Cuba en el corazón: Retos del pensamiento crítico

19/05/2003
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En diversos tonos, intelectuales de izquierda han condenado las penas de cárcel impuestas en Cuba a un grupo acusado de varios delitos, así como la aplicación de la pena de muerte a tres secuestradores de una lancha. Difiero de los que piensan, a la vieja usanza, que criticar a los aliados o a los proyectos progresistas, de suyo es alimentar el proyecto del imperialismo. Pero me opongo también a quienes piensan que un desacuerdo, por más fuerte que sea, con las medidas de las autoridades de la isla, debe implicar el rechazo de la Revolución Cubana, ponerse al margen, abandonar el campo. Se diga lo que se diga, en las circunstancias concretas que vivimos hoy, dar la espalda al pueblo cubano -lo que no se refiere a la discrepancia, siempre válida- equivale a alimentar el proyecto imperial. Si bien es inaceptable que se detracte a los intelectuales que discrepan, por el sólo hecho de manifestar su desacuerdo, es también insostenible que los críticos, que hablan desde una perspectiva de izquierda, impliquen que su reprobación conlleva tocar la retirada o a abandonar la defensa del proceso revolucionario cubano. En esto no puedo seguir ni a Saramago ni a otros intelectuales. Tendría que demostrarse, al menos, que el sistema sometido a juicio se ha erosionado, que su práctica es la negación del proyecto sociopolítico que lo alentó y que los derechos fundamentales de los cubanos han sido conculcados, lo cual no es, ni de lejos, el caso de la Revolución Cubana. Saramago proclamó que considera la disidencia un acto irrenunciable de conciencia y que rechaza la pena de muerte. No tengo objeción a esos planteamientos generales, con las precisiones que haré más adelante. Pero Saramago deriva un rotundo: "Hasta aquí he llegado". No creo que esta conclusión se deduzca, ni filosófica ni políticamente, de la discrepancia manifestada. Oponer preceptos generales a los argumentos particulares del otro, y con ello dar por terminado el diálogo, no es un ejercicio de la razón crítica; a menudo es un gesto dogmático y soberbio que, en la historia, ha sido la práctica habitual de los poderosos. Discrepar con uno o más actos de la Revolución Cubana no tiene por qué conducir a desentenderse de ese experimento social, uno de los más valiosos de nuestro tiempo; a implicar que ya nos será ajena la solidaridad con ese pueblo (al parecer comprendida en esta sentencia de Saramago: "en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo"). Si este proceder se generalizara entre la intelectualidad que ha sido solidaria con el pueblo de Cuba -poco interesa aquí la previsible logomaquia del imperio y de sus intelectuales de derecha-, el sanguinario totalitarismo imperial que hoy nos amenaza a todos alcanzaría un triunfo político-ideológico. Y hay que dejarlo claro: un triunfo de ese tipo de los enemigos de la Cuba revolucionaria, por ahora improbable, no podría ser anulado por las buenas intenciones que animen a los que practican la crítica como defección. Las sombras del universalismo ¿Qué es lo que realmente ha cambiado, qué induce una variación de actitud tan drástica en algunos intelectuales que anteriormente valoraban con entusiasmo el ejemplo cubano? ¿Han sido las últimas medidas contra "disidentes" (estas comillas las justificaré más adelante) y transgresores de las leyes del país? No parece ser así, ya que por lo que hace a estas medidas la política del Estado cubano no ha variado. Así, pues, no es evidente la relación entre los hechos reprobados y el nuevo camino seguido por algunos intelectuales. Vuelvo a mirar la foto, tomada en La Habana, en febrero de 1992, ya en pleno "período especial": un grupo de intelectuales, entre ellos Saramago, saludamos al comandante Fidel Castro; a un lado de éste, Roberto Fernández Retamar, nuestro anfitrión en Casa de las Américas. Se festejaba el cierre de los trabajos de los jurados del Premio Casa y de los eventos culturales con motivo del Quinto Centenario. Revivo la admiración de Saramago hacia la Revolución Cubana, sus logros y la calidad de sus dirigentes; sus penetrantes comentarios sobre la importancia de este vasto experimento social, temas recurrentes en las numerosas