Trabajo rural infantil, la injusticia que perdura
10/06/2008
- Opinión
“Desde muy pequeña mis hermanos y yo migrábamos a Tucumán, 1.280 kilómetros de la Capital Federal, a las cosechas de la caña de azúcar. Eran duros aquellos viajes en carros, expuestos a la intemperie. Cuando llegábamos a la cosecha, la familia entera trabajaba para que la paga (a destajo) fuera mejor. Recuerdo lo infelices que éramos todos”.
Este es el relato de Ely, una mujer de 60 años que, durante toda su infancia, migró junto a sus padres desde la provincia de Santiago del Estero, 1.200 kilómetros al norte de Capital Federal, hacia las zafras del Tucumán. Estos recuerdos se remontan a casi medio siglo atrás; sin embargo, podrían ser actuales, ya que el trabajo rural infantil aún es un componente de la vida del campo argentino.
La secretaria de Igualdad de Oportunidades y Género de UATRE (Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores), Carolina Llanos, define a SEMlac que “el trabajo infantil es aquel al cual se somete a los niños y niñas menores de la edad mínima requerida por la legislación nacional vigente (14 años de edad), a realizar tareas remuneradas o no, durante un gran número de horas diarias, en forma sistemática, bajo condiciones perjudiciales”.
Esta problemática se ha naturalizado tanto que, para muchos, es casi una cuestión cultural. La socióloga Susana Aparicio realizó un estudio que refleja que 13,3 por ciento de los menores que realizan trabajo rural tiene entre cinco y nueve años; mientras que 29, 6 por ciento corresponde a la franja de 10 a 13 años.
Según un estudio de la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (CONAETI), hay alta concentración de trabajo infantil en las provincias Chaco, Tucumán, Misiones y Mendoza. Allí se emplean menores en los cultivos y las cosechas de tabaco, yerba mate, algodón, cítricos, té, hortalizas, arroz, frutas, soja, entre otras.
En la zona noroeste de Argentina existen los períodos de cosechas de cítricos, tabaco, caña de azúcar y se calcula que allí están 194.000 infantes explotados laborablemente. Muchos de ellos lo hacen como parte de una economía familiar y otros contribuyen con su esfuerzo para incrementar la remuneración de sus padres, que reciben pago a destajo.
Estos menores se suman a una estadística total de América Latina y el Caribe, donde cerca de 20 millones de chicos son explotados laboralmente en diferentes áreas.
Muchas de estas cosechas y cultivos abarcan parte del período lectivo, lo cual implica una gran deserción escolar, pues el trabajo durante la niñez hace que la escuela se convierta en otro esfuerzo imposible de realizar.
Un sondeo realizado por la CONAETI, junto a la OIT y UNICEF reflejó que 10 por ciento de los muchachos más pequeños que trabajan en el ámbito rural no van a la escuela, y que la ha dejado 62 por ciento de los adolescentes.
Además, las condiciones en las que estos menores desarrollan las labores son altamente riesgosas, ya sea por inclemencias climáticas o por otros factores externos. “Entre las consecuencias más nefastas, está la intoxicación debido al uso de agroquímicos entre quienes trabajan en la fruticultura, tabaco, té y yerba mate, en el noroeste y noreste argentino”, manifiesta Carolina Llanos.
Esta profesional afirma que la exigencia de este tipo de trabajo muchas veces trae aparejadas afecciones en los cartílagos y en las articulaciones, que están en proceso de desarrollo. “Se ha comprobado la existencia de daños en el sistema músculo esquelético, dado que ni los músculos ni los huesos han completado su crecimiento hasta los 18 años en las mujeres y 21 años para lo varones”.
Hace un tiempo, la opinión pública se estremecía al conocer la situación en el norte de Santa Fe, donde los menores son utilizados como "banderas" para la demarcación de áreas de fumigación, la cual se realiza a través de pequeños aviones, llamados “mosquitos”.
Esta es otra de las prácticas comunes del trabajo rural infantil. Esa mala costumbre hace que los menores soporten una nube de plaguicidas e insecticidas.
El relato de un niño en esa situación fue reproducido por la ONG Pelota de Trapo: “Tiran insecticidas y mata yuyos que tienen un olor fortísimo. Cuando hay viento en contra, nos da la nube y nos moja toda la cara. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita”.
