La política de poder de las grandes potencias: racionalizar el caos

Previendo un posible relevo hegemónico entre Estados Unidos y China, la posible definición de un escenario de guerra es para Europa una prioridad mucho mayor de la que lo es para la potencia norteamericana.

16/03/2022
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En la larga historia del moderno sistema mundial, una cosa es segura (dada su tendencia a comportarse en forma cíclica): en el capitalismo global, las crisis coyunturales son recurrentes y las crisis estructurales son inevitables.

 

Pero un periodo o un momento de crisis, no obstante, no es cualquier fenómeno en el marco de funcionamiento de este sistema de dimensiones planetarias: cuando se producen, tienden a orillar a los actores a actuar de manera distinta a como lo harían mientras la lógica del capitalismo opera con relativa normalidad. Y si bien es verdad que esta afirmación parece ser poco menos que evidente en y por sí misma, a juzgar por la forma en la que se ha abordado intelectualmente la confrontación entre Rusia, por un lado; y Estados Unidos y la OTAN, por el otro; la realidad de la cuestión es que esta comprensión de las crisis como un elemento determinante en el diseño y el despliegue de la Raison d’état de las grandes potencias no parece ser muy bien aceptada.

 

Un dato elemental que evidencia este enorme grado de incomprensión de la manera en que se producen y funcionan las crisis en sistemas sociales tan complejos como lo es la arena de las relaciones internacionales se halla, por ejemplo, en cada afirmación que sostiene que son los acontecimientos experimentados en el conflicto por Ucrania los detonantes que en verdad cuentan con todo el potencial para sumir al resto del mundo en una nueva era de catástrofes (el alarmismo que pronto cundió en la prensa internacional, acerca de la posibilidad de una guerra nuclear, es indicativo de ello); como si el mundo, al margen de la emergencia sanitaria y de su correlato económico, se hallase atravesando por un momento de estabilización de su funcionamiento, sin cobrar conciencia, por un lado, de que el telón de fondo sobre el cual se desencadenó la avanzada militar rusa en el Donbás ucraniano es el propio de una crisis cuyas raíces se hunden tan profundo en el pasado como la década de los años noventa del siglo XX; y, por el otro, que, desde la perspectiva de las grandes potencias en conflicto, es de la definición del estatus de Ucrania en el marco del sistema interestatal global de lo que depende la posibilidad de contener los efectos más perversos de esa crisis irresuelta desde el siglo pasado (y que rebasa, por mucho, la geografía de Europa del Este).

 

Que toda crisis coyuntural sea pensada, en esa línea de ideas, a partir de los efectos de corta duración histórica que produce (como cuando en 2012 ya se empezaba a afirmar que se había superado lo peor de la contracción global de 2008; o como cuando ahora se comienza a vaticinar que lo peor de la emergencia sanitaria ya sucedió; teniendo por delante nada más que la recuperación de la vieja normalidad como nueva normalidad)), forma parte de esa misma lógica de análisis inmediatista que domina al grueso de las valoraciones políticas que hoy circulan a propósito del escenario bélico en Donetsk y Luhansk, impidiendo observar al grueso de la población mundial que toda crisis (en especial si es estructural y/o sistémica) además de acorralar, en distinto grado, a los actores internacionales hasta el punto de sobredeterminar su comportamiento y llevarles a tomar decisiones a menudo diametralmente divergentes de las que tomarían en un contexto de relativa normalidad, también se caracteriza por su capacidad para hacer que acontecimientos que usualmente no tendrían un impacto global significativo lo tengan; dejando siempre abierta la posibilidad de que la situación se agudice como en una suerte de espiral degenerativa cuyos resultados últimos siempre son difíciles de anticipar o de trazar como tendencias o trayectorias previsibles.

