Los diez peligros de la democracia en América Latina

30/09/2004
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En el famoso libro The Clash of Civilization(1), su autor Samuel Huntington entiende a la llamada cultura latinoamericana como una variante de la cultura occidental, pero que no es plenamente occidental. Esa extraña caracterización tiene que ver con la deficitaria noción de cultura que utiliza Huntington. En efecto, Huntington no hace ninguna diferencia entre los términos cultura y civilización. Pero el error más grave de Huntington fue entender a Occidente sólo como a una cultura, haciendo caso omiso de que una de sus características principales –aparte de aquella esencial que es la separación entre religión y Estado– es la coexistencia entre diversas culturas, y por lo mismo, que al ser Occidente una unidad multicultural, no puede ser definido culturalmente. Lo que seguramente intentó decir Huntington al declarar a América Latina como un continente no totalmente occidental, fue que a diferencias de otras naciones occidentales en las latinoamericanas no han sido interiorizados usos y valores democráticos que hacen que las naciones occidentales sean compatibles entre sí. Pero si Huntington hubiera admitido esa posibilidad, habría tenido que aceptar que Occidente se define por medio de un orden político y no por una cultura específica. Eso, a su vez, habría echado por tierra su tesis central: la de la guerra entre culturas y civilizaciones. Esa es la razón que explica su radical incapacidad para entender culturalmente no sólo a América Latina, sino que a todo Occidente. Ahora bien; esta breve crítica a quienes sustentan como Huntington la tesis de la no occidentalidad latinoamericana está deducida de la siguiente afirmación: El moderno Occidente no es ni una unidad geográfica, ni religiosa ni cultural. Es en primer lugar una unidad política que tuvo que ser política dada su imposibilidad de ser religiosa o cultural. En segundo lugar, ha llegado a ser una unidad democrática cuyo espacio no geográfico incluye a todas aquellas naciones que aceptan la separación entre religión y Estado, en donde son garantizadas la libertad de creencias y las pertenencias culturales de acuerdo a un orden que contempla entre sus características esenciales la separación de los tres poderes básicos, la celebración de elecciones periódicas libres y secretas, y la existencia de diversos partidos, organizaciones y corrientes de opinión. A ese espacio pertenece América Latina; y ya no puede pertenecer a ningún otro. ¿Lleva ello a aunar la idea de Occidente con la idea de la democracia política? Si; efectivamente: el moderno Occidente que ya no es geográfico, sino que político, se caracteriza esencialmente por su adhesión a la democracia política, tanto como forma de gobierno, tanto como medio de convivencia ciudadana. Desde luego, hay muchos intentos para definir a América Latina desde una perspectiva no política. Ya desde comienzos del siglo veinte, partiendo de los legendarios Rodó, Vasconcelos y Valcarcel, pasando por Mariátegui, hasta llegar a Octavio Paz, hay cientos de libros y miles de artículos cuyo objetivo es descubrir la esencia de una supuesta "identidad latinoamericana". Pero aparte de algunos elementos comunes a todas sus naciones, como el idioma, algunos usos y costumbres, y ciertos aspectos históricos similares, esa identidad latinoamericana no ha podido ser encontrada. La mayoría de los autores han concluido que esa identidad está todavía por hacerse y con ello reconocen objetivamente que la identidad latinoamericana no se encuentra en la existencia subterránea de alguna cultura milenaria, como es el caso de las culturas asiáticas e islámicas, sino que deberá ser el producto siempre inconcluso de múltiples experiencias históricas. Y el espacio en donde tienen lugar esas experiencias históricas es –y no puede ser otro– un espacio político. En breve: la política, sobre todo la política democrática es y será en América Latina una fuente de identidad. Quizás América Latina se constituya, para decirlo en los términos de Rouquié en una suerte de "extremo Occidente"(2). O como también se dice: en "en otro Occidente" o incluso en "el tercer Occidente". Como sea, a lo único que las naciones latinoamericanas no pueden renunciar es a su occidentalidad. Ahora bien, esa occidentalidad está asegurada hoy en día por la conformación política y democrática de sus naciones. Las naciones de América Latina, a diferencia de aquellas que se encuentran organizadas de un modo religioso y/o cultural (como por ejemplo las del mundo islámico) no tienen detrás de sí ninguna cultura milenaria a la que regresar(3), a menos de sustentar tesis etnicistas que hablan de un regreso al pasado indígena. Pero si América Latina al igual que los EEUU y la mayoría de las naciones europeas ya no tiene hacia donde regresar; sí tiene en cambio hacia donde avanzar. ¿Hacia dónde? La respuesta es simple: hacia su plena occidentalidad la que sólo puede ser realizada por medio de la acción política. No obstante, si América Latina carece de un pasado al que pudiera regresar si el proyecto occidentalizador fracasara, eso no significa que su tránsito hacia la democracia no está plagado de peligros, que si bien no son pre-políticos, son radicalmente antipolíticos. Y si tenemos en cuenta que una democracia sólo se puede constituir de modo político, todo proyecto destinado a suprimir o a suspender los usos políticos es definitivamente antidemocrático. Para que quede más claro: cuando hablo de usos políticos me estoy refiriendo no sólo a las instituciones políticas sino que fundamentalmente a dos condiciones básicas del hacer político. La primera es el alineamiento de los conflictos de acuerdo a la delimitación de intereses de actores concretos (y no supuestos) y segundo, y esto es más importante: que el modo como estos conflictos deben ser dirimidos ha de ser esencialmente gramático, lo que excluye definitivamente la aplicación de medios coercitivos, de violencia y de terror. Un grupo armado, independientemente a que sus objetivos tengan una altísima justificación moral, no puede ser jamás una organización política. Tampoco un ejército. De esa constatación surge la primera tesis que al ser tan obvia es casi un axioma, a saber: que el principal peligro para la democracia moderna en las naciones latinoamericanas reside en el regreso a un pasado reciente no pre-político, pero sí antipolítico, cuya principal característica era la presencia de los ejércitos en el poder. 1. El peligro de la (re) militarización del poder Muchas naciones latinoamericanas están viviendo un proceso de democratización que surge de la negación del reciente pasado representado por dictaduras militares. Sobre el carácter y sentido de esas recientes dictaduras hay una enorme cantidad de aportes. Aquello que sin embargo no ha sido suficientemente analizado, es el hecho de que la militarización del poder no es un fenómeno reciente sino que se encuentra en las propias raíces de las naciones latinoamericanas. Esa es la diferencia entre la formación de la nación estadounidense y las latinoamericanas. Si bien, tanto en los EEUU como en América Latina el acto fundacional ocurrió como negación radical de un pasado colonial, en los EEUU el Estado se constituyó –valga la redundancia– por medio de una Constitución, mientras en América Latina la Constitución surgió desde los ya constituidos Estados (4). En América Latina, el Estado precede a la norma constitucional, pues el Estado emergió de un acto de fuerza. Los ejércitos libertadores y no una ciudadanía política organizada fue en nuestro continente la fuente originaria del poder constitucional . Hay que considerar que la formación ideal- típica de una nación, a saber: Constitución- Estado- República- Democracia, no se da nunca en una forma pura. No obstante, la formación de las naciones latinoamericanas no sólo contradice a la tipología ideal, sino que la invierte. No el Ejército surgió del Estado, sino que el Estado de los Ejércitos. No el Estado surgió de la Nación, sino que la Nación del Estado. No de la Constitución surge la aplicación de la fuerza, sino que de la fuerza surgió la aplicación de la Constitución. Los primeros gobernantes de las naciones latinoamericanas fueron generales victoriosos de las guerras de emancipación. Desde esos momentos, salvo contadas excepciones, la jefatura militar parecía ser la forma "natural" de gobierno. En los tiempos que siguieron a la Independencia, los generales ilustrados fueron prontamente relevados de sus cargos asumiendo el poder aquellos que garantizaban el orden de acuerdo a los proyectos de nación de los grandes propietarios agrarios post- coloniales. Los ejércitos continuaron por medios mucho más cruentos la colonización interior "limpiando" territorios de habitantes indígenas y delimitando fronteras, tanto externas como internas. El Estado militar oligárquico fue un Estado de guerra interna y por lo mismo excluía el manejo político en sus relaciones con la ciudadanía. En ese sentido, la amenaza del retorno de los militares al poder puede ser interpretada como la atracción que ejerce la posibilidad de regreso a la condición nacional originaria: a la de la fusión entre Estado y Ejército, a aquel pasado en donde las leyes no eran promulgadas, sino que simplemente "dictadas". A la primera fase del Estado militar caracterizada por la clásica dictadura oligárquica que en América Central se mantiene casi durante todo el siglo veinte, sucedió una segunda donde la función de los ejércitos era mantener las estructuras del poder oligárquico durante el período de la llamada "sociedad industrial moderna", por un lado, y evitar la intrusión geopolítica de determinados gobiernos a poderes extra o anti- occidentales, como por ejemplo, el comunismo soviético, por otro lado. Es posible decir que fue esa dualidad de funciones la razón que explica porque América Latina fue integrada tan tarde al proceso político de occidentalización que recién al comenzar el siglo XXl comienza realmente, y con muchas dificultades, a ser puesto en forma. El período de transición de la sociedad oligárquica a la sociedad de masas –que de un modo sociologista han analizado autores como Gino Germani y Torcuato di Tella , o de un modo economicista, por el discurso desarrollista inaugurado por Raul Prebisch y la CEPAL– fue en la mayoría de las naciones latinoamericanas un período predominantemente dictatorial. Ya sea como fuerza armada de contención oligárquica frente al avance de masas irredentas (en la mayoría de los casos); ya sea como poder autónomo en el Estado, ya sea en su forma militar populista (Velasco Alvarado en Perú (1968-1975), Juan José Torres en Bolivia (1990-1991), Omar Torrijos en Panamá (1968- 1978), entre otros) lo cierto fue que en América Latina tuvo lugar una entrada no sólo tardía, sino que además incompleta a la modernidad. En efecto, como consecuencia del predominio de los militares en el poder, la modernidad latinoamericana tomó la forma de una "modernización sin democratización" que es lo que diferencia el desarrollo histórico de las naciones latinoamericanas con las europeas, particularmente después de la segunda guerra mundial. En gran medida, dicha incompleta entrada tuvo sus orígenes en una situación adicional, determinada por el orden geopolítico mundial vivido durante el período de la Guerra Fría Pero la Guerra Fría fue solamente fría en Europa y USA, porque en su forma caliente tuvo lugar en diferentes regiones del llamado "Tercer Mundo"(5). América Latina fue uno de esos escenarios de guerra y ella se dio a partir de la confluencia mencionada entre reivindicaciones sociales y las ambiciones soviéticas tendientes a ocupar posiciones en "la periferia" luego de que Stalin fracasara en su proyecto de anexar toda Europa. Porque una de las características esenciales del avance del imperio soviético en el Tercer Mundo fue la de utilizar legítimos movimientos anticoloniales de liberación, o simplemente movimientos populares. Así ocurrió en el Medio Oriente, en África, en el Sudeste asiático y también en América Latina. Una revolución como la cubana, por ejemplo, nunca habría sido posible en un escenario que no hubiese estado marcado por los signos de la Guerra Fría. Así, muchas veces los EE UU se vieron presionados a apoyar a las más siniestras dictaduras militares, incluso a instalarlas en el poder, para contener a movimientos sociales que, independientemente a la justicia de sus demandas, estaban fatalmente envueltos en la retórica comunista, o pro- comunista –como ocurrió con la Unidad Popular en Chile– o en la castrista- soviética –como ocurrió con el "sandinismo" en Nicaragua– o en ambas –como ocurrió en El Salvador–. De este modo, a fin de detener el peligro a veces imaginario, otras veces real, de que llegaran al poder movimientos que facilitaran el avance soviético (después castrista- soviético) los militares latinoamericanos apoyados desde USA destruían en nombre de la defensa de la democracia, las débiles estructuras democráticas que habían sido levantadas en nuestros países. Estas fueron las llamadas dictaduras de "seguridad nacional" cuyo luctuoso historial es suficientemente conocido. La entrada a la modernidad democrática, o lo que es igual, la occidentalización política de América Latina, fue postergada hacia la agenda histórica del siglo XXl. Hay que tener además en cuenta que el proceso de transición entre la sociedad postcolonial y la moderna conlleva la irrupción de las masas en la política y coincide con los llamados proyectos de industrialización "hacia adentro", o substitutiva, los que fueron relativamente exitosos en Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay. En ciertos casos fueron las propias oligarquías agrarias las que emprendieron el proyecto industrialista, jugando los militares el rol de mediadores entre diversas fracciones en el poder (caso argentino). En otros casos, la