El peligro de ignorar esta realidad es desconocer que los plaguicidas son la causa más frecuente de muerte de los menores de las zonas rurales, incluso más que las enfermedades infantiles consideradas en su conjunto.
Una cuestión arraigada en la cultura
“!Machito como el padre!”, dice el Rogelio cuando mira con orgullo el esfuerzo de su hijo Martín, al cargar la caña. La costumbre, trasmitida de generación en generación, ha convertido a estas labores en parte de la cultura rural.
Según relata la representare de UATRE, “las condiciones de pobreza en que viven muchas familias, la precariedad laboral e ilegalidad, sumadas al hecho de que la satisfacción de los requerimientos de la vida cotidiana exigen grandes esfuerzos, obligan a las familias a recurrir al trabajo de todos sus integrantes”.
“Uno de los emergentes –continúa Llanos- sobre el que se pone especial énfasis es la existencia, por parte de la sociedad rural en general y de los padres en particular, de una valorización positiva del trabajo de los niños y niñas como una manera más óptima y mejor para la iniciación de un aprendizaje más eficaz, sosteniendo al trabajo a temprana edad como instrumento socializador.”
Aquella infelicidad, esta infelicidad
Todos los niños tienen derecho a una infancia feliz, dicen. Pero a veces la adversidad pega y pega, hasta naturalizarse. Escoger el relato de Ely sirve como muestra de esta injusticia.
Cinco años pasaron desde que esta corresponsal habló con ella. Y la dureza de su relato podría llevar a cualquiera a golpear las puertas de las instituciones para que las leyes se cumplan, para que la infancia goce de sus derechos. “Infelices éramos todos”, es la frase que Ely utilizó para resumir su situación. Ella ayudaba a sus padres, le parecía y le parece normal.
Quizás por esto olvida, por ejemplo, que no pudo terminar su escuela primaria; que las viviendas donde habitaba en época de zafra eran precarias y que “las noches eran tan frías que sentía cobardía para salir al baño (que estaba en medio del campo). Entonces me dormía esperando que saliera el sol, pero en las mañanas me despertaba mojada con mi orina”.
Aún existen muchas niñas y niños que sufren de esta manera, y todavía el Estado tiene una deuda que se hace esperar para terminar con esta inhumana situación.
Fuente: Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y el Caribe-SEMlac www.redsemlac.net
Este es el relato de Ely, una mujer de 60 años que, durante toda su infancia, migró junto a sus padres desde la provincia de Santiago del Estero, 1.200 kilómetros al norte de Capital Federal, hacia las zafras del Tucumán. Estos recuerdos se remontan a casi medio siglo atrás; sin embargo, podrían ser actuales, ya que el trabajo rural infantil aún es un componente de la vida del campo argentino.
La secretaria de Igualdad de Oportunidades y Género de UATRE (Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores), Carolina Llanos, define a SEMlac que “el trabajo infantil es aquel al cual se somete a los niños y niñas menores de la edad mínima requerida por la legislación nacional vigente (14 años de edad), a realizar tareas remuneradas o no, durante un gran número de horas diarias, en forma sistemática, bajo condiciones perjudiciales”.
Esta problemática se ha naturalizado tanto que, para muchos, es casi una cuestión cultural. La socióloga Susana Aparicio realizó un estudio que refleja que 13,3 por ciento de los menores que realizan trabajo rural tiene entre cinco y nueve años; mientras que 29, 6 por ciento corresponde a la franja de 10 a 13 años.
Según un estudio de la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (CONAETI), hay alta concentración de trabajo infantil en las provincias Chaco, Tucumán, Misiones y Mendoza. Allí se emplean menores en los cultivos y las cosechas de tabaco, yerba mate, algodón, cítricos, té, hortalizas, arroz, frutas, soja, entre otras.
En la zona noroeste de Argentina existen los períodos de cosechas de cítricos, tabaco, caña de azúcar y se calcula que allí están 194.000 infantes explotados laborablemente. Muchos de ellos lo hacen como parte de una economía familiar y otros contribuyen con su esfuerzo para incrementar la remuneración de sus padres, que reciben pago a destajo.
Estos menores se suman a una estadística total de América Latina y el Caribe, donde cerca de 20 millones de chicos son explotados laboralmente en diferentes áreas.