 

En lo concerniente a los acontecimientos recientes en Ucrania, esta sencilla premisa de análisis propia del comportamiento de sistemas sociales complejos a menudo ha sido menospreciada por la enorme cantidad de atención que han logrado acaparar las opiniones y los comentarios sobre el estudio de la importancia estratégica que revisten los territorios ocupados por las fuerzas armadas rusas en la región del Donbás ucraniano. Y es que, en efecto, la rápida proliferación de análisis geopolíticos que insisten en reducir la explicación del conflicto al estudio de los recursos naturales que existen en Donetsk y Luhansk, a la posición geográfica de Ucrania en medio de las rutas comerciales de Oriente a Occidente (en particular en lo relativo a la infraestructura energética: gas y petróleo) o al reconocimiento del peligro que implicaría para la seguridad rusa el que Ucrania se integre a la OTAN y que bases militares de esta Organización se desplieguen en su frontera (sumándose a las de Noruega, Estonia, Letonia y Lituania) parecen estar olvidando algo fundamental, que no tiene explicación alguna en los mapas que con tanta vehemencia veneran: nada de ello explica la —en apariencia— desproporcionada reacción observada tanto en la política exterior de Rusia como en la del grueso del Occidente que pertenece a la OTAN, a propósito del estatus de Ucrania.

 

En este sentido, en términos sociales es claro, por ejemplo, que algo de la explicación sobre la trascendencia que hoy reviste el escenario bélico en Europa del Este en los debates colectivos de diversas sociedades nacionales alrededor del mundo tiene que ver tanto con el alcance y la penetración de la informática y de las redes digitales entre las masas como con esas —a veces imperceptibles— herencias coloniales (eurocentristas) que históricamente han llevado a una parte mayoritaria de la humanidad a despreciar las desgracias de América Latina, África y Asia —al tiempo que se sobredimensionan los problemas por los que atraviesan las sociedades consideradas más próximas a la historia, los valores, los principios y la cultura europeas—. Sin embargo, ninguno de esos dos datos termina de explicar, tampoco, la totalidad de la situación actual. Es evidente, por decir lo menos, que la reacción del autodenominado mundo libre acerca del conflicto en Ucrania no es la misma que se dio, en su momento, en referencia a cualquier invasión occidental en Oriente Medio, África, Asia o América Latina por causa de ese eurocentrismo, de esas herencias coloniales, y debido al escaso alcance que aún tenían ciertos medios de comunicación cuando se dieron. Pero aunque ello es verdad para el grueso de las sociedades nacionales alrededor del mundo, ambas premisas no terminan de esclarecer los motivos que se hallan detrás de las respuestas desplegadas por grandes potencias internacionales como Francia, Estados Unidos, Inglaterra, Rusia o (la hasta hace poco desmilitarizada) Alemania. ¿Qué sí explica, entonces, esa aparente sobrerreacción?

 

La respuesta no es sencilla y tampoco es unívoca: el rasero que en Occidente se ha empleado en estos días para dar cuenta de los motivos de las potencias occidentales es por completo diferente del que se emplea para valorar las decisiones de Rusia y sus principales aliados. Acerca de las motivaciones de Rusia, por ejemplo, la mayor parte de las explicaciones expuestas en los medios occidentales han tendido a gravitar alrededor de la crítica de la personalidad de Vladimir Putin, a menudo llegando al absurdo de equiparar a su persona con la de un Zar y casi siempre apelando a juicios morales que hacen del presidente ruso una suerte de agente del mal (cuando no se lo tacha, sencillamente, de ser un megalomaníaco con un hambre expansionista insaciable y racionalmente inexplicable).

 

Que la Rusia de Vladimir Putin tenga en su archivo histórico muchas menos expansiones territoriales e intervenciones armadas fuera de sus fronteras, en comparación con las que cuentan en su haber, tan sólo en lo que va del siglo XXI, Estados Unidos, Francia o Inglaterra (en alianza y por separado), por supuesto, desmiente el principio lógico detrás de esas acusaciones (los ejemplos de Chechenia y Georgia sencillamente no alcanzan para justificar la acusación de que Putin es un autócrata expansionista). Sin embargo, lo más importante de tales afirmaciones no es la desproporción del juicio subyacente respecto de la realidad, sino, antes bien, el hecho de que, cuando se trata de comprender las respuestas occidentales, en esa apreciación a menudo se tiende a sostener que las políticas exteriores de los miembros de la OTAN y de Estados Unidos no giran alrededor de la personalidad y las pasiones propias de las mandatarias y/o los mandatarios que encabezan el poder ejecutivo en cada caso: no se acusa, por ejemplo, a Joe Biden de ser un megalómano obsesionado con Rusia; tampoco se advierte en Emmanuel Macron ningún atisbo de vanidad que explique su patológica necesidad de protagonismo en la política internacional; y a pesar de que en su momento se comparó a Boris Johnson con Donald Trump, hoy día no hay análisis en la prensa mainstream de Occidente que lo señale como un desequilibrado mental sediento de guerra.

