Guerrilleros de la ciencia

25/09/2006
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“Muy buenos días, guerrilleros de la ciencia”. Con estas palabras emblemáticas ingresaba el Presidente de la República a la gran “churuhata” que servía de auditórium a los miles de compatriotas de Misión Ciencia que se congregaban en este rincón perdido del país llamado “Santa Bárbara” en el estado Monagas. Por el tipo de público que allí se congregaba (investigadores, innovadores, productores, promotores y funcionarios de todos los niveles del Ministerio de Ciencia y Tecnología), por el ambiente reinante en un campamento de estas características y magnitudes (más de tres mil personas conviviendo en carpas, toldos y churuhatas) y por el filo político que es menester imbuir a todo cuanto se mueve en estos espacios pretendidamente asépticos, la metáfora de “guerrilleros de la ciencia” adquiere de inmediato un tenor contundente frente al conservadurismo que reverbera en las tradiciones intelectuales. “Guerrilleros de la ciencia” es una emblematización que escandaliza a la vieja aristocracia del conocimiento que ha vivido durante siglos de los mitos de la “neutralidad”, del cuento de la “objetividad” y de las burdas manipulaciones de un fulano “método científico” que ha operado durante décadas como terrorismos intelectuales, como criterio discriminatorio sobre una amplia diversidad metódica que ha sido históricamente marginalizada, como filtro implacable para que el mandarinato de la ciencia y la tecnología legitime impunemente las formas de dominación que se han hecho cultura en este trayecto de la Modernidad. Justamente en este plano es evidente que la lucha contra esa cultura plantea inmensos retos que no pueden reducirse a cambio de planes o a divertimentos administrativos. Allí está contenida una sustancia profunda de la idea misma de revolución: transfiguración a fondo de los propios sentidos en los que descansan nuestras prácticas, mutación fundamental de los discursos que comandan lo que pensamos sobre la ciencia, transformación radical de los modos de producción del conocimiento, de las maneras de enseñarlo, de los modos de gestionarlo. Una cultura heredada del largo trayecto de la Modernidad llega a su fin. Su crisis es severa porque toca los propios fundamentos racionales en los que se afincó todo ese andamiaje durante siglos. Pero esas prácticas, discursos y aparatos no se van esfumar sin dejar rastro. Al contrario, el peso de esa cultura científica se reproduce inercialmente por todos lados. Sus efectos siguen traduciéndose en todos los ámbitos de la educación, del quehacer científico-técnico y las rutinas académicas del mundo universitario. Por muy profunda que sea la crisis de paradigma que vive el aparato científico en todas partes, de allí no se sigue linealmente que este aparato se vaya a desplomar por implosión espontánea. La lucha supone precisamente hacerse cargo de las fuerzas en escena, de los intereses que allí se juegan y de la envergadura de las resistencias que se disparan cuando de cambios se trata. “Guerrilleros de la ciencia” ha de resonar también como trueno que aturde en las mentalidades del propio funcionariado de nuestro Ministerio de Ciencia y Tecnología. Sabemos que los cambios culturales en curso implican una revolución epistemológica en los modos de producción del conocimiento. De allí se desprende la necesidad imperiosa de revisar los modelos de gestión del conocimiento que hemos heredado. Es claro que esos modelos de gestión no sirven para impulsar la revuelta epistémica que propugnamos. Es demasiado evidente que el perfil promedio de nuestros operadores es lo menos parecido a un “guerrillero de la ciencia”. Si bien esos cambios culturales han de transcurrir en perspectivas de largo plazo, aquí y ahora es preciso impulsar transformaciones que puedan modificar las maneras de hacer las cosas, las orientaciones estratégicas, las decisiones en diferentes planos. “Guerrilleros de la ciencia” evoca un espíritu que ha de acompañar los empredimientos de cada trabajador, la conciencia de los investigadores comprometidos, el clima de la enseñanza de las ciencias y las técnicas. Ese espíritu no es un adorno que se pone y se quita sin pena ni gloria. Es más bien la sabia que se disemina en la voluntad de cambiar, en la pulsión revolucionaria que anima todo cuanto se hace, en la pasión que desborda los límites de lo “políticamente correcto”. La Misión Ciencia ha de insuflarse de ese espíritu en todo el espectro de su accionar: en la manera de vincularse con la gente, en las concepciones que se propulsan, en la fuerza crítica de su mirada sobre el país y el mundo, en la creatividad con la que se asumen los problemas y sus soluciones. Una legión de gente bien intencionada es siempre un dato muy loable que merece consideración y respeto. Pero Misión Ciencia es mucho más que eso. Se trata de provocar una transformación fundamental en el modelo de ciencia que conoció el país hasta estos momentos; un cambio de fondo del modo como se enseñan las ciencias y las tecnologías; un salto cualitativo en los modelos de gestión del conocimiento que hemos heredado. Eso no es posible por las vías “normales” por las que fluyen los procedimientos administrativos del Estado. Aparte de una estrategia clara y una visión consistente en torno a lo que se busca es preciso que la gente se impregne de un espíritu subversivo que queda bien emblematizado con la metáfora de “guerrilleros de la ciencia”. Ese espíritu puede ser la diferencia a la hora de evaluar el talante de una política pública de esta envergadura. No se mide ni se pesa como las piedras pero de su fuerza demoledora no cabe dudar. Hacerse de ese espíritu es una de las más poderosas condiciones que debemos procurar para que la Misión Ciencia esté a la altura de su compromiso con el país y con la historia.
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