pláticas que sostuvimos (junto con Consuelo Sánchez) a lo largo de una semana, a veces hasta altas horas de la noche. En aquel entonces estaba vigente la pena de muerte en la isla (de hecho se había aplicado poco antes), y los tribunales sancionaban con penas de cárcel a aquellos que violaban las leyes cubanas (sin exceptuar a los que se definían como disidentes). Así que, por aquel entonces, intelectuales como Saramago distinguían claramente su apoyo a la Revolución Cubana de su posible desacuerdo con la aplicación de la pena de muerte y el arresto de ciertos transgresores de las leyes. El apoyo, desde luego, no impedía manifestar el desacuerdo. De aquellos años a la fecha, insisto, en este punto no hubo cambios en Cuba. Si hubo cambios en la isla fueron en el sentido de remontar -contra tantos vaticinios sobre la catástrofe que se avecinaba- las dificilísimas condiciones socioeconómicas creadas a raíz del derrumbe del bloque soviético (el mencionado "período especial"), sin que Cuba sea ahora el paraíso, una hazaña que sólo puede explicarse por la unidad del pueblo cubano en torno al proyecto revolucionario, la sorprendente vitalidad propia del sistema (roto ya el nexo con las economías del este) y la lucidez de su dirigencia. ¿Qué cambió entonces, que provoca las reacciones ya sabidas? Me parece que, en el ínterin, hubo un cambio en la visión de esos intelectuales. No implico que hay doblez en el giro observado, pero sí que entraña novedades sobre las que debemos reflexionar. Dejando de lado las consabidas injurias del pensamiento conservador contra la Revolución Cubana, creo que los recientes reposicionamientos de algunos intelectuales no pueden explicarse, en efecto, como meras reacciones ante las medidas adoptadas en abril último por el Estado cubano. Vislumbro que hay otras cuestiones de enfoque. Exploraré la que puede ser una de ellas. El cambio referido quizás tiene que ver con el desarrollo de una ideología universalista -de neto corte liberal- que ha ido penetrando en el pensamiento de izquierda y progresista en los últimos tiempos. Lo más destacado del pensamiento liberal y de sus aparatos de formación de opinión pública han dedicado un esfuerzo formidable en décadas recientes a modelar esta visión, especialmente por lo que hace a los derechos humanos. En este terreno se ha concentrado parte importante de la batalla ideológica. Los derechos humanos, de ser prerrogativas históricas, construidas por las sociedades, que responden a necesidades concretas de justicia de las agrupaciones humanas, pasan a ser esquemas previos, supuestamente fundados en principios ahistóricos, categóricos, absolutos. De ahí les viene la "universalidad", puesto que están determinados de antemano, tanto por lo que hace a su contenido como a la forma específica de su ejercicio. En suma, la perspectiva liberal resulta así la depositaria del saber sobre la libertad, la justicia y otros valores, traducidos al lenguaje de los derechos. El liberalismo predominante (especialmente en sus formulaciones deontológicas más recientes), obtiene un triunfo notable cuando logra meter al menos parte del pensamiento progresista o de izquierda en la lógica de un falso universalismo que favorece en todo al statu quo capitalista. Entiéndase: no es, ni mucho menos, que los proyectos democráticos o el socialismo deban reñir con los derechos de las personas y los grupos (colectividades con identidades propias, por ejemplo), sino que tales derechos deben concebirse como históricos, concretos, emanando de concepciones del "bien" que son obra de los hombres y sobre las que van construyendo acuerdos. En este sentido, los derechos son universalizables: se forman mediante el diálogo, la discusión y el acuerdo entre las comunidades humanas. Esa es su verdadera fuente, y no ningún principio o imperativo del que los pensadores de una o más sociedades tienen la clave. Así, por cierto, surgieron los derechos contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: son universales en cuanto la generalidad de las sociedades los han adoptado, manifestando su acuerdo. Esto está lejos de esquemas previos que definen hasta en sus menores detalles cuáles son esos derechos de una vez y para siempre y, particularmente, cómo deben ejercerse en la práctica (que instituciones, qué mecanismos, qué procedimientos, etc.). El que los derechos humanos tienen un claro soporte histórico se deduce del sencillo hecho de que ellos se han ido construyendo y han ampliado su rango, proceso que está lejos de haber concluido. Nuevas "generaciones" de derechos han surgido en los últimos años, y órdenes nuevos están apenas en proceso de consolidación, como es el caso de los llamados "derechos colectivos", parte de los cuales se está fraguando en el diálogo que realiza el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas del mundo. El procedimiento liberal sigue otro camino: definir principios universales "de justicia", por ejemplo, que excluyen cualquier concepción particular del bien, para poner el énfasis en una visión de lo justo que también se pretende universal. Examinada con detalle, se echa de ver que esta visión de lo justo esconde una concepción particular del bien, que es en verdad el sustento de la primera. Por ello, no es sorprendente que los principios "universales" que sustentan la justicia, los derechos humanos, correspondan perfectamente con las sociedades llamadas liberales-democráticas de occidente (y particularmente de su parte noratlántica). Los teóricos liberales advierten tan afortunada coincidencia y razonan que ello se debe a que, en rigor, la forma particular de ver el mundo de esa parte de occidente es la consumación de los principios universales que ellos no han formulado, sino que sólo han descubierto. Ahora podemos estar tranquilos, pues los principios de la democracia liberal (anglosajona, para más señas) tienen la consistencia de la "razón universal" y es por ello que deben ser adoptados por todas las sociedades humanas. Esta manera de razonar, que causa tanta fascinación en ciertos círculos intelectuales (se perciban o no sus sutilezas), tiene el doble problema de que oculta el particularismo que está detrás del universalismo y ahoga el pensamiento crítico. El primer problema lo advierten los críticos recientes de este enfoque liberal, tanto internos como externos. Coinciden en un punto: lo peculiar del liberalismo no es que sus presupuestos y los modelos sociopolíticos que de ellos derivan sean universales (en el sentido de estar fundadas en la razón humana, como declaran los liberales), sino que es la doctrina que ha llevado más lejos la pretensión de convertir todas sus concepciones particulares del bien en normas generales. El liberalismo en boga, recuerda Taylor, "parece suponer que hay unos principios universales que son ciegos a la diferencia". Lo preocupante, agrega, es "que la misma idea de semejante liberalismo sea una especie de contradicción pragmática, un particularismo que se disfraza de universalidad."(1) No hay, en verdad, mejor coartada política que hacer pasar mi propia e interesada visión del mundo como la única forma de organización sociopolítica que es racional y moralmente legítima. Según este enfoque, la libertad, la democracia, por ejemplo, sólo se pueden ejercer de acuerdo con ciertos moldes, con lo que los correspondientes derechos pasan a ser, realmente, muy particulares: responden más a los patrones de una tradición cultural y política específica que a supuestos imperativos universales. Su "universalidad", más bien, proviene de la voluntad poderosa de un tipo de sociedad que decide que su visión del mundo debe ser reconocida universalmente como "la buena vida": la única forma legítima, democrática, etc., de "ordenar" la sociedad y sus instituciones. Todo el que se aparta de tal "universalidad" y explora otros caminos, en aras de buscar formas más justas de organizar la sociedad (a fin de acrecentar las libertades reales de todos, la solidaridad, el bienestar de la colectividad), es un violador de los derechos humanos. Y es así como se puede llegar a la aberración de que sociedades en donde los derechos de las personas y los grupos alcanzan altísimos niveles, como es el caso de Cuba, puedan ser acusadas de infringirlos. Esto lleva también, y ya tenemos inquietantes ejemplos concretos de ello, a justificar la aplicación de la fuerza contra ciertos países (intervenciones humanitarias, claro) para reponer la normalidad dictada desde los centros de poder mundial. El derecho a la "intervención humanitaria" comienza