El terrorismo y el terror
11/06/2001
- Opinión
Para vivir en sociedad es necesario desarrollar virtudes que permiten, por
una parte, la comunicación, y por otra, la aceptación de quienes, por
diversas razones, no han podido desarrollar esas virtudes. Porque la
construcción del ser democrático y social es empresa difícil y hay que
aceptar que muchos, debido a relaciones fallidas en los momentos básicos de
reconocimiento, no puedan desarrollar tales virtudes. En efecto, vivir
entre seres socialmente democráticos, no es ningún problema. Lo que produce
dificultades es convivir en una misma nación con quienes no lo son, o no han
podido llegar a serlo. Y abandonar a tales seres a la pura legalidad
vigente es convertir la vida social en un centro del "vigilar y castigar",
como planteó una vez Foucault en un libro del mismo título.
Esa difícil normalidad
Toda sociedad debe aprender la difícil tarea de convivir con transgresores,
delincuentes, terroristas, y criminales. Y hay razones para incentivar ese
aprendizaje. Una razón es que basta leer cualquier periódico para darse
cuenta que las desviaciones respecto a las normas de sociabilidad no son, ni
con mucho, exepciones. A veces se tiene la impresión de que no hay más
transgresiones no porque la mayoría de la población de un país sea
civilmente virtuosa, sino que simplemente porque los mecanismos de censura,
vigilancia y castigo, se encuentran en todas partes. El ruido interminable
de sirenas de autos y helicópteros policiales rasga las noches de las
ciudades, hasta el punto que muchos de tanto escucharlos las ignoran. Cada
minuto hay asaltos, robos, muertes, heridos, asesinados, dramas pasionales,
arteras cuchilladas. La noche urbana oculta crueldades espantosas. Si los
policías tuvieran formación psicoanalítica, serían los mejores relatores en
la descripción de ese infierno que habita en cada alma; y quizás sólo ellos
saben lo que nosotros, los que ocultos detrás de paredes preferimos ignorar:
que el ser humano es transgresor; pero transgresor desde que hizo la Ley;
para obedecerla y para transgredirla.
Otra razón es que hasta la alteración más siniestra de la norma vigente
contiene un grado de acusación a un orden que no ha sido capaz de impedirla.
Ni el más liberal de los liberales se atrevería, en tal sentido, a
subscribir la tesis de que cada individuo, por serlo, es absolutamente
responsable de sí mismo. Somos lo que hemos llegado a ser, en un marco
limitado de posibilidades que a veces ni siquiera se encuentran dadas. No
quiero caer, por cierto, en la afirmación relativa a que la sociedad es
culpable de todo. Pero, por otra parte, cada desacato debe ser visto
también, como resultado de una falla colectiva a la vez que individual.
Suponer que sólo la falla es social equivale a quitar autonomía a los
sujetos, y hasta el más delictivo tiene derecho a que se le reconozca un
mínimo de responsabilidad. A la vez, suponer que cada falla es sólo
individual, lleva a desentenderse de ordenes sociales, estructuras
familiares e instituciones políticas que puede que ya hace tiempo están
funcionando mal y sea necesario repararlas.
Por lo demás, cada norma, aún la más perfecta y elaborada, debe ser aceptada
dentro de un necesario márgen de relativización. La mayoría de las leyes
son buenas sólo hasta un determinado momento. El crecimiento de atentados a
la legalidad puede que esté señalando un malestar social que requiere ser
tratado en el marco de otra discursividad que, a su vez, ha de producir
nuevas normas. Es por eso que cada proceso legal, aunque sea por el detalle
mas pequeño, debe abrir la posibilidad de la deliberación.
Hay, efectivamente, sociedades cuyas constituciones son mejores a la mayoría
de sus miembros. Pero también puede ocurrir a la inversa. Que la civilidad
alcanzada por sectores de la población se encuentre sobre el nivel de la
normatividad vigente. Eso significa que en cada acto delictivo, por más
individual que sea, se oculta la posibilidad de una disencia aún no
colectivizada frente a un orden cultural. Saber detectar a tiempo si la
excepción es tal, o simple expresión patológica o salvaje de un "malestar en
la cultura", no es tarea de juristas, pero si de aquellos que han elegido la
insólita tarea de pensar la política que, repito, es el medio, modo y arte
como se hace sociedad. Las clínicas psiquiátricas que existían para los
disidentes políticos en la (afortunadamente) desaparecida URSS, nos relatan
hasta qué extremos puede llegar la crencia de que la normalidad, sólo por
ser vigente, debe ser monopolizada.
