¿Quién es el traidor?
- Opinión
“Traidores” ha llamado el Presidente de la República Pedro Pablo Kuczynski a quienes quieren vacarlo. Con este epíteto no sólo ha dado la pauta para que sus partidarios empleen similares o peores calificativos, sino que ha marcado la cancha de tal manera que ya no se trata de un enfrentamiento entre adversarios políticos en una competencia democrática, sino de enemigos en una confrontación que amenaza (o ya es) una guerra.
Lo primero que revela este comportamiento es desesperación ante un inminente segundo pedido de vacancia este verano, pero también el temor que en esta oportunidad se haga realidad. La coyuntura de marzo ya no es la misma que la de diciembre. Ahora las denuncias han crecido, no sólo contra el Presidente Kuczynski sino contra el conjunto de la clase política, y ya no se trata exclusivamente de un enfrentamiento entre Keiko Fujimori y Palacio de Gobierno, sino entre la representación nacional y un Presidente que no da respuestas claras a las múltiples acusaciones de corrupción que debe enfrentar.
Pero también señala que esta no es una crisis cualquiera, sino que es la crisis de un gobierno que lucha por su sobrevivencia. Esto es así, porque su cabeza y líder —el Presidente de la República— está acusado de traicionar su mandato, al poner su interés particular de gran empresario por encima del interés general que se supone debe cautelar, al haber supuestamente favorecido como funcionario público a las empresas de las que es dueño. No es que estemos desacostumbrados en estos años de neoliberalismo a ver poner el interés particular por encima del general, pero pocas veces se ha visto el mar actual de coimas, así como el crudo aprovechamiento de quien hoy es Presidente.
Esto es lo que debe definir el Congreso: si Pedro Pablo Kuczynski ha traicionado o no el mandato que obtuvo de las urnas. El juicio que van a llevar adelante los congresistas es político, se informan de los hechos que se conocen hasta hoy para formarse un criterio y proceder al voto. No se trata, como han querido confundir en estos días, de un juicio penal que necesita evidencias y el debido proceso judicial. El juicio político se rige por el procedimiento parlamentario, es sobre la capacidad de ejercer el poder democráticamente del juzgado y tiene consecuencias inmediatas.
La crisis, sin embargo, no es un asunto solo de personas, ni se solucionará exclusivamente cambiando personas. Hemos tenido, es cierto, la sucesión de cuatro gobiernos elegidos, del 2001 en adelante. Pero ha sido una continuidad pobre y políticamente precaria, que se ha basado en la represión a los movimientos sociales y el bloqueo a la renovación política impidiendo la inscripción de nuevos partidos. Esta precariedad ha llevado a una profunda frustración con la democracia que hoy alcanza niveles siderales y se plasma en una mayoría ciudadana que quiere que el Presidente se vaya. Estamos entonces ante una crisis no solo de gobierno sino de régimen democrático. Los gobernantes son y han sido corruptos y esta democracia secreta corrupción.
El régimen político, sin embargo, no crece en cualquier parte, sino en un país como el Perú en el que la relación entre economía y política sufrió un cambio importante, con el ajuste neoliberal, a principios de la década de 1990. Este cambio consistió en exacerbar una característica que venía de atrás en nuestra historia, para hacerla dominante en la reconstitución del estado peruano, el llamado “capitalismo de amigotes”. Para que las grandes empresas hicieran buenos negocios ha sido indispensable que tuvieran relaciones privilegiadas en el Estado, con aquellos funcionarios y representantes con poder e influencia políticas. La renta política pasó así a ser fundamental para el logro de una determinada tasa de ganancia. Las coimas y otras ventajas reveladas en estos meses son entonces centrales para el funcionamiento de este tipo de capitalismo.
Para el capitalismo de amigotes devino entonces indispensable el control de las instituciones democráticas. Lo vemos en el Poder Ejecutivo y más precisamente en la Presidencia de la República, y es casi seguro que la profundización de la crisis nos dará luces sobre el Congreso y el Poder judicial. Podríamos estar entonces ad portas también de una crisis sistémica: de gobierno, régimen y estado.
Este carácter sistémico de la crisis puede y debe tener dos consecuencias. Por una parte, una resistencia muy grande de quienes han usufructuado de este sistema corrupto frente a la posibilidad de un cambio porque esta forma de proceder ha significado ingentes ganancias para ellos. Por otra, la necesidad de que las alternativas que se levanten y discutan planteen transformaciones de fondo. Me refiero a cambios en la forma de organizar este capitalismo y la propia representación política. Repetir más de los mismos sólo hará que las cosas (y las gentes) se pudran de nuevo.
Para empezar debemos entonces vacar al Presidente. Él ha venido a representar la última de esta saga de presidencias corruptas, en una democracia y un estado que (es bueno repetirlo) secretan corrupción.
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