La suave patria tan amarga
15/10/2003
- Opinión
Bolivia está viviendo una revolución. Las movilizaciones en las ciudades y en
el campo se proponen tumbar al gobierno neoliberal masacrador. El punto de
unificación fue la tentativa -una más- de entregar la explotación y la
exportación del gas boliviano a las empresas trasnacionales. Este punto,
empero, es aglutinador de todas las diferentes ofensas, agravios y despojos que
los sucesivos gobiernos neoliberales han inferido al pueblo boliviano.
Los insurrectos del campo y de la ciudad exigen la renuncia del presidente.
Este se niega, sostenido abiertamente por Washington, el ejército represor y
los sectores empresariales bolivianos más ligados a las finanzas
internacionales. Son los tres pilares del mando neoliberal en Bolivia. A
similitud del movimiento popular en Argentina en diciembre de 2001, las
manifestaciones callejeras exigen que se vaya Gonzalo Sánchez de Lozada. A
diferencia de Argentina, no piden "que se vayan todos", sin otro punto de
unión. Las exigencias de renuncia están convergiendo en la demanda de una
Asamblea Constituyente y un gobierno provisional para convocarla: es decir, de
otra república y otro gobierno. Como en Argentina ayer, nadie tiene hoy en
Bolivia legitimidad para hablar en nombre de todo el movimiento. Pero, en
cambio, en el país andino los diversos sectores sociales en rebelión han
logrado conservar una fuerte estructuración territorial y sectorial, formas de
organización y de lucha hechas cultura, viejos saberes insurreccionales de los
bolivianos.
Por otra parte, en Argentina no hay tradición de revoluciones, sino de huelgas
y paros generales de dimensiones excepcionales, sin paralelo en América Latina.
Bolivia, en cambio, desde los tiempos de la Colonia tiene tradiciones de
insurrecciones indígenas, campesinas y mineras, y de una gran revolución
popular radical en el siglo XX, la revolución de abril de 1952, cuando los
mineros armados y el pueblo de La Paz asaltaron los cuarteles, destrozaron al
ejército y repusieron en el gobierno al presidente nacionalista cuya elección
había sido desconocida, Víctor Paz Estenssoro.
El movimiento revolucionario que hoy sacude Bolivia está cubriendo todo el país
y tiene focos indígenas, mineros, urbanos y populares diferentes. Su rabia y su
fiereza para enfrentar al ejército, recoger los propios muertos y volver a la
carga es propia de un pueblo en revolución, donde se ha acumulado en décadas y
en siglos una cultura insurreccional, en la cual todo el mundo sabe qué hacer
en los enfrentamientos porque ese saber viene de los padres, de los abuelos y
de los bisabuelos, propios y ajenos. Las abuelas bolivianas indígenas, jóvenes
abuelas casi todas, aparecen en las fotos dando aliento y piedras a los nietos
y a los hijos, para que las disparen con sus hondas. La honda, arma antigua de
las insurrecciones indígenas en la Colonia, es la misma que hoy lanza las
piedras o los cartuchos de dinamita contra el ejército. A manejar una honda se
aprende en la experiencia del trabajo y en la vida de labrador, de pastor o de
minero.
Lo que están haciendo en estos días las ciudades y los barrios de El Alto, La
Paz, Oruro, Cochabamba y las comunidades ai-maras del Altiplano no se improvisa
ni se trasmite por una proclama o un manifiesto. Se sabe por experiencia, es la
amarga herencia de una patria amarga desde hace muchas generaciones de
oprimidos, excluidos y hu-millados que en sus comunidades, en sus barrios y en
sus centros mineros conservaron el honor y el respeto de sí mismos y de sus
pares contra el racismo atroz de los se-ñores, los gobernantes y los políticos
urbanos. Ese respeto de sí mismos hoy se desborda en una rabia y un arrojo que
son la sustancia anímica de esta nueva revolución latinoamericana, esta
insurrección de estos tiempos en que, según dijeron, globalización y
neoliberalismo habían acabado con la era de las revoluciones.