Es cierto, en ordenes democráticos la normatividad puede ser discutida día a
día; pero eso no impide que cada cierto tiempo se formen nichos que,
amparados en el monopolio de la normalidad, dictaminan, recurriendo incluso
a veredictos "científicos", acerca de lo que es bueno o malo; o de lo que es
normal o patológico. Recién a fines de siglo las clínicas psiquiátricas
están entrando en procesos de democratización después que muchas eran, hasta
hace muy poco, centros de tortura en los que se pretendía instaurar con
golpes de electricidad, el imperio de la normalidad: de la legal y de la
sexual; de la social y de la cultural.
Pero, como ya ha sido dicho, la tarea más difícil de la práctica democrática
es convivir con quienes no aceptan la norma. Por un lado, los delincuentes
sociales. Por otro, los delincuentes políticos, comunmente llamados
terroristas, es decir aquellos que mediante la producción de terror
pretenden imponer condiciones que no quieren o pueden obtener mediante vías
legales o democráticas. El terrorismo, particularmente, es uno de los
problemas más agudos de nuestro tiempo. Por eso extraña la superficialidad
con que los Estados intentan enfrentar el problema: firmar acuerdos y
convenios, como si todos los actos terroristas fuesen exactamente iguales.
Los muchos rostros del terrorismo
Para analizar un acto terrorista hay que tener en cuenta en primera linea,
el donde tiene lugar. Por de pronto, el terrorismo sólo puede llamarse así
en lugares donde rigen normas democráticas. En paises dominados por
dictaduras y despotías, los grupos armados que combaten a tales regímenes no
pueden llamarse terroristas, aunque política y estratégicamente estén muy
equivocados. Tales grupos tienden, por lo general, a responder con la misma
moneda a gobiernos que son, por definición, terroristas. Ellos no han hecho
sino asumir la normalidad del régimen imperante, lo que de por sí es un
error político, pues múltiples experiencias han probado con creces que por
lo general a un régimen terrorista sólo es posible derrocarlo cambiando sus
reglas de juego. Eso nos enseñaron, y muy bien, las disidencias
democráticas en los socialismos de Europa del Este, cuyo objetivo primordial
era crear civilidad donde las despotías las bloqueaban. Similar enseñanza
nos proporcionaron los movimientos "derechohumanistas" frente a dictaduras
que asolaban el sur latinoamericano durante la década de los ochenta.
No obstante, quienes combaten con las armas a dictaduras también pueden ser
catalogados como terroristas cuando ponen en juego, a veces
planificadamente, la vida de personas que no están involucradas con las
dictaduras o despotías. Hacer volar buses con niños, colocar bombas en los
cafés, cines, restoranes y aereopuertos, etc. son medios criminales que más
bien delatan la contextura mental de los hechores que sus objetivos
políticos. Para decirlo con un ejemplo, muchos de los actos teroristas de
la ETA podían ser justificados frente a la dictadura de Franco ya que de por
sí, esa dictadura era terrorista. Después de Franco, cuando en España
imperan normas democráticas, la ETA ha perdido justificación, por muy
respetables que sean algunas de las reivindicaciones nacionalistas del País
Vasco.
Tampoco es razón suficiente y necesario que una nación se encuentre regida
por estructuras legales para suponer que todos los que recurren a la
violencia armada con objetivos políticos sean por principio, terroristas.
Hay que tener en cuenta además si existe algo parecido a un orden social, o
en su lugar sólo hay una población disgregada cuyas formas de comunicación
no son predominantemente políticas. Porque ni la mejor constitución
política del mundo conforma un orden político si es que en un determinado
país no existe algo parecido a una cultura politica.
Si es importante saber contra quien luchan los así llamados terroristas,
tambien conviene diferenciar el tema de en nombre de quien o que ellos
luchan. Por ejemplo, en algunos casos son agentes operativos, directos o
indirectos, de gobiernos y poderes extranjeros. En esa situación, es
aconsejable resolver el problema no con los terroristas propiamente tales,
sino que directamente con sus mandantes y protectores a escala
internacional, es decir, recurriendo al diálogo e incluso a la diplomacia
internacional, lo que no descarta también la intermediación de otros
Estados. Es sabido por ejemplo, que los agentes del Partido Comunista Kurdo
se abstuvieron, en un momento determinado, de ampliar su escalada terrorista
a Alemania. Si eso fue consecuencia de conversaciones, de un pacto, o de un
tratado, lo saben muy pocas personas. En cualquier caso esa, la "diplomacia
secreta", es una instancia de la cual la política, tanto la internacional
como la local, no puede prescindir.
