Economía y Ciudadanía
12/03/2002
- Opinión
Después de la Segunda Guerra Mundial, las naciones industrializadas
conocieron el Estado de bienestar social, sustentado por una política de
pleno empleo que, a su vez, incrementó la captación de tributos capaces de
expandir la seguridad social.
Aquel nuevo orden económico no permitió, con todo, que la política de pleno
empleo se extendiese a las naciones periféricas. Presionadas por las
posturas neocolonialistas de los centros financieros, esas naciones se
tornaron exportadoras de productos y de royalties, chupadas en sus riquezas
y recursos. Por lo tanto, solo una pequeña porción de la humanidad
conquistó el derecho a los 40: trabajar 40 horas por semana; un poco más de
40 semanas por año; a lo largo de poco menos de 40 años de vida.
Con la llegada del neoliberalismo, en los países periféricos millones de
personas excluidas de las oportunidades de empleo quedaron impedidas de
acceder a los derechos económicos y sociales y, por lo tanto, a la
ciudadanía. Y en los países centrales el Estado de bienestar social se
contraía, mientras las corporaciones privadas se quejaban de la reducción de
sus lucros.
Se inició, entonces, el vale todo. Bienes estatales y públicos fueron
saqueados por la política de privatizaciones. Se dejó de proteger la esfera
productiva y se favoreció la especulativa, que asegura retornos más
inmediatas y exige menor absorción de fuerza de trabajo.
En la óptica keynesiana, había estrecha conexión entre empleo y derechos de
ciudadanía. Ahora, mientras mayor el desempleo o el riesgo de ser engullido
por él, menor el ejercicio de ciudadanía. Frente a los exorbitantes
derechos de las corporaciones transnacionales, los ciudadanos dejan de ser
sujetos dotados de derechos. El peso descomunal de las personas jurídicas
aplasta los derechos de la persona física. Se salva apenas quien tiene el
privilegio de protegerse bajo la marquesina de una persona jurídica. Fuera
de eso, tenemos una humanidad desprovista de ciudadanía.
Keynes no consideraba el derecho a la ciudadanía como un principio a priori,
como hace la doctrina social de la Iglesia católica. Para él, la ciudadanía
dependía de la inserción de la persona en el mercado, o sea, de la
posibilidad de acceso a productos y servicios. Hoy, el acceso a la
ciudadanía es, para miles de millones de personas, tan limitado cuanto al
mercado.
?Cómo salir del impasse? Una alternativa pos-capitalista deberá combinar
políticas de ampliación de los puestos de trabajo (empleos) con políticas de
valorización de trabajos sin vínculo patronal, como los que son realizados
en casa, en la comunidad, en función de los estudios y en las actividades
culturales y recreativas. Se elimina, así, la discriminación entre trabajo
productivo por su forma (trabajo remunerado) y trabajo productivo por su
contenido (trabajo voluntario), ambos necesarios para la reproducción y
realización de la vida humana. Se supera, así, la asociación entre pleno
empleo y ciudadanía.
Todos tienen derecho a la ciudadanía, tengan o no un trabajo remunerado. Al
traspasar el criterio de vínculo patronal, se incluye en el concepto de
ciudadanía el tiempo dedicado a la colectividad, tanto de personas como de
empresas. Empresa-ciudadana es la que invierte en el beneficio colectivo
sin sacar lucros financieros. Ella simplemente paga su deuda social.
En esa perspectiva, el fin de la exclusión social no se medirá tan sólo por
la inserción en el mercado, sino también por la inserción en la vida
colectiva, en actividades que contribuyan a promover el bienestar social.
Ciudadanía pasará a ser sinónimo, no del estatus conferido por la posición
en el mercado, sino del ejercicio de mi deber en relación a todos y del
deber de todos en relación a mí, incluyendo la naturaleza, en función de la
plenitud de la vida.
Ante el abuso de la autoridad, la pregunta no será más: ?Sabe con quién está
hablando? Y si: ?El señor quién piensa que es? El respeto a los derechos
humanos sustentará el paradigma de la ciudadanía, universalmente concebida y
acatada.
Esa perspectiva solo será alcanzada en la medida en que a todos sea
asegurada una renta mínima capaz de permitirles el acceso a productos y
servicios. Aquí entran dos cuestiones básicas: definir, en determinado
contexto social, cuál es el rendimiento mínimo que una persona necesita para
disfrutar de una vida digna y feliz: y delimitar el techo de acumulación de
las personas jurídicas, a fin de favorecer la distribución de la renta.
Del punto de vista económico, esa ecuación animaría la demanda y la
productividad, reduciendo significativamente la desigualdad. Pero, desde
los puntos de vista subjetivo y ético, ella exige un profundo sentido de
justicia, comenzando por el principio bíblico de reconocimiento del otro
como mi semejante y expresión de la imagen divina.
https://www.alainet.org/es/articulo/105703?language=en
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