Los disfraces de la contrarrevolución: la sociedad civil impoluta

En la discusión sobre Cuba, se popularizó la idea de que «al pueblo no se le toca». El pueblo no es uno y no es el mismo en todas partes. Si en verdad quisieran mayores libertades y mejores condiciones de vida, saldrían con consignas claras en contra del bloqueo. 

14/07/2021
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Cubanos marchan en La Habana en contra de la campaña de descredito hacia el Gobierno
Foto: Telesur-Foto
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A propósito de Cuba… De entre toda la vorágine de desinformación que se apoderó, en los últimos días, de las redes sociales y otros espacios de discusión pública, uno de los mensajes que más se replicó entre aquellos y aquellas que demandaban libertad para la sociedad cubana, y que quizá sea más representativo de ellos, rezaba: «al pueblo no se le toca». Estas palabras, repetidas una y otra vez en infinidad de mensajes son importantes y significativas porque, a su vez, son indicativas de la prisión en la cual se encuentra la crítica social, a lo largo y ancho de América, así como al interior de Estados Unidos: en los tiempos que corren, es ya un sentido común el aceptar que la sociedad civil movilizada es, por antonomasia o por naturaleza, antítesis de las opresiones políticas, las injusticias económicas y los fundamentalismos culturales.

 

Esta discusión sobre la esencia, la naturaleza o el carácter de la sociedad civil, además, viene a cuento, porque en la utilización que se hizo de la frase en redes sociales se transparentan tres cosas. En primer lugar, uno de los datos que sin duda resulta más reveladores es que tanto la frase como las tendencias que se utilizaron para hacer fluir la información sobre las protestas en la isla fueron promovidas principalmente no por individuos residentes del país, sino, antes bien, por lobistas, figuras políticas, empresariales y artísticas extranjeras (o nacionales cubanos, pero adscritos a la disidencia que desde Florida, Estados Unidos, históricamente se ha encargado de hostilizar al sistema político cubano).

 

No es que no existiesen en absoluto personas inconformes al interior de Cuba manifestándose en el mismo sentido (#SOSCuba), porque por supuesto que esas figuras existen y son, por lo demás, sumamente conocidas al interior y fuera del país. Más bien, acá de lo que se trata es de observar quiénes son las personas interesadas en alimentar la campaña mediática y desde qué centros geopolíticos se movilizan aquellos actores que con sus opiniones y mensajes tienen la capacidad de arrastrar tras de sí a amplios sectores de la comunidad internacional sin que estos sientan la necesidad, siquiera, de informarse un poco respecto de lo que está pasando en Cuba, ahora mismo, pero también sobre la historia de esa sociedad y las vejaciones de las que ha sido víctima.

 

Para cualquiera que no esté atento o atenta a esa historia, por ejemplo, sin duda uno de los factores ideológicos de mayor arrastre tiene que ver con el hecho de que los principales golpeadores mediáticos del régimen político caribeño reivindican abierta y constantemente su nacionalidad cubana, de tal suerte que, al final, las masas lo único que llegan a percibir es que población cubana —desde el exterior— está criticando al gobierno cubano. Y es que, en efecto, si se mira a la prensa estadounidense o la barra de opinión de la televisión y la radio de aquel país, en lo relativo a Cuba, por regla general suelen ser cubanos y cubanas residiendo en el extranjero (fuera de Cuba) las voces a las que se les da cabida cuando se trata de golpetear mediáticamente al gobierno de la isla: como si por el simple hecho de ser nacionales de ese Estado caribeño, las palabras de quienes hostilizan discursiva e ideológicamente a la revolución ya fuesen por sí mismas legítimas.

 

Es éste un juego perverso que, sin duda, apelando a una supuesta bondad intrínseca al nacionalismo (únicamente válido para los nacionales de un Estado que residen en el extranjero) ha rendido muchos frutos a los intereses que desde Estados Unidos llevan años combatiendo a la revolución cubana ondeando la falsa bandera del exilio. Hay que decirlo, no obstante, abiertamente: el lobby cubano en Florida no por ser cubano vela por los intereses de la totalidad del pueblo que habita la isla. Ese lobby, encabezado por personajes como el senador Republicano Marco Rubio (quien se asume a sí mismo como una voz de autoridad en cualquier tema sobre la isla sólo por su ascendencia cubana) es abiertamente reaccionario.

 

La frase sobre el pueblo intocable y las tendencias movilizadas en redes sociales, además, en segunda instancia, también revelan otra cuestión: cuando las palabras «el pueblo no se toca» comenzaron a emplearse en la discusión pública para visibilizar la situación política interna de la isla, su uso estuvo determinado por un acto del presidente Miguel Díaz-Canel, quien, dirigiéndose a la ciudadanía, afirmó: «la orden de combate está dada: a la calle los revolucionarios». En ese sentido, las reacciones de la oposición no se hicieron esperar y, descontextualizando e incluso pervirtiendo las palabras del presidente, comenzaron a elevar la consigna de que el pueblo no se toca; la idea era simple: promover entre la comunidad internacional el imaginario de que a lo que estaba convocando el presidente Díaz-Canel era una guerra civil en contra de sus opositores y opositoras.

