El hastío

26/12/2009
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Cansancio, aburrimiento, desafección, tedio. Conceptos que pueden explicar el terremoto político que vivimos el 13 de diciembre. Un amplio sector de la ciudadanía ha expresado que su capacidad de aguantar las contradicciones de la Concertación se ha saturado. Ha emergido un tipo de disgusto enrabiado, de repugnancia explícita, que ha quebrado la votación de la coalición de partidos que más tiempo ha logrado permanecer el poder en nuestra historia. Con un 29% de los votos Eduardo Frei ha logrado el mismo porcentaje de votos que el nivel de aprobación con que terminó su mandato en 1999. Un diputado, sin apoyo partidarios significativos, ha logrado aglutinar a un 20% de los electores y de paso, plantear la pregunta por el fin de un conglomerado político que desde hace años no logra zanjar sus debates internos, condenado desde hace mucho a convivir en un matrimonio forzado, que ya no logra decantar y expresar definiciones coherentes de futuro.
 
Normalmente, la política cumple una función que va más allá de las de definiciones por el poder y el gobierno. Se trata de aquella dimensión subjetiva de la política, de la que nos habló Norbert Lechner en su famosa polémica con José Joaquín Brunner, poco antes de morir. Ya en esos años se trataba de decir que el malestar no existía, que era "desajuste normal" en toda sociedad moderna. Pero Lechner afirmaba que la política debe abordar precisamente ese desajuste entre las demandas y aspiraciones de los sujetos y las exigencias de los sistemas complejos. Debe explicar, integrar, dar coherencia, hacer entendible el “donde estamos” y el “para donde vamos”. 
 
El hastío surge ante la falta de sentido y ante la pérdida de la realidad. Es que la política debe ayudar a las personas a encontrar un marco de significados compartidos para poder convivir en sociedad. La Concertación pudo triunfar por tantos años porque ofreció un marco de significados más poderoso que el imaginario de futuro y de país que ofrecía la derecha, que contaba con muchos más recursos económicos y profusos apoyos mediáticos. Se trataba, ante todo, de una agenda que volvía reiterativamente cada elección. De votación en votación, la ciudadanía volvía a confiar en que al fin se acercaría esa alegría que en algún momento nos hizo llorar de emoción. Pero poco a poco vimos como el gradualismo se convertía en renuncia. Hoy cada vez menos gente parece soportar el mismo discurso vacío por décadas, sin que exista el más mínimo deseo de cambiarlo o matizarlo. Lo que la Concertación ha perdido, de manera irreversible, es su capacidad de encantar y convocar. Abandonadas las ideologías en el desván, las propuestas, las ideas, las emociones colectivas, se transmutaron en ejercicios tecnocráticos que permiten el manejo de las expectativas, la gobernabilidad de los sistemas institucionales  y finalmente, en frío y brutal marketing electoral. El hastío ha llegado para quedarse. Al menos mientras no surjan nuevas palabras que merezcan credibilidad.  
 
 
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