Intervención o colaboración: actitudes distintas en la relación con las comunidades campesinas

23/11/2012
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La semana pasada se realizó en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, el pre-congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología Rural, ALASRU, espacio en el que expuse una reflexión basada en diversos diálogos tenidos con amigos y amigas campesinos y campesinas, mayoría indígenas, así como también en las experiencias compartidas a lo largo de los años. Esta reflexión presenta una distinción entre la lógica y las prácticas de intervención en la vida de las comunidades campesinas de parte de toda suerte de personas, grupos e instituciones, respecto de aquellas otras que son de colaboración, ejercidas por otros agentes lamentablemente minoritarios. La intención de esta reflexión, desde luego, es estimular a estas últimas.
Nuestra reflexión pierde sentido de análisis crítico si no empezamos por reconocer la presencia de una idea muy generalizada de que el campesino es un pobre necesitado de ayuda. Ésta es una idea reproducida y utilizada en su inmediatez para justificar las intervenciones, que se realizan bañadas de “pureza” y de “buenas intenciones” o autojustificadamente como respondiendo a un “imperativo ético” (empero, cabe una aclaración, quienes así se justifican no distinguen que lo ético no se verifica en la justificación sino en la forma de proceder).
Sin otras consideraciones o reconocimientos y definidos e identificados como “pobres necesitados”, los campesinos terminan siendo objeto de intervenciones muy variadas que no están vacías de intereses, como son: atraer votos, apropiarse de sus recursos o de su fuerza de trabajo y de su capacidad creativa, “bajar proyectos” de sistemas de financiación como modus vivendi, entre muchos más. Son años y años de este tipo de intervenciones y la modificación de la inequidad y la injusticia social ni se vislumbra y es claro que no se logrará bajo esta lógica. Esto es a lo que llamamos reproducción de relaciones coloniales (que, desde luego, son colonialistas y colonizantes, es decir, prácticas que reproducen ese tipo de relación jerárquica, impositiva y desequilibrada).
Peor aún tratándose de comunidades indígenas, este hecho es lamentablemente más enfático y contundente, pues conlleva una lógica de relación con pueblos enteros e incluye el despojo territorial, el dominio y el control histórico, su fragmentación, la discriminación y el debilitamiento cultural. Cuando no completamente ignorados y excluidos, ésta es la nota característica de las relaciones con los pueblos indígenas, su gente y sus comunidades.
Son siete los puntos que destacamos en nuestra reflexión que distingue la intervención respecto de aquella que hemos entendido como colaboración. El primero de los puntos emerge de inmediato: la justificación. La lógica de la intervención viene cargada de una justificación elaborada externamente y se concreta en proyectos, programas, políticas y discursos cuya aplicación o concreción recae sobre las comunidades campesinas, cuando más buscando su complacencia.
La intervención lleva consigo un entendimiento previo de una problemática que va a atenderse; idea que difícilmente cambia a lo largo del contacto y no se está en disposición de discutir para su replanteamiento, lo que seguramente conduciría a la realización de acciones no previstas. Quien interviene se agarra de “su verdad” y la validez de su acto la ubica en el prejuicio primero de que se está atendiendo a gente pobre, sin, además, considerar las implicaciones sociales, ambientales y culturales de su acción. Es común que lo que se pretende hacer corresponda a un tema o una agenda de moda, generalizada o global, que luego de algún tiempo pierde relevancia política y económica.
En la colaboración, en cambio, teniendo como característica principal al diálogo, la justificación se elabora mediante definición conjunta, haciendo frente al origen de la problemática para transformarla. El quehacer o lo por hacer se definen basados en la justificación, la cual comúnmente ha considerado ya las múltiples implicaciones y el requerimiento que se tiene de recursos locales.
El segundo punto es la visión de la problemática a atender. En la intervención normalmente se tiene una explicación bajo una lógica desarrollista, con su visión de avanzados y atrasados. En la colaboración es fundamental construir una visión amplia, general y global de la problemática que convoca, que incluye lo histórico, lo político, lo económico, lo ambiental, etcétera y también lo es el reconocer las condiciones estructurales que están precisamente en el origen. Esto permite lograr una claridad de la dimensión política y cultural de lo que se hace.
El tercero es la delimitación y el alcance de la actuación. En la intervención se “atiende” un asunto único, en cambio dada la concepción de que ninguna cosa está aislada, las colaboraciones no evaden afrontar asuntos implicados y retos emergentes. Esto, va de la mano del cuarto punto que es la temporalidad. En las intervenciones no se asume, como sí lo es en las colaboraciones, la responsabilidad que da el detonar procesos que exigen permanencia, perseverancia, seguimiento y continuidad. La paciencia es la nota característica de quienes están en disposición de colaborar, no así entre quienes intervienen, cuya presencia es lo más efímera y acotada posible, además de rápida (a no ser que haya recursos de por medio, entonces así se busca alargar).
El quinto punto implica un aspecto de gran trascendencia para uno u otro de los lados: el entendimiento y la comprensión de la vida y lo que en ella ocurre. La intervención implica lo que se llama un epistemicidio, pues no considera la manera de entender el mundo y la vida ni la manera de conocer ni de nombrar las cosas; lleva consigo y trata de imponer una lógica racionalista, cientificista y positivista. La colaboración, en cambio, está convocada a favorece y potenciar los conocimientos culturales de los pueblos, con su comprensión particular del mundo, de la vida y de todo lo que ocurre, enfatizando sus dimensiones religiosas, trascendentales e históricas (pasado y porvenir).
El sexto punto, relacionado con el anterior pero que merece una mención específica, se desprende de la consideración de lo que la tierra es. En la colaboración se parte del reconocimiento, compartido con las comunidades, de que la tierra es madre y tiene derechos, y por lo tanto el actuar debe incluir las dimensiones concretas de estos derechos, como son: de regenerar su biocapacidad, a la vida de todos los seres que la integran y habitan en ella, a la vida pura y sin contaminación alguna, a la armonía y la conexión con todo. Para quienes intervienen la tierra no es un sujeto vivo y mucho menos de derechos, sino un recurso, una mercancía o, sencillamente, algo que no es necesario tomar en consideración.
El séptimo y último es el lugar del poder y de la toma de decisiones. La colaboración contribuye a la autonomía, orientando hacia ella el sentido de las acciones que se emprenden, en cambio la intervención colabora con el proyecto contrario: la heteronomía, que disminuye el poder hacer y de decisión de las asambleas, impone su lógica, sus reglas y los criterios inflexibles de su agenda. Esta diferencia es una de las concreciones más tangibles entre una u otra de las posiciones.
En conclusión, la distinción entre intervención y colaboración es importante, pues están en juego dignidad y proyecto histórico. Resulta de gran relevancia, pues, ir restringiendo las posibilidades a las intervenciones y definirse por la colaboración. Éste es uno de tantos retos históricos que tenemos (tema al que me referiré próximamente).
Fernando Limón Aguirre
Sociólogo. El Colegio de la Frontera Sur.flimon@ecosur.mx
 
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