Una revolución no es una fiesta. Es un sacrificio obligado y amargo. Nadie va a
ella por propia voluntad, sino porque ya no queda otra. Hoy globalización
capitalista y neoliberalismo financiero, que habían prometido la paz y el
paraíso, están resultando ser, más bien, la matriz donde se engendran otras
revoluciones con sujetos nuevos, herederos de antiguos métodos de combate y
movidos por rabias ancestrales; y donde, en paralelo, se engendran crueles y
desiguales guerras coloniales y resistencias sin piedad y sin cuartel, como en
Irak, Afganistán, Palestina y Chechenia hoy, y quién sabe dónde más mañana.
En este creciente y violento desorden mundial cuyos puntos focales están en el
Pentágono y en la Casa Blanca, esta nueva revolución boliviana recupera un
orden insurreccional y unas costumbres probadas y pulidas a través de los
tiempos.
El lunes 13, mientras los indígenas aimaras del Altiplano se aprestaban a
marchar en orden de combate sobre La Paz, en todo el centro de esa capital se
produjeron enfrentamientos entre el pueblo rebelde y los militares. Al
anochecer llegó noticia, por las ra-dios populares, de que el ejército se
aprestaba a tomar ese sector. Los rebeldes se replegaron en orden a las 20
horas, dejaron calles y plazas céntricas y levantaron sus barricadas en los
accesos a los barrios pobres de las alturas de la ciudad. Eludieron, pues, el
choque. A la madrugada del 14 los tanques retomaron el control de las calles
desiertas.
El martes 14, al mediodía, miles de mineros de Huanuni -el centro donde en 1944
se fundó la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, eje obrero
de la revolución de 1952 y de las décadas siguientes- marcharon sobre la ciudad
de Oruro y, junto con el pueblo, ocuparon el centro de esta ciudad capital de
los mineros y se preparaban a converger sobre La Paz. El día 13 de octubre las
comerciantes de los mercados de Oruro había partido desde la parroquia de la
Virgen del Socavón, bajo la lluvia y el frío del Altiplano, a ocupar
poblaciones vecinas y disponerse a marchar a La Paz.
Estas son apenas descripciones, instantáneas, momentos puntuales reveladores de
una situación general de insurrección popular. En este movimiento convergen
diversas tradiciones de vida y de combate: aimara, quechua, urbana, minera,
cocaleros, trasportistas, artesanos, comerciantes pobres y una incontable
multitud de jóvenes a quienes nada, salvo pobreza y desempleo, les ofrece la
Bolivia amarga de estos tiempos.
Esa convergencia de estados de ánimo, formas organizativas y visiones políticas
diferentes puede leerse en los dos declaraciones que se publican hoy en La
Jornada: una, del Movimiento al Socialismo (MAS), encabezado por el dirigente
cocalero Evo Morales; la otra, del movimiento indígena aimara, dirigido por el
Mallku Felipe Quispe. Ambos, Morales y Quispe, son hoy diputados.
El documento del MAS, que exige la renuncia del presidente y una Asamblea
Constituyente, habla de "la gente", "la sociedad civil", "un proyecto de
nación", "una democracia incluyente", en lenguaje afín al de las direcciones
políticas y partidarias urbanas, lenguaje no ajeno al que en México circula en
los mismos ámbitos. El manifiesto de la Confederación Sindical Unica de
Campesinos de Bolivia habla en nombre de las "comunidades aimaras" y de los
"comunarios", se dirige a los "hermanos y hermanas del gran Kollasuyu y del
mundo" invocando "la voz del pueblo de cara morena", y también exige la
renuncia del presidente. Pero no habla, como el otro, de Constituyente ni de
"refundar la democracia". Es un grito de furia antigua contra la humillación,
el racismo, el despojo y la explotación, que termina invocando las figuras de
Tupaj Katari y Bartolina Sisa, símbolos de la gran insurrección aimara
anticolonial de 1781 que sublevó al Altiplano y puso sitio a la ciudad de La
Paz, rebelión después ahogada en sangre por el ejército colonial español.
