento del régimen de crecimiento extensivo” es de Luis Suárez Salazar, ex director del Centro de Estudios sobre América de La Habana No quiero hablar aquí de los derechos humanos en Cuba, tema de innumerables racionalizaciones hipócritas y oportunistas tanto por parte de ciertos anticastristas como de los filocastristas empedernidos. Basta citar a Marx: “Para justificar la limitación de la libertad de prensa, hay que defender la tésis de la permanente inmadurez de la raza humana” (Rheinische Zeitung, 1842).

21 Una excepción notable es el economista brasileño Paul Singer, militante histórico del PT y especialista del tercer sector, que menciona a menudo los libros clásicos de Nove y Kornai: Alec Nove, The Economics of Feasible Socialism, Allen & Unwin, Londres, 1983; János Kornai, The Socialist System: The Political Economy of Communism, Princeton U. P., 1992. Sobre el socialismo de mercado, ver por ejemplo: John E. Roemer, A Future for Socialism, Harvard U. P., Cambridge (Mass.), 1994; Frank Roosevelt y David Belkin, Why Market Socialism? Voices from Dissent, M. E. Sharpe, Armonk (N.Y.), 1994; y la  serie Real Utopias de las ediciones británicas Verso. En castellano, el libro de Roberto Gargarella y Félix Ovejero Lucas, Las razones del socialismo, Paidós, Barcelona, 2001, ofrece una primera aproximación a estos debates.

22 Ambos autores –Galeano y Quijano- son citados en Jorge Larrain, Identidad y modernidad en América Latina, Oceano, México, 2004.

23 La noción de “ventrilocuismo” político pertenece al antropólogo ecuatoriano Andrés Guerrero.

24 Ver, en particular: Steven Lukes, Marx and Morality, Oxford U. P., 1985; Norman Geras, “The Controversy about Marx and Justice”, New Left Review, 150, marzo-abril 1985.

25 La literatura sobre el tema es considerable, aunque poco difundida fuera de los ambientes académicos especializados. Ver, entre otros: Robert Axelrod, The evolution of cooperation, Basic Books, New York, 1984; Samuel Bowles y Herbert Gintis, “Is Equality Passé? Homo reciprocans and the future of egalitarian politics”, Boston Review, diciembre 1998. Desde una antropología del don, hace dos décadas que la revista francesa del Movimiento Anti-Utilitarista en las Ciencias Sociales explora esta temática. Ver Revue du MAUSS, Éditions La Découverte, París.

26 Los lectores bolivianos pueden consultar sobre el tema mi artículo “El pensamiento filosófico de John Rawls”, en El Juguete Rabioso, 80, La Paz, mayo de 2003, y mi introducción a Amartya Sen, La libertad como compromiso social, Plural, La Paz, 2003. Una buena introducción en castellano, con amplia mención del debate marxista, es Will Kymlicka, Filosofía política contemporanea, Ariel, Barcelona, 1995.

27 Es decir, en realidad, universal, en mi modesta opinión (no muy popular en estos tiempos de relativismo poscolonial).

28 Naturalmente, los dirigentes indígenas no tienen, de lejos, el monopolio de este tipo de comportamiento, y a menudo tienen que “mandar obedeciendo” y respetar mecanismos de rendimiento de cuentas y de control democrático-asambleario a los que no están sometidos los líderes políticos o sindicales tradicionales. Sin embargo, eso no cambia nada a la sustancia de mi argumento.

29 No puedo desarrollar este tema en el espacio de este artículo. Sólo mencionaré que es conforme tanto a la exigencias mínimas del realismo sociológico como a la concepción marxiana –totalmente ignorada por los varios marxismos ortodoxos y por gran parte de los heterodoxos– del pleno desarrollo del individuo. Sobre el individualismo filosófico de tipo liberal-romántico de Marx y sus aporías, ver, entre otros: Louis Dumont, Homo aequalis. Genèse et épanouissement de l’idéologie économique, Gallimard, París, 1977; Pierre Rosanvallon, Le capitalisme utopique. Essai sur l’idée de marché, Seuil, París, 1979; Jon Elster, Making Sense of Marx, Cambridge U. P., 1985; Gianfranco La Grassa, Costanzo Preve, La fine di una teoria: il collasso del marxismo storico del Novecento, Uncopli, Milán, 1996..

30 Ver Ivan Illich, Shadow Work, Boyars, Boston (Mass.), 1981, y Le Genre vernaculaire, Seuil, París, 1983. Uso el término acuñado por Illich para insistir sobre el carácter socialmente y ecológicamente contextualizado –embedded, dirían los antropólogos– de estas prácticas. Sin embargo, no excluyo que se pueda producir encadenamientos virtuosos de prácticas comunitarias locales con dinámicas democratizadoras globales en lo político y lo económico.

31 El término “intermodal” es utilizado por Costanzo Preve, op. cit., para describir la concepción marxista clásica de la clase obrera industrial, cuya ubicación histórico-estructural anticipa la superación de la sociedad de clases.

32 Hernando de Soto, El Otro Sendero, Editorial Diana, Mexico 1986; El misterio del capital, Sudamericana, Buenos Aires, 2002.

33 “Seduciendo al capital: el MTD de La Matanza y sus alianzas con los empresarios”, 13/7/2004, www.lavaca.org.

https://www.alainet.org/es/articulo/110846?language=es
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