a configurarse como un nuevo derecho "universal" a la medida de los intereses de los mandarines de la globalización. Para lograr todo ello, adicionalmente el pensamiento liberal ha realizado una doble operación de cirugía mayor, consistente en reducir prácticamente los derechos a unos cuantos, y éstos a su manera. La primera operación consiste en distinguir arbitrariamente entre derechos civiles y políticos, por una parte, y derechos económicos, sociales y culturales, por otra. Al tiempo que el tema de los derechos humanos adquiere una relevancia cada vez mayor en el mundo, el debate crítico en torno a lo que ellos realmente significan y, sobre todo, a las prerrogativas individuales y colectivas que abarcan, debería intensificarse. Lo que creo observar en algunos intelectuales, en cambio, es una mansa aceptación de los tópicos que pregona el liberalismo. Aquella separación entre "órdenes" de derechos es un ejemplo pertinente. No existe ni el más mínimo fundamento para ello. Pero la disociación tiene el efecto de apuntalar el sesgo individualista de los derechos y, como veremos, de deshacer el eje social que cruza transversalmente los mismos. Al final, los únicos verdaderos derechos terminan siendo los civiles y políticos, mientras los demás son sólo "deseos" poco realistas, moralmente no exigibles, "aspiraciones" que se dejan para las calendas griegas. Es un asunto crucial, pues resulta evidente que desde los países ricos, conforme aumenta su poder económico y político merced a la llamada globalización, se impone una visión sesgada, desequilibrada y egoísta de los derechos humanos, minimizando o dejando de lado sus contenidos económicos, sociales y culturales. En el fondo de esto, está la vieja distinción que hace la doctrina liberal entre la libertad y la igualdad, ahora convertida por los Estados centrales -incluso en el seno de las Naciones Unidas y contra el espíritu de su Declaración- en imperativo ideológico a escala mundial y en la única y "universal" verdad moral. La verdad es que los derechos humanos son integrales (civiles y políticos/sociales, económicos y culturales/individuales y colectivos) o no son más que un arma de combate político. Si no se insiste en cada caso y a cada paso en la integralidad, se favorece un falso universalismo interesado (en realidad, nada universal sino muy particular y propio de una manera de ver el mundo, de organizar la dominación de la sociedad). La organización de Amnistía Internacional ha reparado en este hecho recientemente. Paul Hoffman, presidente de esta organización, lo reconoció en su discurso ante el III Foro Social Mundial de Porto Alegre: "El derecho internacional de derechos humanos es mucho más que los derechos civiles y políticos. Va mucho más allá del limitado concepto que se circunscribe a la protección del ciudadano de las injerencias del Estado en sus libertades fundamentales. La perspectiva de los derechos humanos hace igual énfasis en la idea de la dignidad humana y en lo que se requiere que hagan los Estados (en términos positivos) para garantizar que la vida se vive con dignidad." Y agregó: "Durante demasiado tiempo se ha prestado demasiada poca atención a los derechos económicos y sociales y, en este respecto, Amnistía Internacional comparte algo de la culpa. Hasta hace bien poco nuestra organización no se había comprometido a trabajar por toda la variedad existente de derechos humanos."(2) Veamos la segunda operación: una vez que han sido separados, los derechos son jerarquizados por el liberalismo. Ilustres liberales, desde J. Locke a I. Kant, desde I. Berlin a J. Rawls, han insistido en que la libertad tiene prioridad absoluta sobre la igualdad, y que ninguna restricción de la primera es admisible para alcanzar mejorías prácticas en materia de justicia y fraternidad humanas. La jerarquía liberal establece que existen derechos sustantivos (que son inalienables), y adjetivos (que pueden pasarse por alto, al menos hasta que se realicen plenamente los primeros). En ese marco, previsiblemente los derechos civiles y políticos se afirman como los fundamentales, mientras los económicos, sociales y culturales ocupan una posición secundaria, aunque el ejercicio pleno de éstos sea una evidente condición para construir sociedades justas