Muchas de estas cosechas y cultivos abarcan parte del período lectivo, lo cual implica una gran deserción escolar, pues el trabajo durante la niñez hace que la escuela se convierta en otro esfuerzo imposible de realizar.
Un sondeo realizado por la CONAETI, junto a la OIT y UNICEF reflejó que 10 por ciento de los muchachos más pequeños que trabajan en el ámbito rural no van a la escuela, y que la ha dejado 62 por ciento de los adolescentes.
Además, las condiciones en las que estos menores desarrollan las labores son altamente riesgosas, ya sea por inclemencias climáticas o por otros factores externos. “Entre las consecuencias más nefastas, está la intoxicación debido al uso de agroquímicos entre quienes trabajan en la fruticultura, tabaco, té y yerba mate, en el noroeste y noreste argentino”, manifiesta Carolina Llanos.
Esta profesional afirma que la exigencia de este tipo de trabajo muchas veces trae aparejadas afecciones en los cartílagos y en las articulaciones, que están en proceso de desarrollo. “Se ha comprobado la existencia de daños en el sistema músculo esquelético, dado que ni los músculos ni los huesos han completado su crecimiento hasta los 18 años en las mujeres y 21 años para lo varones”.
Hace un tiempo, la opinión pública se estremecía al conocer la situación en el norte de Santa Fe, donde los menores son utilizados como "banderas" para la demarcación de áreas de fumigación, la cual se realiza a través de pequeños aviones, llamados “mosquitos”.
Esta es otra de las prácticas comunes del trabajo rural infantil. Esa mala costumbre hace que los menores soporten una nube de plaguicidas e insecticidas.
El relato de un niño en esa situación fue reproducido por la ONG Pelota de Trapo: “Tiran insecticidas y mata yuyos que tienen un olor fortísimo. Cuando hay viento en contra, nos da la nube y nos moja toda la cara. Trabajamos desde que sale el sol hasta la nochecita”.
El peligro de ignorar esta realidad es desconocer que los plaguicidas son la causa más frecuente de muerte de los menores de las zonas rurales, incluso más que las enfermedades infantiles consideradas en su conjunto.
Una cuestión arraigada en la cultura
“!Machito como el padre!”, dice el Rogelio cuando mira con orgullo el esfuerzo de su hijo Martín, al cargar la caña. La costumbre, trasmitida de generación en generación, ha convertido a estas labores en parte de la cultura rural.
Según relata la representare de UATRE, “las condiciones de pobreza en que viven muchas familias, la precariedad laboral e ilegalidad, sumadas al hecho de que la satisfacción de los requerimientos de la vida cotidiana exigen grandes esfuerzos, obligan a las familias a recurrir al trabajo de todos sus integrantes”.
“Uno de los emergentes –continúa Llanos- sobre el que se pone especial énfasis es la existencia, por parte de la sociedad rural en general y de los padres en particular, de una valorización positiva del trabajo de los niños y niñas como una manera más óptima y mejor para la iniciación de un aprendizaje más eficaz, sosteniendo al trabajo a temprana edad como instrumento socializador.”
Aquella infelicidad, esta infelicidad
Todos los niños tienen derecho a una infancia feliz, dicen. Pero a veces la adversidad pega y pega, hasta naturalizarse. Escoger el relato de Ely sirve como muestra de esta injusticia.
Cinco años pasaron desde que esta corresponsal habló con ella. Y la dureza de su relato podría llevar a cualquiera a golpear las puertas de las instituciones para que las leyes se cumplan, para que la infancia goce de sus derechos. “Infelices éramos todos”, es la frase que Ely utilizó para resumir su situación. Ella ayudaba a sus padres, le parecía y le parece normal.
Quizás por esto olvida, por ejemplo, que no pudo terminar su escuela primaria; que las viviendas donde habitaba en época de zafra eran precarias y que “las noches eran tan frías que sentía cobardía para salir al baño (que estaba en medio del campo). Entonces me dormía esperando que saliera el sol, pero en las mañanas me despertaba mojada con mi orina”.
Aún existen muchas niñas y niños que sufren de esta manera, y todavía el Estado tiene una deuda que se hace esperar para terminar con esta inhumana situación.
Fuente: Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y el Caribe-SEMlac www.redsemlac.net
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