Problemático es tratar con terroristas cuyo pensamiento político se apoya en
cosmovisiones de tipo religioso y/o metaideológico. Es sabido, que para ese
tipo de terroristas, la vida en este mundo sólo tiene sentido en función de
un "más allá". El grado de enajenación que se da entre tal tipo de
terroristas es tan grande que limita mucho la posibilidad de dialogar con
ellos. Pero sin embargo hay que insistir; y aprender a insistir. Múltiples
experiencias han mostrado que aún entre los grupos más fanáticos, siempre
hay personas, por lo general subalternas, que valoran un poco más su vida
que la de sus jefes. Eso quiere decir que no todos los miembros de bandas
terroristas son cien por ciento fieles a sus organización; muchas veces se
encuentran allí por razones no ideológicas. Por ejemplo, entre las huestes
de Sendero Luminoso se encontraban muchos jóvenes que habían sido enrolados
forzadamente por el Comandante Gonzalo; u otros que habían encontrado en la
guerrilla un simple medio de subsistencia material.
Razones psicológicas también juegan un papel en la adscripción terrorista.
Para un jóven, social y culturalmente desvalorizado, el hecho de tomar en
sus manos un fusil, le confiere un sentimiento existencial básico de
seguridad que la vida le ha negado, como anotaba Fanon en su famoso Los
Condenados de la Tierra. En el díalogo que toda democracia debe intentar
con el terrorismo, tiene que ir, por lo mismo, contenida una oferta
destinada a revalorar la vida de quienes siguen a fanáticos armados, esto
es, tiene que haber un reconocimiento a los problemas reales que han llevado
a muchos a caer en la acción terrorista. Hay que tener en cuenta que toda
organización terrorista, al serlo tal, es una microdictadura que oprime a
sus miembros del mismo modo que una gran dictadura. Hay que calcular
siempre, por lo tanto, con el deseo íntimo de liberación que anida en muchos
militantes que desean, muchas veces, ser liberados de la mentalidad
necesariamente patológica de sus jefes.
El terrorista en verdad, es un ser acorralado, tanto interna como
externamente, y por lo común, la carga de odio hacia sí mismo y a los demás
que debe soportar, así como el aislamiento social que conlleva, se
convierte, en algunos casos, para él en un martirio. Es interesante en ese
sentido observar el proceso de reconversión ciudadana que experimentaron
miembros de la asociación terrorista alemana Bader-Mainhoff. Curiosamente,
el encarcelamiento fue, por algunos, experimentado como liberación, tanto de
jefes poseídos por visiones fantásticas, tanto de ideologías que si alguna
vez tuvieron algun grado de relación con la realidad, se habían separado
tanto de ella, que se habian convertido en inalcanzables.
El terrorismo y la diferencia
En la relación con el terrorista hay que tener por tanto en cuenta dos
factores. El primero, es que por lo general hubo un momento en que su
ideología tuvo un grado de aproximación a la realidad. Pensemos por ejemplo
en los años sesenta en Latinoamérica, esto es, en los tiempos del Che
Guevara, de los Tupamaros, de Camilo Torres. La guerrilla, en ese contexto,
aparecía como un medio de una lucha política-militar destinada a derribar a
gobiernos, por lo general ilegítimos, tomar el poder, y en combinación con
organizaciones políticas, dar origen a sociedades socialistas, de acuerdo al
ejemplo cubano. La idea de la lucha armada era un mito que rebalsaba lejos
las acciones guerrilleras y entusiasmaba con fuerza a sectores
estudiantiles, intelectuales, cristianos, etc., es decir casi a todos los
que no tenían que ver con obreros y campesinos, en nombre de los cuales se
suponía, había que tomar las armas. Vista desde la perspectiva democrática
de nuestro tiempo, muchos de tales mitos, como suele suceder con los mitos,
aparecen hoy absurdos e irreales. No obstante, eran correspondientes con la
lógica política que prevalecía en muchas izquierdas, no sólo
latinoamericanas, de los años sesenta.
De un modo u otro, las guerrillas se entendían como expresiones locales de
movimientos de inspiración continental y mundial originados en el
guevarismo, en el maoismo, en la guerra vietnamita, en los movimientos
estudiantiles europeos, en las luchas de liberación anticolocolonial, etc.
