Si no fuese por el SERVEL…
- Opinión
Algún día, la costra política parasitaria que regenta el patio tendrá que rendirle al SERVEL el homenaje que se merece.
Hace algunos años el propio Director del SERVEL reconocía que todos los partidos inscritos existían gracias a la monumental desfachatez que les llevó a presentar decenas de miles de militantes ficticios, documentos falsos y firmas falsificadas. No es que los funcionarios del SERVEL sean ciegos o incompetentes. No. Lamentablemente, son cómplices de las manipulaciones que permitieron y permiten el mangoneo de los parásitos que viven del cuento.
Ahora, la prensa a las órdenes lanza un suspiro de alivio: aun cuando sus efectivos sufrieron una purga de caballo, los partidos de “gobierno” lograron reinscribirse. Que –salvo alguna notable excepción– todos hayan perdido hasta el 80% de sus militantes ficticios no le genera problemas a nadie. “Las instituciones funcionan” como diría el otro.
La democracia está a salvo, en fin, ‘su democracia’. Visto que sin partidos políticos la democracia no existe, o eso hacen creer quienes viven de la cosa pública. No hace falta ser un genio para darse cuenta que en Chile (y no solo en Chile) los partidos no forman parte de la solución, sino que son EL problema.
El retorno a la ‘democracia’ puso en evidencia que estructuras políticas que alguna vez representaron algo ya no son sino negocitos de representación, sin enraizamiento en el cuerpo social. Aceptando las condiciones leoninas del retorno a la civilidad, accedieron al reparto de lo que quedaba. Ahora viven para sí mismas, para nutrir a los parásitos que las pueblan.
En lo que me concierne esta reflexión no es nueva, y se ha visto confirmada por el fenómeno de la corrupción que no es tan reciente como hacen creer, por la confusión del patrimonio público con las faltriqueras privadas, por legislaturas dirigidas desde las oficinas de las grandes empresas, por la venalidad generalizada de la llamada “clase política”, y por un sinfín de desvergüenzas ya conocidas por la opinión pública.
De ahí que el título de un breve ensayo de Simone Weil despertase mi interés: Nota sobre la supresión general de los partidos políticos.
Te ruego no confundir con Simone Veil, abogado y mujer de Estado francesa, sobreviviente de Auschwitz, que al frente del Ministerio de Sanidad propuso, defendió e hizo promulgar la ley que, en el año 1975, legalizó el aborto en Francia. Nótese que era un gobierno de derechas, presidido por un católico. De ese modo, las mujeres pudieron disponer de su cuerpo en plena libertad. Nadie les obliga a abortar, desde luego. Se trata simplemente de un derecho. Financiado por la Seguridad Social. Simone Veil fue la primera presidente del Parlamento Europeo. Comparada con los “progresistas” chilenos, Simone Veil es un prodigio de modernidad.
La Simone Weil que te cuento es una eminente intelectual francesa, filósofo, obrera de las fábricas Renault, combatiente en las Brigadas Internacionales que lucharon contra el fascismo en la Guerra Civil española, miembro de la Francia Combatiente que luchó junto al General de Gaulle contra la ocupación nazi.
En la contraportada del libro, un par de párrafos anuncian su contenido:
Los partidos son un maravilloso mecanismo, en virtud del cual, en toda la extensión de un país, ningún espíritu le presta atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. De eso resulta que –salvo un muy pequeño número de coincidencias fortuitas– solo se deciden medidas contrarias al bien público, a la justicia y a la verdad. Si se le confiase al diablo la organización de la vida pública, el diablo no podría imaginar nada más ingenioso.
Confiesa que hay materia. Para Simone Weil los partidos políticos forman parte de un mecanismo de opresión mental y espiritual que fue inventado por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía. En mi propio ensayo “De la desgana de votar”, expuse que los mecanismos destinados a manipular las elecciones fueron concebidos y puestos en práctica por la Iglesia a partir del siglo XIII. De ahí proviene buena parte del derecho canónico. De modo que esta afirmación de la autora no me sorprendió en lo más mínimo.
Intervenir en los asuntos públicos de manera eficaz es virtualmente imposible sin enrolarse en un partido, aceptando reglas del juego que suelen ser tramposas, por decir lo menos. Eso piensa la autora del ensayo.
Un convertido que entra en la Iglesia (o, –podemos agregar–, en un partido) percibió en el dogma algo de verdad y algo del bien. Pero al franquear el umbral profesa al mismo tiempo no caer bajo los ‘anathema sit’, o sea aceptar en bloque todos los artículos llamados “de fe estricta”. Él no ha estudiado estos artículos. (…) ¿Cómo adherir a afirmaciones que no se conocen? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de dónde emanan.