modernidad industrial surgió cono consecuencia de una ruptura radical entre los movimientos insurgentes con el orden agrario tradicional (México). Rara vez se produjo la combinación entre Estado, movimientos populares y partidos políticos con exclusión de las fuerzas armadas (quizás Chile hasta 1973). En Brasil, en cambio, después del derrumbe de los populismos de Vargas (1930-1945; 1950-1954), Quadros (1961) y Goulart (1961-1973), los propios militares intentaron liderar el proceso de modernización industrial jugando el papel de, como se decía en los años setenta, "burguesía nacional uniformada". Hubo incluso países en donde se produjo la fractura con el orden post-colonial sin que de ahí surgiera ningún proceso modernizador, ni en la economía ni en la política. Este fue el caso de Bolivia, país que en materia de golpes militares posee el record mundial. Incluso, y de modo tardío, los generales peruanos, con Velasco Alvarado (1968-1975) a la cabeza, pretendieron realizar una curiosa síntesis entre nacionalismo, movimientos de masas, populismo y dictadura militar. Todas las combinaciones nombradas (y hay muchas otras) no permiten en consecuencia dibujar un solo modelo de dominación política militar en América Latina. Han habido, y probablemente seguirán habiendo generales latifundistas, modernizadores, nacionalistas, socializantes, desarrollistas, neoliberales, populistas etc. Lo único que no vamos a encontrar, porque es un contrasentido, son generales democráticos, por lo menos no cuando ocupen el Estado. Los militares en el poder, independientemente a ideologías, proyectos, modelos y locuras, han sido resultado de la precariedad del desarrollo político latinoamericano, precariedad que esos mismos militares han acentuado notablemente. La Guerra Fría, es cierto, dio a los militares latinoamericanos dos impulsos. El primero: una ideología negativa de poder: el anticomunismo, basado en la amenaza hipotética o real del avance comunista. El segundo: un considerable apoyo norteamericano en el marco de "la guerra del tercer mundo" en contra de la hegemonía pro-soviética. Después del fin de la Guerra Fría esos impulsos ya no existen, lo que ha facilitado la tardía democratización en el continente. Pero eso no significa que el peligro del retorno de los militares ha desaparecido. Ese peligro existirá mientras hayan dos condiciones históricas que siguen prevaleciendo. Por una parte, el bajo grado de tradición democrática de la mayoría de la población latinoamericana. Por otro lado, que dentro de los estamentos no políticos, las fuerzas armadas siguen siendo una de las instituciones con mayor cohesión interna. Después de la Guerra Fría co-gobernaron con Fujimori en el Perú. En la Venezuela de Chavez ya ocupan los comandos claves del poder. E ideologías nunca faltan, más bien sobran, cuando se trata de realizar la utopía militar de cada ejército: la despolitización radical de las naciones. De los enclaves autoritarios a los que se refiere M. A. Garretón al analizar los procesos de transición democrática en Chile y América Latina, el más "enclavado" está representado sin duda por las Fuerzas Armadas. M. A.Garretón entiende a esos enclaves como residuos del pasado dictatorial (6). Si embargo, esos enclaves coexisten con poderes antipolíticos que no son sólo resultado de dictaduras sino que más bien líneas constantes del historial latinoamericano. De más está decir que una de las tareas de la transición política implica convertir esos poderes antipolíticos, no en políticos –la llamada politización de las fuerzas armadas no es posible, porque esas fuerzas están armadas, y la práctica política implica la exclusión de las armas–sino que en a-políticos. Pues no todos los poderes que constituyen un orden nacional son políticos, ni tampoco deben serlo. La sociedad totalmente politizada es un sueño totalitario, tanto como el de la sociedad no política que imaginaron generales como Videla o Pinochet. Las estructuras familiares, culturales, religiosas, empresariales, sindicales, etc. representan núcleos no políticos de poder. Y a esos núcleos han de ser integradas las fuerzas armadas. Es esa una tarea, quizás una de las más importantes en la agenda de la democratización intercontinental. Cuando la ausencia de politicidad es manifiesta, o cuando las estructuras políticas han sido destruidas (a veces por los propios políticos) suele ocurrir, y ha ocurrido, y no sólo en América Latina, que poderes no políticos ocupen el lugar reservado al poder político. Ya establecidos en ese lugar, realizan, aunque sea una paradoja, una política de la antipolítica que es la que sin excepción caracteriza a todas las dictaduras en cualquier lugar del mundo. No obstante, como las dictaduras militares no pueden gobernar sólo de acuerdo con la lógica del poder militar, tienden a asociarse con otros poderes no políticos, en contra del enemigo común: la política y los políticos. En Europa, en especial en España y Portugal, las dictaduras militares franquista y salazarista se unieron con poderes religiosos a fin de afianzar su legitimidad. En algunos países latinoamericanos han habido intentos similares, como el de Ríos Montt (1982-1983) con las iglesias pentecostales en Guatemala, entre otros, pero generalmente han tendido a unirse con los llamados poderes económicos, ya sea nacionales o internacionales. Las últimas dictaduras militares del Cono Sur fueron no sólo militares, sino que además económicas, es decir, directamente asociadas a corporaciones empresariales nacionales y extranjeras. Ahora bien, puede darse el caso, y eso está a punto de ocurrir en diversos países, que en una situación histórica en que los ejércitos carecen de legitimidad social, los poderes económicos tiendan a autonomizarse y ocupen, a veces de modo subrepticio, el lugar que le corresponde al poder político. Ese es, sin duda, otro de los peligros más notorios en los actuales procesos de transición democrática en América Latina. 2. El peligro de la economización de la política No sólo los residuos de las dictaduras militares constituyen enclaves autoritarios. Por lo general todo espacio que no es reglado mediante el juego político es tendencial o realmente autoritario. No es casualidad que del concepto polis se desprendan tres derivados semánticos: política, polémica y policía. La política se realiza de acuerdo a la participación de los ciudadanos organizados quienes recurren a la polémica a fin de dirimir sus antagonismos. La policía interviene cuando la política ha sido destruida suprimiendo la polémica. Ahora bien, si los intereses económicos no están políticamente representados, pasan a ser representados por instancias no políticas, o se representan a sí mismos, como está ocurriendo en diversos países latinoamericanos. El problema no reside en consecuencias que en la política se encuentren representados determinados intereses económicos. El problema reside cuando el lugar donde están representados no es el de la política. Los grupos empresariales, agrarios, sindicales, etc. alinean sus intereses alrededor de determinados partidos con los cuales establecen relaciones de seguimiento, de militancia, o de clientelismo y con el objetivo de alcanzar más poder que el que poseen. Así, alrededor de la política, los intereses económicos son pluralizados, ordenados y canalizados en el marco de una lucha por el poder que no debe terminar jamás, pues si termina, ya no hay democracia. La democracia vive de su ejercicio. La representación no política de intereses económicos se ha dado, en cambio, mediante el establecimiento y acción de dictaduras militares. El pasado reciente de América Latina mostró cuan estrecha fue la colaboración entre los militares y determinados sectores empresariales y latifundistas. Pues, así como todo poder no político al no ser polémico es policial o autoritario, la representación de intereses económicos es de por sí autoritaria, y en muchas ocasiones, policial y militar a la vez. Por lo menos así lo ha sido en América Latina. La hegemonía de la economía sobre la política no sólo es autoritaria porque la economía no es política, sino porque la práctica económica contiene una serie de elementos autoritarios, aún con prescindencia de los militares. En ese sentido, hay que tener en cuenta que todo proyecto económico se ajusta a un determinado plan, que puede ser de crecimiento, de ajuste, o de desarrollo. De ahí que lo que interesa a los representantes de la economía es la realización y cumplimiento de esos planes con prescindencia de todo aquello que no es funcional o compatible con ellos. El problema es que muchas veces ese "todo aquello" está formado por seres humanos cuyos intereses deben ser postergados en aras del cumplimiento del plan. Al igual que las dictaduras comunistas de Europa del Este orientadas siempre por un "plan de desarrollo", las dictaduras militares latinoamericanas también fueron dictaduras económicas. No son lejanos los tiempos en que representantes de distintas escuelas económicas se apropiaban de los ministerios y dictaban las pautas del desarrollo nacional, aplicando políticas de "schock", esto es, eliminando social y muchas veces físicamente a los sectores disfuncionales a los planes. No fue tanto, como afirman algunos ideólogos, que hayan sido las llamadas políticas neoliberales las que permitieron el establecimiento de dictaduras militares, sino que exactamente a la inversa, fue la existencia de dictaduras militares la razón que permitió que fuesen aplicadas medidas neoliberales con absoluta prescindencia de mediaciones políticas. Los economistas en el poder respaldados por comandancias militares estuvieron a punto de cumplir su utopía, que no era otra sino convertir al Estado en una empresa financiera y comercial y a las naciones en sociedades anónimas. Incluso, en algunos países, como es el caso de Chile, pueden mostrar algunos éxitos, como por ejemplo, el detenimiento de la inflación, o una mayor diversificación de las exportaciones. No obstante: ¿qué dictadura no puede mostrar determinados éxitos en el plano de la economía e incluso de las reformas sociales? En efecto, a diferencia de la política, la economía actúa de acuerdo a dos relaciones inherentes a su propia lógica. La primera es la relación costo-ganancias. La segunda es la relación medios-fines. Si la ganancia es mayor, no importan los costos. Si el objetivo puede ser alcanzado, no importan los medios. Pero esa es la lógica que no puede ser la de la política, porque la política es, entre otras cosas, un medio reflexivo que se da un orden social para que sus diferentes actores discutan y se conviertan en sujetos de acuerdo a los conflictos y compromisos que entre sí contraen. Así se explica que la política para realizarse requiere de un marco democrático, del mismo modo como la democracia sólo puede ser realizada por medios políticos. Esos medios políticos son esencialmente éticos -discursivos. La economía, para realizarse, no precisa en cambio de medios éticos -discursivos. Más todavía, ellos son disfuncionales a los objetivos de los planes de desarrollo y/o crecimiento. Es por eso que ajustar la política a planes económicos lleva necesariamente a la destrucción de la política. De lo que se trata, en cambio, es ajustar los planes económicos a la discusión política; y eso es lo que no está ocurriendo en casi ningún país latinoamericano. La ya extensa y casi monótona literatura acerca del llamado neoliberalismo económico no toma en cuenta que en la teoría económica no hay teorías que sean correctas o incorrectas en sí. Toda teoría económica es correcta si se poseen medios para aplicarla. A la inversa: cualquiera teoría económica, y no sólo la neo-liberal, puede causar estragos en una nación si ésta no cuenta con medios políticos para orientar las instancias económicas. Y en América Latina no sólo el neo-liberalismo ha causado estragos; también el estatismo ha dejado detrás de sí ruinas sociales y ecológicas. Cualquiera teoría económica que prescinda de la política es esencialmente destructiva. Uno de los problemas mayores reside en el hecho de que la creciente economización de lo político se encuentra respaldada en América latina por macroideologías que han llegado a ser dominantes, tanto en círculos académicos como políticos. Una es la liberal, que supone que la economía se regula por sí misma, autorregulación desde donde surgirá un orden político absolutamente racional. La otra es la marxista, todavía muy influyente en algunas universidades. De acuerdo al postulado macroideologico marxista-universitario, el desarrollo de las fuerzas productivas determina el curso del acontecer político de modo que la política, así como las instituciones democráticas, no son sino una "superestructura" determinada por una base económica. Los puntos de contacto entre marxismo y (neo) liberalismo son mucho más estrechos de lo que a primera vista parece. En ambas escuelas, la lógica de la razón económica determina la realidad y por lo mismo ambas afirman que una buena política sólo consiste en escoger una adecuada línea de desarrollo que debe ser impuesta desde el poder. De ahí que las dos teorías se caractericen no sólo por su apoliticismo sino que por un desprecio no disimulado a la democracia (7). La hegemonía de la razón económica sobre la política ha traído consigo incluso una notable economización de los discursos políticos. Léase cualquiera revista de ciencias sociales de cualquier país latinoamericano y se verá que el noventa por ciento de los escritos son de carácter económico. Pero no sólo ese sobrepeso de lo económico se da en un nivel literario. El discurso económico dominante ha sido asumido por los propios políticos quienes se ven en la obligación de presentarse como expertos en materias económicas, aunque muchas veces sólo dominan las operaciones aritméticas básicas. Más aún: cuando se encuentran en períodos electorales, la mayoría de sus promesas son económicas. De este modo intentan