Las guerrillas de los ochenta, en cambio, ya no correspondían con ninguna
lógica internacional, sino que más bien eran fenómenos locales, como el
terrorismo cruel del Comandante Gonzalo, o la descomposición brutal de las
guerrillas colombianas, entremezcladas con escuadrones de la muerte,
narcotráfico, bandolerismo y caudillismos regionales(1). El terrorismo es
por lo general, la violencia autonomizada de contextos históricos ya
desaparecidos.
Que la mayoría de los actos y organizaciones terroristas sean ahistóricos,
no significa que muchas de las causas a las cuales el terrorismo presta
servicio, sean falsas. La terrible miseria de los Andes peruanos no la
inventó Sendero Luminoso. La persecución inmesericorde a que ha sido
sometido el pueblo kurdo por tres naciones (Irán Irak y Turquía) no es un
invento del siniestro PKK (Partido Comunista Kurdo). La lucha contra el
terrorismo pasa por comprender las reivindicaciones, a veces justas, por las
cuales los terroristas quieren matar y matarse. Si estas razones son
comprendidas por gobiernos democráticos, el terrorismo como tal comienza a
desarmarse. El terrorista, y en eso no se diferencia del no terrorista,
quiere ser comprendido y no insultado. Si se reconoce que la causa por la
cual lucha es justa, o por lo menos, en algunas de sus partes, es justa,
puede suceder, y ha sucedido, que el terrorista deje de apuntar con su
fusil, por lo menos por un momento. Los terroristas, al igual que otras
organizaciones políticas, luchan, a su modo, pero con falsos medios, por
obtener reconocimiento. Sólo si se les reconoce como personas primero, y
como organización después, podrán aceptar alguna vez introducirse en un
discurso político.
En ese sentido resultan incomprensibles muchas de las resoluciones en la
lucha internacional en contra del terrorismo. La mayoría de ellas tienden
en primera línea a defender un principio jurídico legal (el terrorista es
transgresor). En segundo lugar, un principio de identidad estatal (el
Estado nunca debe ceder). En tercero, uno policial (el terrorista sólo es
un delincuente). En casi ninguno de los casos está contemplado el espacio
político que siempre es necesario compartir con el enemigo, por más armado
que se encuentre.
Terrorismo y política
El terrorista da mucha importancia a que se le reconozca como persona que
lucha por una determinada causa y no como simple criminal. Además siempre
espera ser reconocido como enemigo, no solo militar, sino que también
político. Si esas dos concesiones, en realidad mínimas, son hechas a las
organizaciones terroristas, éstas comienzan poco a poco a abandonar el
terreno puramente militar, y adentrarse en ese espacio civilizado de las
palabras que es la política. En breve: con el terrorista hay siempre que
hablar. Hablar y hablar. Hasta el cansancio, hablar. Mientras el
terrorista habla, no dispara. Mérito de gobiernos como el británico, el
español y el colombiano, ha sido conceder ese espacio de interlocución a los
terroristas. Es que la otra alternativa es la matanza pura, como esas fotos
obscenas que recorrieron el mundo, con Fujimori en chaleco contrabalas,
sonriendo sádicamente en las escaleras de la embajada japonesa, entre
cadáveres de jóvenes, incluso niños, que en algun momento equivocaron el
curso de sus vidas para empuñar injustamente las armas y luchar por causas
que seguramente no son injustas.
El terrorista, recurriendo a métodos primitivos de comunicación quiere, en
el fondo, ser escuchado. Escuchar es virtud ciudadana. Negociar es virtud
política. El terrorista, también intenta, en muchos de sus actos, negociar.
Quienes se niegan a escucharlo, o a negociar, están aceptando la lógica
terrorista. Responden al terror con el terror. Y eso es negación de la
acción política. Es que la virtud más grande de una política democrática es
precisamente la de llevar la política a aquellos lugares donde se encuentra
ausente, y reemplazar, en la medida de lo posible, cada bala por una
palabra. Después de todo, el terrorista viene de un mundo de terror y
muchas veces mata porque sus ojos estan dilatados por ese terror que en el
fondo, y en primer lugar, los aterroriza a ellos. El terorista es un ser
desesperado. No necesita sólo balas y castigo. En verdad, también necesita
ayuda.
1) Hay que diferenciar además entre una guerilla propiamente tal y un
movimiento político que en determinadas circunstancias aplica medios
guerrilleros de lucha. El FSLN en Nicaragua, por ejemplo, aplicó
insistentemente la guerrilla durante el período que precedió a la caída de
Somoza. No obstante, a diferencia de las guerrillas de tipo guevarista y
maoísta, el Sandinismo, y ésta fue la clave de su triunfo, confirió siempre
prioridad a las acciones políticas por sobre las militares.
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