 

Es ahí en donde el tan repetido mantra sobre «el pueblo no se toca» comenzó a esparcirse en redes como la pólvora. Sin embargo, hay también una enorme falsedad en la manera en que los hechos fueron retratados por quienes quieren ver al neoliberalismo someter a Cuba a sus necesidades. Y es que, en efecto, las palabras textualmente reproducidas aquí son de Miguel Díaz-Canel. De eso no hay duda. Pero lo que no alcanzaron a comprender los detractores de la revolución ni al interior ni al exterior de la isla es que dicha frase vino acompañada por una penetrante reflexión por parte del presidente cubano en la que deja en claro que la oposición es bienvenida en el debate político nacional siempre que ésta no transgreda ciertos límites: como el someter al Estado a un protectorado (estadounidense o de cualquier otra potencia), pues la autodeterminación y la soberanía cubanas no están ni a discusión ni a negociación.

 

De ahí, pues, cuando Díaz-Canel expresa: «la orden de combate está dada: a la calle los revolucionarios», lo que está poniendo en cuestión son dos cosas: de entrada, no la legitimidad de las protestas sociales en el país, sino la posibilidad de que éstas se vean promovidas, operen en favor o se vean capturadas por intereses estadounidenses que, financiándolas, movilizándolas o apoyándolas de cualquier manera, las utilicen no para realizar cambios necesarios en la política doméstica cubana, sino, antes bien, procurando obtener de la desestabilización del régimen revolucionario el sometimiento parcial o total de la isla a los capitales extranjeros o a otros Estados. En segundo lugar, Díaz-Canel también puso en cuestión la totalidad de la historia independiente del pueblo cubano, pues, a diferencia de lo que ocurrió en el resto de América, la de Cuba es la única revolución que supo sobrevivir durante décadas gracias a su añeja tradición de armar al pueblo para defender con su propia muerte la patria que tanto trabajo les costó arrebatar a la órbita imperial estadounidense.

 

Habría que ser en verdad muy ingenuo o ingenua, dada la historia de la relación bilateral entre Cuba y Estados Unidos, para creer que la posibilidad de una intervención estadounidense en la isla es una imposibilidad teórica y práctica. Más aún, en los tiempos que corren, las palabras de Díaz-Canel tendrían que ser tomadas con seriedad de cara a los recientes acontecimientos que tuvieron lugar en Haití, pero también a la luz del impasse en el que se encuentran las movilizaciones sociales en Colombia. Y es que, apreciados estos tres escenarios en toda su amplitud, tendrían que prevenir a toda América de un recrudecimiento de la expansión de los intereses geopolíticos estadounidenses en la región. Después de todo, con un gobierno progresista en México que abiertamente denuncia el bloqueo estadounidense en contra de la isla, perder al Caribe y a Colombia supondría un serio revés para su seguridad nacional, regional y hemisférica.

 

A Cuba (y al resto del caribe), por lo anterior, habría que leerle a contraluz de los escenarios políticos que tienen lugar en México y Colombia, captando la profunda relación que existe entre esos tres espacios geográficos de América. Son éstos, además, los que circundan, hasta las costas de Venezuela, la zona petrolera más rica y vasta del continente, en un momento en el que Estados Unidos atraviesa por una reconfiguración de su presencia en Oriente Medio. Por eso, si Díaz-Canel llama a defender la revolución, más que ver un escenario de guerra civil asomándose en sus palabras, habría que ver un escenario de confrontaciones hemisféricas entre las grandes potencias y los repartos que se hacen del mundo. Ahí, en esas coordenadas, América entera es fundamental, y lo es más ahora que agendas progresistas continúan avanzando (en Bolivia, en Chile, en Brasil, Argentina, Perú, México, etc.).

 

Finalmente, el tercer aspecto importante que sacaron a la luz la vorágine de desinformación y las consignas movilizadas en redes por las protestas que tuvieron lugar en distintas provincias de la isla tiene que ver con la manera en que hoy día se concibe a la sociedad civil, en y por sí misma. Y es que, si se presta atención a los reclamos que se le hicieron a Díaz-Canel cuando llamó al pueblo cubano a defender la soberanía y la autodeterminación del Estado, dos cosas son evidentes: para la oposición, pueblo es únicamente aquel que se halla en contradicción o en abierto descontento con el gobierno en turno. Pero más importante aún que ello, para esa misma oposición, el pueblo (su pueblo) es inherentemente bueno y, por lo tanto no únicamente intocable, sino, además, incontestable. ¿Qué quiere decir esto?