e igualitarias. En los hechos, esta arbitraria jerarquía, asumida acríticamente por ciertos círculos intelectuales, ha operado como el más formidable obstáculo para que la mayoría de la humanidad disfrute del elemental derecho a una vida plena. En Teoría de la justicia, considerada la última obra maestra del liberalismo, Rawls buscó conciliar la libertad con la igualdad, incorporando en la doctrina el célebre "principio de diferencia" (regulador de las desigualdades). Pero no tardó en recaer en la prioridad del "principio de libertad", de modo que ningún principio regulador de las desigualdades socioeconómicas puede intervenir hasta que aquél haya sido plenamente satisfecho. En estas condiciones las cuestiones relativas a la igualdad pueden quedar permanentemente aplazadas, dando lugar a la paradójica "justicia" de la desigualdad y la explotación, que no es más que un retrato de las actuales democracias capitalistas.(3) Los derechos humanos así jerarquizados no responden a ningún imperativo universal; constituyen el punto de vista particular de una doctrina, asumido por grupos de intereses también muy determinados. Se entiende que busquen hacer pasar esta visión como la racional y universal. El motivo es sencillo: si todos los derechos fuesen considerados en el mismo plano de importancia y como interdependientes, gobiernos que hoy se proclaman como campeones de los derechos humanos quedarían situados como los mayores violadores, pues con sus políticas han extendido la sombra de la desigualdad y la miseria sobre la mayoría de los pueblos. Es un enfoque que se opone a la construcción de sociedades tan igualitarias y justas como libres y solidarias, que es la generalizada aspiración de la humanidad. La reducción de los derechos humanos es una de las formas ideológicas que adopta la oposición neoliberal a cualquier cambio del mundo en un sentido democrático, progresista, socialista. En su marco, otro mundo jamás será posible. En los hechos, esta visión se ha concretado como una defensa abstracta, formal y unilateral de la "libertad" (en realidad de ciertos derechos civiles, entendidos según los valores de los poderosos), en detrimento u olvido de la justicia entendida como igualdad que constituye, sin duda, la médula de los derechos humanos proclamados por las naciones en 1948. En resumidas cuentas, el liberalismo, que nació como una perspectiva filosófica y una ideología política entre otras, amenaza con convertirse en un pensamiento único. Pero no sólo eso. Además, se está traduciendo en una intolerante política internacional, dogmáticamente impuesta sobre todo el orbe, que permite repartir condenas o reconocimientos a conveniencia. En esa atmósfera, la noble defensa de los derechos humanos corre cada vez más el peligro de convertirse en mero instrumento de manipulación política y en el manto que cubre la hipocresía de los poderosos (particularmente del gobierno norteamericano y sus aliados), en perjuicio de los países más débiles. Cuba, por cierto, ha luchado en los foros internacionales contra estas deformaciones.(4) La Declaración Universal de los derechos Humanos indica en su primer párrafo que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos". No es difícil llegar al acuerdo de que esta debe ser una idea inspiradora, un presupuesto internacionalmente aceptado. Pero lo que necesitamos no es que se nos repita que es un principio universal, sino que a la luz de él se saquen las consecuencias y se explique por qué muchos millones de seres humanos, que según esa máxima nacieron libres e iguales en dignidad y derecho, viven en la pobreza y la opresión; y qué sería necesario hacer para que esto no siguiera ocurriendo. Si todos nacemos libres e iguales, ningún principio sobre la "libertad" que pueda esgrimirse para imposibilitar que los seres humanos alcancen la igualdad en dignidad y derechos puede proponerse como una norma moralmente válida. La única norma que puede pretender universalidad es la que procura la justicia para todos. En mi opinión, en la actualidad nadie está haciendo más, y en medio de más dificultades, para avanzar por esa ruta que la Revolución Cubana. Estimo que el análisis de estos problemas, que apenas he esbozado, debería ser materia del trabajo de los intelectuales que adoptan