La anomia

23/05/2007
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Parafraseando una expresión que cunde en estos días cuando se define a las guerras que afligen a muchos países, la Argentina padece "un desorden de baja intensidad".

La inseguridad es el elemento recurrente que se invoca cuando se quiere señalar el rasgo que se insinúa de manera más acusada para pintar el desasosiego. Sin embargo, tal vez el aspecto más perfilado de éste se manifieste más bien en los súbitos estallidos de furia que se producen como consecuencia de problemas irritantes, pero menores, y del continuo tropezar con obstáculos que nadie remueve y que deberían ser resueltos por las autoridades, responsables de mantener viable la gestión de la vida cotidiana.

Un ejemplo de esto lo brindaron los disturbios producidos el martes pasado en la estación Constitución de la ciudad de Buenos Aires. Una multitud exasperada por las continuas demoras del transporte ferroviario y las malas condiciones en que éste es prestado por las compañías privadas que gerencian el servicio arremetió contra las instalaciones y la Policía, en un estallido de furia que duró varias horas y que se agotó por sí solo, sin que los organismos de seguridad atinaran a otra cosa que a paliar el accionar de los elementos más desatados.

Hay que reconocer que esa prudencia policial, dirigida a contener más que a reprimir, es un dato positivo en circunstancias como éstas, dado la volatilidad que se detecta, desde hace años, en los componentes psicológicos del comportamiento de la población.

Pero, al mismo tiempo, esa lenidad, perceptible en una cantidad de casos similares, está indicando la desconfianza de las autoridades respecto de la capacidad de los organismos de seguridad para cumplir en forma idónea con su cometido y, a la vez, una falta de políticas dirigidas a combatir las causas de fondo de una crisis que, en definitiva, se prefiere gestionar antes que resolver.

La historia, no en vano

Ocurre que la historia no pasa en vano. Y lo sucedido en Argentina durante las últimas décadas, y en especial durante la salvaje devastación económica practicada por el neoliberalismo durante los gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, con la virtual anuencia de la casi totalidad del espectro político, dejó un cuerpo social herido, sordamente furioso y, para colmo de males, sin conocimiento de las vías para arrancarse de este estado de cosas.

Veíamos las otras noches por televisión el excelente documental de Fernando Solanas Memoria del Saqueo y, de la mera descripción de los datos que configuraron el descenso del país a los infiernos del genocidio social, se hacía evidente que es imposible salir de la tierra arrasada, dejada por el latrocinio de la década de 1990, limitándonos a esperar que las cosas se compongan por sí solas.

Aun en un momento favorable como es el actual a nivel macroeconómico, las heridas del proceso de vaciamiento cumplido por el menemismo se encuentran lejos de estar curadas: supuran todavía y, de no mediar una profilaxis drástica, pueden volver a infectarse en cualquier momento.

Ahora bien, para lograr este cometido se debe contar con un Estado que no se asuste de su propia sombra y que, asimismo, sea capaz de dotarse de un plan que no sea meramente coyuntural, sino que apunte a reconstruir la Argentina de acuerdo a un programa que mire al futuro con ambición y grandeza.

El peligro que acosa al país deriva de la inexistencia de directrices claras en este sentido y de la ausencia de un sujeto social capaz de generarlas por sí mismo.

Hay protagonismos dispersos, ocasionales y anárquicos, pero no se discierne una voluntad coherente de cambio.

La tabula rasa practicada por las décadas neoliberales y por la corrupción generalizada que permeó a los estamentos dirigentes en ese período dejó "planchado" al país y empujó a muchos sectores a una situación de anomia en extremo peligrosa.

La falta de normas acarrea la falta de sentido de las cosas y, por lo tanto, la indiferencia o el desprecio hacia éstas.

Ello abre un campo eléctrico, donde las descargas pueden dirigirse de manera indistinta hacia un lado u otro. La peligrosidad de esta situación no requiere ser enfatizada: es evidente por sí misma.

Episodios como la agresión en Santa Cruz contra la ministra de Desarrollo Social, la permanencia de los piqueteros de Gualeguaychú erigiéndose en dueños y señores del tráfico en los puentes internacionales, lo que los convierte en factores de desunión más que de unión entre Argentina y Uruguay; la violencia en los estadios de fútbol, todo indica un desorden de fondo que no se exterioriza con mayor frecuencia o de forma más devastadora porque ciertos márgenes dinerarios permiten acolchar el descontento. Pero esto no ha de durar por siempre.

Enrique Lacolla
Periodista

© La Voz del Interior
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