El dolor que atraviesa América Latina por la matanza de 43 estudiantes en Ayotzinapa, México; no se debe solo al horror de un hecho de este tipo, sino a un nuevo momento de conciencia que recorre la región y que se expresa en diversos procesos de cambio en distintos países del continente. El dolor, por ello, ha permitido la exposición de una estructura de corrupción y el cuestionamiento del poder que permite la matanza.
Esta masacre se suma en el propio país azteca a los 55 mil muertos y 3 mil desaparecidos de la guerra contra el narcotráfico, emprendida por el gobierno de Felipe Calderón el 2006 y continuada por el de Enrique Peña Nieto en la actualidad, demostrando a la fecha un rotundo fracaso en controlar el problema. Pero tiene como telón de fondo las decenas de miles de muertos en distintos países de la región en el último medio siglo. Los muertos de las guerras centroamericanas, especialmente los de Guatemala que suman más de cien mil. Los miles de asesinados y desaparecidos de las dictaduras del Cono Sur, especialmente de Chile y Argentina, que se acercan a los cuarenta mil. Los muertos de la violencia en Colombia que suman más de cien mil. Así como los casi 70 mil muertos de la guerra interna en el Perú, en las décadas de 1980 y 1990.
Ayotzinapa en este escenario latinoamericano es la metáfora sangrienta de este horror que expresa en la contundencia de la matanza el desencuentro histórico entre Estado y sociedad en la región. Entre lo que quieren los ciudadanos y lo que les imponen sus Estados en esta América que no termina de ser nuestra. Este desencuentro ha buscado ser cubierto, desde arriba y desde afuera, de dos maneras en las últimas décadas: con las llamadas transiciones a la democracia y los programas de ajuste neoliberal. Las primeras han traído la formalidad pero no la realidad de la participación ciudadana y las segundas la concentración del ingreso y la ilusión del consumo pero no el trabajo productivo y la justicia social. La solución entonces ha fracasado y con ella las alternativas que solo buscan cambiar de máscara.
Sin embargo, el momento de conciencia existe. Está dado por los gobiernos progresistas y las grandes oposiciones al neoliberalismo en América Latina, que en México se manifiestan en importantes movimientos sociales y en partidos nacionales, con todas sus contradicciones, como el PRD y Morena. Ellos son los que nos permiten ver la masacre de Ayotzinapa en otra luz. No solo intolerancia frente al horror sino la posibilidad de un cambio, de que las cosas tomen un camino distinto que afronte los problemas de fondo que son la causa del horror.
Desde el Perú, país en el que todavía nos encontramos en el juego de las máscaras, quizás nos sea difícil ver las proyecciones de este hecho. De todas formas, debería servirnos para reflexionar sobre las consecuencias de nuestra propia violencia que ha preferido barrerse bajo la alfombra de esta precariedad democrática y por ello también amenaza con hacerla explotar.
En este punto los analistas de derecha nos quieren tender una trampa. Nos dicen que la salida son mejores políticas de seguridad pública y un firme liderazgo en la cúpula, pero cualquier observador puede ver que la situación ha sobre pasado soluciones epidérmicas.
Años atrás el politólogo Guillermo O´Donnell señalaba que aparte de la legalidad formal existen en América Latina “zonas marrones” de otro carácter. Se refería a la legalidad informal ligada a la pobreza y la falta de trabajo con derechos, a la legalidad patrimonial ligada a los terratenientes y caciques locales y a la legalidad mafiosa relacionada con el crimen organizado. Podemos observar cómo el crimen de Ayotzinapa se ubica en estas zonas marrones en las que la legalidad formal del Estado de Derecho tiene poco que hacer. Empero, la informalidad, el patrimonialismo y la mafia no tienen una solución exclusivamente normativa. Incluso, muchas veces, las actuales normas pueden favorecerlas. Por el contrario, hunden sus raíces en la herencia colonial, la economía rentista y finalmente el delito. La solución es atacar un modelo como el neoliberal que promueve la desnacionalización, el robo de los derechos, la ruina campesina, la destrucción del trabajo y la criminalización de la protesta de los que están en desacuerdo con lo que nos pasa.
En México, la masacre de Ayotzinapa ya se compara con el movimiento estudiantil de 1968, señalando que si el primero fue un hito fundamental en la crisis de la “dictadura perfecta” del PRI, quizás esta sea el hito en la crisis de aplicación del modelo neoliberal que comienza con el TLC con Estados Unidos en 1994 y la hegemonía derechista del dúo PRI-PAN, que conduce la “transición democrática” en los últimos, por lo menos, cuatro gobiernos.
Los sentimientos de horror, dolor e intolerancia sobre Ayotzinapa en América Latina, no están acompañados ahora, como en otras épocas, de agudos sentimientos de impotencia. Una impotencia que llevaba a morderse los labios o acudir, como única esperanza, a los organismos internacionales de derechos humanos. Hoy, la luz que alumbra y la luz que se ve al final del túnel está en nuestras propias fuerzas, en lo que hemos acumulado de la experiencia vivida, en lo que hemos logrado. Por ello, hoy América Latina puede tener esperanza de que esto no se repita y que no haya impunidad para los culpables.