Malos tiempos para los dogmas

17/11/2020
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A Christine Lagarde, en esa época (2013) directora del Fondo Monetario Internacional, le preguntaron su opinión sobre las poco comunes políticas de los bancos centrales que aun perduran: el relajo monetario, las tasas de interés a cero por ciento, la compra de productos financieros basura para salvar a los bancos, etc.

 

Lagarde tuvo el mérito de la nitidez al contestar: “No tengo la respuesta. No estoy segura de que los banqueros centrales que se reunieron aquí tengan la respuesta. Creo que exploran desde hace tiempo aguas desconocidas y, dado su sentido de la mesura, seguro que querrían volver a territorios conocidos”.

 

Nótese que Lagarde era una suerte de banquera central-central, encargada de socorrer a sus pares cuando se les desordena el coso. Que ni ella ni sus colegas supiesen donde estaban, hacia donde iban, ni por qué camino… no deja de ser preocupante. Sobre todo ahora que Lagarde preside el Banco Central Europeo.

 

No es que sea una novedad, estos otarios perdieron la brújula hace mucho tiempo y los resultados están a la vista. Digo que es preocupante porque hasta ahora ningún pueblo ha tenido la buena idea de sacarles a patadas de los cargos que ocupan, y de las inútiles reuniones en que participan.

 

Se supone que en los bancos centrales y en el FMI están – como decía Michel Camdessus, director del FMI (1987-2000) – los “mejores economistas del mundo”. No te rías y sigue leyendo… Todos estos “expertos” usan las mismas herramientas, recitan los mismos dogmas, entonan los mismos cánticos, repiten los mismos mantras. Hasta los modelos matemáticos que emplean son los mismos, tienen la misma estructura, o fueron pensados del mismo modo, eso ya te lo conté en una parida anterior. Lo que quiere decir que cuando uno la caga… la cagan todos.

 

Entre las sólidas enseñanzas de la ciencia económica que usan los bancos centrales y los ministros de Finanzas, están los resultados de un célebre estudio cometido por dos célebres economistas de Harvard: Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart. Estos mendas se rajaron, en el año 2010, con un estudio que pasaba por ser la Biblia de los ministros de Finanzas, entre los cuales, tal vez a título de precursores, se cuentan los chilenos.

 

¿Qué dicen las conclusiones de ese estudio? Que el crecimiento de un país se reduce a la nada misma cuando su deuda pública sobrepasa el umbral del 90% del PIB. En otras palabras, el endeudamiento es caca, el equilibrio presupuestario es una verdad revelada, y por consiguiente conviene reducir el gasto público – Salud, Educación, servicios públicos, etc. – bajo pena de irse, por la sombrita, al carajo.

 

Como los economistas en cuestión son amigos de la precisión matemática (bien decía Pitágoras que el mundo está hecho de números…), Rogoff y Reinhart fueron hasta cifrar los nefastos efectos de la deuda: por encima del 90% del PIB, dijeron, el crecimiento es negativo (!) de un 0,1%.

 

Admiremos la exactitud visto que un 0,1% equivale a un milésimo, a ese nivel los economistas de Harvard usaron un ‘pie de rey’, herramienta capaz de medir décimas de milímetro. Pero… ¿Qué menos se le puede pedir a los genios de Harvard?

 

Apoyándose en este descubrimiento capital (si oso escribir…), moros y cristianos, próceres electos o designados, practicantes del gobierno o la gobernanza, ministros, primeros ministros, presidentes, burros, ignorantes, sabios, chorros, generosos y estafadores, estimaron necesario, ¡qué digo!, ineludible, imponer la austeridad presupuestaria, reducir los salarios, las pensiones, los presupuestos de la Salud y la Educación, para no hablar de la inversión pública, con el fin de disminuir la deuda pública y acceder, ¡al fin!, a un poco de crecimiento.

 

El FMI, la OCDE, el BCE, el Banco Mundial y otras instituciones que bien bailan, le recomendaron o le impusieron a España, a Grecia, a Irlanda, a Portugal, a Francia, a Italia y a numeroso países, una muy rigurosa austeridad presupuestaria.