comprar indirectamente los votos de la población. Casi todos ofrecen crecimiento, bienestar, fuentes de trabajo, aumentos de salarios, pero sin tener idea acerca de como van a realizar lo que prometen. Temas políticos propiamente tales como las libertades públicas, el aumento de los espacios de discusión, la aplicación consecuente de los derechos humanos, etc. son casi siempre dejados de mano. De este modo, para los electores comunes y corrientes, la boleta electoral tienen un significado similar a una tarjeta de crédito. Votando por tal o cual imaginan adquirir un futuro económicamente promisorio que por supuesto nunca llega, pues los ritmos del desarrollo económico son muy diferentes a los de la política. Pero no sólo los políticos quieren ser expertos económicos. El problema mayor es que los economistas, y lo que es peor, los gerentes de empresas, quieren ser expertos políticos. En Europa, el caso de un empresario como Berlusconi que accede al poder político, es comentado con sorna en círculos políticos. En América Latina en cambio, el "berlusconismo" es una tendencia creciente. Cada vez son más los candidatos que ostentan en su hoja de servicio ser gerentes, o empresarios, o por lo menos, provenir del mundo de los negocios. No quisiera nombrar a nadie, pero muchas elecciones están siendo ganadas en diferentes países por representantes de empresas. Ha surgido incluso un nuevo personaje: el político- ejecutivo. En un ambiente absolutamente economizado, los políticos- ejecutivos intentan hacer creer al público que la administración de un país no es muy diferente a la de una empresa comercial o financiera. Hay quienes imaginan que si el ejecutivo ha tenido éxito en su empresa pueden tenerla también con la nación- empresa. Convertida la nación en una empresa, suele suceder que el empresario- político confunde a sus propias empresas con el bienestar de la nación. No es casualidad entonces que la secuela más inmediata de la economización de la política sea la corrupción de la democracia. Cuando el dinero y el poder se encuentran muy cerca, el dinero se convierte en un medio para adquirir poder; y el poder se convierte en un medio para adquirir dinero. 3. El peligro de la corrupción Muy lejanos están aquellos tiempos de la polis griega en donde la condición para hacer política residía en la separación radical entre política y economía. La más mínima relación entre ambas significaba para los griegos corromper la democracia. Pero no sólo por la economía podía ser corrompida la democracia. Corrupción en la significación aristotélica significaba el abandono de virtudes ciudadanas, que son aquellas que llevan a los "hombres libres" a ponerse al servicio de la polis (8). La corrupción económica era sólo una entre otras. Hoy en cambio, bajo el concepto de corrupción se entiende sólo el de la corrupción económica, hasta el punto que corrupción y venalidad han llegado a ser términos casi sinónimos. Hoy, por cierto, no vivimos en tiempos griegos, y a nadie se le ocurriría postular la separación entre actividades económicas y políticas. En tiempos de la llamada globalización es esa una imposibilidad total. Pero ello no lleva a deducir que la política ha de ser puesta al servicio de la economía, y mucho menos que los políticos deben ser instrumentos de poderes económicos; aunque en muchas naciones hayan llegado a serlo. La opinión que prevalece en el público internacional poco informado es que los gobiernos latinoamericanos nadan en la más absoluta corrupción, y por lo mismo, que nuestras naciones no están preparadas para el juego democrático. Sin embargo, un análisis detallado del fenómeno de la corrupción permitiría deducir que el fenómeno de la corrupción es universal. El ser humano, incluyendo a los políticos, es trasgresor, de eso no cabe duda. Aquello que varía de lugar a lugar no es tanto la intensidad de la corrupción como sus métodos. Y hay métodos que son muchos más visibles que otros, sobre todo cuando la institucionalidad es insuficiente, precaria o informal. Incluso aventuraría la hipótesis de que en América Latina los políticos son tan corruptos como en Europa, pero en América Latina prevalecen ciertas condiciones objetivas que facilitan el ejercicio de la corrupción. Una ya ha sido señalada y es la extrema cercanía entre los poderes económicos y los políticos. Hay además otra razón que conviene tomar en cuenta. En América Latina la moral institucional no reposa sobre pilares religiosos-culturales. Esto significa que no hay una moral espiritual sustitutiva de la legal, de tal modo que si los ciudadanos no se ajustan a leyes tienen que inventar su propia normatividad, lo que hacen, en muchas ocasiones, según su conveniencia. Lo afirmado contrasta por cierto con la creencia relativa a la intensa religiosidad de los latinoamericanos. No obstante, la adhesión a las iglesias, que en América Latina es muy alta, no tiene que ver demasiado con el concepto de religiosidad. Es sabido que el cristianismo de las clases altas y medias latinoamericanas es predominantemente formal y por lo mismo con una muy escasa cuota de espiritualidad. En muchas ocasiones se es católico o protestante del mismo modo como se es miembro de un club deportivo. En los sectores populares el fervor religioso es más intenso, pero en la mayoría de los casos la religiosidad popular, sobre todo la agraria, está impregnada de signos mágicos, de modo que de la práctica religiosa no puede deducirse casi ningún comportamiento moral. La moral ciudadana que prevalece en América Latina es más bien una ética constitucional, y si las constituciones y leyes no rigen, la moral se reduce sólo a un asunto privado y no de la polis. Los políticos, en ese sentido, son un reflejo del sustrato moral de cada nación. No obstante, esa constatación no implica necesariamente una desventaja . Todo lo contrario. La precariedad de una moral religiosa-cultural obligará en el futuro a reforzar las relaciones de civilidad que es de ahí, y no de las voces divinas donde hay que extraer la moral ciudadana. La ética político discursiva y no la prescripción cultural o eclesiástica deberán ser en América Latina las fuentes principales del comportamiento social. Afirmar que la política, tanto la institucional democrática, como discursiva, son y deberán ser fuentes de moral ciudadana, significa invertir uno de los discursos predilectos de las dictaduras que afirman que mediante la supresión de la política –actividad, según ellos, corrupta– ha de producirse una re- moralización de la vida ciudadana. Este es también un discurso arraigado en amplios sectores de la opinión pública. Por eso todos los dictadores han llegado al poder como redentores morales, acusando a los políticos y a la política de corruptos. La verdad, es que si no hubiera corrupción política los dictadores la inventarían. En ningún caso empero, la corrupción en una democracia supera a la de las dictaduras. Las dictaduras, de por sí, y por definición, son corruptas pues usurpan o roban un poder que no les corresponde. Además las dictaduras tienden a corromper tanto el carácter como las facultades racionales de los ciudadanos. Por de pronto, al no permitir la libertad de opinión, inhiben la capacidad de pensar. Al no permitir las libertades de reunión y de asociación, inhiben las posibilidades comunicativas. Pero aún, en el sentido de la corrupción tradicional, que es la venalidad, las dictaduras militares son corruptas. La diferencia es que en una democracia los casos de corrupción son más visibles. Los de una dictadura se conocen mucho después que los dictadores han abandonado el poder. Al escribir este artículo, muchos años después de la dictadura de Pinochet, se está sabiendo recién como el dictador robaba del tesoro público, y a manos llenas, para él y su familia. Por mientras, predicaba su odio desmedido a la política y a los políticos. La corrupción, actividad que nunca podrá ser definitivamente erradicada, a menos que encomendemos el gobierno a los ángeles, puede sí ser, en cambio, limitada. Los gobernantes, como todo los empleados públicos deben ser vigilados, tanto por los demás poderes del Estado, tanto por la prensa libre, como por las organizaciones civiles. Eso debe ocurrir sobre todo en naciones donde el Estado administra fondos proveniente de ventas de materias primas. Un Estado con mucho dinero puede ser tan peligroso para una democracia como un Estado famélico. Pues no sólo para su enriquecimiento personal usan determinados gobernantes el dinero del Estado, sino que también, y sobre todo, para aumentar su poder político. Existen, en efecto, muchas formas de corrupción velada, como son por ejemplo la repartición de puestos públicos generalmente inútiles entre seguidores del partido gobernante; el aumento de sueldos y salarios a funcionarios fieles al régimen e incluso, la repartición de títulos y puestos académicos en universidades en las cuales determinados partidos tienen más acceso que otros. Un gobierno puede ser limpio y puro, pero si las instituciones intermedias han sido corrompidas, apenas podrá gobernar. Y cuando la corrupción no sólo es política sino que social, es decir, generalizada, la democracia política no puede prosperar en ninguna parte. Cuando la nación comienza a corromperse, no sólo vertical sino que también horizontalmente, ha llegado la hora de los golpistas, o de los demagogos, o de los populistas, o de todo eso a la vez. El tan conocido fenómeno del populismo latinoamericano es en gran medida un resultado de la corrupción de las instituciones públicas, y por cierto, uno de los peligros más grandes para cualquier proceso democrático. 4. El peligro populista Mientras en Europa la noción de populismo posee una significación negativa, en América Latina es más bien descriptiva. La razón es simple: el populismo está asociado en Europa a los fascismos que la asolaron. Y aunque el fascismo es una forma de populismo, el populismo es multiforme. En América Latina, en cambio, la idea de populismo se encuentra más bien asociada con la presencia de multitudes en la escena política en el marco de proyectos retoricamente nacionalistas. En ese sentido, la noción latinoamericana de populismo se encuentra más cerca del sentido real del término "pueblo"que la europea. Evidentemente, populismo tiene que ver con pueblo. "Pueblo" es una noción que si bien es pre-política es sin embargo más política que la de "multitud" o "masa". La apelación al pueblo presupone por un lado, cierta superación de intereses parciales, y por otro, la elevación de ellos a un nivel de encuentro entre diversos sectores grupos, incluso clases, en donde todos se reconocen como miembros de una misma unidad. En consecuencias, si el poder político es alcanzable mediante la conquista de "mayorías", toda práctica política es y debe ser populista. Pues una de las características esenciales de la práctica política es que en ella los intereses particulares nunca pueden presentarse en su forma específica, sino que articulados unos con otros, y por lo mismo, a través de representaciones simbólicas que son precisamente las que políticamente las unifican. "Política es representación" (9). Y la representación no puede ser sino simbólica. Hacer política implica "sumar fuerzas"; pero las cifras son expresadas no una detrás de la otra, sino que a través de un "mínimo común denominador". Ese común denominador está constituido gracias a las representaciones simbólicas de cada una de las fuerzas que se suman. Es decir, la política populista presupone tres momentos formativos: el de la suma, el de la síntesis y el de la representación, que puede ser un partido, un líder o un signo. En el recorrido de esas tres fases, el movimiento populista adquiere una identidad que ya no es igual a las de cada una de las partes del movimiento, lo que significa que cada una de las partes ha debido ceder una cuota de auto- identidad en aras de una identidad simbólica común. Luego, no es tan cierta aquella creencia historicista que afirma que el fenómeno populista es sólo propio a un período histórico como formulara una vez, entre otros, J. C. Portantiero (10). El populismo, como en el Perú de Fujimori y en la Venezuela de Chavez, puede emerger en cualquier momento de la historia de cada nación, sobre todo cuando las muchedumbres hacen su entrada en la política y a través de signos representativos se constituyen, o son constituidas, imaginariamente, como pueblo. Ahora bien: si la práctica política es siempre populista ¿por qué aparece contabilizada aquí como un peligro para la democracia? Para responder a esa pregunta, tenemos que tomar en cuenta dos razones: Una es que el populismo como tal no existe más allá de sus formas de articulación, y éstas pueden ser múltiples, porque hasta el fascismo, como se dijo, es populista. De ahí que el peligro del populismo reside no en el populismo como tal, sino en determinadas formas de representación. Es por ese motivo que, si bien una práctica populista no es exclusiva a una fase del desarrollo histórico, que es la tesis de los historicistas, debe ser analizado a partir de sus formas articulativas, las que son en cada lugar y tiempos diferentes, y por cierto, siempre novedosas. La segunda razón, es que si bien toda política populista es fuente de identidades que trascienden a las identidades particulares, es decir, que supone cierta desfiguración de las particulares, puede llegar el momento en que las identidades particulares se encuentren tan desdibujadas en la síntesis populista, que ya no puedan reconocerse en ella sus trazados originales. Es decir, puede llegar a ser posible, y lo ha sido en diferentes experiencias, que las representaciones simbólicas adquieran vida propia hasta el punto que no encuentren ninguna conexión con el objeto que una vez representaron. Se trata en este caso de una fetichización de las representaciones. Es por eso que así como una nación totalmente politizada lleva a la destrucción de la práctica