un talante crítico, en sus variadas modalidades. Parece haber cierto acuerdo acerca de que la principal tarea de estos intelectuales es abordar críticamente la sociedad que les tocó vivir, mediante la evaluación atenta de las evidencias, contrastando los enfoques con las pruebas que brotan de la diversidad del mundo... Pero esto no puede lograrse a partir de vaporosas nociones que ahorran el análisis concreto e ignoran los contextos. Al contrario, el pensamiento crítico no se lleva bien con los pretendidos principios universales o inmutables. En este sentido, me parece que es deber de los intelectuales reflexionar sobre los temas apuntados, buscando remontar los tópicos que están configurando un pensamiento "políticamente correcto": por ejemplo, la defensa abstracta de ciertos derechos "civiles y políticos", mientras cotidianamente, y en parte merced a esos tópicos, se violan los derechos a la vida digna y plena de millones de personas. La crítica debería enfocar sus baterías hacia un orden sustentado en la impostura, en el que unas "libertades" se oponen a la justicia y modelan un planeta atestado de menesterosos y desesperados: la inmensa multitud de los "condenados de la tierra". Está visto que esa crítica no puede realizarse con los instrumentos de un universalismo hueco que hace caso omiso de la variedad del mundo; que en su intolerancia y soberbia no es capaz, como añoraba Borges, de apreciar "las excelencias ajenas" porque está enceguecido por sus propios valores y verdades inalterables; que exonera a los culpables y condena a las víctimas que no aceptan las reglas del juego, sin ni siquiera escuchar sus razones (pues ya se impuso el canon: las razones son "universales" o no son razones). Los derechos humanos en Cuba En Cuba se han llevado los derechos humanos en su "vertiente" económica, social y cultural, más lejos que nadie, al menos en el contexto latinoamericano. ¿Se violan, en cambio, los derechos civiles y políticos? Nadie ha podido fundar expedientes de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturas, represiones policíacas, y otras violaciones por el estilo, contra ciudadanos cubanos. Esto puede decirse de muy pocos países en el mundo; desde luego, no puede afirmarse de los Estados Unidos, cuyo gobierno es un contumaz ejecutor o promotor de todas las violaciones imaginables. Digamos de paso que el gobierno norteamericano no sólo viola tales derechos, sino que además ha roto todas las marcas en su oposición a los acuerdos e instrumentos internacionales destinados a mejorar el respeto a los derechos de las personas y hacer del planeta un mundo mejor para todos. La negativa del gobierno estadounidense a reconocer tales acuerdos internacionales va desde el protocolo de Kyoto hasta la Corte Penal Internacional, desde la Convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad hasta la que garantiza los derechos de los niños...(5) Por lo que respecta a Cuba, pues, la cuestión entonces se restringe a ciertos derechos civiles y políticos que tienen que ver con la libertad de expresión y prensa, participación política, etc. Pero la sociedad cubana se ha dado formas de expresión, participación, etc., adaptadas a su realidad y circunstancia. El debate es en torno a si esas formas y los procedimientos conexos son adecuados o no. Y es un debate válido, pues es absurdo pretender que la sociedad cubana alcanzó el punto culminante y que no es perfectible; o que no deba discutirse sobre ello. Pero ese debate no puede realizarse provechosamente a partir de supuestos principios universales que han definido de antemano las únicas formas legítimas y que, por ejemplo, repudian por principio cualquier modalidad de democracia participativa, etc. La universalidad que excluye la consideración de la diversidad, como lo han comprobado tantos pueblos a lo largo de la historia (y en particular los pueblos indígenas), es una impostura. La universalidad que aspira a ser válida debe alimentarse de la diversidad, a la que no puede ser ciega. Y esto tiene un presupuesto insoslayable: no perder de vista los contextos y comprenderlos. Si hay una sociedad juzgada al buen tuntún sin un esfuerzo razonable por allegarse la información pertinente, y a veces con una ignorancia hasta de lo más elemental, esa es la Cuba de hoy. Y aquí cabría recordar la máxima de Geertz: "El juzgar sin comprensión constituye una ofensa contra la moralidad".