La “R” de retroceder
07/01/2008
- Opinión
Las derrotas políticas tienen el curioso efecto de iluminar—a veces—el lado oscuro de la conciencia para mirar mejor el camino, y al mismo tiempo, proporcionan una suerte de sedante intelectual para tranquilizar el espíritu, para pasar el trago amargo, para combatir la razonable depresión que va dejando el descalabro. Un poco de este clima respiramos en estos días en todos los ambientes asociados al gobierno. La sensación de estar trabajando con un motor sobre-acelerado es la metáfora con la cual el Presidente de la República ilustra la situación. Por tanto, la idea de “desacelerar” luce a primera vista más que conveniente. No obstante, hay en esta agenda otras interrogantes que es importante despejar. Una de ellas se refiere a la propensión pragmática que es consustancial al desempeño de los sectores más conservadores del proceso. Ese pragmatismo puede verse reforzado por el clima de desaliento que se impone con la metáfora de la “desaceleración”.
Las exigencias de realizaciones concretas, la cristalización de una obra de gobierno visible, la ajecutoria de una función pública volcada a la resolución de tantos problemas de la vida cotidiana de la gente, no son asuntos triviales de los que se ocuparían funcionarios de segundo orden. Se entiende que estos asuntos (por cierto, en todos ellos hay un balance negativo) terminen minando cualquier proyecto trascendente de transformación social. Se entiende por igual que el alto gobierno esté más que preocupado por la incidencia política de estas dimensiones en cualquier disputa con los factores de oposición. Dicho directamente: que el gobierno gobierne es algo que estábamos dando por supuesto. En vista de que tal sobre-entendido no está funcionando, entonces proceden todas las rectificaciones.
Detrás de los comprensibles llamados a la “rectificación” está encapsulada una tónica pragmático-conservadora que es en verdad la responsable de muchos desaciertos. Este conservadurismo va de la mano del síndrome burocrático y de la corrupción. El inmovilismo de los aparatos del viejo Estado es uno de los vectores más lesivos a la hora de generar saltos. No es por la profundidad de los cambios que la gente está molesta sino por la ineptitud de tanto burócrata “bueno para nada”. No es por el carácter revolucionario de las transformaciones que el pueblo protesta sino por las innumerables inconsistencias de la que es víctima la acción del gobierno y del Estado. Si el “motor de la revolución está fundido” (como sostiene el Presidente) es porque ha estado acelerado con el freno puesto. La marcha de los cambios ha sido lenta, lentísima.
Hay que saludar sin mezquindad el espíritu de rectificación que está siendo invocado. La cuestión es evitar que con ello se oculten las responsabilidades específicas y se amelle el filo transformador de un proyecto de país que ha de involucrar a todo el mundo. Rectificar no es retroceder. Ajustar el ritmo y acompasar las energías puestas en las transformaciones del país son parte de las reglas de juego de la política. De allí no se sigue que los compromisos de fondo por gestar una nueva institucionalidad de cara a otra idea de sociedad deban ser negociados (¿negociados con quién?)
Sabemos que en Venezuela hacer las cosas bien es ya una proeza. Pero ello sería una mala excusa para justificar la inopia de la función pública en casi todos los terrenos. Tomarse en serio la gestión de gobierno supone algo mucho más exigente que los regaños y las exhortaciones. Ya es bastante que el propio Presidente de la República tome en sus manos la cuestión de garantizar una acción de gobierno consistente y eficaz.
Los conflictos y contradicciones están a la vista. Ellos no son “accidentes” con los que se tropieza el gobierno por mala suerte. El asunto es precisamente poder lidiar democráticamente con esa heterogeneidad conflictual, ser capaces de gestionar eficazmente los problemas de la gente y avanzar en la profundización -no importa si gradual- de los cambios en todos los órdenes de la vida. Rectificando a cada paso, sobre todo, para que no se detengan las transformaciones. De eso se trata.
Las exigencias de realizaciones concretas, la cristalización de una obra de gobierno visible, la ajecutoria de una función pública volcada a la resolución de tantos problemas de la vida cotidiana de la gente, no son asuntos triviales de los que se ocuparían funcionarios de segundo orden. Se entiende que estos asuntos (por cierto, en todos ellos hay un balance negativo) terminen minando cualquier proyecto trascendente de transformación social. Se entiende por igual que el alto gobierno esté más que preocupado por la incidencia política de estas dimensiones en cualquier disputa con los factores de oposición. Dicho directamente: que el gobierno gobierne es algo que estábamos dando por supuesto. En vista de que tal sobre-entendido no está funcionando, entonces proceden todas las rectificaciones.
Detrás de los comprensibles llamados a la “rectificación” está encapsulada una tónica pragmático-conservadora que es en verdad la responsable de muchos desaciertos. Este conservadurismo va de la mano del síndrome burocrático y de la corrupción. El inmovilismo de los aparatos del viejo Estado es uno de los vectores más lesivos a la hora de generar saltos. No es por la profundidad de los cambios que la gente está molesta sino por la ineptitud de tanto burócrata “bueno para nada”. No es por el carácter revolucionario de las transformaciones que el pueblo protesta sino por las innumerables inconsistencias de la que es víctima la acción del gobierno y del Estado. Si el “motor de la revolución está fundido” (como sostiene el Presidente) es porque ha estado acelerado con el freno puesto. La marcha de los cambios ha sido lenta, lentísima.
Hay que saludar sin mezquindad el espíritu de rectificación que está siendo invocado. La cuestión es evitar que con ello se oculten las responsabilidades específicas y se amelle el filo transformador de un proyecto de país que ha de involucrar a todo el mundo. Rectificar no es retroceder. Ajustar el ritmo y acompasar las energías puestas en las transformaciones del país son parte de las reglas de juego de la política. De allí no se sigue que los compromisos de fondo por gestar una nueva institucionalidad de cara a otra idea de sociedad deban ser negociados (¿negociados con quién?)
Sabemos que en Venezuela hacer las cosas bien es ya una proeza. Pero ello sería una mala excusa para justificar la inopia de la función pública en casi todos los terrenos. Tomarse en serio la gestión de gobierno supone algo mucho más exigente que los regaños y las exhortaciones. Ya es bastante que el propio Presidente de la República tome en sus manos la cuestión de garantizar una acción de gobierno consistente y eficaz.
Los conflictos y contradicciones están a la vista. Ellos no son “accidentes” con los que se tropieza el gobierno por mala suerte. El asunto es precisamente poder lidiar democráticamente con esa heterogeneidad conflictual, ser capaces de gestionar eficazmente los problemas de la gente y avanzar en la profundización -no importa si gradual- de los cambios en todos los órdenes de la vida. Rectificando a cada paso, sobre todo, para que no se detengan las transformaciones. De eso se trata.
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