política, pues ésta sólo es reconocible a partir de sus diferencias con la que no es política, la realización total del populismo que es la conversión de toda la nación en UN pueblo, destruye el espacio de la práctica política, que requiere no sólo UN pueblo, sino que –o sino no es política– de diferentes líneas divisorias al interior de un pueblo. Un lema de las izquierdas como es por ejemplo "el pueblo unido jamás será vencido", puede ser muy emotivo, pero carece de lógica. Porque ninguna izquierda puede representar al pueblo unido; sólo a la parte de izquierda de un pueblo, es decir, la izquierda sólo puede representar, al igual que la derecha, a un pueblo no unido. O para ser más precisos: un pueblo sólo puede unirse en un espacio que no es político, pues lo político presupone la división de un pueblo. Espacios no políticos de constitución popular son por ejemplo la revolución y la guerra. En el de la revolución, el pueblo se constituye a sí mismo frente a un poder que ya no lo representa, y reclama la devolución de una soberanía que le ha sido arrebatada. En el de la guerra, el pueblo se une, a través de su Estado, en contra de otro pueblo que también está unido a través de su Estado. Pero el pueblo jamás se une en contra de sí mismo. El peligro del populismo reside entonces en la pretensión de sus representantes de cerrar las líneas divisorias que hace de la política, y por lo mismo, de la democracia, un campo de representación de diversas posiciones. Y como esas posiciones son diversas, la síntesis populista que suprime el antagonismo tiene que ser radicalmente simbólica. En el simbolismo radical del populismo las líneas divisorias que separan al pueblo entre sí son transportadas en contra de enemigos que pueden ser reales, pero también imaginados. Ese agente externo de negación constitutiva de la afirmación popular puede ser muy diverso: puede ser la nación enemiga, pueden ser los extranjeros que habitan el país, pueden ser los ricos, los corruptos, la oligarquía, el imperialismo, la globalización, es decir, puede ser cualquier cosa que opere como representación simbólica del mal absoluto, contra el bien total representado por la voluntad popular –y esta es una de las características esenciales del populismo– corporizada por un líder carismático cuya función es trasladar las diferencias hacia el exterior del pueblo, para que el pueblo siga imaginando que es un solo pueblo. Todo populismo se expresa necesariamente en la personificación extrema del poder. O dicho al revés, la personificación extrema del poder, si bien es un resultado de una política que ha sido desbordada por sus componentes populistas, es también una de las razones que llevan a la radicalización antipolítica de los populismos. De más está quizás decir, porque es un hecho muy conocido, que las personificaciones extremas del poder constituyen un signo particular de la política (no sólo de la populista) latinoamericana y, por de pronto, uno de los peligros más grandes para la transición democrática de la región. Eso explica que todos los populismos sean autoritarios, aunque no todas las representaciones autoritarias son populistas. 5.- El peligro de la personificación extrema del poder Del mismo modo como la política tiende a ser populista, la política ha de representarse en determinadas personas que simbolizan la unidad de diferentes actores. La política ha sido, es y será siempre antropomórfica. La excesiva personificación es en el fondo un problema de gradación. Así como en el populismo puede suceder que las siempre necesarias representaciones adquieran una significación que escapa a sus significados originarios, la personificación del poder puede alcanzar un extremo que la desligue de sus representaciones y pase a constituir en sí, el principal agente político de diferenciación, hasta el punto que los alineamientos políticos comienzan a ordenarse a favor o en contra de una determinada persona en el poder, y no en función a los intereses, ideales, posiciones que esa persona representa. Si así sucede, quiere decir que la política ha sido degradada desde la fase de la representación personal a la de la representación carismática. En analogía a las formas legítimas de dominación tipologizadas por Weber (legal, tradicional y carismática) es posible también establecer diferentes formas de representación (11). La representación carismática surge de la creencia relativa a que el agente que ejerce poder actúa no sólo en representación de sí mismo, sino que de una voluntad superior de la que ese agente sólo es intermediario. La teoría del derecho divino europea se basaba en el postulado de que el rey gobernaba de acuerdo a una voluntad superior que era cedida al pueblo y que el pueblo cedía al soberano. La teoría del poder entre los islamistas se basa en la tesis de que los califatos representan la autoridad de Dios sobre la tierra. No obstante, en tiempos y zonas seculares, las formas de representación han debido ceder el terreno a otras instancias carismáticas no religiosas; entre ellas, las ideológicas y las personalistas. En el período comunista, la dictadura del Partido se basaba en la creencia carismática relativa a que el Partido era el depositario de la Historia. Todos los dictadores comunistas creen por eso que "la historia los absolverá". El dictador populista, en cambio, imagina que actúa de acuerdo a una voluntad general que él solo representa, porque él es la síntesis personificada de esa voluntad. El problema es que a veces llega a serlo. Por ejemplo, en un momento culminante de su historia, Perón llegó a ser la representación del pueblo argentino. El amor sin límites que todavía algunos argentinos profesan a Perón es un amor narcisista. A través de Perón se aman a sí mismos. Pero no sólo en nombre de un pueblo imaginario o real actúa el dictador, populista o no, sino que también de "un pueblo histórico", es decir, su carisma se basa en la fantasía de que ese poder proviene desde un inconsciente colectivo cuyas voces el dictador escucha. Mussolini, por ejemplo, suponía que el encarnaba a la Roma de los Césares transportada por voluntad superior al siglo veinte. Franco suponía que él era el portador de la antigua España medieval y cristiana. Detrás del caudillo carismático hay siempre una "voluntad superior" que puede ser divina o secular. Pinochet por ejemplo, se hizo nombrar Director Supremo, homologando a O"Higgins, el fundador de la nación. En América Latina en general, casi siempre detrás del "gran hombre" se encuentra la sombra de un "gran nombre". Los caudillos latinoamericanos han recurrido por lo común al telón de fondo representado por la imagen de un Gran Libertador (San Martín, Martí, Bolívar, Sucre, etc). Pero esa misma recurrencia es la que delata el notable ímpetu antidemocrático que los caracteriza. Porque es evidente que esos grandes libertadores representan símbolos positivos, como por ejemplo, energía, valor, honor, etc. Pero esos símbolos, al corresponder justamente con la pre-historia de sus naciones, son no-políticos y pre-democráticos, es decir símbolos de guerra, y no pueden ser trasladados al espacio democrático a menos de que se quiera convertirlo en uno de guerra interna. Los grandes libertadores fueron grandes dictadores, y no podían sino serlo. Hoy día las naciones latinoamericanas no precisan de símbolos dictatoriales por muy grandes que hayan sido los portadores de esos símbolos en el momento histórico que les correspondió vivir. Por esa misma razón, las permanentes recurrencias a personificaciones autoritarias son inocultables intentos de regreso a estadios no- políticos que, como ha sido dicho, constituyen el momento originario de nuestras naciones. Muchas veces tales recurrencias se presentan como revoluciones. En realidad, se trata de simples involuciones. Por cierto, es ilusorio creer que la política debe ser una práctica puramente institucional y por lo mismo extremadamente racional. Hacia el espacio de la política son transferidos no sólo intereses sino que emociones, odios, y amores y los representantes políticos deben contar con esa emocionalidad transferida. No obstante, cuando el representante político concita demasiado amor, y por lo mismo, demasiado odio, hay que hacerse preguntas acerca de la estabilidad emocional de una nación. Pues, una de las tareas de la política es no sólo servir de espacio de transferencia, sino que también de conversión, es decir, ha de ser un lugar en donde las emociones deben ser convertidas en argumentos, y por lo mismo, no deben ser concentradas en un solo personaje. Una de las obligaciones del político profesional es dar formato político a las emociones, y no enardecerlas. Lamentablemente, cuando el personalismo político alcanza un grado extremo, el representante político se convierte en el principal objeto de discusión. En esas circunstancias es muy fácil que si él no es contenido a tiempo, caiga en excesos representativos o en fantasías omnipotentes. Ello se puede observar en el curso de su retórica. Casi siempre tiende a abusar del tiempo ciudadano y a hablar mucho más allá de lo que es políticamente necesario. Sus discursos serán cada vez más emocionales; y suele suceder que abandone el lenguaje de la discusión y caiga fácilmente en la invectiva y en la descalificación. La violencia de las palabras no tarda en esos casos en traducirse en la violencia de los hechos. Poco a poco la lógica argumentativa será reemplazada por gritos y signos mágicos, y las multitudes en las calles se dejarán llevar más por la uniformidad de los colores de las banderas, camisas o boinas, o por la rima de consignas gritadas a coro, que por sus intereses e ideales. En síntesis, la política, y sin que sus actores se den cuenta, entra en un abierto proceso de facistización. Las estructuras populares se convierten en un pueblo; el pueblo se disuelve en masa, y la masa en chusma. La facistización de la política, que siempre es una de las secuelas del desmedido populismo y de la irresponsabilidad de los líderes populistas, no corresponde a un período histórico cronológicamente determinado. Es más bien un peligro constante en todos los procesos de consolidación democrática. Y la región latinoamericana está viviendo uno de ellos. 6. El peligro de la desigualdad social Una de las legitimaciones de los desbordes populistas y/o autoritaristas de las (re)nacientes democracias latinoamericanas ha sido localizado por la mayoría de los expertos en las enormes desigualdades sociales que caracterizan a los países del continente (12). Naciones con desigualdad social extrema no están en condiciones de generar estructuras democráticas; ese es un argumento que los enemigos de la democracia esgrimen con frecuencia. Una variante desarrollista y/o evolucionista, supone que la democracia es un bien necesario, pero que sólo podrán adquirir las naciones cuando hayan superado el lastre de la pobreza social. Antes de hablar de democracia, dicen los desarrollistas de derecha, es necesario educar al pueblo, y mediante esa vía integrarlo a la comunidad nacional. Antes que nada es necesario –responden los desarrollistas de izquierda– realizar transformaciones sociales radicales y después podemos comenzar a hablar de democracia. Sobre la base de la desigualdad social, dicen en afinado coro las dos tendencias, es imposible construir una democracia. Recuerdo en ese sentido una antigua polémica que enfrentó a dos grandes escritores de nuestro tiempo. El alemán Günter Grass y el peruano Mario Vargas Llosa. Günter Grass manifestó una vez su plena comprensión relativa a que en países como Cuba hubiera una dictadura, pues esa era, según él, la única alternativa para superar la pobreza extrema de nuestras naciones. Vargas Llosa, indignado, calificó a las opiniones de Grass de "eurocentristas", pues sugerían que los latinoamericanos no estaban preparados como los europeos para el ejercicio democrático. Democracia para los europeos, dictaduras para los latinoamericanos, esa era según Vargas Llosa la intención del argumento de Grass. Los latinoamericanos también deseamos la democracia, y no mañana, sino ahora mismo, replicó Vargas Llosa. Interesante es constatar que la argumentación de Grass se dio en los años ochenta, cuando en muchos países latinoamericanos tenían lugar luchas en contra de dictaduras militares, y esas luchas estaban guiadas por la intención de (re)establecer la democracia . Ya lejos del calor de esa polémica, hay que conceder un punto a Grass, y en ese punto quizás Vargas Llosa estaría de acuerdo; ese punto es que pobreza extrema y desigualdad social no constituyen el mejor terreno para construir democracias. Las desigualdades sociales, sólo por existir, generan tensiones internas difíciles de ser superadas políticamente. La pobreza es además un buen alimento para demagogos y populistas de todas las especies, y ningún gobierno puede aspirar a una segura estabilidad en esas condiciones. Pero, que las desigualdades sociales y la pobreza extrema no sean un terreno adecuado para una democracia, no significa que la democracia es una imposibilidad. Por el contrario –y ésta es mi contra- tesis– esas condiciones hacen más necesario el establecimiento de un orden democrático. En este sentido, las dificultades para erigir un orden democrático, más que de las desigualdades sociales provienen de un mal entendido que conviene dejar en claro. Ese no es otro que aquel que afirma que la tarea inmediata de toda democracia debe ser la de superar las condiciones que determinan la pobreza social. Ese malentendido es generalmente propagado por los propios políticos, pues como ya se dijo anteriormente, la mayoría de ellos tiene la opinión de que son excelentes expertos en materia de economía; es decir, se trata de una creencia derivada del peligro de la "economización de la política". Por cierto, por su cercanía al poder, el político está en condiciones de incentivar muchas medidas económicas, pero eso no significa que siempre se