De ese modo, dice Weil, El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de la conformidad con una enseñanza establecida de antemano.
Lo paradoxal, dice Weil, la “trágica ironía”, es que el movimiento de rebelión contra la sofocación de los espíritus bajo el régimen inquisitorial tomó una orientación tal que continuó la obra de ahogar la inteligencia. La Reforma y el humanismo del Renacimiento, doble producto de esa rebelión, contribuyeron ampliamente a suscitar –después de siglos de maduración– el espíritu de 1789. De ahí resultó, después de un cierto tiempo, nuestra democracia fundada en el juego de los partidos, cada uno de los cuales es una pequeña Iglesia profana, armada con la amenaza de la excomulgación. La influencia de los partidos contaminó toda la vida mental de nuestra época.
Entrando en un partido, argumenta Simone Weil, se aceptan posiciones que se ignoran. Al irlas conociendo poco a poco, se las aceptará sin examen. Es exactamente la situación de aquel que adhiere a la ortodoxia católica concebida como hizo Santo Tomás. Luego, al tomar la palabra, dirá “como radical pienso que…”, o bien “como socialista creo que…”. ¡Es tan confortable! Eso no es pensar. No hay nada más confortable que no pensar.
Si hubiese que encontrarle raíces profundas al encefalograma plano de los políticos chilenos, he aquí una buena pista. Todos dispensados de la obligación de reflexionar gracias al respeto religioso de los acuerdos a espaldas del pueblo que les permiten vivir del erario nacional, y cobrar una modesta comisión de las empresas sustraídas al patrimonio de todos.
Un partido, escribe Simone Weil, es una organización construida en modo de ejercer una presión colectiva sobre el modo de pensar de cada uno de los seres humanos que son sus miembros.
Hace unos días el PS chileno recurrió a un voto secreto para designar su abanderado presidencial, ofreciendo así una deslumbrante prueba del miedo a las represalias. Porque el partido –ese u otro– devino, para sus escasos miembros, la posibilidad de ganarse el pan de cada día en un entorno económico difícil. Hasta los perros saben que no se muerde la mano que te da de comer. Así, para ponerlo en palabras de Weil, es inevitable que en realidad el partido sea, él mismo, su propio fin.
Al mismo tiempo, siempre según Simone Weil, Un partido es en principio un instrumento para servir una cierta concepción del bien público. Pero esa concepción es extremadamente vaga. Los partidos más inconsistentes y los más estrictamente organizados son iguales en la vaguedad de la doctrina. (…) “Doctrina de un partido político” no podrá jamás, por la naturaleza de las cosas, tener ninguna significación.
La democracia protegida, o tutelada –que para el caso es lo mismo– que prevalece en Chile, acepta que su calidad de ‘representativa’ quiera decir que obedece a los intereses de quienes poseen el país como un Club privado (la expresión es suya, de los 'propietarios' del Club privado).
En el siglo XX conocimos los partidos vanguardia, compuestos por los ‘elementos más conscientes de la clase obrera’, en los que el comité central reunía a los más esclarecidos entre los más conscientes, el buró político a la élite de los esclarecidos, el secretariado a los más aguerridos de la élite, para finalmente resumir todas las virtudes, y la misión histórica, en el líder. De ese modo, la misión de la ‘clase’ se vio transferida al partido y, siguiendo el conducto regular, al ‘padrecito de los pueblos’, al ‘sol rojo’, o al ‘gran timonel’. De ahí surgió la frase célebre: “Es mejor equivocarse con el partido que tener razón sin él”. Simone Weil no lo hubiese dicho de mejor manera.
En el ámbito de los partidos ‘burgueses’ la cosa no fue mejor. Charles de Gaulle creó el suyo, como ahora –guardando las proporciones– Emmanuel Macron inventa una murga para sí mismo. En el gaullismo el líder designaba absolutamente todos los cargos, del más modesto al más encumbrado. Ungía todos los candidatos, y por cierto ministros, secretarios de Estado, embajadores y todo el toutim. Solo el gran hombre –que de verdad fue grande– podía comprender la grandeza de Francia, y sabía lo que le convenía a los franceses. El aspecto mesiánico era evidente.
Entre los partidos funcionales a las aspiraciones del líder se cuentan los partidos “instrumentales”. Ricardo Lagos acaba de constatar que el truco ya no funciona.
