Cien días de Lula

08/04/2003
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Para entender la administración Lula debemos partir de dos premisas: no se hizo una revolución, se ganó una elección; no se llegó al poder sino al gobierno. Una revolución afecta no sólo al carácter del gobierno sino también a la naturaleza del poder. Comienza por estigmatizar a los adversarios como enemigos, a los críticos como traidores, y a veces –desde Robespierre a Mao- castiga con la muerte a los que se oponen al proyecto revolucionario. Ganar una elección es muy diferente. Significa respetar el juego democrático, que favorece la pelea entre partidos y candidatos portadores de proyectos e ideologías en pugna. Aunque no se ignore el peso de las estructuras burguesas, sobre todo la discrepancia entre candidatos regiamente financiados y los que mendigan voto a voto, la democracia representativa (inconclusa mientras no sea participativa) no soporta rupturas bruscas ni la eliminación sumaria de sus propias reglas de juego, a menos que la derrota de una de las facciones la induzca a colocarse al margen de la legalidad y a adoptar, en lugar de la disputa, la confrontación, como ocurrió en Rusia en el período comprendido entre 1905 y 1917. Lula ganó una elección, superando prejuicios y la oposición, incluso financiera, de la oligarquía brasileña, pero no se propuso hacer una revolución, ni suprimir las reglas de la legalidad burguesa, desfavorables a la victoria del PT. Venció porque el sufrimiento de la mayoría de la población engendró la esperanza que él encarna y representa. Esperanza que venció al miedo de un nuevo golpe militar, de una interferencia directa de la facción imperial (como ocurrió recientemente en Venezuela), del boicot del FMI, de acefalía gubernamental (a semejanza de la Argentina). Venció, en fin, al recelo de que el gobierno de una nación como Brasil no podía estar en manos de un hombre de izquierda. El PT podía, ya hace mucho tiempo, haber radicalizado su estrategia política, como deseaban ciertas facciones de izquierda. Pero no les corresponde sólo a ellas dirigir el rumbo del partido. Otros dos segmentos tuvieron una fuerte influencia en la definición del perfil del partido: el sindicalismo combativo, representado hoy por la CUT, y las pastorales de la Iglesia, en especial las comunidades eclesiales de base. Lula renovó el sindicalismo al romper con el oportunismo encastillado en formas que se doblegaron a la dictadura, y al adoptar la negociación como táctica política. Incluso en los períodos más álgidos, como en las huelgas que desencadenó, Lula nunca hizo reventar los puentes de diálogo con el empresariado. Por eso se llegó a sospechar que era manipulado por la CIA u otros oscuros intereses. La historia, sin embargo, comprobó que, al contrario de sus críticos más sectarios, él era contemporáneo de su tiempo. No cedió a la nostalgia revolucionaria en el período de la redemocratización del país, ni al ideologismo frente a la nación que, preñada de ética en la política, llevó al presidente Collor al impeachment. Lula mantuvo los principios que jalonaron su trayectoria política. A pesar de tres derrotas en elecciones presidenciales, se hizo señor del tiempo para palanquear su protagonismo en la historia. De los movimientos pastorales, que actúan más por consenso que por disputas (en ellos no hay facciones o tendencias estructuradas), conservó la paciencia de enhebrar apoyos y cultivar utopías. Sin entender esa su índole política es difícil sintonizar con el ritmo que él imprime a las reformas que hará. Nunca cederá ante quienes ansían ver la casa construida a partir del tejado. Como metalúrgico, aprendió que las piezas sólo funcionan bien si se asemejan a un prototipo que exige precisión y cautela. La segunda premisa para entender la actual administración es la de que llegó al gobierno y no al poder. Éste se teje con hilos vigorosos, tanto en la base social como en la cumbre de las instituciones, que no se rompen ni se modifican con el cambio de gobernantes. En la cumbre se suele extrapolar fronteras nacionales (véase el capital especulativo), convenciones internacionales (véase el ataque a Irak) y a veces los principios éticos. Su cara más visible, desde el punto de vista del poder financiero, es el mercado, cuya lógica no cabe en la utopía de Platón, en el recetario de Maquiavelo, en la ingeniería política de Montesquieu, ni en los análisis de Gramsci. En la base social reside el poder de los movimientos organizados, capaces de movilizar amplios sectores de la población y crear consenso en torno a sus propuestas estratégicas. La ingeniería política del gobierno Lula depende, especialmente, de su capacidad de dar consistencia político-administrativa a las demandas de esa facción de poder. Sería bueno que las promesas de campaña se volvieran realidad con un toque mágico. Sin embargo, tres o cuatro meses son insuficientes para redireccionar una maquinaria administrativa construida para no favorecer a la mayoría de la población. El éxito en la conducción de la política económica, evitando sobre todo el regreso de la espiral inflacionaria, y las articulaciones políticas con el Congreso, son quienes darán el suficiente respaldo a los programas sociales que están siendo acuciosamente planificados y que habrán de imprimir al Brasil cambios sustanciales. * Frei Betto es autor de "Lula, un obrero en la presidencia", entre otros libros Traducción de José Luis Burguet
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