encuentra en condiciones de alterar estructuras sociales, pues ello depende de procesos que duran mucho más que un período gubernamental. Los tiempos de la economía son muy diferentes a los de la política. Es igualmente cierto que todo gobierno es a la vez que político, administrativo y económico. Pero la democracia, y esto es lo que aquí se está discutiendo, no es sólo administrativa o económica; es esencialmente política; y si un gobierno efectivamente está en condiciones de implementar decisivas medidas económicas, esa es tarea de un gobierno; pero no de la democracia. La democracia no puede ser juzgada por los buenos o malos gobiernos económicos que de ahí surgen. Sólo nos puede garantizar que a un mal gobierno es posible cambiarlo por otro mejor; o también, por otro peor; pues el juego político implica apuestas y riesgos. En otras palabras: La democracia no soluciona, por su sola existencia, los problemas sociales, pero sí, y esto es otra cosa, crea condiciones políticas y jurídicas para que las luchas sociales tendientes a superar problemas económicos puedan tener efectivamente lugar. Recuerdo en ese propósito que hace algunos años el Presidente argentino Alfonsín dijo en uno de sus discursos: "Yo fui elegido Presidente porque prometí restaurar las libertades públicas, lo que he cumplido. Pero algunos me quieren derrocar porque no he eliminado la desigualdad social; y eso nunca lo prometí". La sinceridad de Alfonsín no podía ser aceptada por una población que había creído a pies juntillas en la omnipotencia total de la política. Después de Alfonsín fue elegido Menem, que sí prometió eliminar, y en pocos días, la desigualdad social. Por cierto, no cumplió; no podía hacerlo. Más todavía: el Estado, gracias entre otras cosas a las geniales políticas de Menem, cayó en la bancarrota más grande que conoce la historia argentina. La democracia, en tanto forma política de vida, pertenece al reino de las libertades; y la economía, al de las necesidades. De acuerdo al pensamiento economicista latinoamericano –que ha sido el de todas las dictaduras– el reino de la libertad debe ser sometido al de la necesidad. Sin embargo, entre libertad y necesidad no puede haber ningún antagonismo que no sea voluntario; tampoco una subordinación de una respecto a la otra; se trata, si se quiere, de dos espacios que pueden ser complementarios pero que siempre son diferentes. Permítaseme poner un ejemplo: la lucha de un sector obrero por obtener mejores salarios, no es una lucha política, sino que social y económica. ¿Cuándo es una lucha política? Pues, cuando esos obreros exigen mayor libertad de opinión, de reunión y de opinión, para poder librar una lucha social y económica que les permita elevar sus salarios. A través de este ejemplo se demuestra como las luchas políticas pueden llegar a ser complementarias. La posibilidad de esa complementariedad es la que hace y ha hecho posible que en condiciones de desigualdad social los sectores pobres hayan unido reivindicaciones materiales con reivindicaciones políticas, exigiendo democracia cuando no la hay, y una ampliación de la democracia cuando ésta es muy restringida. El ejemplo dado (pueden haber otros parecidos) demuestra además porque en condiciones de desigualdad las relaciones democráticas son más necesarias que en condiciones de relativa igualdad pues ellas son las que permiten seguir luchando por una mayor justicia social. Los mejoramientos sociales pueden ser alcanzados por dos vías: 1) mediante la dádiva o concesión de un tirano que lleva a cabo determinadas medidas sociales asistencialistas con el objetivo de mantenerse en el poder, es decir, de hacer imposible la lucha democrática. Todos los dictadores han llevado a cabo dichas medidas; unos más, otros menos. 2) Mediante la lucha social. Pero esta última, para llevarse a cabo, requiere de una organización de los que luchan, lo que implica el derecho a asociarse. Requiere además la publicitación de demandas, lo que implica luchar por el derecho a la libertad de opinión que sólo puede existir allí donde hay libertad de prensa, radio y televisión. Requiere además de libertad de reunión, de palabra, y no por último de pensamiento. Así se explica que las grandes conquistas sociales hayan ido acompañadas de un aumento notable de los espacios democráticos; y viceversa también. La dicotomía entre el reino de la necesidad y el de la libertad no sólo es tendenciosa; es además falsa. El otro argumento en contra de la apertura democrática en un orden social radicalmente desigual es que, bajo esas condiciones, la democracia adquiere sólo un carácter formal y no real. Esa opinión ha sido tan repetida que ya es un lugar común. No obstante, cabe hacer la siguiente pregunta: ¿qué tiene de negativo que una democracia sea formal? Seamos lógicos: Lo contrario de democracia formal es democracia informal, y eso si que es un absurdo muy grande. La democracia es y debe ser formal por dos razones. La primera, porque en sus momentos fundacionales debe ser puesta en forma a través de instituciones que suelen preceder al ejercicio democrático. Lo segundo, porque ya en ejercicio, las formas de la democracia deben ser mantenidas, pues de ellas depende que los conflictos puedan ser solucionados políticamente. La democracia existe siempre en forma. Por cierto, hay que tener en cuenta que cuando algunos dicen formal, quieren decir que la democracia no es lo suficientemente participativa, sino que más bien exclusiva. Aquí hay que hacer de nuevo una pregunta ¿es posible poner en forma una democracia que sea inmediatamente válida para todos y para siempre? Aún en las naciones más democráticas del mundo la fundación democrática tuvo un carácter exclusivo, y en muchos casos, elitista. Pero, precisamente, porque en su momento fundacional la democracia no es para todos, o sólo lo es formalmente, puede permitir a aquellos que no están, o no se sienten integrados en ella, luchar para participar plenamente en su ejercicio. Una buena democracia se mide no porque sea para todos, en todos los lugares y tiempos, sino porque contiene dispositivos que permite renovarla y ampliarla. Todo lo que es grande hoy día ha sido pequeño alguna vez. Digámoslo más claramente: la democracia no es un regalo de los políticos a un pueblo; la democracia se conquista, día a día, y sin fin, porque cuando haya sido alcanzada la democracia perfecta, o estaremos en el reino de los cielos o en el infierno totalitario. Son las imperfecciones, las asimetrías, las desigualdades, los motivos que hacen posible y necesaria a la razón democrática. Si hubiera sólo igualdad, no necesitaríamos de ninguna democracia. Por eso no es lógico pensar que la instauración de una democracia debe ser el resultado de la supresión de las desigualdades sociales. Pero sí es lógico pensar que la existencia de una democracia hace posible que la lucha entre las desigualdades pueda ser políticamente regulada. Con eso se quiere afirmar que la democracia, antes que nada, es un campo de luchas cuyo resultado será siempre incierto. 7. El peligro de la desintegración política Si la democracia es un campo de luchas políticamente regulado, es también el lugar en donde se ordenan las correlaciones entre diferentes posiciones antagónicas. A través de esa lucha los distintos actores adquieren una identidad que jamás alcanzarían si es que no entraran en conflicto entre sí y con los poderes centrales. De ahí que la democracia permite la adquisición de determinadas identidades políticamente configuradas, pero a la vez, para que estas identidades sean adquiridas, se requiere de la acción de sujetos portadores de una mínima capacidad de articulación. Ahora bien, si los diferentes actores no se articulan entre sí, difícilmente los conflictos pueden alcanzar una categoría política, pues política supone, en primera línea, la articulación de las instancias que la constituyen. Así se explica porque las dictaduras no siempre reprimen a los movimientos sociales sino que además los organizan verticalmente con el objetivo preciso de que no puedan articularse políticamente. Prácticamente no hay ninguna dictadura que no haya intentado incentivar la formación de "organizaciones populares". Hasta una dictadura tan anti-popular como la de Pinochet en Chile, logró estructurar amplias bases de apoyo popular en las "poblaciones" de Santiago.. Las dictaduras institucionalizan la articulación social sobre la base de la desarticulación política. Por lo común las dictaduras surgen gracias a la desarticulación política, o lo que es parecido, de una situación en donde las diferentes posiciones, al no poder articularse entre o en contra de sí, tampoco logran generar un espacio democrático de contienda. Muchas veces, y no sólo en América Latina, los espacios democráticos de articulación han sido cerrados por las propias fuerzas democráticas cuando se apartan de las reglas que han contraído para poder luchar entre sí de un modo no destructivo. Los ejemplos en ese sentido son innumerables. Es posible distinguir entre diferentes formas de desarticulación de la política. Una, quizás la más conocida, es la desintegración regionalista y/o territorial. El fraccionalismo regional ocurre por lo general cuando el propio Estado vive un proceso de desintegración, hecho que en América Latina suele ser frecuente. El regionalismo es en ese sentido una suerte de retroceso a la situación pre-nacional que en muchos países ha continuado existiendo, cobijada bajo las sombras de un Estado más bien ficticio que real. Los caudillos regionales adquieren en esas condiciones un poder mucho más efectivo que el estatal, y en zonas agrarias han logrado generar poderes que cuentan con medios represivos, e incluso con ejércitos propios, los que actúan de modo independiente al poder central. El caudillismo territorial antecede al de masas. El primero corresponde a un orden patrimonial que en algunas zonas del continente sigue prevaleciendo. El segundo a la llamada "sociedad moderna", y entre esos dos tipos de caudillismo hay no sólo rupturas, sino que también una innegable continuidad. El caudillo populista, por ejemplo, es muchas veces la representación imaginaria de un "patriarca nacional" quien, para representar el poder público, ha debido pactar con el caudillismo regional, que en países como México, Brasil, Colombia, y en alguna medida, Argentina, es una realidad muy actual. Más allá de los poderes regionales, están los llamados poderes fácticos, los que atraviesan a los poderes territoriales. Entre ellos encontramos a agrupaciones familiares, a sectas religiosas, a logias, a asociaciones empresariales, comerciales y sindicales, a los llamados carteles, a determinados grupos armados, e incluso a algunas mafias. Suele suceder que en períodos de crisis política los poderes fácticos emergen a la luz pública a manejar directamente los mecanismos de la política. A la inversa, muchos políticos son representantes de poderes fácticos. Suele suceder también que desde el poder político son contraídas complejas relaciones de alianza con esos poderes. Muchas veces detrás de un mandatario, o de una simple gobernación, se mueven los hilos de poderes no políticos. Ahora, como la práctica política no puede existir en estado de pureza, lo más normal es que los poderes fácticos usen su poder en la política, lo que implica para ellos aceptar cierta politización. El problema reside en el grado de representación de dichos poderes que, si es muy excesivo, lleva a una subordinación de la actividad política a la factual. Si los poderes fácticos actúan en un campo legal, el problema no es demasiado grande. El problema reside cuando actúan al margen de la Constitución, y este es el caso de las mafias, de los consorcios de drogas, de guerrillas de autosubistencia como las FARC en Colombia, y no por último, de organizaciones criminales adheridas al Estado, como las policías secretas, y sobre todo, los grupos para-militares, encargados de hacer el trabajo sucio que ni la policía oficial ni el ejército constitucional pueden realizar bajo la luz pública. La existencia de poderes fácticos no es siempre un obstáculo par el orden democrático, pues gracias a la diferencia con ellos, el poder político adquiere su especificidad. Hay ocasiones, incluso, que los gobernantes políticos deben dialogar con organizaciones ilegales (grupos armados, mafias regionales) con el objetivo preciso de integrarlas de algún modo al orden común. Pues, el pasado antipolítico es en muchos países latinoamericanos parte del presente. No hay que olvidar que la democracia política nace donde, por lógica, no hay política, ni mucho menos democracia. Por lo demás, tanto en la economía, como en las estructuras sociales, los diversos poderes quieren ser reconocidos. Y la política es sobre todo lucha por el reconocimiento. Pero para ser reconocidos, los poderes fácticos tienen que anunciarse de algún modo en la escena pública. Ya ese anunciamiento implica cierta politización. Pues como deben presentarse políticamente, tienen que asumir ciertas reglas del juego y ceder parte de su identidad no política a instancias de representación política. Quizás el caso más interesante de reintegración política es el que está teniendo lugar actualmente en Colombia. A partir de "una contradictoria recomposición nacional"(13) tienen lugar difíciles conversaciones entre representantes gubernamentales con grupos armados, ya sea guerrilleros o para-militares. La desligitimación universal de la violencia como medio de lucha por el poder está llegando incluso a Colombia, como demuestra un inteligente análisis de Eduardo Pizarro Leongómez (14). Uno de los objetivos del juego democrático reside precisamente en la integración social por medio del uso político. Es por ello que en aquellas zonas donde predominan tendencias desintegrativas es difícil acceder a un orden democrático. En ese sentido, la desintegración territorial comparada con la desintegración social es un obstáculo