En el siglo XXI los partidos ya no pretenden conducirnos al paraíso terrenal, y los líderes son tan mediocres que no les alcanza para mesías. De ahí que se disfracen de lobos con piel de lobo, y por encima se pongan una cofia y un chal de abuela: la de Caperucita Roja. Para comerte mejor.
Si los programas son indistinguibles, –lo que lleva a algunos despistados a proclamar que la diferencia y la alternativa entre izquierda y derecha desaparecieron–, el discurso, sino los métodos, difieren.
El temperamento revolucionario –dice Weil– lleva a concebir la totalidad. El temperamento pequeño burgués lleva a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límites. Pero en ambos casos el crecimiento material del partido se transforma en el único criterio en relación al cual se define en todas las cosas el bien y el mal. Exactamente como si el partido fuese un animal de engorda, y que el universo hubiese sido creado para engordarlo.
Así, una técnica común a todos los partidos consiste en hacerle comprender al pueblo que, aparte depositar un voto cada cierto número de años, está demás. El Discurso de Gettysburg fue ligeramente modificado. “La democracia es el gobierno de los representantes del pueblo, sin el pueblo y dizque para el pueblo”.
La estafa es tan evidente que algún enterado propuso la ‘democracia participativa’, allí donde los ignorantes recurrieron a ‘empoderar al pueblo’. Anglicismo macarrónico, el verbo ‘to empower’ designa una autorización de representación, como en la frase ‘power of attorney’, utilizada en los medios jurídicos. De ese modo, proclamar “el pueblo está empoderado”, quiere decir exactamente que alguien –¿el de la proclama?– le ha otorgado al pueblo una muy limitada autorización. Concepto que está en las antípodas del principio que sostiene que la soberanía y la legitimidad del poder reside en el pueblo.
Lo de la ‘democracia participativa’, por su lado, no deja de ser otra estafa. En el origen, si nos remitimos a la Atenas de Pericles, era inconcebible ser representado por otra persona. Cederle su propio derecho ciudadano al prójimo no formaba parte de las reglas del juego (el movimiento estudiantil chileno –para no recordar la Comuna de París en 1871– rechazó los representantes y designó ‘voceros’). Ni tampoco la elección, forma de designación que a lo largo de siglos fue considerada por lo que es: el método predilecto de la oligarquía.
El método propio a la democracia siempre fue el sorteo, que le otorgaba a todos los ciudadanos la misma posibilidad de servir a la Polis. Acompañado, como escribí en mi ya citado ensayo “De la desgana de votar”, de la imposibilidad de hacerse designar una segunda vez. La desconfianza hacia los políticos ‘profesionales’ siempre fue la garantía del carácter democrático de las instituciones. Mejor aun, en la República de Florencia el sorteo y la designación de los magistrados estaban organizados en modo tal que no fuese posible ‘hacer campaña’. Una vez más, la Iglesia jugó un papel no despreciable en la imposición de las elecciones como método para designar a los amos: en el año 1223 el papa Honorio III prohibió, por medio de la decretal “Ecclesia vestra”, la utilización del sorteo. Aleluya.
Al examinar la realidad de las estructuras políticas contemporáneas, y al constatar que asistimos al alejamiento progresivo de la ciudadanía de la res pública, la reflexión de Simone Weil adquiere una pertinencia indiscutible. Quienes hablan de “crisis” se refieren probablemente a la acepción médica que designa un momento relativamente breve, en que una enfermedad alcanza su punto más álgido. O bien la noción económica, que asimila las crisis a las llamadas turbulencias, un cierto desequilibrio, que por construcción también es breve: según el dogma los mercados siempre regresan al equilibrio.
En su etimología, la palabra crisis no tiene un significado negativo. La crisis es el momento en que la rutina ha dejado de servirnos como guía y necesitamos optar por un camino y renunciar a otro. De preferencia de modo prudente y sabio. Por eso es necesario elegir con ‘criterio’, otra palabra griega (“κριτήριον”, “criterion”) que en este contexto significa “tribunal de justicia”. Para elegir, hay que tener cuenta de la noción de justicia, ser capaz de juzgar con conocimiento y criterio, virtudes que caracterizan al crítico, del griego “κριτικός”, el que es capaz de juzgar.
Por mi parte no necesito ni quiero que me representen. Liberado de las limitaciones que imponen las capillas, sectas, iglesias y partidos, me propongo participar activamente a la lucha que debe restituirnos los derechos conculcados por la dictadura, secuestro prolongado por un sistema de partidos que es parte integral del problema.
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