 

¿Qué explica este doble rasero hoy en trance de convertirse en un sentido común generalizado entre diversas sociedades nacionales para explicar lo que acontece en el mundo? Aunque muchos pueden ser los factores que den razón de este proceder, dos datos son evidentes: por un lado, históricamente, en Occidente el eurocentrismo ha conducido al análisis político a calificar de racionales sólo a las sociedades que se identifican con la historia, los valores morales, los principios políticos y la cultura de las sociedades europeas, lo que, en última instancia, conlleva la aceptación implícita (generalizada como axioma intelectual) de que en el resto del mundo lo que predomina en la conducción de la política —doméstica y exterior— es más bien cierto grado de irracionalidad y de inmoralidad, casi siempre originada por individuos concretos que serían la personificación de esas desviaciones del camino de la racionalidad moderna. Por otra parte, es claro, además, que si esa distinción civilizatoria y cultural entre lo racional y lo irracional es tan aceptada y tan aceptable entre las sociedades occidentales, ello se debe, en gran medida, a la influencia que el individualismo de manufactura liberal tiene en la producción de explicaciones sobre los problemas del mundo, toda vez que, de acuerdo con esta aproximación, la realidad social no es más que el resultado de la suma de acciones individuales, en donde el peso que tienen algunas es mayor que el de otras por el grado de poder político con el que cuentan los personajes que las toman. El claro ejemplo de esta lógica se halla en los sistemas políticos de tipo presidencialista, en donde todas las calamidades por las que atraviese una sociedad nacional determinada, para ese individualismo liberal, se explicarán por los actos del o de la titular del poder ejecutivo federal/nacional —al margen de todo proceso colectivo que incida en la cuestión—.

 

Las dos principales objeciones que habría que oponer a tales acercamientos a la comprensión de la realidad internacional son evidentes: a) todo Estado-nación moderno es una formación social colectiva dentro de cuyos márgenes una multiplicidad y una diversidad de intereses —individuales y colectivos— se enfrentan y se afectan mutuamente, siempre condicionando, regulando, impactando, modificando o reforzando, a través de presiones de distinta índole (políticas, económicas, jurídicas, demográficas, culturales, etc.,) las decisiones que toman las y los estadistas y las y los profesionales de la política oficiosa en el plano institucional; y, b) aun cuando la fortaleza política individual de ciertos personajes en determinadas instancias que participan en los procesos de toma de decisiones (y en su implementación práctica) resulta ser mucho mayor y más notoria que la de un simple individuo (a la manera en que sucede con presidentes y presidentas con altos niveles de popularidad entre las masas y amplios márgenes de apoyo entre las bases sociales de su movimiento o plataforma política), inclusive en esas situaciones la personalidad de la o el estadista no alcanza a explicar la totalidad del fenómeno concerniente a las definiciones que un gobierno de un Estado-nación determinado suscribe en materia de política exterior.

 

Y esto es así, sobre todo, porque las decisiones tomadas y echadas a andar por las y los profesionales de la política, por las y los estadistas, a diferencia de las que conciernen a otros actores o agentes individuales dentro de un Estado (como las de las y los intelectuales), por el sólo hecho de ser tomadas e implementadas dentro del marco de acciones posibilitado por el andamiaje institucional del propio Estado son acciones y decisiones que, una vez que se adoptan, tienden a convertirse en vinculantes para colectivos enteros de la sociedad que forma parte de ese Estado. La determinación de participar en una guerra de agresión por fuera de las fronteras de un Estado cualquiera, por ejemplo, se convierte en una decisión de carácter vinculante para todas aquellas porciones de la población que el orden interno del Estado en cuestión mandaten que deben de responder al llamado de guerra del gobierno en turno y, justo porque es una decisión que afecta a grupos enteros de la población nacional que constituye al Estado, tanto el proceso que conduce a su adopción como las medias y las estrategias específicas que se deriven de ella en su implementación práctica nunca se hallan exentas de ser objeto de múltiples reacciones (en favor o en contra de su naturaleza, fundamento y objetivo) que constantemente la ajustan tanto en sus motivaciones como en sus propósitos últimos.