menor. La expresión más radical de la desintegración social es la delincuencia, la que implica un altísimo grado de solidaridad intergrupal y uno aún más altísimo de ausencia de solidaridad social. El aumento de la delincuencia en los diferentes países latinoamericanos ha obligado a los cientistas sociales a hacer de la "seguridad" un tema preferencial (15). Por cierto, no existe consenso relativo a como enfrentar la delincuencia. Pero ya hay por lo menos algunas concordancias. Por una parte, prevalece cierto acuerdo en que si bien la pobreza material incide en la delincuencia, no es su causa determinante. Allí donde los sectores populares poseen algún grado de organización, ya sea comunal o regional, las tasas de delincuencia no son muy altas. Una comunidad de campesinos o de indígenas pobres no cae en la delincuencia porque la pertenencia a una comunidad implica adscribir a un conjunto de valores comunes. En cambio, en aquellos lugares caracterizados por un grado de organización social más bien baja, la delincuencia es alta, aunque los ingresos sean superiores a los de otras partes. La desintegración social tiende a acentuarse en períodos de transición, ya sea económicos, o políticos. Mucho se ha escrito en este sentido acerca de la transición económica acelerada por los llamados fenómenos globalizadores, y que lleva a la substitución de modos de producir basados en la ocupación intensiva de fuerza de trabajo por otros que se caracterizan por la implementación de tecnología altamente sofisticada, particularmente la electrónica, y que son esencialmente ahorrativos de fuerza de trabajo. En el marco de esas condiciones, una enorme masa de trabajadores es lanzada al mercado, la que intenta, de una u otra manera, subsistir por cualquier medio. No es casualidad que la delincuencia sea más alta en ciudades que hasta hace poco fueron centros industriales. La criminalidad organizada es, desde esa perspectiva, una forma de subsistencia generada por la desintegración social. Y en períodos de transición es inevitable que se produzcan determinados quiebres sociales. Pero además de la transición económica, tiene lugar en diferentes países de América Latina una larga y compleja transición política entre regímenes autoritarios que ya no pueden gobernar, y gobiernos democráticos que todavía no están, ni social ni políticamente consolidados. Y cuando la gobernabilidad es precaria, ella se traduce en un desgobierno de las conductas sociales e incluso de la ética individual. La desintegración parece por lo tanto ser consustancial a esa transición, y en algunos casos es tan avanzada, que las expresiones delictivas escapan a cualquiera posibilidad de control social y deben ser enfrentadas policialmente. Pues como ya se dijo, ahí donde no hay polí- tica, hay poli- cía. Pero, si la policía es parte de esa desintegración total, y en algunos países lo es, las alternativas de democratización de la vida social son muy pocas. Por lo menos en un corto plazo. Como se deduce, un Estado organizado supone una mínima organización de sus aparatos de seguridad. Sin el monopolio estatal de las armas puede tener lugar una suerte de privatización de los medios represivos. La privatización de la policía es una tendencia cada vez más reconocida en América Latina, sobre todo en los sistemas de vigilancia establecidos en los barrios habitados por gente pudiente. De la misma manera, grupos poblacionales, sobre todo en los barrios populares, se han visto en la obligación de organizar su propia defensa frente a la criminalidad organizada. En ese sentido hay que diferenciar entre dos formas de privatización policial. Una es producto de la descomposición de las instituciones estatales. La segunda surge de la necesidad de crear organizaciones que asuman tareas que el Estado no puede asumir, incluyendo las policiales. La primera forma es un resultado de la desintegración que alcanza al propio Estado. La segunda corresponde a formas provisionales de organización, en espera de que el Estado alguna vez "llegue". En el sentido expuesto, la llamada "sociedad civil", uno de los temas preferidos de los sociólogos, no puede ser concebida haciéndose abstracción de la existencia del Estado. Sin un Estado que funcione, la sociedad civil es una quimera, pues civilidad sólo puede emerger en diferencia, pero también en relación con el Estado. Un hecho alentador en los dos últimos decenios es sin duda la aparición de instituciones no estatales cuyos objetivos apuntan a construir relaciones de civilidad. En ese contexto hay que mencionar a las organizaciones no gubernamentales (ONG) y a redes comunicativas que, entre otras funciones, organizan intra- socialmente a diferentes grupos, dando origen incluso a movimientos tanto culturales, como sociales. Los movimientos e iniciativas sociales son medios articulativos que producen "sociedad" allí donde no la hay. Sin embargo, hay que convenir que tales instituciones y movimientos tienen un sentido ambivalente. Por una parte surgen donde las estructuras políticas, tanto las del Estado como las de la población, no se encuentran plenamente consolidadas. Debido a la ausencia de politicidad que marca el origen de estas organizaciones, es posible además que sus representantes mantengan una actitud negativa frente a todo lo que aparezca como organización partidaria o simplemente política. Esa actitud se manifiesta en dos tipos de opciones aparentemente contradictorias. La primera es la opción movimientista, la que supone que a determinados movimientos sociales les está encomendada la tarea de suplantar el rol de los partidos, lo que implica sobrecargar a los participantes de un movimiento con tareas "históricas" que jamás se han planteado. La segunda opción es la que podríamos llamar "basista", que induce a plantear la reclusión de las actividades "políticas" en determinados nichos sociales, culturales e incluso ecológicos, con prescindencia de los temas nacionales. Otras iniciativas "de base" más sofisticadas sugieren crear líneas comunicativas horizontales, sobre todo por medio de redes virtuales, y su objetivo está orientado a realizar acciones de protestas puntuales, esporádicas y discontinuas. La ausencia de interés por la política real de la nación que hacen gala estos grupos, los lleva a practicar un militancia social orientada a prácticas horizontales y sin referencia a los poderes centrales, particularmente al Estado. Así como los sectores autoritarios sueñan con la utopía de una sociedad puramente vertical, el "basismo" –quizás el último reducto del romanticismo anarquista– acaricia la utopía de una sociedad horizontalizada, plagada de intereses particulares, sin articulación ni positiva ni negativa con el "resto del mundo". En fin, se trata de proyectos despolitizadores, y por lo mismo, muy peligrosos para el difícil proyecto de construir una democracia, pues la democracia debe ser nacional o no ser. Dentro de esas perspectivas movimientistas y particularistas, han ido ganado terreno en los últimos años ideologías étnicas, cuyo substrato vindicatorio apunta en muchas ocasiones hacia una suerte de etnización de la política. Dada la importancia política de ese tema, lo trataré a continuación. 8. El peligro de la etnización de la política Una característica de la democracia moderna es que actúa no sólo sobre la base de desigualdades, sino que además de diferencias. Desigualdades y diferencias en lugar de ser obstáculos para la democracia son sus condiciones. En un mundo igual a sí mismo las relaciones políticas estarían de más. Por esa misma razón no es casualidad que una de las metáforas más recurrentes de los últimos tiempos sea la de la "sociedad multicultural", la que alude a espacios marcados por diferentes unidades culturales que pese a sus diferencias deben coexistir en una misma nación y bajo un mismo Estado. No obstante, la metáfora de la "sociedad multicultural" conlleva a la vez un inevitable contrasentido. Pues, la alternativa contraria es "sociedad monocultural" y algo así no existe en todo el mundo occidental. Precisamente porque la ciudad occidental no pudo más regirse culturalmente fue necesario en algún momento apelar a los recursos políticos, y luego a los democráticos, como medios que regularan las relaciones entre ciudadanos diferentes. La multiculturalidad latinoamericana ha ido en aumento. La primeras oleadas migratorias caracterizaron a todo el período industrial, y ocurrieron sobre todo desde "la vieja Europa" hacia "las Américas". A ese fenómeno se agregaron las masivas migraciones intercontinentales. Hay ciudades latinoamericanas que han sido conquistadas por las migraciones "del interior", alterándose no sólo las estructuras demográficas, sino que también la culturales. Los emigrantes no sólo traen consigo fuerza de trabajo, sino que también modos de vida, creencias y mitos. El multiculturalismo latinoamericano se ha visto incrementado además en los últimos tiempos por demandas y reclamos de culturas históricamente marginadas que presionan por obtener reconocimiento social, jurídico y político. Dentro de ellas podemos distinguir con claridad a diferentes movimientos de "indios" cuya presencia se deja sentir con fuerza en naciones con alta composición "indígena", naciones de las que los pueblos indios quieren formar parte sin entregar como tributo sus pertenencias culturales. Los movimientos sociales y culturales al exigir su pertenencia a la ciudadanía nacional, en igualdad de derechos y deberes con todo el resto ciudadano, amplían el espacio democrático en los países en donde actúan. En cierta medida, aunque no se consideren miembros del Occidente político, exigen reivindicaciones occidentales. La igualdad de derechos ciudadanos, la libertad de asociación, de religión y creencia, el respeto a las minorías, son nociones inscritas en las mayorías de las constituciones occidentales, y en caso que no se cumplan, los movimientos indígenas tienen además la alternativa de recurrir a nociones supraestatales, como los "derechos humanos" cuyo origen y representación son también occidentales. En breve: los movimientos indígenas, juntos con los sociales, los de género, y muchos otros, son partes insubstituibles de la expansión democrática de nuestro tiempo. No obstante, no todos los movimientos de los pueblos indios son concientes del potencial democrático que portan, asumiendo a veces actitudes que tienden a lesionar el mismo orden republicano del que forman parte y que es el que les permite, entre otras cosas, seguir luchando. Ese espacio en el que libran sus luchas puede ser no muy democrático en sus práctica, pero lo es casi siempre en sus formas, por lo menos en las constitucionales. Uno de los principales objetivos de los movimientos sociales significa, por lo mismo, realizar un ajuste entre la forma constitucional y su puesta en práctica. Ese ajuste implica en muchos casos enriquecer la Constitución nacional la que, gracias a las luchas políticas incorpora a su listado leyes que no habrían existido jamás si es que no se hubiera luchado por ellas. Detrás de cada ley social hay múltiples luchas políticas. El no reconocimiento de un determinado orden constitucional, por muy imperfecto que sea, implica en cambio renunciar al único espacio donde pueden tener lugar las luchas políticas, adquiriendo éstas un carácter no político, y por lo mismo, violento. A fin de aclarar más lo expuesto, permítaseme poner un ejemplo escogido entre varios. Un encuentro que tuvo lugar en el Perú entre el 12 y el 14 de abril del 2003, y que agrupó a más de doscientos delegados indígenas provenientes de las diversas regiones del país, culminó con la entrega de una propuesta concertada al Primer Vicepresidente de la República Jesús Alvarado y al Presidente de la República Alejandro Toledo. En la propuesta se lee: "Afirmamos que los derechos de los pueblos comparten la misma calidad jurídica que la poseída por los derechos humanos personales. En ambos casos, los derechos a los que nos referimos, se desprenden de ser una persona humana o de ser un pueblo. En consecuencia, el derecho a la existencia de los pueblos no puede abolirse jurídicamente por ningún tipo de legislación sea o no formalmente promulgada. Cualquier "legalidad" que sea contraria a nuestros pueblos o a los derechos humanos, si bien pudiera encubrirse con procedimientos formales es en sí misma nula (16). Retengamos la última frase. Los redactores del documento consideran que su movilización es legítima y por eso, cualquiera legalidad que se oponga a ella, debe ser anulada. Con ello, los redactores establecen que en caso de que haya contradicción entre legitimidad y legalidad, hay que tomar partido a favor de la legitimidad. Conviene aquí abrir más de un interrogante Que una legalidad no coincida con la legitimidad que los pueblos reclaman, aún en el caso de que esa legitimidad esté avalada por los derechos humanos, no significa que automáticamente esa legalidad sea nula. En el peor de los casos, puede ser declarada no equivalente con principios de legitimidad que sustentan los pueblos de una nación. Pero la nulidad de una legalidad sólo se deduce del procedimiento legal que ha de declararla nula. Ninguna legalidad se declara nula sin un mínimo de procedimiento legal, si es que no estamos hablando de movimientos secesionistas. Por lo demás, que la legitimidad de los pueblos preceda a la legalidad de todo Estado, es sólo posible saberlo cuando la legalidad del Estado se encuentra constitucionalmente conformada, ya que es el derecho constitucional la marca moderna que permite diferenciarla de la que surge de la organización de los pueblos basada en la pura legitimidad. Del mismo modo que el número dos no anula al uno, el derecho constitucional no anula al orden del (mal llamado) "derecho natural", sino que lo transforma en su condición. Oponer en sentido alternativo la legitimidad de los pueblos a la legalidad del Estado es jurídica y políticamente improcedente, a menos de que