Son dos insurgencias convergentes en la defensa del gas, en el odio a las
fuerzas represoras y en la renuncia del presidente, aunque diferentes en su
lenguaje, en sus objetivos sociales y en su dinámica interna. Es natural que
quienes se reconocen en uno de estos manifiestos encuentren ajeno y ex-traño el
lenguaje y el espíritu del otro. Son enlaces posibles entre ambos movimientos
la rebelión minera y sus organizaciones, el pueblo indígena urbano de El Alto,
los barrios pobres de La Paz, de Oruro, de Cochabamba y de otros centros
urbanos.
Hasta ahora esta insurrección parece jugar su suerte no sólo a la increíble
voluntad de sacrificio de los insurrectos sino también al logro de una
dirección, si no única, al menos unificada en algunos objetivos comunes.
Existen los elementos y las exigencias de abajo para que ésta sobrevenga. Pero
al ser los agravios tan antiguos y diversos, no es sencillo reconocerse unos a
otros entre el polvo, la sangre, el ruido y la furia de los enfrentamientos con
el enemigo que a todos reprime.
De esta convergencia, sin embargo, parece depender el destino de esta
revolución de los indígenas, los campesinos, los mineros, los trabajadores, los
puesteros de los mercados, los pobres, los estudiantes, los vecinos, los
empleados y los desempleados de Bolivia contra un aparato represivo que sigue
matando sin piedad y sin medida.
De Bolivia me escriben, hoy 14 de octubre. Describen la rebelión. Trascribo
aquí uno de esos mensajes de amigos de La Paz:
"Ayer vimos imágenes de jóvenos alteños en la Plaza San Francisco enfrentándose
con los policías, lanzando piedras con sus hondas. El Alto, donde se concentra
la represión y de donde ha emergido la insurgencia de estos días, es una ciudad
aimara de composición cultural y demográfica muy campesina. Si estamos viviendo
otra rebelión aimara en este tiempo, con notables coincidencias en sus formas
de lucha con movimientos del pasado, las fuerzas insurgentes ya no son sólo del
campo, sino también concentrados en esa ciudad medio campesina donde radica la
nueva población indígena urbana de los últimos 30 años.
"En el último censo boliviano, más de 60 por ciento de la gente se
autoidentificó como indígena. Muchos de ellos ya no viven en el campo, y muchos
ni siquiera hablan aimara. Son jóvenes en gran parte, azotados por la gran
pobreza en las urbanizaciones marginales. La cultura que tienen es de una
profunda raíz aimara, y eso se expresa políticamente en estos momentos: la
honda es un símbolo.
"No hay liderazgos fuertes y, por otro lado, sí fuertes impulsos desde las
bases. En estos días han sido los barrios de El Alto, cada uno por su cuenta,
que se han levantado contra el gobierno para pedir la cabeza del Goni. Los
líderes ni siquiera aparecieron en la marcha y en las protestas de ayer. No
tiene control ni Evo, ni Mallku, ni Jaime Solares de la COB, ni los dirigentes
de El Alto. Las bases vecinales -una forma social de raíz política entre
sindicato obrero y co-munidad aimara- están con tremenda bronca. Son ellos
quienes reivindican los intereses nacionales en torno al gas, y los que han
recibido el mayor impacto de la represión por el hecho de ser vistos como
'pobres indios' cuyas vidas no se contabilizan como las de gente de las 'clases
decentes' de La Paz. La represión estatal desplegada en El Alto sólo se puede
entender en términos de la larga historia del racismo y la violencia coloniales
y neocoloniales".
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