 

Esa es la razón, entre otras cosas, de que las y los Estadistas, a diferencia de las y los intelectuales, en el ejercicio de su profesión, por un lado, cuenten con mucho menos margen de acción para desempeñar su labor en el día a día; y, por el otro, siempre sean objeto de mucha mayor presión social condicionante; toda vez que, una vez implementada una acción concreta, ésta generará una multiplicidad y una diversidad de respuestas tanto en el plano interno como en el externo por parte de tantos intereses individuales y colectivos como se vean afectados por el hecho en cuestión, restringiendo tanto el recurso a la retracción inmediata de la o del estadista cuanto la permanente indefinición de su postura (o las constantes ambigüedades que, en el caso de la o el intelectual, no suelen desencadenar consecuencias catastróficas, como una guerra general en todo un continente).

 

Una comprensión mínima de todas estas consideraciones (y en espacial un franco abandono del individualismo que permea el análisis de lo social en los tiempos que corren) permite observar con claridad, en consecuencia, que si bien es verdad que conocer las motivaciones propias de las y de los estadistas (sus cualidades morales individuales, sus pasiones, sus preferencias políticas, sus afinidades filosóficas o sus filias y fobias ideológicas) ayuda valorar qué tipo de dirección puede o no adoptar la política exterior de un Estado-nación cualquiera, ninguno de esos datos sustituye al interés nacional al que responde la labor propia del oficio de la política y del cual depende, en última instancia, la existencia misma de ese Estado tanto en lo interno como en lo concerniente a su posición y su rol en el seno del entramado interestatal global.

 

En palabras simples esto quiere decir que, por mucho que las filias y las fobias propias de cada Estadista estén, todo el tiempo, procurando imprimir un sesgo particular a la organización, la planeación, la dirección y la conducción de la política exterior de su Estado, éstas nunca sustituyen al interés nacional que les es subyacente y que les antecede en términos históricos. La avanzada rusa sobre ucrania, por eso, de ninguna manera es un dato reducible a o sustituible por la expresión: «la guerra de Putin».

 

Ahora bien, reconocer que el mundo, que el capitalismo moderno, atraviesa por una crisis estructural ayuda, en esta línea de ideas, a comprender, asimismo, que un contexto global en crisis siempre coadyuvará a magnificar la reacción con la que responden los actores internacionales ante las dificultades que se les presentan, pero de ninguna manera ese sólo dato esclarece la totalidad del panorama ante el cual se halla el mundo: ¿Por qué, por ejemplo, actores como Alemania, profundamente dependiente de los energéticos rusos, optaron por alinearse cada vez más y en mayor grado con la política exterior de Estados Unidos hacia Rusia, si ello significaba, en el fondo, atentar en contra de las propias necesidades del Estado alemán en el corto y en el mediano plazos? En el cúmulo de análisis geopolíticos que proliferación en las semanas recientes, por todas partes en el ciberespacio, consideraciones como ésta fueron relegadas a un segundo orden de importancia afirmando que Europa no es más que un peón de Estados Unidos, sin voluntad o intereses propios capaces de resistir a la agenda del gobierno de Biden.

 

Aseveraciones como ésta son, por supuesto, poco acertadas en más de un sentido, pues aunque a lo largo de los últimos meses Europa ha demostrado un férreo respaldo a la política exterior estadounidense, ello de ninguna manera ha implicado que los intereses de la OTAN o de la Unión Europea se hayan mimetizado con los de Estados Unidos. Quienes han sostenido reiteradamente esta postura han pasado por alto por lo menos tres o cuatro datos históricos que la desmienten. A saber:

 

1-desde hace más de tres o cuatro décadas, Estados Unidos no cuenta con la fuerza necesaria para imponer sus intereses a los del bloque europeo sin que reciba de parte de éste ningún tipo de resistencia. Los enormes márgenes de autonomía en materia de política exterior que han experimentado Francia, Alemania y el Reino Unido a lo largo de las últimas décadas lo demuestra, aunque las operaciones conjuntas de la OTAN y Estados Unidos en Oriente Medio parezcan contradecir este supuesto;

 