se trate de Estados dictatoriales que han barrido con toda legalidad. Ajustar lo que se considera legítimo con la legalidad vigente es, en cambio, una tarea del hacer político. En el fondo, todos los grandes movimientos sociales luchan por convertir aquello que es o consideran legítimo, en algo legal. De ahí que declarar nula una legalidad que no se ajuste a principios legítimos –sea ésta el derecho ágrafo de los pueblos, sea ésta la propia Declaración de los Derechos Humanos– es anular desde un comienzo el sentido de la acción política de los pueblos, pues éstos principalmente luchan para que su legitimidad sea alguna vez legalmente reconocida. O lo que es igual: la declaración de nulidad sólo puede ser el resultado de una lucha política; pero jamás su comienzo. Abandonar el campo de la legalidad, en función de tradiciones imaginarias o reales, es un precio que ha sido pagado muy alto en América Latina; y no sólo por los pueblos indios. Suponer que la legitimidad histórica se encuentra por sobre la constitucional es una de las característica de las posiciones etnicistas. Y uno de los más graves problemas que surgen de la etnización de la política es que la identidad étnica no es negociable. Una lucha social puede ser negociada, y la experiencia sindical así lo demuestra. Después de una huelga casi nunca los trabajadores obtienen lo que exigen, pero por lo general obtienen más que lo que ofreció la parte patronal antes de la huelga. Una reivindicación étnica, en cambio, al no postular demandas políticamente realizables, tiende a caer en posiciones fundamentalistas. El programa del MIP boliviano por ejemplo, liderado por el caudillo Felipe Quispe, estipula: "Nosotros debemos regresar a los gloriosos tiempos de los Incas" (17). Frente a una reivindicación de ese tipo, no hay negociación posible. La lucha de ese movimiento sólo puede ser frontal, excluyendo la diagonalidad que caracteriza a todos los conflictos políticos. Pero el problema más delicado en las luchas que libran las comunidades indígenas es sin duda el de la territorialidad. Que tales comunidades exijan la devolución de terrenos arrebatados por gobiernos anteriores, es una exigencia legítima. Pero cuando lo hacen alegando la reivindicación de derechos históricos pre- colombinos, surgen muchos problemas. Por un lado, nadie sabe bien donde comienzan y donde terminan esos derechos, y por cierto, ninguna nación puede ni debe hacerse cargo de su historia pre-nacional. Por otro lado, toda nación es constitucionalmente indivisible y ningún gobierno nacional estará dispuesto a negociar sobre ese principio básico. Hay que tener en cuenta además que las reivindicaciones particulares –y las de las comunidades indígenas lo son– pueden entrar en conflicto con otras reivindicaciones particulares. Es posible que suceda, y ha sucedido, que la electricidad de una aldea depende de la construcción de una represa, la que si se lleva a cabo alterará los usos y costumbres de las comunidades indígenas de la región. Cualquier gobierno que no sea demagógico ni dictatorial tiene que escuchar las voces de los habitantes de la aldea y las de las comunidades indígenas, y buscar una solución adecuada, aunque deje insatisfechas a las dos partes. Mucho más complejo es el problema si en territorios habitados por comunidades indígenas son encontrados yacimientos de materias primas, petróleo por ejemplo, las que pueden proveer de divisas al Estado nacional. En uno como en otro caso, las comunidades indígenas se ven en la necesidad de politizar sus demandas, y eso significa intentar ganar aliados en otras comunidades, e incluso entre sectores no indígenas. Pero si utilizan el argumento de los "derechos históricos" sus demandas se convierten en innegociables, y con ello sólo pueden perder. En breve: de lo que se trata es de politizar las demandas étnicas y no de etnizar a las demandas políticas. El peligro de la etnización de la política es muy actual, y tiene que ver en parte con influjos ideológicos que provienen desde fuera de las comunidades indígenas, particularmente desde fracciones de una izquierda anti-política que después del derrumbe del comunismo busca nuevos actores que les permitan mantener una actitud confrontativa respecto a todo gobierno y con ello conservar su propia identidad. El indigenismo es para esas izquierdas, una entre otras teorías de substitución. De ahí que siempre es necesario diferenciar entre las demandas de las comunidades indígenas y agrarias, y las ideologías que les han sido superpuestas. 9. El peligro de la ausencia (o de la escasa presencia) de una intelectualidad política La intelectualidad latinoamericana ha sido y es, salvando excepciones, predominantemente ideológica. La adhesión ideológica es a la vez un obstáculo para el desarrollo del pensamiento político pues las ideologías son sistemas cerrados de pensamientos. Encerradas al interior de una ideología, los medios del pensamiento que son los conceptos experimentan un proceso de petrificación que es necesario sólo para la conservación del sistema ideológico. En un sentido inverso, la práctica política sólo puede tener lugar en un espacio donde ocurren acontecimientos que, al serlo tales, son siempre nuevos e imprevisibles, y por lo mismo, tienden a alterar los sistemas ideológicos. Frente a los acontecimientos, los llamados actores toman posiciones y ordenan filas unos frente a otros teniendo lugar diferentes conflictos que para ser políticos han de ser gramaticalmente configurados. Para el pensamiento ideológico, en cambio, las posiciones ya están ordenadas antes de que aparezcan los acontecimientos de los cuales las ideologías toman nota sólo si caben en el orden de sus sistemas. A pesar de que el pensamiento de muchos intelectuales latinoamericanos es ideológico, son muy pocas las ideologías que han sido producidas en tierra latinoamericana. En ningún otro nivel es la dependencia externa tan notoria. No obstante, eso no quiere decir que si esas ideologías hubieran sido producidas en América Latina habrían sido mejores. No deja sin embargo de ser sintomático que los intelectuales que más insisten en denunciar las formas económicas de "la dependencia" se sirvan de los instrumentos ideológicos más dependientes que es posible imaginar. Particularmente ideológicos han sido y son los intelectuales miembros de la izquierda académica, a las que prestaré en este breve artículo una mayor atención, pues esa izquierda académica supone que las ideologías que propagan tienen un indiscutible valor político. Desde luego, no existe ningún imperativo ni moral ni de ningún otro tipo para que el intelectual tenga que definirse como actor político. En el campo cultural y artístico son muchísimos los aportes de los intelectuales latinoamericanos, y no es a ellos a quienes me voy a referir aquí, sino a quienes se ocupan de las llamadas ciencias sociales y económicas y que tienen la pretensión de incidir políticamente con una producción intelectual que suponen política y que en muchas ocasiones no lo es. En el espacio que ocupa la llamada intelectualidad hay en cada nación una franja delgada desde donde son producidas ideas que serán reformuladas en diferentes espacios de acción. Puede que los actores de esa franja no se definan a sí mismos como políticos, pero su incidencia política es importante pues, en la medida en que ellos piensan, la nación (otros dicen "la sociedad") se piensa a sí misma. De ahí que cuando se habla de la crisis de la política no sólo es la política la que está en crisis sino que también lo están aquellos que tienen que producir ideas para que la política sea posible. Muchas veces una crisis política no es sino una crisis intelectual reflejada en la política. Ahora bien, si el campo donde han de ser producidas ideas está ocupado por ideo-logías, las ideas no circulan ni se reproducen y lo más probable es que la práctica política, o se convierte en ideológica, o se convierte en jurídica o administrativa. Creo percibir que esas son las prácticas dominantes en la política de la mayoría de los países latinoamericanos. Una de las particularidades de los intelectuales ideológicos es que ellos son, o imaginan ser, representantes de intereses e ideales superiores. Por un lado tenemos a quienes prestan servicio a un movimiento, partido, o Estado. En la jerga "gramsciana" ellos se autodenominan "intelectuales orgánicos". Dicha denominación es un contrasentido. Si un intelectual está al servicio de una instancia externa, no es intelectual, pues la práctica intelectual no puede estar determinada por el seguimiento a una instancia no intelectual. La función de tales personas es otorgar legitimación intelectual a instituciones pre-establecidas. Su pensamiento no es libre, sino que pre- determinado; en cierto modo, esos intelectuales no piensan; "son pensados". Por otro lado tenemos los que imaginan representar a fuerzas externas que pueden ser una "clase", un "pueblo", una "razón moral" o una "misión histórica". No obstante, esas fuerzas externas suelen ser simples representaciones internas. Debido a esa razón, sus portadores imaginan que todos quienes les contradicen son representantes de fuerzas también externas, como "el neoliberalismo", "la globalización", el "mercado mundial", "el capital" "el imperialismo norteamericano" o cualquiera fantasía grandiosa que represente una "negatividad" absoluta frente a las cuales ellos construyen una imaginada afirmación. Eso explica que la izquierda académica rinda culto a macroideologías que varían de tiempo en tiempo pero que tienen en común prescindir de cualquiera experiencia. En los años cincuenta, esos intelectuales apolíticos rendían culto a las ideologías del desarrollo; en los años sesenta y setenta a la "teoría de la dependencia"; en los años ochenta, a las ideologías anti.neoliberales; desde ahí hasta ahora a la "teoría de la globalización". En todos los casos, esas diversas ideologías han mantenido rasgos comunes. Por de pronto, son universalistas, pues sirven para explicar distintos procesos en distintas partes y a la vez. En segundo lugar, están canonizadas, es decir, siguen un canon interpretativo que es repetido ritualmente en relación a cada análisis que emprenden. En tercer lugar, poseen un trasfondo economicista que las lleva inevitablemente a apoyar cualquiera tendencia autoritaria que se plantee retóricamente en contra del imperialismo, de la dependencia, del neoliberalismo o de la globalización, o de cualquier cosa parecida. El tema de las libertades políticas es ignorado totalmente. Y en cuarto lugar, todas carecen de inventiva y por lo mismo son intensamente aburridas. Y es explicable; en todas esas teorías brilla por su ausencia la figura humana. En ellas sólo hay estructuras y procesos que se desarrollan independientemente de la voluntad de cualquier actor. La extrema ideologización de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos origina contratendencias tanto o más apolíticas que las tendencias ideologizadas. Por un lado, tenemos a los investigadores "empiristas" que hacen "estudios de casos" cuyos artículos con muchas estadísticas y cifras llenan las revistas académicas. Por cierto, tales estudios pueden ser muy necesarios, pero lo son sólo en el marco de la perspectiva de un saber cuya condición no puede ser autoreferente. Por otro lado, tenemos una abundante proliferación de estudios dedicados a analizar objetos teóricos inexistentes cuyo único fin es demostrar el conocimiento de sus autores quienes, por lo común, citan a destajo a autores europeos y norteamericanos aunque no tengan nada que ver con el tema a tratar. El intelectualismo es una de las enfermedades más frecuentes que contraen los intelectuales. Pero, si el ideologismo, el empirismo y el intelectualismo, no son actitudes políticas ¿cuándo es política la práctica intelectual? Me atrevo, en ese sentido, a señalar cuatro condiciones (pueden ser probablemente más). Las dos primeras ya han sido nombradas. La primera es la apertura hacia la realidad, o como ya se dijo, hacia sus acontecimientos, pues cada acontecimiento es nuevo, o sino la realidad no existiría.. Ninguna ideología puede dar cuenta de la realidad de los acontecimientos, pues las ideologías son antes que nada sistemas, y los sistemas no reaccionan frente a momentos extrasistémicos, y los acontecimientos siempre lo son. En breve, se trata de entender a los procesos y a las estructuras a partir del estudio de hechos y no el estudio de hechos a partir de los procesos y de las estructuras. Esa última es una de las principales características de muchos cientistas sociales latinoamericanos. Todo lo que se encuentra afuera de alguna teoría, no existe para ellos. La segunda es centrar cada estudio en actores reales y no en tendencias imaginadas, las que por cierto no son sino reflejos de cosmovisiones que sólo existen en las cabezas de algunos intelectuales. Así como en el pasado reciente la grandiosidad imaginativa se expresaba en términos de "revolución mundial", hoy en día hay las que se expresan en la forma de "contrarrevolución mundial del capital neoliberal y globalizante"(18) . Hay estudios que han llegado a producir alucinaciones como la "toma del poder mundial por el capital global", o fantasías similares, pero sin nombrar a una sola persona que sea responsable de tan apocalípticos desenlaces. Las estructuras y los procesos suplantan en dichos escritos a la intervención de los humanos. En el mejor de los casos, ellos son simples comparsas de teorías. La tercera condición se deriva de la segunda, y reside en mantener una abierta actitud a analizar conflictos reales. Pues suponer que exista una realidad política sin conflictos, es una imposibilidad total. No obstante, se puede observar en nuestros intelectuales "políticos" una suerte de miedo a analizar cualquier situación realmente conflictiva. Como la mayoría de ellos ya ha tomado partido antes de que comience el juego de los antagonismos, los conflictos