 

Los efectos que tales medidas debían producir estaban lejos de toda duda: el crecimiento volvería como las golondrinas, tan seguro como que después del invierno llega la primavera.

 

En esa estaban cuando el francés Olivier Blanchard, en esa época economista jefe del FMI, empezó a sentir olor a mierda. Los resultados reales estaban muy lejos de lo anunciado por Rogoff y Reinhart, los dos genios de Harvard.

 

Para cubrirse, Blanchard abrió un paraguas, publicando en enero del 2013 un informe titulado “Errores de previsión de crecimiento y multiplicadores presupuestarios”. “De este modo”, debe haber pensado, “cuando la cagada federal quede en evidencia, pasaré por un profeta”.

 

Entretanto, Thomas Herndon, un modesto estudiante de economía de la universidad de Massachussetts, tuvo que hacer un banal ejercicio de econometría. Eligió el estudio de Rogoff y Reinhart porque le interesa el debate sobre la austeridad: “Me inquieta profundamente el impacto de las políticas económicas en la vida de la gente”, declaró.

 

Sus profesores aceptaron el tema, y Thomas Herndon se puso a revisar, línea por línea, los calculitos efectuados por los célebres economistas. Su rigor fue tal, que llamó a los autores del estudio para pedirles todos los datos estadísticos, y consultarles acerca de sus procedimientos. Estos últimos, muy seguros de su genio y tal vez de su figura, pusieron a su disposición todos los datos. ¿Y ahí? Espera, espera, ya viene.

 

Después de un arduo trabajo, Thomas Herndon llegó a la conclusión que los cálculos estaban errados. Así como se lee. La introducción de datos en una hoja de cálculo Excel contenía errores, había datos no considerados, y por consiguiente las conclusiones no tenían ninguna validez. Peor aún, si se corrigen los cálculos, los resultados son diametralmente opuestos a lo que pretendían Rogoff y Reinhart: en vez de una reducción del PIB de un 0,1%, el resultado correcto es un crecimiento del 2,2%, cifra que estaba muy por encima del crecimiento de toda Europa.

 

Sorprendido, Thomas Herndon previno sus dos tutores, los profesores Michael Ash y Robert Pollin, quienes, desde luego, no le creyeron y le sugirieron que fuese a jugar un ratito con caca. Pero el astuto estudiante les mostró el detalle de sus cálculos, gracias a lo cual los dos profesores accedieron a publicar los resultados como resultado del trabajo de los tres. De este modo, “chupando rueda” (los ciclistas entienden de qué hablo), se hicieron famosos gracias al trabajo de su alumno. El sitio web al que subieron “sus” conclusiones se saturó y sufrió un crash.

 

Contrariamente a lo que recitaban Rogoff y Reinhart, una deuda pública elevada no es la causa de un débil crecimiento, sino la consecuencia. La austeridad impuesta a los países europeos se tradujo pues en una recesión, dejando millones de hogares sin trabajo, sin casa, sin recursos. El boludito Andrés Velasco, ese que predicaba el “ahorro para los tiempos de vacas flacas”, no sabía lo que decía (aun no lo sabe).

 

Si no fuese que las consecuencias son dramáticas para millones y millones de trabajadores y gentes modestas en todo el planeta, yo diría que, cuando terminemos de cagarnos de la risa de los economistas de Harvard, debiésemos hacer una 'vaca' (un cross funding, para que me entiendas) para premiar al bravo estudiante Thomas Herndon.

 

En estos días, virus mediante, la conversa sobre la austeridad pasó a mejor vida. EEUU y la Unión Europea emiten dinero trucho como si hubiera. La deuda agregada (pública, privada y de los hogares) que ya había alcanzado proporciones gigantescas, se hace monumental. Las cifras dejan lelo. Y estamos recién empezando: la pandemia está lejos de haber desaparecido.

 

Lo que nos incita a un mayor y saludable escepticismo de cara a las memeces que profieren los economistas. Incluidas aquellas destinadas a meter miedo en el tema de los cambios constitucionales. Porque sus calculitos irresponsables nunca comienzan en una ‘página en blanco’: se apoyan siempre en décadas de mentiras, dogmas, verdades reveladas y cacareos insustanciales aprendidos de memoria.

 

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