 

En la discusión de estos días sobre Cuba, pero también en otras tantas que se han sucedido en los últimos años, a propósito de diversas manifestaciones y conflictos sociales a lo largo y ancho de la región, la idea de que «al pueblo no se le toca» se ha llegado a popularizar tanto (hasta el punto de convertirse en el mantra de todo nuevo estallido contra un gobierno), que, en el camino, se pasó por alto, por completo, el reconocimiento de que el pueblo no es inherentemente bueno, por naturaleza, pues el pueblo, como tal, sólo existe mientras se forma en la disputa política, dotándose de un contenido y dándose forma de acuerdo con las dinámicas que de esa disputa vayan emergiendo.

 

O, para ponerlo más sencillo, en América, a las masas que repiten acríticamente que «al pueblo no se toca» cuando estalla una movilización cualquiera, parece olvidárseles por completo que fue el pueblo movilizado en contra de gobiernos progresistas quien llevó al gobierno a personajes como Francisco Franco, Benito Mussolini y Adolf Hitler. A esas masas, que han hecho suya esa consigna, además, parece no importarles en absoluto el rememorar, aunque sea un poco, que fue el pueblo quien llevó a América a experimentar sus dictaduras de seguridad nacional, sus propios Estados de contrainsurgencia, en Chile, Brasil, Argentina, Paraguay, México, etcétera. A esas masas, en fin, habría que recordarles, con la historia en la mano, que el pueblo movilizado también ha sido responsable de algunos de los más atroces procesos políticos de masas liderados por la derecha más reaccionaria y conservadora.

 

¿Significa esto, entonces, que el pueblo sí se toca; que hay que eliminar al pueblo que se asuma como oposición? Por supuesto que no. Quiere decir esto, por lo contrario, que, de entrada, es imprescindible que las masas en América (y sus intelectuales) comiencen a pensar, pero en verdad a pensar problemáticamente, lo que quieren decir por pueblo, pues la palabra, así sin más, no implica nada más que un concepto vacío al cual se le pueden vaciar todos los contenidos políticos, históricos e ideológicos que los intereses en disputa prefieran. Y más importante que ello es, aún, el imperativo de pensar toda disputa en términos relacionales; esto es, como intereses en conflicto que establecen entre sí relaciones de fuerzas, siempre cambiantes de conformidad con el contexto y con la agenda ideológica que defiendan esos intereses en cuestión. No, por supuesto, por puro capricho o por mera refinación teórica. En la medida en que no se llegue a comprender que el pueblo no es uno y no es el mismo en todas partes, el error que se seguirá cometiendo en América, al momento de leer las causas y las consecuencias de las movilizaciones sociales que la inundan, será el de creer que en todos lados en donde exista una movilización la oposición real es entre un gobierno tiránico y un pueblo sometido a sus injusticias.

 

Pensar a la realidad social de América en esos términos, sin más, conduciría a creer firmemente que los grupos movilizados en Cuba y en Miami, en contra de la revolución cubana, son equiparables a las masas trabajadoras que en Brasil protestan para deshacerse del gobierno militarista de Jair Bolsonaro: racista, clasista y machista hasta excesos insoportables. Y la realidad es que no hay punto de comparación entre una situación y la otra, pues mientras que en Cuba se moviliza la reacción a un gobierno progresista, en Brasil es una sociedad civil progresista la que se moviliza en contra de un gobierno que sin dudarlo entra en el saco del fascismo americano.

 

No hay que ir más lejos en este argumento para alcanzar a apreciar que, de este tipo de consideraciones es de lo que depende la posibilidad de apreciar que, si los grupos movilizados en la isla quisiesen en verdad mayores libertades de las que ya garantiza el régimen político cubano, el objeto de sus protestas no tendría que ser el gobierno que es víctima (junto con toda su sociedad) de un criminal bloqueo económico, comercial y financiero que con cada presidente estadounidense (republicano o demócrata) se agudiza y radicaliza cada vez más. Por lo contrario, si esas personas en verdad quisieran mayores libertades y mejores condiciones de vida, en lugar de salir a las calles con banderas estadounidenses (las de su verdugo), saldrían con consignas claras en contra del bloqueo y de los cientos de acciones que cada cuatro años se imponen a la isla para buscar ahogarla en la miseria.

 

América y el resto del mundo deben comenzar a comprender, después de medio siglo de bloqueo y de agresiones por parte de Estados Unidos, que las condiciones de vida en la isla se deben a que las restricciones impuestas por los capitales occidentales son asfixiantes. Y, aun así, la revolución se las ha manejado para contar con niveles de desarrollo humano, de educación, alimentación y salud que no se tienen en el resto del continente. Cuba no tendría que estar pidiendo ayuda humanitaria en medio de esta crisis sanitaria, de no ser por ese bloqueo. La libertad, no hay que olvidarlo, es ante todo libertad de toda carencia material.

 

El autor es internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco

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