Antes y después de Iguala

19/10/2014
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Lo acaecido el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, con un saldo de 6 personas asesinadas y 43 estudiantes normalistas desaparecidos de la normal de Ayotzinapa, no debe explicarse sólo de forma local y circunstancial.

 
El caso Iguala no se reduce a un suceso sangriento entre un alcalde, sus policías, y el cártel regional contra un grupo de estudiantes. Expresa el sumun de un caudal de crímenes de lesa humanidad ocurridos con impunidad en Guerrero en los últimos cincuenta años.
 
El caudal comenzó, paradójicamente, con otra matanza en Iguala ocurrida en 1962.
 
Entonces, guardias blancas reprimieron un mitin electoral de oposición con un saldo de 8 muertos. El maestro Genaro Vázquez fue uno de los convocantes, entró en la clandestinidad y años después formó su guerrilla.
 
En 1967 otra masacre, cometida por policías contra una manifestación de maestros en Atoyac, con saldo de cinco muertos, entre ellos una mujer embarazada, lanzó al maestro Lucio Cabañas, por cierto, egresado de la normal de Ayotzinapa, a crear una guerrilla de corte insurreccional.
 
Ambos maestros agotaron de ese modo su activismo por los medios legales en contra de la violencia institucional, entonces ya histórica en la entidad: cacicazgos, miseria, atropellos y ejecuciones, corrupción, nula impartición de la justicia.
 
Dos matanzas más en la capital mexicana: la del 2 de octubre de 1968 y la del 10 de junio de 1971, provocaron que una juventud rural, como la guerrerense, y otra popular y clase mediera, viera en las acciones revolucionarias la única vía para derrocar a un Estado que reprimía cualquier expresión disidente.
 
A la veintena de guerrillas en el país que actuó en los años setenta se le aplastó con un saldo indeterminado de muertos y más de un millar de casos de desaparición forzada. La mayoría aconteció en Guerrero.
 
Diversas campañas militares y una estrategia de exterminio en el estado arrasaron comunidades enteras, e instalaciones militares, policiacas y de empresas privadas se utilizaron como cárceles clandestinas.
 
Guerrero, además, tiene el infamante honor de ser el primer lugar en América donde se inauguraron los “vuelos de la muerte”, aún antes que en las dictaduras sudamericanas: a decenas, quizá cientos, de civiles se les trasladó en aviones militares para ser arrojados, vivos, en altamar. A otros más se les incineró o aventó en fosas clandestinas.
 
Un ejército de mujeres pobres y destrozadas exigió en vano al Estado que presentara a sus desaparecidos. 
 
México ha sido el único país de América que no ha juzgado a los victimarios de ese capítulo continental del horror conocido como “la guerra sucia”. 
 
Por el contrario, la perpetuación de poderosos cacicazgos en Guerrero consolidados durante ese capítulo, originó otra matanza, la de Aguasblancas en 1995, que costó la vida a 17 campesinos, hecho que reconformó a la guerrilla sobreviviente de Lucio Cabañas y detonó la irrupción del Ejército Popular Revolucionario (EPR).
 
A ese territorio desgarrado pertenecen los 43 normalistas. En las paredes de su escuela están pintadas las figuras de Genaro Vázquez y de Lucio Cabañas como recordatorio permanente de la herida aún sangrante.
 
En ese sentido, Guerrero es México.
 
El Estado capitalista neoliberal que hoy nos gobierna se forjó y se sostiene por la impunidad con la que ejerce la violencia institucional que hizo posible la guerra sucia, el engendramiento del narcopoder, y una “guerra” en contra de éste con un costo de más de 70 mil muertos y más de 20 mil casos de desaparición forzada.  
 
Sin embargo, el caso Iguala marca un punto de inflexión en la historia moderna de México. Su brutalidad exhibe la descomposición extrema del Estado que procreó las condiciones para que acaeciera. Más la onda expansiva de indignación que genera parece tener repercusiones demoledoras, aún de proporciones desconocidas, para un andamiaje institucional que muestra signos de prolapso.   
 
Laura Castellanos, autora del libro México Armado (1943-1981)
 
 
 
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