2-durante la presidencia de Donald Trump, la hostilidad de la política exterior estadounidense hacia la OTAN y la Unión Europea fortalecieron aún más la determinación de Europa de incrementar sus márgenes de autonomía en materia de política exterior, por lo menos ahí en donde sus intereses y los de Estados Unidos abiertamente entraban en contradicción. Francia, en particular, comenzó a brillar en la arena internacional debido a su enorme activismo en un amplísimo número de problemáticas internacionales; política exterior que, no sobra señalarlo, no comenzó a tomar cuerpo a partir de la presidencia de Emmanuel Macron, sino que es, antes bien, una tendencia de largo plazo que viene observándose en la política exterior francesa desde hace un par de décadas. Alemania ha restringido mucho más su ámbito de actuación alrededor del mundo, pero ha seguido de cerca los pasos de Francia;

 

3-a lo largo de los últimos años, las relaciones entre la parte dominante del bloque europeo (Francia y Alemania) y Rusia se profundizaron en grados no observados con anterioridad, a pesar de la abierta oposición de Estados Unidos a que ello ocurriera. En gran medida, ello se ha debido a los constantes arrebatos de la política exterior estadounidense, que cuando no se ha sentido respaldada por sus aliados en el viejo continente ha optado por actuar de manera unilateral a riesgo, inclusive, de colocar a Europa en escenarios poco favorables para su estabilidad (lo que al final terminó por arrastrar a parte del bloque a los conflictos de Estados Unidos en otras partes del mundo);

 

4-en la historia reciente de Europa, las alineaciones absolutas e irrestrictas de sus intereses respecto de los estadounidenses, en otras partes del mundo, a menudo han conducido a poner en juego la propia estabilidad interna de los Estados que conforman tanto el bloque económico como la alianza militar ofensiva. Esto ha sido, de hecho, aún más recurrente cuando los conflictos a los que han sido arrastrados los Estados europeos se han revertido en contra de los intereses del continente en la forma de olas migratorias incontenibles, de desvíos de recursos de áreas prioritarias para hacer frente a las demandas externas, de fortalecimiento innecesario de nuevos enemigos regionales en áreas estratégicas o, sencillamente, de costos humanos, materiales y/o morales que a la postre fueron percibidos como inaceptables por parte de los sectores más progresistas de cada sociedad nacional.

 

¿De dónde proviene, entonces, esa aparente mímesis entre los intereses nacionales de Estados Unidos y, por lo menos, los de las principales potencias militares, financieras y comerciales de la OTAN? Algunas explicaciones han apostado por sostener que detrás de todo el conflicto se halla el lucrativo negocio de la guerra. Sin embargo, a pesar de que las ventas de equipo militar a Ucrania son un hecho (y no obstante que este acontecimiento puede servir como un pretexto para renovar la maquinaria bélica de muchos Estados) la plausibilidad de esta hipótesis (por lo menos en el corto plazo) es profundamente cuestionable, tomando en consideración, sobre todo, que el mundo atraviesa por una fuerte contracción que hace aún más oneroso, para las economías nacionales de los Estados que se involucren, el sostener una guerra general y prolongada (después de todo, para que haya guerra hay que financiarla, y eso suele traer aparejado redistribución del gasto público al sector de seguridad, incremento sustancial de la deuda pública y privada, así como ajustes fiscales costosísimos para las masas). Implementar estas medidas en un contexto de precios elevados, salarios caídos y niveles de desempleo altísimos por doquier sería el equivalente a atizar intencionalmente la flama para hacer estallar movimientos revolucionarios domésticos.

 

En consonancia con esta hipótesis se ha sostenido, también, que son los intereses de los grandes capitales trasnacionales (más allá de la industria armamentística, como sucede con los energéticos y las tecnologías de punta) los que explican el conflicto. Evidentemente una multiplicidad y una diversidad de intereses empresariales se hallan involucrados en este problema y están sacando dividendos de la incertidumbre en la que se encuentra la situación. Sin embargo, acá también valdría la pena adelantar una pequeña precaución analítica (toda vez que este tema será tratado en profundidad —junto con el de la guerra— en otro texto): y es que, si bien es verdad que ciertos intereses corporativos suelen hallarse en línea con los intereses nacionales de sus respectivos Estados (y viceversa), dada la complejidad del mercado global en el presente y, sobre todo, dada la magnitud alcanzada por algunos de esos capitales, hoy, no siempre los intereses nacionales de un Estado suelen ser, en automático, los intereses corporativos defendidos por esos grandes capitales. Algo de esto es posible notarlo ya en las protestas que han elevado CEOs de conglomerados energéticos y financieros en contra de las excesivas medias tomadas por Occidente para aislar a Rusia de la economía mundial. No habría que olvidar, además, que entre capitales también existe competencia; de lo que se deriva el hecho de que no siempre ni en todo lugar los intereses de, por ejemplo, Chevron, son los mismos que los de BP, Total, Shell, Repsol (o los de estas corporaciones los mismos que los de los Estados que las patrocinan con sus aparatos represivos).