son generalmente evaluados a partir de una moral universalista situada por sobre toda experiencia. Dichos intelectuales aducen, por cierto, que tomar partido es una posición legítima pues el análisis imparcial es ingenua imposibilidad. Pero, aun si se aceptara esa afirmación, hay que convenir que antes de emitir un juicio, sea político o jurídico, hay que escuchar a las partes. Nadie puede aceptar que en un juicio legal un juez tome abiertamente partido por el acusado o por el acusador antes de emitir sentencia. La tarea del intelectual político no puede ser diferente. También ha de emitir juicios, y eso supone analizar las razones que llevan a actuar a cada una de las partes en conflicto. Eso significa además, ponerse en la posición de cada uno de los polos antagónicos, y a partir de ahí, tratar de entender a sus representantes. Sólo luego de eso es posible emitir un juicio. Y recién, con la emisión de un juicio, o sentencia, desaparece la imparcialidad. No obstante, prevalece la tendencia a condenar primero y a juzgar después. Cualquier lector puede corroborar mi opinión revisando las revistas de ciencias sociales que se publican en cualquier país latinoamericano. Por cierto, hay excepciones; pero son poquísimas. Desde luego, muchos intelectuales aducen que ellos han tomado una opción previa: la "opción por los pobres", por ejemplo. Esas opciones son seguramente válidas en el pensar teológico, pero no en el político. Una opción por los pobres no puede significar que los pobres deben tener siempre la razón sólo porque son pobres. Suponer que los pobres no se equivocan nunca porque son pobres, y que hay que darles la razón hagan lo que hagan, digan lo que digan, elijan a quien elijan (aunque sea a un fascista), significa suponer que los pobres carecen de razón discursiva. Y esa es una simple discriminación disfrazada de "toma de posición". Si un intelectual evita como a la peste el análisis de los conflictos reales, lo más probable es que evite el mismo entrar en conflicto con otros intelectuales. Y efectivamente, la cuarta y quizás la más decisiva condición del pensar político, es la actitud polémica. Sin polémica, efectivamente, no hay política. La polémica es guerra gramatical, y por lo mismo es el agua y la sal de la política. No obstante, lo menos que se observa en la producción intelectual latinoamericana, es polémica. Casi nunca un autor critica intelectualmente a otro. En casi todas las revistas de ciencias sociales latinoamericanas encontramos artículos interesantes, inteligentes y eruditos. La producción intelectual es además muy abundante. Pero, en términos generales se trata de artículos o ensayos paralelos, sin ninguna comunicación inter-discursiva. Y eso es grave. El antagonismo es condición de pensamiento, y pensar significa entrar en conflicto, ya sea con uno mismo o con los demás, o dicho así: cada afirmación se encuentra internamente articulada con una negación. El pensamiento es siempre crítico. Y el diálogo en la medida que busca acuerdo entre dos interlocutores, necesita del desacuerdo, pues o sino no hay diálogo, sino que monólogos paralelos. Pues bien, la inmensa mayoría de las revistas de ciencias sociales latinoamericanas están construidas sobre la base de monólogos paralelos entre voces que no se interfieren ni interrumpen. Ante la ausencia polémica, suele darse el caso de que cuando el enfrentamiento entre dos posiciones es inevitable, los argumentos son reemplazados por la descalificación personal, por la invectiva e incluso por el insulto. Y en ese punto, escribo con conocimiento de causa. El problema mayor de la ausencia de polémica es que sin polémica ninguna nación (o "sociedad", como dicen algunos) puede pensarse a sí misma. Las ideas sin dis-curso no tienen curso. Existen, pero atomizadas, desarticuladas unas de otras, y eso lleva inevitablemente a cierta disociación que se refleja inevitablemente en la producción intelectual. Sin el "otro" que disiente, es imposible corregirse a sí mismo. Sin la presencia de ese "otro", son construidas fantasías que, si las personas que las representan tienen algún poder –y muchas veces lo tienen– terminan por imponerse en institutos y universidades del mismo modo como en el pasado eran impuestos los dogmas de "la verdadera religión". Naturalmente, podrá decírseme que la que estoy describiendo no es sólo una condición latinoamericana, y que semejante miseria intelectual es posible encontrarla también al interior de las más linajudas universidades norteamericanas y europeas. Acepto ese argumento. Pero también hay que convenir en que la frase que dice: "mal de muchos, consuelo de tontos", tiene mucho de verdad. 10. El peligro del democratismo. La vida en democracia implica riesgos porque si su mantenimiento depende de medios políticos hay lugar para que se produzcan equivocaciones que si no son corregidas pueden provocar el quiebre de la propia democracia. Me atrevería a decir incluso que una de los motivos que hacen necesaria a la política es la enorme capacidad de equivocación que porta el humano. Por eso la democracia necesita de instituciones que la contengan y, sobre todo, que la limiten. Un exceso de democracia puede ser nocivo para la propia democracia. Si por ejemplo un gobierno quisiera satisfacer todas las demandas sociales en el plazo más corto posible, llevaría a cualquiera democracia a la ruina. Condición de existencia de una democracia son sus propias limitaciones y por lo mismo, los espacios vacíos que cada democracia contiene detrás de cada uno de sus límites. Pero precisamente esos vacíos hacen posible a la acción política sin la cual ninguna democracia podría existir. Los diferentes actores actúan con la intención de cubrir esos espacios, originando nuevas vaciedades las que con su fuerza de gravedad –para decirlo de algún modo– atraerán nuevas movilizaciones que serán configuradas en sus tornos. Cuando Churchill formuló su famosa frase relativa a que "la democracia es la peor de todas las formas de gobierno con excepción de todas las demás", no sólo hizo un juego de palabras. Pues "la peor" significa que sólo puede ser mejor; por lo tanto, tiene que continuar manteniendo el atributo de peor a fin de que sea alguna vez mejor. De ahí que todo intento por suprimir la lucha política –que es y será una lucha por las libertades políticas– podría inducir a que en nombre de la democracia sean bloqueados avances democráticos. Una de esas posibilidades está dada por uno de las mecanismos insubstituibles de toda democracia: el de las mayorías que llevan a gobernar en su nombre La voluntad mayoritaria puede llegar a ser una voluntad dictatorial si es que la acción de las minorías no se encuentra plenamente garantizada en el juego político. En ese sentido, hay democracias que no son demasiado políticas pues en nombre de las mayorías son reducidos los campos de acción de las minorías. Si bien la democracia implica el gobierno de la mayoría, la política implica las luchas de las minorías para llegar a ser mayorías. Si a las minorías se les niega esa posibilidad, es suspendido el juego político al interior de una democracia y con ello la democracia misma comienza a extinguirse. Ningún gobierno puede usar el recurso de la mayoría para reprimir a minorías y seguir llamándose a sí mismo democrático. La mayoría otorga el gobierno; pero no un cheque en blanco al gobernante. El democratismo no siempre es democrático. El mismo problema se presenta desde una perspectiva inversa. Que un gobierno sea elegido por la mayoría no significa que cada una de sus decisiones debe contar con apoyo mayoritario para que sea democrático. Gobernar no es someter a la voluntad popular cada decisión política. La voluntad popular es, por lo demás, tan cambiable como el tiempo meteorológico, y gobernar permanentemente de acuerdo a ella es una imposibilidad. Un buen gobierno es aquel que en determinadas ocasiones está dispuesto a tomar actitudes anti -populares si es que fuera necesario. Buscar la complacencia del pueblo, no es gobernar. Hay gobiernos en América Latina que no vacilan incluso en atizar rencores en contra de otras naciones con el objetivo de aumentar su popularidad. Para poner un ejemplo, la posibilidad de que un país como Bolivia tenga acceso marítimo, debe ser discutida bi- o multi- lateralmente, pero con prescindencia del pasado histórico. Buscar legitimación a ese acceso marítimo en guerras que ocurrieron hace casi un siglo y medio, es simplemente una imbecilidad que no han vacilado en cometer gobernantes inescrupulosos a fin de ganar simpatías fáciles. Si en Europa hubiera que revisar los mapas de acuerdo a las guerras del siglo diecinueve, todo ese continente ardería hoy en llamas. La democracia surgió de conflictos políticos y necesita de ellos para seguir existiendo. Es por eso que tampoco se entiende el democratismo anticonflictivo en que han incurrido algunos gobiernos en naciones que han entrado en procesos democráticos después de dejar detrás de sí a dictaduras militares. El período de transición a la democracia es complejo y difícil; y lo es sobre todo porque no puede realizarse con exclusión de los relatos que vienen del pasado reciente. Pero por esa misma razón, tratar de tender mantos de olvido sobre ese pasado, en aras de la conservación de la democracia, no ayuda en nada al proceso democrático; todo lo contrario. La población de esos países tiene derecho a que los principales violadores de los derechos humanos que actuaron durante esas dictaduras sean juzgados. Eso es válido no sólo en un nivel jurídico sino que también en un nivel simbólico, pues uno de los atributos del hacer político es su alta dimensión simbólica. Eso significa que, aún a sabiendas de que la idea de una justicia universal sigue siendo una utopía incumplida, la de la impunidad tampoco puede ser políticamente aceptada. Para que haya democracia es necesario el concurso de la mayoría ciudadana. Pero si los ciudadanos no están demasiado seguros de si los poderes del Estado, entre ellos el judicial, funcionan realmente, es difícil contar con ese concurso. Eso no significa, por supuesto, que haya que perseguir o discriminar a todos aquellos que apoyaron a las dictaduras. Por un lado, no siempre esas dictaduras fueron demasiado minoritarias; y eso hay que decirlo alguna vez. Por otro lado, en ningún país latinoamericano la democracia (re)surgió de una insurrección popular o algo parecido. A diferencias de la democratización que tuvo lugar en el Este europeo, que sí fue resultado de amplísimas movilizaciones populares, la de los países latinoamericanos, sin desdeñar el alto potencial de movilización democrática que tuvo lugar, fue también resultado de complejas negociaciones y compromisos. Nadie puede reclamar para sí el derecho absoluto de los vencedores. Del mismo modo, hay que convenir en que la condición de víctima no contiene ninguna garantía de posesión de una determinada razón histórica. Por eso no sólo es necesario un juicio a los principales hechores, sino que también una intensa discusión en torno a las razones que llevaron al quiebre de las democracias, quiebre al cual muchos contribuimos. Pues si un sentido tiene la política, es no sólo el de equivocarnos, sino que también el de corregir equivocaciones; sobre todo frente a aquellas nuevas generaciones que hoy están a punto de volverlas a cometer. Notas 1) Huntington , Samuel The Clash of Civilization, Simon / Shuster, New York 1996 2) Rouquié, Alain , Introduction à L`lExtreme-Occident, Ed. du Seuil, Paris 1987 3) Ortiz, Renato America Latina. De la modernidad incompleta a la modernidad-mundo Nueva Sociedad, 166, Marzo-Abril 2000, p. 166 4) Pietschmann, Horst Das koloniale Erbe der lateinamerikanischen Staaten en Krakau, Knud Lateinamerika und Nordamerika, Frankfurt, Campus 1992 5) Mires, Fernando El Imperialismo norteamericano no existe; y otros ensayos, Ediciones Vértigo, San Juan 2004 6) Garretón, Manuel Antonio, La Transformación de la sociedad latinoamericana y los procesos de democratización en Salazar Pérez, Robinson Comportamiento de la Sociedad Civil Latinoamericana, Colección Insumisos, México 2002, p.85 7) Ese tema lo traté con relativa intensidad en mi libro El Discurso de la Miseria, Nueva Sociedad, Caracas 1994 8) Aristóteles, La Política, , Espasa Calpe, Madrid 1962 9) Laclau, E. Entrevista: Democracia, pueblo y representación en www.exargentina.org 10) Citándolo exactamente dice:"La verdad es que el modelo redistributivo del populismo murió entre nosotros, latinoamericanos, hace bastante tiempo, como primera respuesta del ajuste del capitalismo local al estallido de la crisis a mediados de los 70" (Portantiero, Juan Carlos La múltiple transformación del Estado Latinoamericano) Nueva Sociedad, Sept.-Octubre, 1989). Poco después del artículo de Portantiero, llegó el populismo redistributivo de Menem al poder. 11) Weber, Max , Die drei reinen Typen legitimer Herrschaft, en Weber, Max: Schriften zur Soziologie, Reclam, Stuttgart 1995 12) Según cálculos de la CEPAL más del 40% de la población entra en la categoría de « pobre ». Entre un 18 y 19 % viven en la extrema miseria (CEPAL, Panorama Social de América Latina 2001-2002, Santiago 2002, p.39) 13) Restrepo, Luis Alberto, Colombia. Tensiones y Perspectivas, Nueva Sociedad 192 Julio-Agosto 2004, pp.46-58 14) Pizarro Leongómez, Eduardo, Una luz al final del túnel. Bilance estratégico del conflicto armado en Colombia, Nueva Sociedad. Ibid. pp. 72-84 15) Nueva Sociedad 191, Mayo-Junio 2004. El título de la edición es Seguridad Ciudadana y Orden Público en America Latina 16) ALAI, 368, 29 Abril 2003, p. 22 17) Lateinamerika Nachrichten 354, Diciembre 2003, Berlin, p.7 18) Razón que explica la positiva recepción que ha tenido en América Latina el libro de Hardt, Michael y Negri,Toni Empire (Harvard University Press, Cambridge, Massaschusetts, 1999)
https://www.alainet.org/es/articulo/110641?language=en
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