(6) Volviendo al punto, ¿acaso puede sostenerse reflexivamente que las únicas formas válidas y "universales" de ejercer esos derechos "civiles y políticos" son las dictadas por los países ricos y sus pensadores? ¿Y, en cualquier caso, una evaluación equilibrada no tendría que tomar en cuenta la situación a que ha sido orillado el país, a la defensiva frente a un asedio y una agresión constantes? ¿En esas condiciones, el ejercicio de tales derechos civiles y políticos podría realizarse sin previsiones para evitar que los propósitos declarados de los Estados Unidos de destruir el sistema cubano mismo se cumplan? Veamos el caso concreto de la disidencia, esto es, el derecho a tener ideas divergentes de cualquier tipo y a expresarlas. Hasta Saramago, que en su texto citado caracteriza la disidencia como irrenunciable, admite que ésta debe tener al menos un límite: por ejemplo, la traición. Ahora bien, en Cuba el que piensa diferente no es considerado un traidor ni es encarcelado por ello. En las condiciones de Cuba, en cambio, las acciones del disidente que consisten en hacer tratos y realizar actividades con los agentes de una potencia extranjera que explícitamente ha manifestado querer socavar y derribar el régimen, se consideran una grave falta, rayana en la traición, y están penadas por leyes previas y públicas (no ad hoc ni secretas). Lo penado, en el caso de las sentencias recientes, no fueron las ideas, sino las acciones conducentes a derribar el gobierno, en complicidad con entidades oficiales norteamericanas que no ocultan sus propósitos. El asunto aquí radica en si la traición fue probada adecuadamente en el caso de los sentenciados ("Puede que disentir conduzca a la traición, pero eso siempre tiene que ser demostrado con pruebas irrefutables", escribió Saramago). Los tribunales cubanos creen que sí fue acreditada, y se han exhibido las pruebas. Saramago cree que no. Por consiguiente, la cuestión se coloca en el terreno de las pruebas y su evaluación, y no ya en el de un pregonado derecho universal a la "disidencia" que no admite restricciones, lo que colocaría a Cuba en la indefensión frente a un gigante que no ceja en su empeño de someterla. La mejor prueba de que en Cuba no se encarcela por las ideas es que los que piensan diferente, pero no violan las normas que previenen el complot y la conspiración contra la sociedad revolucionaria, andan libres. Ya se ha dicho hasta el cansancio: ningún país (incluyendo a los que se precian de ser campeones de la libertad de pensamiento y de ser el modelo para juzgar a los demás, como es el caso de Estados Unidos) permite que sus nacionales participen en operaciones con agentes o funcionarios extranjeros para derribar el régimen sociopolítico. Si ciudadanos norteamericanos hubieran realizado actividades con el responsable de la oficina de intereses cubanos en Washington, orientadas a "cambiar el régimen", estarían ahora encarcelados de acuerdo con las leyes estadounidenses. Yo diría que el verdadero problema de los derechos humanos en Cuba se encuentra en otra parte. Es cierto que el pueblo cubano sufre la violación de sus derechos humanos, masivamente, cada día. Pero ello no es obra del régimen cubano. Los instrumentos de esas violaciones tienen nombres y a veces hasta apellidos: el bloqueo contra la isla, la Ley de Ajuste Cubano, la Enmienda Torricelli, la Ley Helms-Burton, todos obras de los Estados Unidos. La amenaza imperial Hasta los críticos de izquierda más acérrimos tienen que reconocer un hecho incontestable: la amenaza imperialista contra la sociedad que los cubanos han construido en las últimas décadas es más seria e inminente que nunca. Sólo hay que atender a las declaraciones de los voceros del imperio y sus corifeos, y a sus aprestos contra Cuba, inmediatamente después de haber arrasado con Afganistán e Iraq. Dado el historial del imperio, no hay razones para tomar en serio la declaración de Powell, del 4 de mayo pasado, en el sentido que no cree necesario el uso de la fuerza militar contra Cuba. De todos modos, él creyó conveniente agregar que era sólo "por el momento". Comprendo la reacción de los cubanos. El 