 

De ahí que, a reserva de profundizar más en estas dos hipótesis, valga la pena comenzar a explorar tres o cuatro explicaciones adyacentes. A saber:

 

1-Previendo un posible relevo hegemónico entre Estados Unidos y China (conflicto en el que el bloque europeo se ha asumido como un competidor más desde hace varias décadas), la posible definición de un escenario de guerra es para Europa una prioridad mucho mayor de la que lo es para Estados Unidos (un Estado continental aislado por dos grandes océanos). El peso del recuerdo de la devastación que dejaron en Europa todas las guerras previas que definieron los relevos hegemónicos anteriores, en este sentido, definitivamente podría estar jugando un rol condicionante en algunas de las políticas exteriores europeas, buscando contener lo más que puedan la posibilidad de que un conflicto de enormes proporciones se vuelva a desencadenar en el viejo continente o en los espacios terrestres más próximos a él. Alinear ciertos intereses propios con los estadounidenses, por eso, en esta situación estaría sirviendo a Europa para contar con mayores márgenes de contención del conflicto, en caso de que escale, desde dentro del mismo, en lugar de favorecer una acción unilateral más por parte de Estados Unidos.

 

2-De cara a ese posible relevo hegemónico, ciertas potencias de Europa parecen tener muy presente que sus relaciones con Rusia (en especial las energéticas) a lo largo de las últimas décadas las colocaron en una situación de profunda dependencia que, en el mediano y largo plazos, minaría sus capacidades no sólo de resistir un conflicto de mayores proporciones entre Estados Unidos, Rusia y China sino, asimismo, sus posibilidades de adoptar posiciones mucho más autónomas y arriesgadas, por cuenta propia, respecto de las que adoptarían esos otros actores.

 

3-Para Europa, si existe la posibilidad de contener a China como nueva potencia hegemónica en los años por venir, esa oportunidad depende de que el Estado chino sea efectivamente aislado de sus principales aliados (sobre todo de los que, hasta ahora, siguen siendo militarmente mucho más fuertes). Aislando a Rusia, en este sentido, se estaría buscando, en realidad, privar a China de uno de sus principales proveedores de energéticos y de uno de sus más sólidos respaldos militares en un posible escenario bélico. Y es que, aunque tienen razón quienes insisten en afirmar que Occidente, sancionando y bloqueando a Rusia, únicamente coadyuva a fortalecer sus lazos con China, también es verdad que en el interés nacional de China no está el depender en gran medida del destino de Rusia (o subordinar sus capitales a los rusos) . Los esfuerzos chinos por ganar cada vez más grados de autonomía relativa en ámbitos como lo tecnológico, lo energético y lo militar son indicativos de ello.

 

4-Aunque es verdad que para Estados Unidos, desde hace medio siglo, una alianza entre China, Rusia, India e Irán es una amenaza que se considera estratégica para el sostenimiento de su hegemonía no sólo en la amplísima región que va de Oriente Medio hasta el Sudeste asiático, sino, en general, a lo largo y ancho del mundo; también es cierto que una alianza profunda entre Rusia, Francia y Alemania es igual de peligrosa, aunque en este caso debido a que los mayores grados de dependencia de Francia y de Alemania respecto de Rusia (aunque sea sólo en lo energético) privarían a Estados Unidos del apoyo incondicional de esas dos potencias en una situación de riesgo que involucre a Estados Unidos, Rusia y China. Romper la dependencia energética de Europa respecto de Rusia, por eso, es hoy mucho más importante, para la valoración de la política exterior estadounidense, que el peligro que supone el seguir aproximando a Rusia a China.

 

Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

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