28 de abril pasado rememoré la experiencia más traumática y amarga de mi vida: la invasión de mi país de origen por tropas norteamericanas. Una insurrección popular, iniciada el 24 de abril de 1965, había derribado el gobierno de facto en la República Dominicana y buscaba restablecer el régimen democrático y constitucional (depuesto unos años antes por el propio Estados Unidos). Alegando que en las filas de los constitucionalistas había "53 comunistas" -algo parecido al pretexto de las "armas de destrucción masiva" de hoy-, desembarcaron en la isla miles de marines. Se formaron comandos populares para resistir y se logró combatir contra el invasor durante cerca de seis meses. Miles de mis compañeros murieron. Es una historia larga que no me propongo exponer aquí. Fue, en síntesis, el heroísmo de un pueblo que afrontó con todo al invasor; pero también la afrenta, el atropello, la humillación, la muerte para muchos en la flor de la vida. Cuando finalmente se marcharon las tropas de ocupación, dejaron a los dominicanos una de las dictaduras más feroces del continente (encabezada por Joaquín Balaguer, el "hombre" de Estados Unidos en Santo Domingo): durante 12 años, millares de ciudadanos fueron asesinados, decenas de miles perseguidos, encarcelados y torturados, sin contar a los deportados. Los grupos paramilitares, los cuerpos represivos del Estado y los "asesores" de la CIA (el más conocido es Dan Mitrione) ejecutaron el trabajo. Para ellos, violar los derechos de los dominicanos se convirtió en una de las bellas artes. Hasta hoy, el país (que tiene la mayoría de su población sumida en la pobreza) no se ha recuperado de estos infames actos. Creo entender la preocupación del pueblo y el gobierno de Cuba. La idea de tropas extrajeras hollando su suelo debe provocarles el mismo vértigo de rebeldía que me produjo hace 38 años el cuadro horrendo de una invasión a mi país. Yo espero con toda el alma que millones en el mundo compartan ese sentimiento. Si el pueblo cubano y su revolución fueran agredidos, no bastará decir: Me atuve al dictado de mi conciencia y a los principios que me aconsejaron decir: "Hasta aquí he llegado con Cuba; aquí me quedo". Y no importará si las intenciones fueron las mejores del mundo. Supongo que especialmente en este caso, la pesadumbre, el dolor no podrán describirse. Y ningún principio universal será consuelo para un pueblo herido. Debemos llevar, hoy más que nunca, a Cuba en el corazón. Ni aun el rechazo a la pena de muerte, causa que suscribo, debe llevarnos a darle la espalda. En este momento de amenaza para el pueblo cubano, estas palabras de José Martí deben ser nuestra divisa: "Quien se levanta hoy por Cuba, se levanta para todos los tiempos". Notas 1. Charles Taylor, El multiculturalismo y "la política del reconocimiento", FCE, México, 1993, p. 68. 2. Paul Hoffman, "Respeto para los derechos humanos: ?esto es lo que hay que globalizar!", en Memoria, núm. 169, cemos, México, marzo de 2002. (En la red cf.: http://www.memoria.com.mx/). 3. John Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1979, pp. 52-53. 4. Véase, por ejemplo, el discurso del Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba en el 56 período de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Ginebra, 30 de marzo de 2000: Felipe Pérez Roque, "Cuba, ¿país libre o colonia de los Estados Unidos?", en Memoria, núm. 141, cemos, México, noviembre de 2000, pp. 45-50. 5. Asociación Americana de Juristas, "La violación de los derechos humanos en Estados Unidos", en Memoria, núm. 149, cemos, México, julio de 2001, pp. 51-53. 6. Clifford Geertz, "El pensar en cuanto acto moral", en Los usos de la diversidad, Paidós, Barcelona, 1996. No está de más señalar que el rechazo del universalismo que hace caso omiso de la diversidad no requiere suscribir el relativismo absoluto del "todo vale" ni asumir sus supuestos. En otra parte me he referido a esta cuestión: cf., "Dilemas de la diversidad", en Diálogos Latinoamericanos, Universidad de Aarhus (Dinamarca), octubre-diciembre de 2000, pp. 77-91. * Héctor Díaz-Polanco es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas), México. Director de la revista Memoria.
https://www.alainet.org/es/active/3992
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